Joy

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1975 » Capítulo 82. Julio 16, miércoles

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Julio 16, miércoles

PAC

El corcho del Möet & Chandon (brut), cosecha 1971, resonó en el aire tibio de la noche neorlanesa. A los oídos de Jerry White, aquel estampido era una salva en su honor.

Catherine no sabía nada. Para ella el champagne no era sino el complemento indispensable de las deliciosas ostras ahumadas del Grand Vatel, el más chic de los restaurantes citadinos.

La exquisita combinación de sabores, sublimada con el condimento del triunfo, hacía sentir a Jerry como si estuviera bebiéndose el sol de Reims y las perlas del Índico.

La noche avanza. La fragancia del Joy armoniza con el hálito finisecular de las magnolias y los azahares. Una luz tenue y verdosa difumina los contornos de la terraza.

—¡Salud, my darling!

Santé!

Jerry White ha triunfado.

Quizá Murdock piensa que se va a llevar la palma, pero White se ha guardado una carta bajo las manga.

A esas alturas, poco importa que Betty Hunt hablara. Nada ni nadie impedirá el desastre. La única persona en el mundo que podría, a largo plazo, hacer algo por evitar la catástrofe de los cítricos de Cuba, se llama Anton Van Vermeer; pero en ese momento una dama de la CIA lo apercolla con sus piernas en un hotel de Ámsterdam, a poco de haberle inundado la casa con ubicuas escuchas electrónicas. Se sabe, además, que Vermeer ha guardado el más absoluto silencio. ¿Qué podrían hacer los pobres cubanos, cuando ya han transcurrido ocho días de distribución sistemática del virus? ¿Eliminar los vectores? Quizá pudieran, pero nunca antes de varios meses, y a expensas de enormes aplicaciones insecticidas que dañarían por mucho tiempo sus cosechas. No: esta vez la Agencia ha triunfado en toda la línea. Los ocho días transcurridos significan que ya se ha completado el trabajo en Jagüey y que debe de estar iniciándose en Isla de Pinos. Pese a que se detectó a los que distribuían el áfido, la Seguridad cubana no ha logrado saber nada concreto, y sus últimos movimientos indican un total despiste. Los informes de Mauricio recibidos esa tarde son muy claros. En ninguna de las zonas donde se han distribuido los áfidos, se han visto concentraciones de gente, ni planes masivos de lucha contra el vector. Y contra el virus, por más que quisieran, nada podrían hacer. Ahora solo falta introducir la enfermedad en otros cuatro o cinco países, donde será fácil burlar a las autoridades sanitarias.

Lo único que enturbia aquella celebración íntima, es la actitud de indiferencia con que Murdock ha recibido la noticia. ¿Qué se creerá ese fucking bastard?

A Murdock no le hace gracia que la concepción del operativo haya surgido de la mente de White, y está haciendo lo posible por minimizarlo. Es por eso que no le ha dedicado ni un solo cumplido, ni una sola felicitación; pero, sin duda, el muy granuja debe de estar cosechando plácemes ante el general Gregg y la gente de los headquarters en Virginia. Sin embargo, Jerry no se chupa el dedo ni va a desaprovechar esa ocasión. Aunque deba violar el orden jerárquico, pedirá una entrevista con Gregg y le hará oír la grabación donde aparece la tenaz oposición de Murdock al esquema inicial del operativo, tal como Jerry se lo expusiera.

¡Ilusiones, puras ilusiones, Jerry!

Si no hubiera sido por el doctor Clark, nunca se habría llevado a cabo.

¡Lamentable desaparición la del doctor Clark! Y misteriosa, por cierto… Pero Jerry esa noche está celebrando y dedicado a oler el Joy de su mujer que siempre le recuerda sus desnudos y ternezas. El plan Joy lo elaboró pensando en ella; dedicado a ella, con toda su devoción de siempre. Era el fruto de sus mejores empeños. Era la sorpresa que le tenía reservada esa noche. Le explica haberlo concebido en su homenaje y, sin darle detalles, le asegura su consagración en los anales de la CIA como una obra maestra. Está seguro de ello. Está seguro de que también le valdrá elevar su rango en la CIA, o quizá la posibilidad de escoger un alto puesto en el servicio exterior. ¿A Catherine no le gustaría pasarse un par de años en una embajada de Europa Occidental? Y el plan se llamaba Joy porque no podía llamarse Catherine.

Aquella sonrisa dulce y franca de la mujer, compensaba con creces todos los sinsabores recientes.

—¡Salud, mi amor!

—Salud, Jerry, dear.

¡Clin!

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