Joy

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1975 » Capítulo 83. Julio 16, miércoles

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Julio 16, miércoles

Felipe Carmona pregunta por el First National City Bank of La Havana. ¿Sucursal Príncipe o Cabaña? Príncipe. El hombrecillo le señala unos matorrales y jaaa, ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja. La risa del Pájaro Loco. Felipe sube una cuesta llena de árboles y plantas espinosas, y luego sigue por un camino en espiral, hasta llegar por fin al First National, y el portero es Peter Lore, con sus ojos más vacunos que nunca, que lo palpa en busca de armas y le hace jurar sobre una Biblia que respetará la propiedad privada, no codiciará el dinero del prójimo ni girará cheques en falso. Felipe penetra en el banco, y en vez de ventanillas ve grandes celdas con gruesos barrotes, detrás de los cuales los pagadores esperan aburridos, sentados en unos tronos y con las manos llenas de billetes. ¿AHORROS? ¿CUENTAS CORRIENTES? ¿GIROS? ¿AMORTIZACIONES? ¿PLAZOS FIJOS? Todas tienen un cartel con un signo de interrogación por detrás. Al llegar a la celda de los plazos fijos, Felipe presenta un papel y el hombre dice: treinta y seis mil dólares. ¿Cómo los quiere? En efectivo, y en billetes de veinte… Un sacudón. Otra vez la risa del Pájaro Loco. Los pagadores se le ríen en la cara. Felipe ve a su derecha una serie de letreros: PARRICIDAS, VIOLADORES DE NIÑOS, TRAIDORES A LA PATRIA. Se tapa los ojos y sale corriendo. Otro sacudón más fuerte. ¿Adónde quiere ir? ¿Adónde va ese loco? El único que le habla con formalidad es el portero, que ya no es Peter Lore sino Bernabé. El cliente siempre tiene razón: ¿En qué podemos servirle? ¿Dónde queda el cementerio de los vendedores de seguros? Sin duda, la Revolución habría respetado el panteón de los STAR PROMOTERS del TRUST INSURANCE… Y el tercer sacudón más fuerte lo despertó y vio al guardia que le traía el desayuno y, ¿qué, cómo? ¡Ay, Dios mío! ¿A qué horas? A las nueve sería el interrogatorio. Eran las ocho y cuarto.

Felipe trató de encontrar algo en qué pensar durante aquellos tres cuartos de hora. Era su segundo despertar en prisión. No tenía hambre. El lunes, al ingresar, quisieron interrogarlo, pero él se negó a abrir la boca, ni para dar su nombre. Seguridad se había limitado a tomarle fotos e impresiones digitales. Durante todo el martes lo tuvieron incomunicado y no intentaron interrogarlo.

Esa mañana del miércoles, lo habían despertado a las ocho y diez. ¡Qué horrible pesadilla! No obstante, aquella realidad de la vigilia era casi tan espantosa y alucinante.

Le anunciaron que lo interrogarían a las nueve. Si quería bañarse y cambiarse de ropas, el carcelero le facilitaría un pantalón, una camisa, y lo acompañaría hasta la ducha.

Sepúlveda decidió bañarse. Quizá el agua fría lo ayudara a pensar con más claridad. Debió haberse dormido hacia las cinco de la madrugada. Después de haber analizado, vuelto y revuelto el caos de su tragedia, no encontraba escapatoria. ¿Cómo iba a justificar su presencia en Cuba? ¿Cómo vivía? ¿De dónde había sacado los documentos? No tardarían en descubrir que él era Felipe Carmona. Tarde o temprano tendría que hablar. ¿Echaría p’alante a los demás?

Tal vez en casa de Irma se habrían inquietado por su ausencia. En realidad, no tenían por qué. Él había desaparecido a veces por varios días. Eso era normal.

Se metió debajo de la ducha muy fría casi sin darse cuenta. Los efectos de la pesadilla seguían mortificando su ánimo. Todo lo que le rodeaba se le aparecía difuso: las cosas carecían de contornos definidos, los guardias no tenían rostros: eran meros uniformes. Al mirar los objetos enfocaba a lo lejos, como si no quisiese ver más que siluetas borrosas. Tampoco podía pensar con nitidez. Todo seguía en la tónica de aquel sueño disparatado. Ya tenía cuarenta y un años. Sentía deseos de llorar. Una y otra vez se le aparecía el rostro de su madre, que lo miraba con una amarga indiferencia.

¿Qué estaría pasando en casa de Irma? ¿Cómo lo habrían detectado? ¿Qué fallo pudo cometer? ¿Fallaría él o algún otro? Si no habían descubierto ya al grupo, la alarma surgiría de todos modos el viernes, cuando telefoneara Mauricio. Después de concluida su misión, Sepúlveda solo recibía llamadas de Mauricio los lunes y viernes. Si hubiera seguido llamándolo a diario, como antes, ya el team estaría en guardia desde su ausencia del día anterior. Felipe no quería delatar a nadie, pero, ¿cómo iba a justificar el domicilio? ¡En algún lugar tenía que vivir! Sí: tarde o temprano debería confesar.

Felipe decidió no hablar nada hasta el lunes siguiente. Era de suponer que ante su ausencia del viernes y del fin de semana, Mauricio ordenara evacuar la casa.

Se vistió con una camisa de mezclilla y un pantalón caqui y regresó a su celda. Solo tomó un poco de café y pidió que le trajeran cigarros suaves.

A las nueve menos cinco llegó el mismo guardia que le trajera el desayuno. Esta vez Felipe lo observó con detenimiento Era un hombre muy joven, de una corpulencia y un vigor facial como para desalentar cualquier intento de agresión. Con toda la deferencia que podía esperarse, dado el caso, lo invitó a pasar al interrogatorio.

Y al abrirse la puerta de la salita, ¡me cago en Dios! Nada menos que Elpidio Zamora, la Fiera y este mismo es el singao que me embarcó, y no sé de qué me está hablando este tipo, ¿y no te acuerdas cuando me querías dar el teque de que ibas a botar a los comunistas de Cuba? ¡Ese es Guillermo!

¿Confieso todo? ¿No será lo mejor para que ya se acabe esto?

Insisto en que no lo he visto en mi vida y es inútil que sigan con esta farsa.

Cuando se llevaron a Elpidio vociferante, me cago en tu madre, y en la madre del coronel, y otra vez el rostro acusador de su mamá, y jua, jua, jua, la risa sádica de aquel monstruo, y el interrogador, mostrándole una ampliación de las huellas digitales. ¿Serían las suyas? ¿Dónde las habrían cogido? Y el interrogador: ¿Conoce esto? Silencio. ¿Y esto? ¡Coño, el carro de Huidobro! ¿Y esto? ¡La foto de Huidobro! Me cogieron y no sé nada de todo eso que me muestra, ni de qué me está hablando, y no declararé nada hasta que no me traigan un abogado de mi confianza. ¡Tengo que aguantar hasta el lunes! Lo mejor es callarme y no decir nada. Y el interrogador: Estas impresiones digitales son suyas, y aparecieron en este carro y este carro es de este compañero. Y ahí estaban las fotos. De uno, dos y tres: me poncharon. Hasta el lunes, solo hasta el lunes. Esta gente no tortura. ¿O de pronto sí? Debo aguantar. Ojalá pueda. Y el interrogador: ¿Y tampoco sabe nada de esto? ¡Me cago en Dios! Los cadáveres descompuestos de Huidobro y su mujer. Horroroso, devorados por los gusanos, con sus huesos al aire, los restos de la misma ropa de aquel día, y eso era el paredón seguro, pero él no iba a cargar con la culpa.

¡Eso no lo hice yo! Eso lo hizo Mena, que vino conmigo de Chile, y ahora está en una casa de La Lisa, en la calle 47, número 11436, y yo no tengo nada que ver, yo vine a organizar el palomar y nada más, a mí no me mandaron matar a nadie, y sin yo saberlo Mena lo hizo, las órdenes de matar al viejo se las dieron a él sin decirme nada y sin estar presente; yo me enteré después, él sí es un asesino, y si quieren los llevo adonde está ahora, para que comprueben sus impresiones digitales, que también deben estar en el carro de Huidobro, porque yo los dejé a los dos con vida, y que se aclare bien esto, porque yo no soy ningún asesino.

¿Por qué me habré metido en esta mierda? Puedo llevarlos ahora mismo para que lo cojan junto con Irma y los escapados por la calle 22; y el oficial interrogador creyendo que Sepúlveda era un duro y él se partió completico como el penco que era.

Yo no soy ningún asesino, y yo no, yo no, yo nunca maté a nadie, y tranquilícese, que si usted no ha sido, todo se va a aclarar, y que el teniente dispusiera un grupo especial de doce hombres para cercar una casa en La Lisa, y venga por aquí, ciudadano, y vire a la derecha, chofer, sí, la tercera puerta, anjá, ahí junto al árbol, la casa de la fachada azul, y al dar el «sésamo», cuando Irma grita ya tres hombres han penetrado también por los fondos de la casa. A Víctor lo cogieron bañándose, y Manuel, que oyó el grito desde el cuarto, salió corriendo, pistola en mano, pero un disparo le acertó en una pierna, y al caer, el teniente se le tiró en picada desde atrás y le alcanzó a coger el brazo y, ¡todo el mundo quieto! Mena ni siquiera se había despertado.

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