Joy

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1975 » Capítulo 08. Mayo 29, jueves

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Mayo 29, jueves

Por lo general, el mayor Alba se acostaba a las once y se levantaba a las cinco. Los jueves, el mayor Alba se levantaba a las tres de la mañana.

Mientras el servicio no le impusiera alguna variante, respetaba con puntualidad esos horarios. El madrugón del jueves se lo había impuesto desde que comenzara su carrera en Seguridad Científica. Lo había aprendido de un condiscípulo georgiano que compartía su cuarto con él en la Universidad de Leningrado. «Si quieres estar lúcido el día del examen, cánsate mucho durante la víspera».

Aquello le dio buenos resultados desde el comienzo: pero con los años perfeccionó la receta, conforme a lo que fuera aprendiendo sobre sus propias reacciones orgánicas. Al estudiarse a sí mismo con datos estadísticos arribó a conclusiones muy precisas sobre la conducta de su cuerpo.

En primer lugar, observó que podía tolerar un cansancio físico muy intenso, mientras no sintiera al otro día molestias musculares. Si cumplía tal condición, su lucidez mental de los viernes era proporcional a la intensidad del cansancio provocado los jueves.

Descubrió también que lograba sus mejores resultados cuando incluía intensos ejercicios visuales y movimientos muy rápidos de todo su sistema muscular. El cansancio obtenido mediante un sostenido esfuerzo muscular, como el de las pesas, o respiratorio, como la natación, no le producía buenos resultados.

Su rutina gimnástica diaria era fuerte: quince minutos de suiza, cuarenta tracciones de bíceps en suspensión de barra, cien cuclillas, cien abdominales con dos kilogramos de contrapeso en la nuca, cuarenta planchas; todo ello precedido de cinco minutos de calentamiento y seguido de cinco de distensión. No era nada del otro mundo, pero le bastaba para gozar de una magnífica forma física, y era sobre todo, muy económica de tiempo. Aquella rutina tenía la ventaja de poder realizarse en la casa, sin aparatos, o en el cuarto de cualquier hotel, cuando estaba de viaje. El mayor Alba la cumplía diariamente desde hacía varios años, excepto jueves y sábados. Los sábados porque tenía que reservar energías para una sesión vespertina de karate, a la que rara vez faltaba; y los jueves, porque prefería destinar esa energía a la práctica de otros ejercicios, mediante los cuales lograba el cansancio apetecido que le propiciaba su lucidez de los viernes.

Los jueves, de seis y cuarto a nueve de la noche, el mayor Alba se dedicaba al ping pong. «Sí, al ping pong», respondía molesto, cuando algún cultor extremista de las artes marciales se burlaba de lo que consideraba un desperdicio de tiempo. Un estudio acucioso de años lo había convencido de que el ping pong era el deporte más completo para la educación de reflejos rápidos. Requería, además de reflejos, una elevada inteligencia estratégica, un control milimétrico del tacto y, ante todo, habilidad para la desinformación del contrario y viceversa, no dejarse engañar por los equívocos movimientos del rival. El ping pong de alto nivel permitía simular un raquetazo de efecto arriba y lanzarlo hacia abajo; se podía fingir haber impreso a la bola una rotación a la izquierda cuando se había lanzado un lateral derecho; o aparentar el disparo de una bola sin efecto y en realidad ponerlos; en fin, con brazos, ojos y caderas, se podía despistar constantemente al contrario.

Solo en saques, Alba dominaba doce golpes puros que, con movimientos de engaño, sumaban veintisiete. Comparados con el ping pong, otros deportes más prestigiosos en el consenso público, eran en verdad juegos anodinos. En muchas disciplinas deportivas surgen campeones mundiales y olímpicos con solo un par de años de práctica. En el ping pong no existen jugadores internacionales con menos de diez de práctica.

Alba sabía lo que hacía. Por cada golpe específico del tenis de campo, por ejemplo, el ping pong tenía doce. Cualquier golpe de campo, que a lo sumo podía imprimir a la bola una moderada rotación hacia arriba o hacia abajo, y sin posibilidad de engaño, también se podía dar en ping pong, pero con cuatro posibles rotaciones, tres grados de intensidad en los efectos, a tres distancias relativas de la mesa, y todo ello con posibles movimientos de engaño. Cuando ya tenía ocho años de práctica, Alba llegó a la conclusión de que no existía ningún otro deporte tan lleno de sutilezas y con tanta exigencia de reflejos rápidos y aptitudes intelectuales. Quizá nunca se le hiciera justicia porque quien no llegara a jugarlo con pleno dominio de su variedad técnica, jamás entendería lo que estaba sucediendo sobre una mesa de alto nivel. Y por el contrario, la facilísima visibilidad de las incidencias futbolísticas ganaban de inmediato el interés de los niños y de las grandes multitudes.

Además, por estudios de medicina deportiva, se había establecido que un 5-3 de ping pong internacional, podía consumir tanta energía como dos rounds de boxeo olímpico. Desde el punto de vista de la educación física solo tenía el inconveniente de su unilateralidad y podía incluso provocar escoliosis, pero desde la época de su aprendizaje sistemático, el mayor Alba jugaba un set con la mano izquierda y otro con la derecha.

En fin, era el ejercicio que mejor le permitía extenuarse los jueves, sin complicaciones ulteriores. Y él, los viernes, necesitaba su plenitud física, los nervios en calma chicha, el mayor deseo concebible de trabajar y una lucidez augural.

Los jueves Alba regresaba a su casa a las nueve y media. Llegaba directo a lavarse las manos y se sentaba a la mesa, servida para dos. Durante los diez minutos que insumía la cena frugal, Carmen dejaba de trabajar y se sentaba a comer con él. Luego, solían sentarse para una breve sobremesa en la sala. Bueno, en realidad no podía hablarse de sala en aquella casa; ni de comedor, ni de dormitorios. De las piezas convencionales de toda vivienda, allí solo conservaban su aspecto original, la cocina y el baño. En las paredes había grandes libreros, cuadros (en su mayoría originales), nichos con cerámica, un par de tapices y algunos collages. De cualquiera de aquellas habitaciones podía salir, como un Deus ex machina, una mesa, una tabla pupitre o una colchoneta. Las colchonetas eran para algún huésped eventual, porque la familia Alba, bajo la asesoría de Carmen, que era ortopedista, dormía sobre esteras en el piso, a la manera japonesa. Aquella austeridad redundaba no solo en salud sino también en espacio vital. Libraba a la casa de armatostes y creaba un ambiente alegre, despejado.

Los jueves por la tarde, pues, Carmen trataba siempre de estar muy ocupada en algo, para que cuando Fernando llegase, pudiera acostarse temprano, sin verse forzado a prolongar la sobremesa. Carmen sabía lo de los viernes, aunque sin conocer detalles. No sentía celos de su reserva. Sabía que si llegaban a viejos, se lo contaría todo.

Aquel jueves, Fernando Alba se levantó de la mesa a las nueve y cuarenta y cinco; encendió un tabaco y puso en el tocadiscos El mar de Debussy. La música impresionista le producía, según decía él, un efecto sedante, pero en realidad la usaba como somnífero.

Antes de acostarse fue a ver al niño, que dormía abrazado a sus juguetes, con la despatarrada placidez propia de su edad. Luego se preparó una limonada en la cocina y se sentó en su estera, tras apagar el tabaco. Antes de tenderse al lado de su mujer (Alba nunca dormía en el mismo lugar) la obsequió con un trago de limonada y un beso. Y cuando aún no había terminado de salir el sol sobre El mar, ya estaba dormido.

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