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1975 » Capítulo 14. Mayo 30, viernes

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Mayo 30, viernes

«… comparece Silvio González Arce, conocido por Chicho, de cincuenta y dos años, domiciliado en el central Pablo de la Torriente Brau, municipio de Cabañas, provincia de Pinar del Río, acreditado ante este puesto de Guardafronteras con carné laboral número 989345, obrero azucarero, estado civil casado, sin antecedentes penales, y declara bajo juramento, debidamente impuesto de las sanciones previstas por la ley para los casos de perjurio, que encontrándose de cacería en compañía de dos amigos, el domingo 25 del corriente mes, en la zona de Punta Jutías, en el extremo noroeste del cayo de Juan Tomás, alrededor de las seis y treinta de la tarde de ese mismo día, hizo dos disparos de escopeta que no dieron en el blanco, sobre una bandada de pájaros que pasaba por encima de un lugar conocido como la Cueva de las Tortugas y que ha identificado sobre un mapa del cayo.

»Los compañeros del declarante, que resultaron ser Álvaro Escudero Sánchez y Zoilo Perdomo Abrantes, ambos obreros portuarios, domiciliados en la ciudad de Cabañas, acreditados respectivamente ante este puesto con carnés de identidad números 4696394 y 3296615, firman como testigos la presente declaración jurada y se manifiestan de plena conformidad con lo expuesto por el declarante Silvio González Arce».

—¿Rosita?

—Ordene, mayor.

—Yo voy a salir de Cabañas alrededor de las cinco y media. Localice al capitán Piedrahíta, en el Instituto de Geodesia, y pídale que me sitúe en mi despacho un técnico en fotogrametría para hoy a las siete.

—¿Y si no pudiera localizar al capitán Piedrahíta?

El mayor se cambió de mano el auricular del teléfono y entrecerró los ojos. Nadie hubiera podido decir si aquellos ojos rasgados expresaban cólera o preocupación. La voz del mayor volvió a oírse con su suavidad habitual, un poco ronca.

—Puede ser que no localice a Piedrahíta, pero al técnico tiene que localizarlo y tenérmelo en el despacho a las siete.

—Entendido, mayor. ¿Eso es todo?

—No.

—Ordene.

—Trate de localizar al presidente de la Asociación Cubana de Colombofilia…

—¿De qué? No le oigo bien, mayor.

—Colombofilia.

—¿Puede deletreármelo, mayor?

—Carmen, Orlando, Luisa, Orlando, Margarita, Benito, Orlando, Felicia, Isabel, Luisa, Inés, Alberto. Co-lom-bo-fi-lia. ¿Entendido?

—¡Ah! Ahora sí, mayor: colombofilia, lo de las palomas mensajeras…

—Dispóngame una entrevista con el presidente o cualquiera de los miembros de la Asociación.

—¿Y no le interesaría un contacto con los colombófilos de las FAR?

—No, porque necesito hablar con el responsable del grupo, y sé que ahora no está en el país.

—Bien, mayor. ¿Dónde quiere la entrevista?

—En cualquier lugar que ellos fijen.

—¿Para qué hora, mayor?

—Para las siete y cuarenta y cinco.

—Bien. ¿Algo más, mayor?

Rosita ya sabía que habría algo más. En tres años al lado del mayor, había aprendido que cuando él quería poner punto final al diálogo, su voz exageraba un poco la inflexión descendente, en las últimas sílabas. Cuando iba a seguir hablando, los finales de sus frases parecían diluirse en una anticadencia monótona.

—Sí, hay algo más. Conciérteme una cita con algún especialista en pesca submarina, del INDER o de la Academia de Ciencias, me da igual.

—¿Hora y lugar?

—Ocho y treinta en el lugar que ellos fijen.

—Entendido, mayor. ¿Algo más?

—Sí, a las diez de la noche, todo el mundo en mi despacho, excepto usted.

—Yo puedo estar también, mayor. Si me necesita, puedo quedarme.

—Muchas gracias, Rosita. No es necesario. Déjeme sobre el buró los nombres de las personas citadas y los lugares convenidos. Cuando yo llegue, alrededor de las siete, podrá retirarse.

—Bien, mayor. ¿Algo más?

Esta vez, Rosita sabía que no habría nada más.

Las dos sílabas finales de «retirarse», no le dejaban lugar a duda.

—Nada más, Rosita. Hasta luego.

—Hasta luego, mayor.

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