Joy

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1975 » Capítulo 29. Junio 7, sábado

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Junio 7, sábado

Alba caminó desde el Ermitage hasta la orilla del Neva. Recordó que en aquellos bancos pasaba muchas horas contemplando el ruidoso vuelo de las gaviotas, y en ese cálido mes de junio, el espectáculo sin par de las noches blancas; pero en sus recuerdos se grabó sobre todo la imagen de la ciudad invernal, cubierta de nieve. ¡Qué punzante nostalgia! ¡Qué angustia, la de aquel primer invierno! ¡Qué abatido se sentía durante los dos primeros meses! Luego, poco a poco, comenzó a mitigarse su angustia, gracias al calor de la gente, al trabajo diario en la Universidad, a los amigos, a los familiares de los amigos. El sentimiento de indeleble amistad que aquel pueblo profesaba a su país, a su Revolución, lo hicieron sentirse mejor. Su angustia se convirtió en una especie de inquietud, en un dolorcillo llevadero, en una leve melancolía, pero que lo llenaba de una paradójica energía y lo forzaba a un estado de vigilia casi alucinante. Cierta música, por ejemplo la de Brahms, la de Beethoven, nunca le había mordido en la carne como allí. Comprendió entonces al Tolstoi de la Sonata a Kreutzer, cuando se quejaba angustiado: «Que me veut, cette musique?». Era como si durante el invierno boreal se le aguzaran todos los sentidos, como si le crecieran antenas largas y sensitivas receptoras de una realidad más rica. Observaba la coloración de las aguas del Neva, notaba contrastes de luz y sombra que no percibiera antes; veía gradaciones tonales, ritmos de las formas, de los volúmenes; a veces parecíale que los gritos afónicos de las gaviotas contrapunteaban con las sirenas de las fábricas. Durante los seis inviernos que Alba pasó en Leningrado sentía una electricidad epidérmica, oía himnos y voces, observaba detalles nuevos en los rostros de la gente, en sus gestos, en sus ropas y su andar; advertía los requiebros más banales en las fachadas del barroco peterburgués; y los cuadros del Ermitage se le movían como cine. Algunos retratos poblaban sus sueños.

Aquella melancolía del primer invierno, volvió a repetirse durante cinco inviernos más. El dolorcillo, seguía, estaba ahí. A la entrada del tercer aniversario, Alba lo esperaba ya. En aquel estado de espíritu le fue más fácil comprender el «alma eslava», los versos de Pushkin, el mundo de Dostoievski.

También la gesta de octubre adquiría allí otra dimensión a sus ojos. El pasearse junto al crucero Aurora, frente al Smolny, por los jardines del Palacio de Verano; el reconocer lugares frecuentados por sus héroes y contemplar las anchas avenidas de hoy, le apuntalaban su confianza en el futuro de la humanidad.

Al volver ahora, al cabo de tantos años y divisar la fachada de la Universidad, sintió de pronto como si nunca se hubiera marchado de Leningrado, como si aquellas torres, puentes, vastas perspectivas, hubiesen estado siempre unidas a su vida. Sin duda, aquella era un poco su ciudad, su Universidad, que tanto lo había distinguido y de la que tan orgulloso se sentía. En ella había pasado seis años definitivos para su formación científica; pero además, el ambiente y las personas relacionadas con aquel edificio al que miraba ahora con ojos agradecidos, habían hecho de él un hombre culto en sentido general, un espíritu abierto a todos los problemas del mundo, del arte, de la historia; le había dado una perspectiva humanística, filosófica, y mayores razones para servir a su patria en cualquier terreno. ¿Cómo no iba a querer aquella casa veneranda? Los ojos duros y rasgados de Alba (el Tártaro, lo llamaban sus camaradas de aula), miraban el viejo edificio con una expresión de inefable cariño, que parecía tanto mayor, por provenir de aquellos ojos duros y rasgados.

Al acercarse, disminuyó el paso para comprobar con fruición si aún guardaba en su memoria todos los detalles de la fachada.

¿Estaría todavía Piotr Efímovich, el viejo conserje? Una verdadera institución, Piotr. Gran admirador de Cuba y de Fidel. El nuevo conserje había ocupado su puesto hacía dos años. Piotr Efímovich se había jubilado en el 73. ¡Qué lástima! Alba no se atrevió a regalarle los tabacos al nuevo conserje. Y por favor: ¿El académico Ustinov estaría en su departamento? Sí camarada, en el tercer piso, sala 311. Muchas gracias.

Subió por la escalera, buscando con la mirada algún rostro conocido. ¡Qué tontería! ¡No era posible! Pero de pronto, a sus espaldas: ¡Fiernanda!

¿Sería él? ¿Y a qué otro Fiernanda iba a ser, si no? Al volverse, vio una figura de oso gigantesco, con una inmensa barba rubia, que se acercaba con los brazos abiertos y que en menos de lo que canta un gallo le había estampado dos besotes en sendas mejillas. No, Alba no podía adivinar. Que el oso rubio dijera quién era, por favor. ¿Entonces él, Fiernanda Alba, no se acordaba ya de sus viejos amigos? ¿Se había olvidado de sus daraguíye drusiá? ¿No se acordaba de Nicolai Vasilievich? ¡Kaniechna, Nicolai! Que le repitiera el abrazo. Sí, otro abrazo. ¿Y cómo era posible que Nicolai se hubiera puesto tan gordo y tan feo? Pues, para impresionar a los alumnos y lograr que lo respetaran. ¡Vaya, vaya, con Nicolai! ¡Todo un catedrático! ¿Estaba en docencia? Sí, llevaba dos años como adjunto de Oceanología. ¿Y Vania? Vania en Novosibirsk. ¿Y Andrianov? En el Baikal-Amur. ¿Y su mujer, Natasha? Bien, gracias, pariendo en esos días. Nicolai quería esa noche darle una sorpresa a Natasha y llevarle al viejo amigo. ¿Sí, Fiernanda? Fernando lo llamaría antes de las cinco para confirmarle si le sería posible. Todo dependía de una entrevista con Ustinov. Bueno, muy bien: que lo llamara a aquel número y a aquella extensión. Dasvidania, dasvidania.

En el 311 estaba el profesor Alexei Ustinov con un grupo de gente. Cuando le anunciaron que el Tártaro estaba allí, salió corriendo con la túnica desabrochada, y le dio tan efusivo abrazo que los presentes lo creyeron su hijo pródigo.

No era su hijo, pero era uno de sus grandes afectos y uno de sus mejores discípulos. Lo único que Ustinov lamentaba era que el Tártaro no se hubiese consagrado a las ciencias puras, a la investigación. Cuando se tenía una cabeza como la suya, no se debía desperdiciarla en otros menesteres. ¡El profesor Ustinov no podía saber qué bien aprovechada estaba la cabeza de Fernando Alba! ¡Pero profesor! ¿No había acabado de saludarlo y ya iba a empezar otra vez con el viejo sermón? Bueno, pero la candidatura sí la haría, ¿verdad Fiernanda? Eso sí, profesor: incluso ya había escogido el tema y hacía más de un año que estaba leyendo diversos materiales relacionados. ¿Cuál era el tema? Feromonas. Y a propósito, ¿Ustinov le había conseguido la entrevista con el académico Mussorski? Sí, en principio para el día 9, en casa de Mussorski, en Moscú. Pero había surgido un inconveniente. Mussorski había llamado a Ustinov para anunciarle que tenía que viajar de improviso, nada menos que a Vladivostok, de donde no regresaría hasta el día 13. De todos modos, si Alba tenía mucha urgencia, Mussorski lo recibiría gustosamente allá, en el hotel la Perla del Este, o en el Instituto de Zoología de la Academia de Ciencias del Lejano Oriente. Ustinov tenía incluso sus números de teléfono. ¿Alba esperaría el regreso de Mussorski? No, profesor, Alba saldría para Moscú en el primer avión, y de allí trataría de llegar a Vladivostok a mediodía o en la tarde del día siguiente. ¡Tremendo viaje! ¿No habría la posibilidad de regresar a Cuba, vía Canadá, por el Pacífico? ¿No habría algún vuelo Vladivostok-Vancouver, por ejemplo? Si era así, quizá pudiera dar la vuelta al mundo en tres o cuatro días y sin matarse. No estaba mal, ¿verdad?

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