Joy

Joy


1975 » Capítulo 30. Junio 10, martes

Página 34 de 100

30

Junio 10, martes

—Llámale como quieras, pero eso no fue lo que hablamos —protestó Elpidio—. Yo te dije que le explicaras bien clarito al coronel, que yo le servía en eso de regar los tubos con los piojos, pero hasta ahí. ¡Los piojos y más na!

—¡Coño! ¿Y de qué te quejas? —replicó Sepúlveda—. Te has ganado cinco mil pesos de jamón, en un ratico, porque no me vas a decir que en esa bobería te has demorado más de una semana…

«¿Cómo se habrá enterado el coronel de que yo estaba aquí?», pensó Elpidio Zamora.

—… y ahora que se te ofrece el doble por hacer otra bobería que nadie se va a dar cuenta…

—¿Ah, bobería? ¿Y quién es que se la juega? —dijo Elpidio con gesto torvo.

—Que te la juegas, ¡¿de qué, chico?! —replicó Sepúlveda, echando hacia delante los dorsos de ambas manos, frente al rostro del otro—. Si lo que tú hagas ahora, no se va a saber hasta dentro de uno o dos años…

«¿Cómo rayos se habrá enterado el coronel?».

—¿Un año o dos? Da lo mismo que fueran diez; porque cuando le quiten la tapa al pomo y empiece a salir olor a mierda, ¿quién va a dar la cara? ¿De quién van a sospechar?

—Estás apendejao, Elpidio. ¡A-pen-de-jao! —dijo Sepúlveda, vaciando de una sentada media botella de cerveza.

—Apendejao, na —contestó Elpidio airado—. Que los primeros sospechosos vamos a ser los del vivero: yo aquí y el otro en Camagüey.

—¿Y por qué ustedes? ¿Por qué no los demás?

—¿Quieres saber por qué? Pues porque en estos planes, todos son una partida de comemierdas sin ningún pasado, y están más limpios qu’el carajo, y hasta hay veintipico de militantes.

—¡Coño, Elpidio! ¿Y tú no dices que eres vanguardia, y todo eso?

—Yo lo que soy es una yegua trabajando y me los he echao en el bolsillo; pero si les da por averiguar, y me chequean de verdá los documentos y el nombre y la libreta de la comida, y se enteran qu’estoy viviendo con los papeles de un muerto que yo mismo m’eché al pico, el paredón que me van a dar va a ser de madre, ¿sabes?

—Pero tú no quieres entender, Fiera…

—¡Llámame Elpidio, coño!

—Lo que yo te quiero decir es que cuando se forme el correcorre tú no tienes por qué estar aquí —dijo Sepúlveda y abrió muy grandes los ojos mientras se golpeaba rápida y alternativamente palmas y dorsos de ambas manos—. Lo que se te pide ahora es que cueles unas doscientas yemas entre las cuatro o cinco mil que vas a cortar todos los días.

—¡Sí hombre, eso yo lo sé, y pa’mí es botao! Además, yo sé que antes de un año nadie va a notar nada, y vamos a admitir que ustedes me saquen —dijo Elpidio con un gesto escéptico—. Está muy bien; pero, ¿y después qué?

—¿Cómo, después qué?

—Óyeme lo que te voy a decir —anunció Elpidio y se llevó una botella llena a los labios.

Sepúlveda observó con su cabeza apoyada en dos dedos que sostenían un cigarro humeante, cómo la nuez de Elpidio subía y bajaba hasta tomarse unos tres cuartos de botella.

—Yo ya pasé los cincuenta —prosiguió Elpidio, luego de emitir un eructo espeluznante—, y si me piro pa’l Norte, los dólares que me den los gringos no me van a servir de mucho: bolita, trago, mujeres… En dos meses estoy otra vez en cueros, y yo sí no voy a ir a allá a pinchar.

—¡Coño! ¿Y no pinchas aquí?

—No es lo mismo, tú. Yo aquí me siento alguien…

—¡No me hagas reír, Elpidio!

—No, no, no —se apresuró a aclarar Elpidio—; no es lo que tú crees. No es por ser vanguardia, ni ninguna de esas comemierderías. Lo que pasa es que yo me doy gusto haciéndoles daño, ¿m’ entiendes?

—No, Elpidio; de verdad que no te entiendo —dijo Sepúlveda mientras le hacía una uve al camarero.

—El daño se lo hago todos los días —prosiguió Elpidio—; gotica por gotica, desde que bajé del Escambray. Vivo para hacerles daño, sin que nadie me mande. Esa es mi vida, ese es mi bacilón, ¿m’ entiendes?

«¡Qué clase de aberrado!», pensó Sepúlveda. «Está más loco qu’el carajo».

—Yo les voy a todos los círculos de estudio, opino, hablo; voy a los trabajos productivos, me como los surcos, y fíjate bien lo que te voy a decir…

Se quedó con el dedo levantado y largó otro eructo. «¡Qué asqueroso!», pensó Sepúlveda.

—… no soy ejemplar, porque no me da la gana.

—¿Y eso?

—A todo el mundo le he hecho saber… ¡Oye, tráeme unos Populares!… le he hecho saber que soy santero, y el día de san Lázaro me voy pa’ Regla y no estoy pa’ nadie.

—Pero, ¿y eso por qué? —preguntó Sepúlveda divertido.

—Es que no quiero pasar de vanguardia, pa’ que no me anden averiguando demasiado, ¿m’ entiendes cómo es?

«Mientras sigan reclutando tarados como este, nunca vamos a salir de las chapucerías», pensó Sepúlveda.

—Pero yo les cobro caro la vanguardia, los círculos, los trabajos voluntarios… Todo eso lo tengo tarifado…

—¿Cómo tarifado?

—Por cada círculo que me tengo que disparar, les rompo mínimo, mínimo, dos mil pesos y por cada trabajo voluntario cuatro mil: les enveneno unos puercos, les jodo el motor de una bomba, le quito una pieza a un tractor…

«¡Cosa más grande!».

—Tú lo que me has salido es tremendo romántico, Elpidio, y así no se llega a ningún lado. El trabajo solitario no sirve. P’acabar con esto lo que hay que hacer es unirse.

—¡No me digas! ¡Qué bien! ¿Así que tú también eres de los que van a botar a los comunistas de Cuba? ¡No me jodas, tú! ¡Ni tú mismo te lo crees!

—Y entonces, ¿para qué luchamos? —replicó Sepúlveda.

—Mira viejo: yo no como esa clase de cuentos. Hace diez años me los tragué, pero ya no; y cada vez que oigo hablar de eso me enfermo.

—¡Coño! Tú eres más raro qu’el carajo, Elpidio —dijo Sepúlveda alzando la voz, al ver acercarse al camarero.

—Y además, te voy a decir una cosa —prosiguió Elpidio, abriendo la cajetilla de Populares con la uña del meñique—. Yo odio a esta gente, seguro, seguro, más que tú y más qu’el mismo coronel; pero yo sé que no hay quien los bote de aquí. ¿Y quieres saber por qué? —añadió bajando la voz, y cogiendo a Sepúlveda que había avanzado la cabeza, por la solapa de la camisa—. Porque no tienen ambiciones y se conforman con cualquier cosa. Y a nosotros nadie nos conforma con nada —agregó, tras reclinarse otra vez sobre el respaldo de la silla.

—¡Tú estás adoctrinado, Elpidio! —dijo Sepúlveda—. A ti lo que hay que hacerte es un lavado de cerebro con cepillo de alambre. Además, yo no vine aquí a hablar basura contigo.

—Entonces no me vengas con la mierda esa de que vas a botar a los comunistas. Yo seré cualquier cosa, pero no como cuentos de nadie. Con el teque ese del anticomunismo, la democracia y la libertá, yo he arrancado uñas, ojos, timbales y sé de lo que estoy hablando…

—Bueno, bueno: ya —lo interrumpió Sepúlveda con ambas manos en alto—. Yo no tengo por qué discutir contigo. Tú vas a hacer lo que se te mande y pa’l carajo; y si no, ya tú sabes…

—¡Así sí! Yo voy a hacer lo que ustedes me manden, porque me tienen cogido, porque me conocen la historia; pero no de comemierda ni de regalao.

«¿Cómo cojones se habrá enterado el coronel?».

Ir a la siguiente página

Report Page