Joy

Joy


1975 » Capítulo 35. Junio 19, jueves

Página 39 de 100

35

Junio 19, jueves

Sylvia Purcell sale de una librería de Charing Cross. Son las ocho y quince de la mañana. Es una de esas inusitadas mañanas de sol que llena de un humor primaveral a los londinenses. Con paso lento y flexible atraviesa parte del Soho, llega a Picadilly Circus, baja caminando hasta Covent Garden, donde coge un taxi en dirección a Highgate. Se baja doscientos metros antes de llegar al cementerio. Compra en la puerta una flor roja. Una sola, que guarda dentro del libro. En el interior del cementerio, coge la tercera senda de la izquierda y la sigue casi hasta el final. Se detiene frente a la tumba de los Hopkins y contempla, de frente, el rostro imponente de sir Percival, cuyos ojos de bronce la escrutan desde su pedestal de mármol negro, con aquella flemática decisión que hiciera tan grande al imperio y a su majestad victoriana. Requiescat in pace. Sic transit gloria mundi y todo lo demás. Sylvia Purcell baja la cabeza, abre el libro en el lugar marcado por el tallo de la flor y comienza a leer. Las tapas negras del volumen y un cordoncito dorado que tiene adherido, indican que se trata de un libro de oraciones. Sin embargo no lo es. Quizá Sylvia Porcel —¡perdón!, Purcell— ha querido que así lo parezca. Sylvia da vuelta a una página y termina de leer:

«… y bien puedo decir con orgullo, que si tuvo muchos adversarios, no conoció seguramente un solo enemigo personal. Su nombre vivirá a lo largo de los siglos, y con su nombre, su obra». Eran las palabras finales del discurso de Federico Engels ante la tumba de Karl Marx. Habían sido pronunciadas a ocho metros del lugar donde Sylvia se hallaba. Habían sido pronunciadas en inglés, el 15 de marzo de 1883, en presencia de Pablo Lafargue, Longuet, Lessner, Lochner, Liebknecht, Schorlemmer y Ray Lancaster. El día precedente, a las tres menos cuarto de la tarde, había dejado de pensar una de las más formidables cabezas de la historia del mundo. Sylvia Purcell, volvió a alzar los ojos y miró de frente en dirección a sir Percival, héroe de las campañas de la India y el Transvaal, pero sus ojos enfocaron el modesto busto de Karl Marx, situado a ocho metros de allí, en la siguiente hilera de tumbas. Sylvia apretó contra su pecho la flor roja y regresó hacia la puerta. Había satisfecho un viejo deseo.

Al salir del cementerio, hizo los movimientos necesarios para asegurarse de que no era seguida; paró otro taxi y pidió que la llevaran al Victoria and Albert Museum, en Cromwell Road. El chofer captó enseguida, que su bella pasajera era una norteamericana; pero como pofesional discreto, no hizo ningún comentario. El chofer se equivocaba. Aquella mujer había nacido en Santiago de Cuba, en 1935, y desde el 39 hasta el 53 había vivido en Los Ángeles. En 1954, muerto su padre, regresó a Cuba, y como estudiante de la enseñanza universitaria, con veinte años, había formado parte de una célula clandestina que operó hasta el 58, en la lucha contra Batista. Ya en 1957, torturada en dos oportunidades por la gente de Chaviano, y «quemada» al año siguiente para el trabajo en Santiago, subió a la Sierra. Fue una de las primeras mujeres que ingresó en Seguridad del Estado desde 1959. En 1962 se inscribió en la Universidad de Nueva York, con el nombre de Sylvia Purcell. Allí se graduó en Bioquímica en 1967. De inmediato, ingresó en la Dupont, y a los dos años se había revelado como una eficiente executive. Mujer de fulgurante personalidad y finísimo tacto, había sido designada para coordinar el trabajo de los investigadores y del personal de alto nivel científico, que trabajaba por cuenta de la compañía en diferentes partes del mundo.

Nunca se había casado ni había tenido hijos. A los cuarenta años era una mujer que representaba cuarenta años y era, además, muy atractiva. Sus amistades consideraban que aquella personalidad tan vigorosa no estaba hecha para el matrimonio. Ella tenía otro criterio al respecto. Para el SCC era la mayor María Elena Porcel Bermúdez, jefe del equipo de Contrainteligencia Científica que operaba en Europa Occidental. Su posición en Bonn, en la coordinación de toda la investigación científica realizada por la Dupont en Europa, le confería una holgada autonomía de movimientos, que siempre aparecían justificados en el interés de la compañía.

Un emisario de Alba había salido el día 15 de Cuba, con todos los datos que obraban en poder del SCC y se entrevistó con la Purcell en Bonn, el día 17. Alba le ordenaba que se trasladara de inmediato con dos de sus hombres a los Estados Unidos, para rastrear al director del team encargado de preparar la parte científica del sabotaje.

En Vladivostok, el académico Mussorski había insistido en algo que Sylvia debía tener muy en cuenta. El empleo de aquella mutación, que él consideraba casual, debió ser aprovechada por un gran especialista en el campo de la genética de los áfidos. Mussorski se inclinaba a pensar que detrás de aquel pulgón del melocotón aparecido en Cuba, debía de estar un eminente entomólogo versado en genética o un gran genetista versado en entomología. Pero Mussorski no manejaba en aquel momento todos los datos, y Alba, al enterarse de la aparición de la Toxoptera aurantii, con aquella distribución, recomendaba a Sylvia, que no descartara la posibilidad de que se tratase de un virólogo de los cítricos, favorecido por el hallazgo de una mutación casual. La Toxoptera aurantii no presentaba ninguna característica que pudiera insinuar la posibilidad de una mutación. Por tanto, habría que pensar en un ataque multilateral de áfidos, capacitados quizá por alguna técnica nueva, procedente del campo de la virología de los cítricos, para convertirse en vectores eventuales de la Tristeza. Además, a Alba no le parecía muy factible la posibilidad de un team de gente eminente en una empresa tan inicua como aquella. Sentía demasiado respeto por la ciencia y por los científicos en general; y aun cuando estuviesen bajo la férula del imperialismo, no era fácil reunir un grupo de grandes talentos científicos para que trabajasen conscientemente en una empresa tan denigrante. Le parecía más fácil pensar en un individuo inmoral, vendido por dinero, o presionado por algún chantaje de la CIA.

De todas maneras, Mussorski confeccionó una lista con veintidós nombres, que constituían la flor y nata de los genetistas entomólogos y de los afidólogos genetistas, dentro del mundo capitalista. El ingeniero Alejandro de Sanctis, por su parte, le proporcionó treinta y ocho nombres de virólogos de los cítricos, dieciocho de los cuales vivían y trabajaban en los Estados Unidos. Después de la reunión en el Estadio Latinoamericano, Alba decidió recomendar a Sylvia que anticipara la investigación de los virólogos. ¿No habrían hallado algún método práctico para hacer virulentos todo tipo de áfidos? Aquello no le parecía del todo coherente a Sylvia, pero se dispuso a hacer lo que su jefe le ordenaba. Primero investigaría a los dieciocho virólogos y luego a los trece entomólogos genetistas y viceversa, que vivían en los Estados Unidos. En total eran treinta y un casos.

El día 18, Sylvia Purcell citó con carácter urgente a Eddy M., que vivía en Zurich, para una reunión en casa de su tocayo Eddy A., que vivía en Londres, en una casa de Cromwell Road, South Kensington. Ese mismo día 18, Sylvia Purcell encontró un buen pretexto para anunciar un viaje de algunas semanas a los Estados Unidos, y reservó un pasaje Londres-New York en BOAC, para el jueves 19 a las tres de la tarde.

Ese día, 19 de junio, salió del cementerio de Highgate a las nueve y cinco de la mañana y a las nueve y veinte llegaba a Cromwell Road, a la hora convenida para la cita.

Discutió ampliamente el plan a seguir con sus colaboradores y acordaron que esa misma tarde, Eddy M. y Eddy A., comenzarían a preparar las condiciones, el uno en su compañía de Zurich y el otro en la sede de su organismo, en Londres, para estar en Nueva York, a más tardar, el día 22. Problemas de papeleos no tendrían, porque los documentos de ambos, al igual que los de Sylvia, los acreditaban como ciudadanos norteamericanos y podían ingresar a su país toda vez que lo desearan.

A mediodía, Eddy A. sorprendió a sus compatriotas con un inesperado almuerzo criollo. Arroz congrí, yuca y carne de puerco. Los cuatro se abalanzaron como fieras. Sí, los cuatro, porque el cuarto comensal era el negro norteamericano Bill Hampstead, chofer y cocinero del gentleman Eddy A. Pero Bill Hampstead no era ningún norteamericano: era de Contramaestre y se llamaba Eleuterio Silveira. Había sido marinero de la Grace Line, residente en los Estados Unidos y hablaba el inglés como un nativo sureño, sin acento. Además, en los años 57 y 58 combatió en la Sierra Maestra de donde bajaría con grados de teniente. En el 75, tenía ya cincuenta años, era viudo, padre de dos hombres y ostentaba el grado de capitán de la Seguridad del Estado. Por su jerarquía era un superior de Eddy A., que solo era teniente.

A las dos y media de la tarde, Bill Hampstead entraba al parqueo del aeropuerto de Londres, descendía del Jaguar, se quitaba la gorra, y abría la puerta del vehículo a la distinguida pareja que ocupaba los asientos traseros; y muy tieso, gorra en mano, les deseaba un feliz viaje, sir, y lo mismo para Miss Purcell.

A las tres, el avión de Sylvia Purcell alzaba vuelo rumbo a Nueva York. A las tres y cuarenta y cinco, Bill Hampstead regresaba a Cromwell Road a ponerse nuevamente a las órdenes de su inferior y a las cinco y cincuenta, Eddy M. cogía otro avión de BOAC («el eructo volante», como le llamaba el jodedor de Bill) rumbo a Zurich.

Ir a la siguiente página

Report Page