Joy

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1975 » Capítulo 40. Junio 21, sábado

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Junio 21, sábado

El sábado aquel, Sepúlveda tenía que hacer guardia en su CDR, de dos a cinco de la madrugada. En general no faltaba a las guardias, y en el año y medio que llevaba en el barrio, casi siempre asumía los trabajos voluntarios de los domingos. No era cederista destacado porque rara vez podía asistir a las reuniones y a los círculos de estudio, pero en general gozaba de buena reputación entre los vecinos que lo suponían especialista en auditorías. Eso lo obligaba a ausentarse con frecuencia de La Habana. Hablaba poco y daba la impresión de ser un hombre muy serio. Con rigurosa puntualidad salía todas las mañanas a las siete y treinta, y cuando estaba en La Habana, solía regresar a la casa alrededor de las ocho de la noche.

Nunca confrontó problemas en el barrio. Parecía ser un hombre sin ningún tipo de vicios. En dos oportunidades participó en fiestas de su CDR y en ambas se comportó como un abstemio total. Vivía en casa de Irma Ferrer Sepúlveda, que pasaba por ser una prima de su padre, jubilada de la telefónica, viuda, de sesenta y dos años de edad. Irma era activista del CDR y estaba bien conceptuada en el barrio, aunque su severidad y su intransigencia en el cumplimiento de las tareas de la organización, le habían granjeado cierta antipatía.

Irma se llamaba en realidad Cándida Villalobos. Hija y nieta de terratenientes de la zona de Trinidad, era una fervorosa anticomunista. Hasta el 65 colaboró con los alzados del Escambray; pero ante la inminencia de su captura, en una oportunidad en que el Ejército Rebelde arrestara a varios de sus protegidos, logró evadirse gracias a un pescador de Caibarién, sobornado por un grupo de contrarrevolucionarios.

En los años 66, 67 y 68, Irma conoció por primera vez en su vida las privaciones. Los veinte mil dólares que consiguiera reunir de prisa antes de la fuga, se le acabaron a mediados del 67. Sintió en lo más hondo la humillación de ver a sus hijos Pedro y Antonio trabajar como simples asalariados en la Florida, en menesteres que ella consideraba propios del «bajo pueblo». A los dos meses de llegar debió operarse la vesícula y desembolsar cuatro mil setecientos dólares; y para colmo de males, los «muchachos» formaron un escándalo en un cabaret de Miami, con destrozos por valor de cinco mil y pico de dólares. Esa suma, más la fianza que debió pagar para excarcelarlos, le significó un desembolso de casi seis mil dólares.

Henchida de amor maternal, Cándida perdonó a los pobrecitos, pues comprendía que no habían nacido para hacer aquellos trabajos infames, y con toda razón vivían disgustados y se descontrolaban por cualquier cosa. El uno trabajaba de camarero y el otro de estibador… ¡Ellos, que habían nacido en cuna de oro!

Cándida soportó su amargura en silencio y vio cómo a principios del 67 se le iban de las manos los últimos dólares, sin que a ninguno de sus hijos se le ocurriera la idea salvadora. En los años 67 y 68 conoció la escasez y se acrecentó su odio hacia los comunistas. Por ellos debió abandonar la tierra de sus mayores y soportar la confiscación de sus propiedades «legítimas»; y ahora, para colmo, la hacían pasar hambre en el extranjero. Pero lo peor era ver a sus hijos convertidos en esa chusma jornalera, que ella tanto despreciara siempre. Su odio del 68 era mucho mayor que el del 65.

Aquella situación la indujo a aceptar, en el 73, igual que Sepúlveda, un plazo fijo de cuarenta mil dólares, pagadero a fines del 78, y una mensualidad de quinientos, abonados a sus hijos en Miami.

El total de contratos ascendía a setenta mil dólares, sin contar los seis mil pesos cubanos que recibía anualmente para costear sus gastos en La Habana. De esa manera satisfacía su irreprimible compulsión a luchar contra los comunistas, y contribuía con quinientos dólares mensuales a que sus hijos no viviesen como pordioseros. Y si lograba sortear todos los escollos hasta el 78, podría pasar sus últimos años sin tanta zozobra.

Cándida traía instrucciones de militar de manera activa en los CDR y la FMC. Para eso pasó un curso de dos meses en Miami, hasta adquirir una serie de nociones básicas, y sobre todo, el léxico de la Revolución.

La casa que Cándida Villalobos, alias Irma Ferrer Sepúlveda, fue a ocupar, pertenecía a una legítima Aurora Ferrer que, por algún estímulo en divisas nórdicas, aceptara ser su prima durante un tiempo. Luego, Aurora se retiró a una finca de campo, sin volver nunca más a La Habana. De qué manera consiguieron para Irma Ferrer, alias Cándida Villalobos, su libreta de productos alimenticios, ella nunca lo supo.

Irma tenía órdenes de hospedar en su casa a toda persona que llegara con la consigna «sésamo». Debía alojarlos durante el tiempo que fuera necesario y vigilar, asimismo, para que en su casa, por ningún motivo, se pronunciara jamás una palabra contrarrevolucionaria. Tenía órdenes expresas de denunciar cualquier violación de esta norma, ante una persona que la llamaba por teléfono todos los martes, jueves y sábados a las dos de la tarde, para informarse de sus novedades. Desde el 73 hasta mediados del 74 había sido un tal Jiménez; hasta marzo del 75, Angelito y desde entonces un tal Mauricio, a quien solo conocía por su voz.

Aquella noche Sepúlveda le había pedido a Irma que lo excusara con el CDR, pues sentía unos cólicos muy fuertes y no estaba en condiciones de hacer la guardia; y, además, que a su regreso del turno de las mujeres, lo despertase sin falta, pues se sentía agotado y temía no oír el reloj. Consecuente con la norma que ella misma debía preservar en la casa, Irma no demostró el menor interés por saber para qué necesitaba Sepúlveda levantarse a las dos. El hecho es que cuando terminó la guardia, él ya estaba levantado y andaba por el bañito del fondo.

Irma se acostó, y la casa, habitada en esos días solo por ellos dos, quedó otra vez envuelta en un silencio absoluto.

Sepúlveda salió a la terraza, miró el cielo brillante de la noche de junio; experimentó en su torso desnudo el frescor de aquella hora y volvió a entrar. Preparó un poco de café y cuando eran las dos y cuarto, salió de nuevo a la terraza y se sentó en un pimpampum. A su lado, sobre una mesita, puso un radio Transoceanic de alta fidelidad, del que extrajo enseguida una antena larguísima y luego lo enchufó en el tomacorriente de la pared. Al lado del radio puso una grabadora alimentada por el mismo toma. Sacó después un pequeño auricular y lo conectó a la radio. Luego acopló un cable a la grabadora y dejó el otro extremo listo para insertarlo en la radio, en caso de que necesitara realizar alguna grabación.

El programa comenzaría, como todos los sábados, a las dos y treinta en punto. Era un espacio musical, en español, de una potente emisora del Caribe.

Aún faltaban diez minutos. Sepúlveda sintonizó la estación con el auricular puesto, para que no se oyera ningún ruido. Luego verificó el funcionamiento de la grabación directa. Todo estaba listo.

Se tendió en el pimpampum, encendió un cigarro y se puso a contemplar la Osa Mayor, cuyo carro, a esa hora, comenzaba a hundirse en el horizonte meridional. ¡Cómo hubiera querido él estar montado ya en ese carro! Aún le faltaban cuarenta días para el 31 de julio salvador.

En su época de yatchman, Sepúlveda se embulló con la navegación de altura y aprendió los nombres de las principales constelaciones. A la izquierda, más hacia el sudoeste, centelleaba Antares, la rutilante estrella amarilla de la constelación del Escorpión.

Ya eran las dos y veinticinco. Volvió a sentarse, aspiró una bocanada profunda y botó la colilla. Se ajustó los auriculares y se concentró en la emisión. Si al comienzo del programa se anunciaba alguna pieza de Mozart, era porque habría algún mensaje para él y debería quedarse oyendo hasta que le pasaran el mensaje. Captó los acordes característicos del inicio del primer movimiento de la Quinta sinfonía de Beethoven: «Tatatatán… Concierto de la Madrugada tiene el gusto de presentar… tatatatán… en su habitual programación de la madrugada dominical… tatatatán tatatatán tatatatán tatatatán… la Apoteosis de Lully por la Orquesta de Cámara de Toulouse, bajo la dirección de Louis Auriacombe; el aria de Cavaradossi, del tercer acto de Tosca, de Giacomo Puccini, interpretado por Lubomir Bodurov, tenor, y la Orquesta del Teatro Nacional de Praga, bajo la dirección del maestro Sdenek Chalábala; la Octava sinfonía de Mozart, en re mayor, índice Koechel no. 48, ejecutada por la Orquesta Filarmónica de Holanda, bajo la dirección del maestro Otto Ackermann, y para finalizar, el oratorio de Alessandro Scarlatti, Pastorale per la natività del Bambino Gesú…». «¡Qué jodienda!», pensó Sepúlveda. Tendría que dispararse las dos primeras piezas completas para coger el mensaje cuando el locutor hiciera los comentarios a la sinfonía de Mozart. Supuso que tendría que esperar más de una hora. ¡Si por lo menos hubiera sido una música chévere!…; pero aquel programa era un velorio, y lo que le entraba era unas ganas locas de dormir.

Volvió a la cocina, calentó un poco de café y encendió otro cigarro. Se le ocurrió entonces que lo mejor sería llevar una lamparita a la terraza, y esperar allí mismo, tomando el fresco y leyendo una novelita policiaca en inglés, adquirida en una venta de libros usados y que de entrada lo cautivara. En las dos primeras páginas el protagonista ya había descalabrado a cinco tipos que trataron de interponérsele, mientras subía una escalera, y antes de llegar al tercer piso, ya se habían abierto dos puertas junto a las cuales se habían desnudado sendos monumentos de mujeres, de esas que para poder encuerarse rápido, usan vestidos divididos en el centro por largos y eficaces zipers. ¡Estaba interesante la novela! Lástima que a Sepúlveda todavía se le escapara tanto el sentido. Le costaba leer en inglés; después de tantos años, seguía tropezando con el cabrón idioma aquel. ¡Coño, qué bruto era para las lenguas! Si no hubiera sido por el maldito idioma, estaría lleno de pesos, viviendo como un pachá, de las comisiones de sus ventas, y entonces Mike le metió una patada en plena boca y se oyó el crujido familiar de los dientes partidos, y déjame tomarme otro café, qué bárbaro el Mike, y coño, qué ocurrencia la de la jeba. Los machos debían excitarla con una pluma de ganso silvestre, que ella siempre tenía a mano, colgada de la pared, junto a la cabecera de la cama. Para entrar en materia con ella, Mike también le hizo cosquillitas en la nariz, y a un cómplice que sale de atrás de las cortinas le parte la columna de un solo piñazo, y sigue dando golpes que producen ruidos sordos y patadas, patadas vibrantes, vigorosas, llenas de vida, y vengan más hembras en cueros, todas arrebatadas por Mike, ¡qué tipo de suerte! Y coño, se acabó la música.

Terminada la segunda pieza, iba a comenzar la sinfonía de Mozart. Sepúlveda se irguió en el pimpampum y escuchó con atención: «A continuación escucharemos, por la Orquesta Filarmónica de Holanda, la Octava sinfonía de Mozart». Sepúlveda comprobó las conexiones y cuidó de que los cables estuvieran listos para enchufar la grabadora a la radio. «… índice Koechel no. 48, bajo la dirección del maestro Otto Ackermann. Esta sinfonía, compuesta en 1726, marca el cierre del período iniciado en 1714. Es la época más creativa de Wolfgang Amadeo Mozart». El mensaje comenzaba justo después del nombre completo del compositor, que el locutor pronunciaba con lentitud, y después del cual hacía una prolongada pausa. Sepúlveda conectó la grabadora a la radio, esperó cinco minutos, al cabo de los cuales desconectó los aparatos y regresó a su habitación, para descifrar el mensaje. Después de la clave, el texto decía:

Los mejores estudiosos y apologistas de la creación mozartiana proponen la idea de una tendencia especial a la emoción, el calor humano y el dramatismo, ligada a la Octava sinfonía…

La palabra «mozartiana» era la señal convenida para el final del texto, que se leía siguiendo la segunda letra de cada palabra, sin contar los artículos determinados. Sepúlveda subrayó las letras que interesaban y leyó el mensaje. ¿Quién rayos sería Mauricio? Bueno, ya aparecería. Mientras tanto, lo único que a él le interesaba era que transcurriese el mes y los diez días que le faltaban para el vencimiento de su plazo fijo en el First National City Bank of New York. Estaba decidido a no trabajar nunca más para la CIA. Ya estaba bueno de zozobras y peligros. Quería vivir en paz.

De los treinta y seis mil dólares que cobraría a fines de julio, pensaba coger solo cinco mil e irse a alguna capital sudamericana a probar fortuna otra vez en las ventas. ¡Tenía que volver a ser la estrella que fuera en Cuba! Volvería a colocar los treinta y un mil restantes para un plazo fijo dos años después, y solo los sacaría cuando ya tuviera una base creada en Buenos Aires o en Santiago de Chile; en fin, en cualquier lugar donde se hablara español y hubiese garantías para la «libre empresa». Estaba decidido. Ya tenía cuarenta y uno y los fracasos anteriores le servirían de experiencia. No volvería a ser nunca más carne de cañón de la CIA. Debía pensar en echar raíces definitivas y fundar una familia. La soledad era muy triste cuando uno comenzaba a ponerse viejo.

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