Joy

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1975 » Capítulo 62. Julio 3, jueves

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Julio 3, jueves

—¡Betty!

Betty mira hacia el carro que acaba de frenar junto a la acera y ve que se abre la puerta.

Hello, Jack! —dice sonriente al reconocer a Murphy, el excondiscípulo de su exmarido.

—Si no está muy apurada, monte; tengo algo que decirle.

Betty sube al carro, que parte veloz. Da varias vueltas y se parquea un poco antes del lugar donde una guagua va a parar.

—¡Venga! Montemos en esa guagua.

Durante diez minutos, Jack Murphy no ha hecho sino declarar que tiene algo muy importante que decirle, pero aún no ha dicho nada y se ha dedicado a correr como un loco con el carro y a virar de la manera más disparatada y violenta en varias esquinas. Betty sintió miedo y él lo advirtió.

—No se asuste, Betty. Temo que nos sigan y no quiero comprometerla.

Al decir aquello había aminorado la marcha para escrutar el rostro de la mujer. El temor parecía haberse trocado en una viva curiosidad, no exenta de simpatía. Parecía divertida.

Al subir a la guagua, Betty y Jack fueron los últimos. Jack se situó en la parte final del pasillo y sin hablar, continuó su vigilancia sobre los carros que venían por detrás. La guagua dobló dos veces y en la tercera parada, Jack y la sorprendida Betty se apearon. Caminaron unos cien metros y penetraron en un bar muy oscuro. Bajaron tres peldaños y se orientaron con dificultad hacia una mesita apartada en un rincón, donde el aire acondicionado no parecía tan fuerte.

—¿Qué desea tomar, Betty?

—¡Tilo!

Oh, come on, Betty! —replicó Jack riéndose—. No me diga que fue tan fuerte el susto.

Ella pidió un Alexander y él un gin fizz.

—La cosa es la siguiente, Betty: mi amigo William Hunt, no murió en un accidente automovilístico en Devil’s Horn.

Eddy M. había esperado a que sus ojos se acostumbraran bien a la oscuridad para poder apreciar el efecto de sus palabras en el rostro de la bella mujer.

Al oír aquello, Betty adelantó los labios como para pronunciar una O, pero se quedó mirándolo con los ojos muy entrecerrados y la nariz arrugada. Era un gesto de impotencia, como si hubiese perdido la voz. Por fin emitió una especie de bramido.

—¡¿Cómo dice?!

Aquella reacción era convincente. Eddy hubiera jurado que era legítima. Betty no parecía un ser dotado de habilidades escénicas. Al contrario, su mayor encanto consistía en un tímido retraimiento, carente, además, de toda afectación. No, no, ¡qué va! Aquella íntima unión expresiva de voz, rostro y ojos, que denotaba su incrédula indignación, reconfortó a Eddy.

Sí, aquella mujer no simulaba. No había sido ella quien avisara a los que registraron su habitación del Atlantic. Era probable que en su apartamento de Coral Gables hubieran instalado escuchas y ahí oyeron su nombre.

Lo convenido entre Eddy M. y Sylvia, era que si la reacción de Betty no dejaba ninguna duda, se le debía explicar lo de las escuchas en su casa. Debían tirársele a fondo. Ya no habría más oportunidades de verla y necesitaban impresionarla. Que de una vez dijera lo que supiese, si en verdad sabía algo.

Jack comenzó por mostrarle fotocopias de las estadísticas examinadas en el condado Perrine, donde constaban los accidentes registrados en Devil’s Horn: 1965: once; 1966: catorce; 1967: nueve; 1968: diecisiete; 1969: veintiséis; 1970: ocho; 1971: cero; 1972: cero; 1973: cero; 1974: cero; 1975 (hasta junio): cero. La estadística se refería no solo a accidentes mortales, sino a todo tipo con personas heridas, o carros chocados, o volcados.

—Y usted, ¿cómo consiguió eso, Jack, y por qué? —preguntó Betty, sin saber ya qué pensar de Jack Murphy.

—Después le contaré: ahora oiga esto —dijo, y sacó del bolsillo interior de la chaqueta, una grabadora un poco mayor que una cajetilla de cigarros con filtro, a la que le aplicó un auricular para que Betty oyera.

Betty oyó unos cinco minutos y sintió miedo. ¿No estaría soñando? Bebió un sorbo de Alexander para reforzar su convicción de que el mundo exterior constituía una realidad y de que Jack, como asimismo lo que acababa de ver y oír, no eran meros fantasmas, de los que a veces visitaban sus sueños. «… y si lo dudan, my dear lady and gentleman, les apuesto mi motel contra ese carro. ¿Okey?». «¿Quién sería la mujer a la que aludía el hotelero? Murphy no dijo que hubiese venido acompañado».

—Lo que no comprendo, Jack, es el motivo por el cual usted ha hecho esta investigación.

—Pura casualidad, Betty; pura casualidad —le contestó Eddy—. Yo tengo una hermana de mi padre en Perrine y decidí ir a visitarla al cabo de más de diez años. Al pasar por Devil’s Horn, vi el anuncio de la curva peligrosa y naturalmente recordé a Bill. Paré en el motel para echar un vistazo al lugar y enterarme de detalles que no me hubiera atrevido a preguntarle a usted, por simple tacto.

Betty bebió otro sorbo de Alexander, con la vista gacha.

—Me puse a caminar por el lugar, y el hombre que se ocupa de los caballos del picadero, me dijo que desde hacía varios años no había vuelto a haber accidentes por allí. Como yo no conozco bien la Florida, pensé que quizá hubiese otro lugar que se llamase Devil’s Horn. Luego, durante el viaje a Perrine, me puse a pensar que aquello era muy raro, pues usted me habló de un accidente bastante espectacular, y en el mapa carretero que yo llevaba, vi que la localidad de Homestead, por usted mencionada, figuraba sobre la misma ruta. ¡No era posible que hubiera dos Devil’s Horn en un tramo tan corto! Entonces decidí que al regresar indagaría más la cosa. Una hija de mi tía me pidió que la trajera hasta Miami y al pasar de nuevo por el motel la invité a tomar una taza de té. En fin, usted ya oyó las declaraciones del hotelero. No le dije nada a mi prima y seguimos viaje hasta Miami. Ayer miércoles fui hasta la Dirección de Tránsito del condado y confirmé las declaraciones del hombre. ¿No cree usted que todo esto es muy extraño, Betty?

—Tengo miedo, Jack…

—Comprenda que yo no he querido asustarla, y además créame que nunca he tenido vocación de detective; pero en fin, Billy fue mi gran amigo y creí mi deber enterarla…

—Ha hecho muy bien, Jack; pero esto me asusta.

—No debe asustarse, Betty, pero debe tomar grandes precauciones, pues tengo que decirle algo más, bastante inquietante por cierto.

—Cuéntemelo todo, Jack. Siento miedo, pero no soy cobarde —dijo Betty, y lo miró a los ojos.

Eddy se pasó las puntas de los dedos sobre las cejas para buscar concentración. Luego, hizo una seña al camarero y se cogió la punta del mentón. Ella lo miraba expectante, fumando nerviosamente.

—¿Recuerda que el domingo yo estuve en su casa?

—Sí —dijo Betty.

—Pues bien, el lunes alguien registró mi habitación del hotel Atlantic.

—¡No!

—Parece cosa de películas, pero estoy bien seguro: abrieron mis maletas.

—¿Cómo se dio cuenta, Jack?

A esas alturas, Eddy el Milanés no tenía ni la menor duda de la sinceridad de Betty. Su estupor era auténtico.

—Soy enfermizamente ordenado en mis hábitos personales, Betty; en la forma de disponer mis cosas; en fin…, no voy a entrar en detalles, pero tengo rutinas creadas hace ya muchos años, y cualquier alteración se me hace notoria de inmediato. Créamelo: estoy seguro de lo que le digo, Betty.

—No lo dudo, Jack; pero, ¿no podría haber sido el mismo personal del hotel?

—Mmmm —replicó Jack y negó con la cabeza—: No creo que el personal de servicio de un hotel disponga de instrumentos como para abrir mis maletas Sansonite, con sus llaves de seguridad, exclusivas y todo lo demás… ¡Qué va! Eso no es trabajo de camareros ni de mucamas, y por otra parte, en una de las maletas había más de seiscientos dólares en efectivo, algunos objetos valiosos… No, no, Betty. No fue el personal del hotel. Seguro, seguro…

—Entonces, ¿usted supone que eso tiene que ver con su visita a mi casa?

—Al principio no supe qué pensar, Betty. Llegué incluso a imaginarme que la policía o el FBI me habrían tomado por quien yo no era, o anduvieran tras una pista falsa; pero desde que descubrí el fraude de Devil’s Horn, estoy convencido de que todo forma parte de una misma cosa y creo sentir detrás los pasos de un animal muy grande.

—¿Por qué, Jack, por qué?

—¿No dijo usted que antes de diez días le pagaron el seguro?

—Así es: cincuenta mil dólares, sin que yo los reclamara.

—¿Y no le parece extrañísimo que le liquidaran una suma tan importante por un accidente que no ocurrió? ¿Usted sabe cómo funciona una compañía de seguros? Yo he trabajado en eso, Betty. Esa gente solo cree en sus propias averiguaciones. ¿Entiende por qué le digo que debajo se oculta algo grande, alguna fuerza poderosa?

Volvió el temor al rostro de Betty, matizado esta vez con un gesto de evocación, como si quisiera atar cabos, recordar algo. Eddy vio con satisfacción que la entrevista iba tomando el curso correcto.

—Quiero que me diga una cosa con toda sinceridad —añadió Eddy, con nuevas señas al camarero, para que le repitiera el trago y para dar tiempo a que Betty saliera de aquel momento de introversión.

—¿Usted es casado, Jack? —le preguntó de pronto ella, sin levantar la vista de su Alexander.

«¡Coño: mira con lo que me sale esta ahora!».

—Actualmente no, Betty —le contestó—. Lo fui hasta hace dos años.

Ella se apresuró a cambiar de tema, como si hubiera tomado repentina conciencia de su exabrupto.

—¿Qué quiere saber con toda sinceridad?

El camarero trajo otro gin fizz y preguntó si la lady no deseaba algo más. Betty rehusó con la cabeza y el hombre se retiró.

—Trate de recordar. ¿Usted ha hablado de mí con alguien?

—Sí, una vez —respondió ella sin vacilación, y al parecer sin inquietud.

—¿Cuándo y dónde, por favor? —preguntó Eddy.

—Ese mismo domingo, a la hora del almuerzo.

—Discúlpeme, pero, ¿puedo saber con quién?

—Con un amigo que me había invitado a almorzar ese día.

—¿Lo conoce hace mucho, Betty? —preguntó Eddy, sin mirarla—. Vuelvo a pedirle que me excuse por la impertinencia, pero creo que es importante.

—Un año y medio, más o menos.

Eddy miró hacia un lado, sonrió con un gesto resignado, se rascó la cabeza, encendió un cigarro y de pronto dijo:

—Me temo que estoy metido en un lío…

—¿Sospecha usted algo de Ralph? De verdad que no entiendo, Jack.

—Mire, Betty —la interrumpió Eddy con énfasis—: Yo no conozco a Ralph, y sería una falta de delicadeza atribuirle cualquier mala intención…

En ese momento le pareció notar cierta inquietud en los hermosos ojos de la mujer.

—… pero cuando las autoridades de este país han hecho creer a una mujer que su marido murió en un lugar donde es seguro que no murió; cuando una conocida empresa de seguros le liquida sin objeción una elevada prima por ese mismo falso accidente, y cuando a mí, que no me meto en nada y que soy un ciudadano en regla, me esculcan la habitación del hotel, y no para robarme, un día después de haber visitado la casa de esa mujer, me veo en la penosa obligación de dudar sistemáticamente de todo lo que rodea su vida. ¿Me entiende?

El rostro de Betty se animó como para decir algo, pero calló. Asintió resignada, mas sus ojos de novilla se movían con inusitada rapidez, como si buscara algo, como si tratara de recordar…

Eddy conjeturó que estaba pasando una rápida revista a sus relaciones con Ralph.

«Y ahora, la puntilla», pensó Eddy.

Eddy le cogió una mano y ella alzó con timidez sus ojos, como agradecida por aquel gesto.

—Óigame bien, Betty. Si usted solo ha hablado de mí con Ralph y está segura de ello, lo más probable es que Ralph sea un espía que por algún motivo se ha acercado a usted, o bien, que en su casa haya aparatos ocultos para oír sus conversaciones. De no ser así, nadie tenía por qué hurgar en mi habitación del Atlantic.

«¡Oh cuántas cosas! Y así, tan de golpe».

Todo lo que decía aquel desconocido, a quien ahora sentía tan cerca, que le había cogido con tanta calidez la mano, parecía muy lógico y a la vez extravagante. Betty sintió que necesitaba tiempo y calma para pensar en lo que no se atrevía a decir.

—Por otra parte, Betty —agregó Eddy—, si usted duda de mis palabras, vaya al motel; o mejor dicho, no vaya usted, sino envíe a alguna persona de toda su confianza, que no sea Ralph desde luego, a que compruebe mis datos en la Dirección de Tránsito de Perrine; compruebe además que no hay ningún otro lugar llamado Devil’s Horn en la Florida e investigue lo del seguro. ¡A usted la espían, Betty!

Ella parecía no escucharlo ya. Miraba con una fijeza hipnótica el esbelto vasito de vidrio grueso del gin fizz y asentía como una autómata.

De pronto, posó sus dos manos sobre la diestra de Eddy, que en ese momento iba a coger el vaso, y con un tono implorante le pidió regresar de inmediato. Ella necesitaba estar sola y ordenar sus ideas. Tal vez al otro día, o dos después, le explicaría algunas cosas que en ese momento la preocupaban, pero antes necesitaba tranquilizarse y pensar con objetividad.

Eddy comprendió que si seguía presionándola podía echarlo todo a perder. Además, aquella mujer le inspiraba confianza y no tardaría en soltarle lo que guardaba y ya no tenía dudas de que era algo importante.

—Debo confesarle que después de esto, yo también tengo miedo, y no solo por usted, Betty. Creo, además, que aquí en Miami no debemos volver a vernos, y óigame bien, usted me inspira una profunda simpatía y estoy dispuesto a ayudarla en todo lo que pueda…

«¿Simpatía?».

—… y si usted sabe algo, si guarda algún secreto por el cual la vigilan, y ha decidido callarlo, váyase con él a la tumba; pero si en algún momento decidiera lo contrario, no me busque, no me llame por teléfono y jamás mencione mi nombre a nadie. Escríbame a esta dirección.

Eddy sacó un bolígrafo y en una servilleta de papel, anotó: «Mrs. Mary Tate, Imperial Hotel, room 210».

Ella cogió la nota, la leyó y ya se disponía a guardarla en su bolso, cuando Eddy volvió a cogerle la mano:

—No, no lo guarde, Betty —le dijo—. Retenga los datos en la memoria. Se trata de mi prima y estará en esa dirección una semana más. Es importante que la carta no la lleve usted. Debe ser alguien de su absoluta confianza. ¡Absoluta! ¿Me entiende? Un familiar o alguna amiga a quien no vea con frecuencia, pero en quien pueda confiar.

—¿Y usted se marcha, Jack?

—Dentro de diez días saldré para El Cairo.

—¡Escríbame, Jack!

—Quizá algo más que eso, Betty —dijo Eddy, y le dirigió una mirada indescifrable.

Ella bajó los ojos y contempló cómo se retorcía en el cenicero el trozo de papel carbonizado.

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