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1975 » Capítulo 63. Julio 5, sábado

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Julio 5, sábado

¿Y qué hubo de los «infanticidas»? Llevan tres días matando.

Mayor, una llamada desde Manzanillo.

Gracias, Rosita.

Y Orlando, desentendido del teléfono: Hemos instalado cuatrocientos cincuenta pluviómetros, distribuidos a partir de los extremos. Vea aquí el mapa, Renato…

Hola, dígame Paco. Repita que no le oigo bien. ¿Setenta litros? Está bien: habíamos calculado que con cincuenta era suficiente.

Y Paco: Voy a mandar cuarenta para Jovellanos y veinte para que los distribuyan desde La Habana.

Y el mayor: Recuerde que mañana empiezan las prácticas de los rastreos. Todos estamos esperando por el material. En cuanto usted lo traiga, podremos empezar el trabajo con las brigadas HPF.

Sí, sí, Carlos personalmente se va a encargar de coordinar el trabajo de las brigadas.

Y Carlos: Dígale que a las ocho de la mañana yo ya estaré en Jovellanos en el puesto de mando.

Y tras colgar, a Orlando: Usted me decía que hay ya cuatrocientos cincuenta pluviómetros. ¿Y el resto? ¿Cómo están repartidos? ¿Y en total, cuánto cubren?

Cubren los doscientos veinte kilómetros. Hay que pedirle el máximo esfuerzo a la gente. Y lo están haciendo, mayor. Los problemas han sido sobre todo de transporte, alojamiento, movilización…

Esto es la guerra, Orlando, y las cuestiones logísticas hay que resolverlas como en la guerra. Búsquese un ayudante, dos, tres, pero lo de la Isla tiene que estar dispuesto mañana mismo.

Y Orlando: Es que también está el problema de la selección de la gente, mayor. Son muchos, son dos turnos, y el trabajo debe hacerse con discreción.

De acuerdo, Orlando, pero agite, agite la cosa, porque si empezaran por el otro lado estamos perdidos. Y a propósito: ¿Ya se coordinó con los jefes de los planes el alojamiento de los encargados?

Sí, mayor, eso ya está hablado, yo mismo me ocupé de eso.

Y Méndez: ¿Cómo vamos a obviar el problema de los estudiantes?

Y Orlando: Después de terminar con el «infanticidio», los van a entretener lejos de las orillas.

Y Carlos: ¿Los «infanticidios» acaban cuándo?

Esperamos que mañana por la tarde. Vea aquí el mapa, mayor: Lo que está en verde ya está asegurado. Solo nos queda este sector, y creemos que mañana se podrá llegar hasta aquí.

Y el mayor a Carlos: ¿Ya tienes bien planeado el entrenamiento de las HPF?

Sí, mayor. ¿Quiere que se lo explique?

No, Carlos, no, ahora no hay tiempo; confiamos en ti.

Y Méndez: Oye, Carlos: no te olvides de que antes de irte debes coordinar conmigo la comunicación aire tierra.

Sí, lo tengo anotado para ahorita. Ya la gente de comunicaciones va a estar disponible desde esta misma noche, y mañana van a estar conmigo en Jovellanos.

Y el mayor: ¿Pero van a hacer las prácticas en Jovellanos?

Por supuesto que no, mayor.

Desde luego, todo el mundo de acuerdo en que allí no puede ser.

Y otra cosa importantísima en que yo estaba pensando es que los rastreos también deben hacerse lejos de las zonas críticas: en Camagüey y en Guane.

Correcto. Y a propósito: ¿No se ha pensado en instalar pluviómetros en Camagüey y Pinar?

No, Méndez, allí no hay Toxoptera aurantii.

Sí, es cierto.

Y Rosita: Mayor, una visita urgente.

«¡Coño! ¿Visita urgente? ¿Quién será?». Para el mayor Alba, «visita urgente» significa «un agente que viene del exterior». «¿Quién podrá ser?».

Bien, señores, quedamos en que mañana nos reuniremos a las diez de la noche en la sala de proyecciones del Abreu Fontán para la última reunión de control. Que todo el mundo lleve los datos actualizados sobre lo hecho hasta ese momento. Méndez, hazme el favor de asegurarte que De Sanctis y Cabral también asistan mañana.

¿No habría que haberlos citado también hoy, mayor?

No, Carlos, yo estuve el martes con ellos y convinimos en que se concentrarían en supervisar el trabajo de microscopía electrónica. Es mejor que sigan enfrascados en eso, imposible para nosotros.

Y Carlos: Sí, mayor, esta es una reunión de seguridad.

Y además, Carlos, ya en la reunión de mañana tendremos datos más concretos para exponerles, y si ellos tienen objeciones todos estaremos en paridad para opinar.

«¿Quién será el que vino?».

Por otra parte, hasta ahora, en lo agronómico, no hemos hecho sino seguir las orientaciones de ellos.

«Esta noche voy al karate, cueste lo que cueste; a ver si me desenchucho de los pulgones. Me hace falta coger un poco de golpes…».

Y Carlos: ¿De Sanctis sigue en el CENIC?

Sí, el pobre está hecho un trapo: come y duerme al pie del microscopio, de los microscopios, porque está trabajando en cuatro aparatos. Es la locura. Y Cabral está igual: supervisa la Universidad y la Academia de Ciencias, chequea las preparaciones, distribuye los turnos.

«¡¿Quién demonios será el que vino?!».

El tucumano se acercó con una sonrisa tímida y Alba se puso de pie para darle un caluroso apretón de manos. Aquel era el segundo viaje de John a La Habana en diez años de servicio. El viernes por la tarde voló a Ciudad México y ese sábado aterrizó en Rancho Boyeros, procedente de Panamá.

Informado de la gravedad y urgencia del mensaje que traía, no agregó una sola palabra a las pronunciadas durante el saludo. Abrió un pequeño maletín y alcanzó a Alba un sobre cerrado. El mayor lo invitó a que se sentara y se dirigió a su buró para leer el mensaje.

Era una carta de Betty Hunt a Jack Murphy, fechada en Miami, el viernes 4 de julio y entregada en la carpeta del hotel Imperial para la señora Mary Tate, por Ingrid Sullivan, cuñada de Betty.

«Querido Jack, mi buen amigo:

»Le confieso que ayer me sentí muy confundida y por momentos llegué a dudar de usted y de su salud mental. Excuse me!

»No obstante, a las ocho de la mañana, fui al motel y comprobé sus informaciones con varias personas de los alrededores. A las dos de la tarde investigué lo del seguro y me contestaron con evasivas. Por supuesto, no mencioné nada de lo que usted me dijo.

»Jack, me siento acorralada. Si callo la muerte de mi marido y dejo las cosas como están, me voy a recriminar toda la vida el haber sido cómplice de una infamia. ¡Jamás encontraré paz! Sospecho que si me pongo a investigar la verdad, me veré asediada, cercada de peligros. Usted tenía toda la razón, Jack; detrás de esto hay una urdimbre por lo alto, que se ha tejido delante de mis propias narices sin que yo lo advirtiera. Me siento muy mal, Jack. Necesito su ayuda, su consejo, su presencia. Siguiendo sus indicaciones, no he comentado nada, ni con mi propio hermano. Me he limitado a pedirle a Ingrid, mi cuñada y vieja amiga, que le alcanzara esta carta a su prima. Oh, Jack, necesito verlo y volver a hablar con usted. Será lo único que pueda aplacarme.

»En mayo de 1972, el doctor Van Vermeer y mi marido culminaron una serie de investigaciones que les permitieron descubrir y aislar el virus del YTD (Young Tree Decline). Es una enfermedad cuyas causas se ignoraban hasta entonces por completo y cuyos efectos han sido desastrosos en muchas plantaciones de cítricos en el mundo.

»Mi marido llegó una noche a la casa, y me confió lleno de entusiasmo, que Vermeer y él estaban a punto de hacer un descubrimiento sensacional. Mejor dicho: ya estaba hecho. Solo faltaban una serie de datos y varios meses de pruebas para demostrar la validez de sus trabajos. Pensaban presentarlos en el Congreso Mundial de Virología de los Cítricos, que habría de realizarse en Grenoble, en agosto de 1972. Decidieron guardar el secreto y lanzar la noticia bomba en pleno congreso. Estaban seguros de llenarse de prestigio en el mundo científico. Bill me contó todo sin ambages, porque jamás tuvo secretos conmigo y conocía mi reserva en cosas de este tipo. Además, necesitaba justificarse, pues durante varios meses, prácticamente me había abandonado. En junio del 72, un mes después de concluidos los trabajos, cuando solo les quedaba por redactar la ponencia que iban a presentar, noté que Bill iba perdiendo el humor eufórico de los últimos meses y se tornaba cada día más taciturno y sombrío. Traté de averiguar qué le sucedía, pero no logré franquear su hermetismo.

»Un buen día, dejó de trabajar en la ponencia y me sugirió que fuéramos a pasar el week end a la finca de un tío suyo en Oklahoma, pero siguió con un humor insoportable, al punto de que tuvimos una discusión muy áspera y yo regresé a Miami, a casa de mi hermano. Tras varios meses de tenerme abandonada, seguía absorto en sus asuntos profesionales y rehusaba hablarme. Había comenzado incluso a tratarme con grosería —cosa que no hiciera nunca antes— y yo decidí no verlo más. Cuando vino a buscarme a los tres días, le mandé con mi cuñada la tarjeta de mi abogado, pues conmigo no tenía ya nada que hablar. Estaba dispuesta a divorciarme.

»Pasaron algunos días, y un sábado, como a las dos de la mañana, se apareció en la casa de mi hermano, que, por cierto, lo estimaba mucho y hacía esfuerzos por reconciliarnos. Venía algo borracho y dispuesto a acampar en la sala hasta que yo accediera a oírlo.

»Fue entonces cuando me contó toda la verdad. Vermeer lo invitó un día a tomarse unos tragos en su bungalow de Homestead; y en aquella ocasión, le recriminó el haber comentado el descubrimiento común. Bill negó la acusación y hubo un pequeño altercado. Bill insistió en no haber hablado del asunto con nadie; ni siquiera conmigo. Mentía a sabiendas en lo que a mí se refiere, pero Bill jamás albergó ni un asomo de duda respecto de mi discreción. Y yo, por mi parte, juro que esta es la primera vez que violo el secreto de mi marido.

»Vermeer le preguntó entonces cómo era posible que un magnate de la industria de los cítricos estuviese en posesión de datos confidencialísimos que solo manejaban Vermeer y Bill. Le hizo oír entonces la grabación de un diálogo en el que se oía la voz de Vermeer y de un desconocido, que estaba increíblemente bien informado de los trabajos por ellos realizados en el YTD. Sabía por supuesto que el virus había sido aislado y conocía los detalles más insignificantes del descubrimiento.

»Discutieron con aspereza al respecto y cuando se calmaron los ánimos, Vermeer dijo que a la industria norteamericana de los cítricos le interesaba ocultar el descubrimiento durante tres o cuatro años. Mi marido objetó aquella proposición contraria a su ética científica. Vermeer le dijo que cada uno de ellos podía ganar doscientos mil dólares si consentían en callarse, y él ya había aceptado. Luego expuso todo tipo de argumentos para convencer a Bill, y lo más que consiguió, al cabo de dos horas de debates, fue que Bill aceptara pensarlo durante algunos días. Esa fue la semana de Oklahoma.

»Luego, mi empecinamiento en divorciarme lo perturbó sobremanera y llegó a sentirse muy mal. La noche en que vino a verme me lo contó todo e hicimos las paces. Un par de días después, me anunció —bastante deprimido, por cierto—, que también él había aceptado. Recibió cien mil dólares y el resto quedó depositado a plazo fijo para diciembre de 1975, acompañado de un contrato confidencial, con la firma Homestead Citrus Inc., que establecía la prohibición de mencionar o divulgar lo relacionado con su descubrimiento. Se le ofrecieron, además, condiciones excepcionales para seguir investigando, que era al fin de cuentas lo que más le interesaba en el mundo: parcelas para experimentación de un par de miles de acres y un invernadero de proporciones gigantescas. Aquello parece haber sido determinante: siempre había codiciado disponer de grandes recursos para sus investigaciones.

»En la Homestead comenzó a trabajar en julio del 72 y en diciembre del 73 tuvo el accidente.

»Lo demás, ya lo sabe.

»Hasta que hablé con usted, Jack, yo creí sinceramente en lo que me dijeron y no sospeché nada; pero ahora he recordado que un par de semanas antes del accidente, volvió a tornarse introvertido, esquivo, como le sucedía cuando sufría alguna contrariedad en su trabajo.

»Necesito hablar con usted, Jack. Iré a buscarlo al Cairo si es necesario. Sugiérame alguna forma de contacto a través de mi hermano, George Sullivan…».

«¡Pobre mujer!», pensó el mayor.

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