Joy

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1975 » Capítulo 71. Julio 8, martes

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Julio 8, martes

Manuel apretó el gatillo, lanzó otra cápsula y enseguida vio encenderse dos veces la luz roja. Guardó la pistola, corrió la tapita del hueco por donde disparaba, y se sentó a esperar. Un momento después, la camioneta detenía su marcha. Víctor preguntaría: «¿Esta es la Secundaria A, verdad?». Y alguien le contestaría: «No, compañero; se equivocó de camino: esta es la Secundaria B». Víctor se lamentaría de su error y de la pérdida de tiempo, y regresaría a la camioneta. Cinco minutos después, volvería a encenderse la luz verde en la cabina; Manuel destaparía el hueco, y recomenzaría el tiroteo sobre el otro lado del camino. Al llegar a una Secundaria trabajaban un borde del camino, y al regresar, trabajaban al otro borde. Cuando llegaran a la Secundaria B, Víctor preguntaría: «¿Esta es la Secundaria C?». Y alguien le contestaría: «No, compañero: esta es la Secundaria B». Y le indicaría el camino para la Secundaria C, por lo cual Víctor se mostraría muy agradecido y se retiraría pidiendo mil disculpas. Así habían hecho en las treinta y seis secundarias de Jagüey, durante los meses de mayo y junio. Trabajaban los domingos, que era cuando podían pasar más inadvertidos, so pretexto de ser familiares de los alumnos, de visita en la zona.

Poco antes de reventar la brotación de julio, iniciaron el trabajo en Isla de Pinos. Como se trataba de aprovechar la abundancia de retoños, Mauricio les ordenó trabajar toda la semana, a razón de tres secundarias por día, y tratar de liquidar el trabajo en doce.

En nueve días completaron el setenta por ciento del trabajo.

Manuel estaba harto de aquel encierro. Al regresar a Nueva Gerona, debía enclaustrarse en el hotel a leer novelitas de las que hiciera buen acopio. Las órdenes de Mauricio eran estrictas: del trabajo al hotel y del hotel al trabajo. Por las noches podían ir al cine, pero a ningún otro lado; y sobre todo no debían beber un solo trago. Víctor y Manuel preferían encerrarse a leer o dormir antes que entrar en un cine de esos, donde no pasaban más que películas comunistas.

Se les prometió el regreso a los Estados Unidos para alrededor del día 22 y aún faltaban dos semanas.

En la tarde del 8 de julio, regresaron al hotel como a las siete, y ya en la habitación, practicaron sus chequeos de rigor. Ese día le tocaba a Víctor.

Entró sin encender la luz y corrió las cortinas del cuarto mientras Manuel cerraba la puerta. En medio de la oscuridad total, Víctor cogió el pequeño portalámparas de la mesa de noche y se introdujo con él en el baño. Allí encendió la luz, descorrió las cortinas, se quitó la camisa y regresó al cuarto. Se sentó en el borde de la cama, comenzó a desabrocharse los zapatos, e incorporado sobre el piso, se puso a hojear el ejemplar de Granma, introducido por debajo de la puerta. Aquella rutina se observaba a diario y con gran rigor.

Víctor y Manuel eran gente escogida con cuidado. Tras pasar ambos rigurosos cursos de entrenamiento en la CIA, estaban bien preparados para cualquier contingencia. Dentro de la habitación hablaban muy poco: conversaciones preestablecidas y rigurosamente ensayadas, con el vocabulario de los trabajadores cubanos. En caso de ser captados por escuchas, no estimularían sospechas sobre su verdadero trabajo.

De costumbre, uno se ponía a leer y el otro dormía o simulaba hacerlo. La camioneta los aguardaba en un parqueo, con buena seguridad. Poseía inviolables mecanismos de cierre; y antes de abandonarla, retiraban siempre una pieza del motor, sin la cual era imposible echarla a andar. Mena realizó el trabajo con los cierres de seguridad y la pieza del motor. Era el tercer operativo en que participaban juntos. El primero fue en Chile en el 73, y luego en el 74 actuaron en Venezuela. Se entendían bien, y en sus trabajos anteriores lograron resultados satisfactorios. Eran hombres de una discreción comprobada, de un elevado coeficiente intelectual según todos los tests, y poseían excelentes reflejos. Ambos habían obtenido los más altos puntajes en las llamadas «pruebas de nervios». Durante la primera misión trucada a que lo sometieron, Manuel ni siquiera parpadeó cuando le hicieron el disparo por sorpresa con balas de fogueo. Víctor, convencido de haber caído prisionero en Cuba, cuando en realidad se hallaba en una base de la CIA, resistió sin chistar y sin confesar nada, todos los interrogatorios fraguados.

Ambos pertenecían a los llamados hombres Premium de la CIA y figuraban entre los agentes más capaces del área latinoamericana. Por su origen eran también inobjetables: hijos de burgueses acomodados, el uno de Las Villas y el otro de La Habana, ambos odiaban por igual el comunismo. Eran, además, hombres sin vicios y sabían lo que querían en la vida.

Jerry White, pese al desprecio a priori que sentía por todos los latinos, hizo comentarios elogiosos sobre Víctor Ribadeneira y Manuel de la Hoz. Según él, actuaban como si por sus venas corriese sangre de raza nórdica.

Aquella tarde, en Gerona, Manuel se enfrascó en la lectura de un artículo sobre el problema del petróleo en los países capitalistas, cuando oyó a Víctor salir del baño, silbando la Guantanamera. ¿La Guantanamera? Sí, sí: no cabía duda. Lo que Víctor silbaba era la Guantanamera. Manuel siguió simulando leer, pero se sintió anonadado. ¡Aquella era una ominosa contraseña! ¡Los habían descubierto! De seguro les habían colado escuchas en la habitación y hasta quizá una microfilmadora.

Manuel levantó los ojos del periódico con un gesto indiferente, mientras Víctor, con una toalla por los hombros, se peinaba y seguía silbando la Guantanamera.

—¿Terminaste en el baño?

—Sí, ya terminé —contestó Víctor.

Manuel dejó de rascarse los hombros con su calma habitual, se calzó las chancletas y con el torso desnudo se dirigió al baño. Al entrar, vio que Víctor le había dejado el proyector de bolsillo sobre el lavabo. Apagó la luz y se puso a ver una película. En primer lugar, una escena que no duraba más de cinco minutos, donde la mucama les cambiaba la ropa de cama y barría el piso. A continuación, pero en realidad tres horas después, como podía verse en el despertador que Víctor colocara ante la cámara oculta en la lámpara portátil, penetraban tres hombres acompañados por el administrador del hotel. Ya solos, los tres hombres efectuaron una requisa profesional y por fortuna no repararon en la portátil. Uno de ellos tomaba fotos. No encontraron nada, sencillamente, porque allí no había nada. El instrumental del sabotaje y los insectos permanecían dentro de la camioneta. Por ese lado podían estar tranquilos, pues nadie penetraría en la camioneta sin romper los cierres, y eso no lo harían. Manuel pensó de inmediato en la posibilidad de huir por el callejón de 22, que les enseñara Mauricio.

Terminada la requisa, instalaron un sistema de escuchas en la lámpara del techo.

«¡Víctor tenía razón, coño!». Si Manuel hubiera instalado la microfilmadora en esa lámpara, como él quería, los de Seguridad la habrían descubierto al colocar allí sus aparatos. De todas maneras, Manuel sintió un cierto alivio al ver que los hombres colocaban escuchas. Aquello quería decir dos cosas: En primer lugar, que no los detendrían inmediatamente, y que la cabeza del grupo, el que debía asegurarles la salida del país, no había sido detectado. ¡Menos mal! Sin duda, no los detenían para tratar de coger a toda la red. Y si la cosa era así, había esperanzas. Quizá pudieran escabullirse.

Si la cosa estaba a nivel de escuchas en el hotel, seguro quelos seguirían por todas partes, y quizá los estuviesen espiando por la ventana abierta. ¡Mala suerte! ¡Justo cuando estaban por terminar!

Ahora debían concentrar toda la energía y habilidad de ambos, en burlar el seguimiento y llegar a La Habana, para hacer contacto con Mauricio y esperar el día de la evacuación.

En ese momento, Víctor le pasó por debajo de la puerta un papelito: «Simulemos que nos ha mandado llamar el jefe y debemos estar mañana en La Habana, para una entrevista en su casa. Tal vez de esa forma Seguridad trate de valerse de nosotros para descubrir a Mauricio. Eso nos daría chance de escaparnos por la variante 22».

Sí, eso era lo que debían hacer. Víctor coincidió complacido.

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