Joy

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1975 » Capítulo 77. Julio 12, sábado

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Julio 12, sábado

Catherine Laffitte era una mujer culta y fina. ¡Cómo no! Solo ella, lo dudaba a veces. Lo dudaba sobre todo, cuando de pronto la dominaba una irreprimible compulsión a articular horrendas palabrotas, aprendidas en la infancia en las plantaciones de su padre, furtivamente oídas de boca de los capataces que azuzaban la gavilla de negros en los algodonales. ¿En qué recónditos pliegues de su alma, podían haberse alojado aquellas porquerías que le afloraban una y otra vez a los labios? Nunca las había pronunciado… Bueno, a decir verdad, durante sus primeros años en París, cuando empezó a tomarle el gusto a la bohème, para ponerse a tono con la encantadora rudeza del ambiente sauvage, aprendió a decir porquerías y obscenidades en argot; pero luego, al frecuentar unos cabaretuchos donde hacía furor el Dixie Land y el jazz neorlanés, trabó relaciones con algunos compatriotas most exciting. Eran pintores, escritores, músicos, que repetían las mismas palabrotas de los capataces sureños pero llenas de nuevo colorido, de una vitalidad expresiva que ella no percibiera en su infancia. Aprendió a decirlas ella misma, al principio para ponerse a tono, pero luego por puro placer. Sintió que las groserías la desinhibían. Era como un baño interior siempre postergado.

Luego, al alejarse de aquel ambiente, nunca más volvió a pronunciarlas; pero a veces, sobre todo en momentos de furor ante ciertas inconsecuencias de Jerry White, aquellas excrecencias de su espíritu pugnaban por aflorar.

Catherine consagró años y grandes esfuerzos a construirse una vida privada de exquisita armonía, donde el cuidado de las formas ocupaba un lugar preeminente. Ella se lo había dicho muy claro: «Como en un escenario». Todo entre ellos debía transcurrir como si un teatro repleto de aristócratas contemplara sus actos. Esa había sido una de las la condiciones para el matrimonio con Jerry White.

Cuando Catherine decidió vivir de ese modo, esperó a encontrar el hombre elegante, sagaz y apto para compartirlo con ella hasta la muerte. Tres veces creyó encontrarlo; pero cuando los tres comprendieron que para Catherine lo del teatro no era un mero juego, sino una comedia loca y despiadada, se alejaron de ella.

Al conocer a Jerry White, ya comenzaba a temer que nunca encontraría al cónyuge indispensable. Jerry no era un hombre fino. Era tan yanqui, tan directo; pero de gran apostura, por lo que ella estimó que podría pulirlo. No era nada tonto, poseía un cierto brillo vivaz en las conversaciones que podía pasar por inteligencia y, por encima de todo, era muy dócil, la amaba de verdad y ella se sintió segura de ocupar siempre un primerísimo lugar en su vida. Con eso le bastaría.

Catherine Laffitte se equivocaba. El primer lugar en la vida de Jerry White lo ocupaba la Central Intelligence Agency. Mas no por ello dejó Jerry de amar y admirar a su mujer. Nunca le fue infiel. Colaboró con honradez a crear aquella atmósfera refinada que ella reclamaba, y lo hizo de todo corazón, pues estaba convencido de que así compartirían una vida ejemplar. Pero cuando las cosas no andaban bien en la Agencia, comenzaba lo que Catherine llamaba las «inconsecuencias» de su marido.

Hacía dos días que Jerry había vuelto a su mutismo y a sus caminatas por la sala, mientras fumaba un cigarro tras otro. Algo no andaba bien en su trabajo. Catherine valoró la posibilidad de pasar unos días en casa de su hermana Margaret, y se repetía: «Debo mantenerme impasible; soy Catherine Laffitte; miles de ojos me contemplan». Pero en esta ocasión, con una remozada inquina, una catarata de palabrotas estremece su espíritu. Qué va; Jerry no es un gentleman; no lo será nunca. ¡Tiempo perdido! Un caballero nunca pierde su clase. Los gentlemen se afeitan antes de ser fusilados y soportan sonrientes las peores crisis. Jerry es un fraude, un impostor, un yanqui plebeyo que por cualquier contratiempo en su trabajo exterioriza toda su ansiedad. Son of a bitch! Catherine no puede soportar que se pasee por la sala sin mirarla. Y el muy fucking bastard sabe que ella está irritada, aunque no lo demuestre, y mantenga su sonrisa gallarda. Catherine delibera. ¿Será mejor partir de inmediato o al día siguiente? ¿Irá a casa de Margaret, en Houston, o a San Francisco?

Catherine sabía que tarde o temprano, Jerry superaría su crisis e iría a buscarla adonde ella estuviese. Llegaría dócil como un perro. Ella por su parte no le haría ningún reclamo, porque miles de ojos críticos contemplaban sus actos; pero durante varios días lo haría víctima de su más cruel ironía. Y Jerry lo soportaría todo con mansedumbre. Una semana después, se apaciguarían los ánimos de Catherine y volvería a reanudarse la comedia frívola que ya duraba un cuarto de siglo.

Sí, en aquella ocasión, Jerry se excedió. De cierto modo, la botó de la casa. El viernes a mediodía comenzó con sus respuestas monosilábicas. Por la noche regresó directo a encerrarse en su despacho, y luego salió sin decir palabra, a dar caminatas por la sala, antes de que sirvieran la cena. Pero ese sábado, a las siete y cuarenta y cinco de la mañana, en la mesa del desayuno, el muy motherfucker se atrevió a insultarla como ella jamás se imaginara y comenzó a leer un periódico delante de sus narices, en medio de un mutismo total.

Jamás supuso —¡ella, una Laffitte!— verse víctima de un ultraje tal. «Soy Catherine Laffitte, no lo olvides, fucking bastard; pero tú, sonríe displicente y altiva, recoño de su madre; tú, inmutable hasta la sepultura, noblesse oblige, que se habrá creído este yanqui arrastrado, contrólate, mujer, contrólate, el grand connard no merece tu ira, ¡ya mismo lárgate de aquí!».

A las nueve de la mañana, Catherine Laffitte viaja con su chofer hacia Houston, Texas. ¡Qué lástima! Si hubiera esperado diez minutos más habría vuelto a ver a un Jerry de seda; un Jerry que a veces se daba aires de un auténtico gentilhomme y cuyos actos no eran al fin de cuentas una impostura.

A las nueve y diez, Mr. White recibe en su despacho un telegrama de España, y una vez descifrado le informa que la distribución del virus en Cuba se está operando de manera normal. Durante los días 10 y 11, Segundo y Evaristo han realizado sin ningún tropiezo los lanzamientos previstos. Se le anuncia, además, que Víctor y Manuel fueron detectados por la Seguridad cubana cuando ya finalizaban el trabajo en Isla de Pinos, pero consiguieron burlar un seguimiento y estaban a buen recaudo, listos para abandonar el país con el resto del grupo en la nave Argos.

Jerry llama de inmediato a una florería. Quiere hacer llegar a Catherine un ramo expiatorio, que lo preceda en sus ceremonias de reconciliación, pero antes de que le contesten cuelga y llama a su casa. Sí, se lo temía. Ya Catherine se había marchado con dos maletas y su chofer. ¡Mala suerte! No irá a almorzar a la casa. Llama enseguida al FBI y pide a uno de sus compinches que le averigüe dónde está su mujer.

Pese a aquella contrariedad, una enorme alegría embarga su espíritu. ¡El operativo Joy es ya un éxito! Dos días más en Jagüey y tres o cuatro en Isla de Pinos y será entonces un éxito rotundo. El más grande de los éxitos de White en la CIA. Aquel operativo lo llenará de prestigio y le valdrá, sin duda, un ascenso consagratorio. ¡Adiós, reverendo Murdock, con todas tus insolencias y sarcasmos! ¡Abran paso, señores de Langley, que aquí va Jeremiah White! Yes, sir!

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