Joy

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1975 » Capítulo 86. Julio 17, jueves

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Julio 17, jueves

La Vuelta Ciclística de Cuba se corre sobre un trayecto de mil cuatrocientos treinta y seis kilómetros, entre las dos provincias extremas de la Isla, en catorce días.

Para poder participar en esa ardua competencia, es recomendable tener menos de treinta años, una amplia caja torácica, guardiana de rosados pulmones tejidos con elásticos alvéolos; un corazón bueno, sólido, de calidad certificada; y sobre todo, disponerse a soportar la adversidad, el polvo del camino, la fatiga, todo por conseguir las palmas del triunfo.

Segundo y Evaristo tienen ambos treinta y pico largos; poseen amplias cajas torácicas, buenos pulmones, corazones de sólida contextura y poseen, también, piernas jóvenes y fuertes. Aunque detestan la adversidad, el polvo, la fatiga, están dispuestos a enfrentar todo eso por obtener dólares, verdes como las palmas del triunfo y las esmeraldas de la esperanza.

Ninguno de los dos ha sido ciclista, pero desde el 27 de junio hasta el 8 de julio, hicieron un severo training por algunos caminos vecinales de la provincia de Matanzas. Mauricio, con anticipación, les reservó un cuarto en una casa particular de Varadero. Allí permanecerían todo un mes, y desde el primer día salieron, sin fallar nunca, a cumplir su programa de entrenamientos.

Su objetivo era estar en condiciones de recorrer sin dificultad, no la vuelta a Cuba, sino unos cuantos kilómetros diarios por caminos de tierra, a veces un poco irrespirables para ciclistas. No obstante, para el 8 de julio, ambos lograron su objetivo. El día 9, por la noche, los llamó Mauricio, y les dio la orden de iniciar la dispersión del producto en las siembras de Jagüey Grande. No imaginaban que en realidad lanzarían la savia contaminada del virus del YTD.

Las suyas no eran bicicletas de carrera, de las que llevan los manubrios vueltos hacia abajo. Los manubrios de aquellas bicicletas salían hacia arriba y hacia atrás; pero, el de la derecha podía girar. Para ello se requería desplazar un pequeño seguro noventa grados hacia arriba, de modo que el extremo del manillar, en vez de apuntar al cuerpo del ciclista, apuntara hacia el borde del camino. En realidad, además de contribuir a guiar la bicicleta, aquel tubo de la derecha era una potente pistola de muelle, capaz de proyectar una cápsula de diez gramos llena de savia de ocuje, a una distancia de sesenta metros. Se cargaban una a una, por el extremo del tubo metálico derecho, e iban impregnadas de una sustancia adhesiva que las fijaba al follaje de los árboles, pero sin impedir el disparo.

En las prácticas realizadas, se comprobó que más de un setenta por ciento de los proyectiles caían sobre el follaje de los árboles. Solo un treinta por ciento caía al piso, y podía considerarse perdido.

Cuando Segundo y Evaristo salían a hacer su trabajo, retiraban las cápsulas del refrigerador que les autorizaron a usar en la casa de Varadero, y las guardaban en un pequeño depósito, en cuyo fondo colocaban una cubeta de hielo. Sobre el hielo iba una placa de plástico, y encima las doscientas cápsulas que debían lanzar a diario. De esa sencilla manera, el fatídico proyectil se conservaba hasta mediodía a una temperatura que nunca excedía de los 5ºC. A más de 20ºC las cápsulas se perforaban en determinados puntos, y por ellos comenzaba a gotear la savia. Todos los áfidos que la consumieran se contaminaban con el virus del YTD. Luego, al volver a buscar su alimento en los retoños de los cítricos, al succionar en el envés de las hojas tiernas, propagarían la inexorable enfermedad.

El día 10, Segundo comenzó su trabajo por la zona occidental de Jagüey y Evaristo por la opuesta. Era importante que aquellas bicicletas no aparecieran nunca juntas. Además de ser muy diferentes por la forma de los cuadros y por la pintura, los manubrios eran un poco extraños: terminaban en forma demasiado recta, necesaria para lograr el ángulo balístico requerido. Y como las empuñaduras podían llamar la atención de los curiosos, Mauricio les ordenó no pedalear nunca juntos por la misma zona de Jagüey, ni siquiera durante la etapa de los entrenamientos.

Mena consiguió las bicicletas y luego les acopló los tortuosos manubrios que Segundo y Evaristo introdujeran desarmados por la poceta de la calle 34, sin saberlo.

El trabajo de Segundo y Evaristo comenzó el mismo día en que se produjera la fuga de la calle 22. Mauricio supuso que después de aquello, Seguridad extremaría la vigilancia en las zonas citrícolas, pero confiaba en que los dos ciclistas, vestidos con las ropas habituales de los demás trabajadores de la zona, con papeles que los acreditaban como técnicos medios de uno de los planes, y con un poco de suerte, podrían sortear con éxito todos los escollos.

Por otra parte, cuando ocurrió la fuga de la calle 22, él ya había dado la orden de lanzar el virus desde la tarde precedente. No quedaba más remedio que correr el riesgo. Confiaba, además, en que la mayor vigilancia se concentrara en Isla de Pinos y Guane.

El día 12 decidió hacer una verificación y se apostó en determinado sitio de Varadero, desde donde pudo observar el alojamiento, y comprobó que tanto Segundo como Evaristo regresaban en el carro, con sus bicicletas amarradas a la parrilla del techo, vestidos otra vez como turistas. Tenían instrucciones de cambiarse de ropas en algún lugar del camino de regreso. Aquello lo tranquilizó y comunicó a Jerry White, vía España, el éxito inicial de la operación.

Según lo convenido en el programa, el día 15 de julio volvió a pasar por la tarde frente al alojamiento de sus hombres, y vio, colgada del pomo de la ventana abierta, una camisa azul. Aquella señal indicaba que Segundo y Evaristo habían concluido el trabajo en Jagüey en el tiempo previsto. Por fortuna, no llovió en esos días, y todo debía de haberse realizado conforme al programa.

El carro transferido por Mena a nombre de Segundo, sirvió para el traslado de los dos saboteadores desde Varadero a Batabanó. Allí, en el albergue del INRA, encontraron un sobre que contenía los pasajes y reservaciones para el hospedaje en Gerona.

El miércoles 16, Segundo y Evaristo embarcaron en el Cometa, cada uno con una maleta de madera rústica, pero muy grande, como usan muchos trabajadores pineros, y en cuyo interior viajaban desarmadas las bicicletas. Los cuadros los llevaban aparte, envueltos con papel de periódico arrollado en torno a los tubos, y con amarres rústicos de soga.

El día 17, el jueves siguiente a la detención de Sepúlveda, Segundo y Evaristo iniciaban su trabajo en la Isla de Pinos. Ese mismo jueves, Mauricio encontró razones de trabajo para estar en la Isla, y comprobó con satisfacción que los hombres salían por la mañana y regresaban después de mediodía, cubiertos de polvo y por distintos caminos. Estaban cumpliendo en tiempo y forma los itinerarios prescriptos y regresaban sin novedad a Nueva Gerona. Mauricio contuvo su impulso de observarlos en el campo, pues lo consideró un riesgo inútil. De todas maneras él no podría ver los lanzamientos, ambos ciclistas tenían instrucciones muy precisas de no hacer ningún disparo mientras hubiera cerca de ellos vehículos o personas. Además, Segundo y Evaristo eran gente probada de la CIA, y su recompensa por aquel trabajo estaba condicionada a los resultados que se observaran en el futuro. En el contrato que se estableciera con ellos, recibirían una parte del dinero al terminar el trabajo; pero el grueso lo cobrarían solo cuando se hubiese demostrado la efectividad de la propagación.

Para facilitarles la faena, Mauricio fraguó una carta (con papel membreteado y cuños de una oficina internacional a la que tenía acceso) que les permitió obtener alojamiento en los albergues del INRA.

El plan de Mauricio era infectar solo la parte norte de la Isla. Consideró que una vez contaminados los alrededores de Nueva Gerona, el viento se encargaría de dispersar los áfidos virulentos por el resto de la Isla.

A él también la CIA tendría que reconocerle sus méritos. Su contrato como técnico en Cuba expiraría en agosto, y unos días después, en posesión de una importantísima suma y con un gran prestigio, podría dedicarse a tareas menos peligrosas, pero no por ello menos interesantes. Esperaba salir sin dificultad por Rancho Boyeros, como cualquier técnico extranjero.

Cumplido el operativo Joy, nada ni nadie podría impedir a esas alturas la catástrofe de los cítricos cubanos. Sobre la zona de Jagüey se habían lanzado, para esa fecha, unos dos mil cuatrocientos focos infecciosos de YTD; y en Isla de Pinos, tres días después, se arrojarían unos mil seiscientos más. En medio de la vigorosa brotación de julio, cuando los áfidos se multiplican con mayor intensidad por la abundante presencia de retoños tiernos, se desataría la gran calamidad.

Para coronar aquel éxito ya asegurado y que el Joy adquiriese el sello de una magistral covert action, solo faltaba la evacuación del personal sin tropiezos.

Con respecto al caso de Víctor y Manuel, detectados por el contraespionaje cubano, Mauricio no encontraba explicación; pero como eso ya no le preocupaba, se contentó con suponer que por esas cosas del azar, alguien presenció un disparo de la camioneta e hizo la denuncia. En todo caso, aquel incidente le sirvió para adorno del operativo y distinguirse personalmente. Gracias a su sagacidad y providencia para instrumentar la fuga por el callejón de la calle 22, Víctor y Manuel lograron escaparse ante las mismas narices de la policía cubana. Aquello daría que hablar en Langley; y, por cierto, nadie podría disputarle la paternidad de la idea; como tampoco podría nadie dejar de admirarse ante su sencillísimo y eficaz sistema de comunicaciones, valido de la Casa Blanca, las bibliotecas, etcétera; brillante fue también el recurso de las bicicletas, propuesto por él a White en la reunión de Miami en 1974. Además, previó que las de Segundo y Evaristo llamarían tan poco la atención en la Isla como en Jagüey.

Sus sueños, pues, estaban por cumplirse. A los veintiún años, en 1959, juró que cuando tuviese cuarenta años poseería carros, un yate en la Riviera francesa, casas en Nueva York y París y, sobre todo, se había jurado que esas hembras monumentales que siempre lo miraran con desdén por ser un pelagatos, un estudiante pobre, se agacharían a sus pies y lo contemplarían con mayor interés. Había jurado lograrlo o morir.

Los ciento cincuenta mil dólares los recibiría en septiembre en Londres. Los trescientos cincuenta mil restantes en el 78, cuando se demostrara que los cítricos cubanos estaban irremisiblemente perdidos.

Y justo en el 78, Mauricio cumpliría cuarenta años.

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