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1975 » Capítulo 87. Julio 18, viernes

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Julio 18, viernes

Vestidos de civil, ochocientos setenta y dos combatientes del MININT se acercaron, a las nueve y veinticinco de la mañana de ese viernes, a otros tantos teléfonos públicos de La Habana. Todos ellos tomaron la hora exacta en Radio Reloj. Todos recibieron instrucciones muy precisas. A esa hora, cada uno debía ocupar su respectivo teléfono público, y a las nueve y veintinueve, tras sucesivas llamadas infructuosas a un número ocupado, debían simular una pausa y retirarse a cuatro o cinco metros del aparato y observar con discreción las manos de todas las personas que llamaran entre las nueve y treinta y las nueve y cuarenta y cinco. Debían observar con vista de cóndor andino para detectar si alguien llamaba al 20-9766; y en tal caso, detener de inmediato al que fuera, sin ninguna explicación.

Paco y Carlos, los organizadores de la operación, tratarían de detectar el punto de origen de la llamada desde la mesa de prueba de la central telefónica de la calle Águila, a través de una comunicación rapidísima con la planta que daba servicio a La Lisa, donde varios ojos expertos estarían vigilando el jack del 20-9766. Varias empleadas muy ágiles en el trabajo tratarían de localizar en segundos, en el registro de la central, la dirección correspondiente a ese número, por si Mauricio llamaba desde un teléfono privado, o desde uno público que no figurase en la lista de los controlados por Seguridad. Aunque en la ciudad hay miles de teléfonos públicos, entre las nueve y nueve y treinta de la mañana del 18 de julio, solo funcionarían ochocientos setenta y dos, distribuidos estratégicamente en Marianao, Vedado, Nuevo Vedado, Centro Habana y Cerro. Se pidió a las autoridades de la Empresa Telefónica que durante esa media hora desactivaran los restantes aparatos. Quizá Mauricio se vería forzado a acudir a uno de los vigilados por la gente del MININT, o bien a un teléfono privado, que ofrecería más posibilidades de seguirle el rastro a posteriori, si cometía cualquier negligencia.

El Ministerio había cedido ciento cincuenta vehículos tripulados por seiscientas personas, que apostados en lugares estratégicos, podían llegar en menos de tres minutos a cualquier sitio de La Habana metropolitana.

Se suponía que mientras la planta de La Lisa comunicaba a Águila de qué sucursal procedía el llamado que marcaba el jack de la casa de Irma; y que mientras Águila comunicaba con la planta correspondiente para obtener el número; y que durante la búsqueda del número en los registros de la central para detectar de dónde procedía el llamado, transcurrirían unos dos minutos, quizá menos. Con un poco de suerte, antes de transcurridos tres minutos o cuatro a partir del momento en que se iniciara la comunicación, varios hombres de Seguridad estarían junto al teléfono utilizado, e impedirían la salida de todas las personas que en ese momento intentaran abandonar el edificio, casa o local que fuese.

La Seguridad cubana estuvo de buenas aquel viernes. Unos días antes Mauricio había convenido con Irma que sus llamados ocurrirían solamente los martes y sábados, a las nueve y treinta de la mañana. A Mena, Víctor y Manuel, les ordenó seguir las instrucciones de Sepúlveda para la evacuación y les anunció que no volverían a comunicarse por teléfono.

A Sepúlveda lo llamó el lunes, el mismo día en que fuera arrestado. En aquella ocasión le dio su visto bueno para obtener los tanques de oxígeno. Recibiría nuevas instrucciones el viernes a la misma hora. De Irma se ocupó el martes siguiente, día 15, a las nueve y treinta de la mañana, conforme a lo convenido. Ese día, ella madrugó mucho para coger un turno en el policlínico y regresó a la casa a las nueve. Como la noche anterior no se sintiera bien a causa de unas palpitaciones, se acostó a las ocho sin cenar y se quedó dormida. Cuando Mauricio llamó, el martes a las nueve y treinta, ella no sabía en realidad si Sepúlveda estaba o no en la casa. Irma tenía instrucciones de comunicarle si alguien no regresaba a dormir, cosa que los demás no sabían. Cuando todo estaba normal, se limitaba a decir: «No hay novedad». Si alguno de los «muchachos» salía por varios días, como a ella no se lo informaban, siempre notificaba a Mauricio quiénes eran los presentes y ausentes en la casa. Con ese sistema, Mauricio pretendía evitar que la gente pudiera comunicarse entre sí, y sobre todo, reservarse el control de la situación conjunta, de modo que nadie cometiera imprudencias ante una alarma eventual. Si alguien desaparecía de la casa sin justificación, él quería ser el primero en inquietarse.

El martes siguiente a la detención de Sepúlveda, cuando Mauricio llamó a Irma, la cogió por sorpresa. Al llegar del policlínico se puso a trastear en la cocina, y sin darse cuenta, entró el llamado. Ya Víctor y Manuel estaban jugando dominó con Mena en la mesa del comedor, y aunque no lo verificó, dijo a Mauricio que Sepúlveda dormía en su cuarto. Aquella indisciplina de Irma daría por tierra con el sistema de seguridad de Mauricio. Cuando Irma le dio su habitual «sin novedad», Mauricio colgó despreocupado el receptor. Todo marchaba bien. «No puede ser de otra forma», pensó ufano. Si Irma hubiese tenido el cuidado de mirar dentro de la habitación de Sepúlveda habría visto la cama tendida, señal de que no había regresado a dormir; y si se lo hubiera comunicado a Mauricio, este habría ordenado de inmediato evacuar la casa hacia otro lugar que tenía reservado para casos de emergencia, en Luyanó.

Hasta mediodía Irma no se dio cuenta de que Sepúlveda no había regresado; y el próximo llamado de Mauricio no lo recibiría hasta el sábado. Se reprendió por su aturullamiento y premura, pero no se alarmó, pues otras veces, cuando ella le anunciara a Mauricio la ausencia de cualquiera de los «muchachos», él se había limitado a comentar con toda calma: «Correcto».

Por aquel desliz de Irma, todo el grupo de La Lisa caería en manos de la Seguridad ese mismo día.

Cuando las declaraciones de Sepúlveda y Víctor proporcionaron un bosquejo sobre los procedimientos de Mauricio, Paco y Carlos alentaron la esperanza de que no llamara antes del viernes; pero al mismo tiempo, como Irma no pudo ser interrogada por prohibición médica, temieron que Mauricio ya supiese por ella que Sepúlveda no regresó el lunes a dormir a la casa, y él renunciara a llamarla el viernes a las nueve y treinta. Por otra parte, según afirmaba el personal de guardia en el interior de la casa, entre el miércoles y el viernes no se recibió ninguna llamada. Aquella noticia era buena. O quizá mala. ¿Quién podría saberlo?

Pese a la considerable dosis de escepticismo que embargaba a los organizadores de la operación Mauricio, en veinticuatro horas se logró montar el enorme aparato de vigilancia, y a las nueve de la mañana de ese viernes 18 de julio, los tres encargados de vigilar la casa, abrían las puertas a Carlos y Paco, venidos con Sepúlveda para esperar el llamado. Desde allí verificaron si las grabadoras fueron conectadas en la central, y se dispusieron a aguardar la hora acordada.

A las nueve y veintinueve Sepúlveda pidió un cigarro suave y uno de los guardias le alcanzó una cajetilla de Aromas. Al encenderlo pensó con horror que quizá nunca más volvería a fumar sus Pall Mall, King Size, filtered.

A las nueve y treinta el llamado no se produjo. Sepúlveda se olvidó de los Pall Mall, y aspiró ansioso una bocanada de Aromas. ¡Ojalá Mauricio no llamara! Tenía instrucciones de comunicarle que aún no había conseguido los tubos de oxígeno pero ya los tenía localizados y esperaba recibirlos en Varadero el domingo siguiente, para lo cual necesitaba a Mena y un carro.

A las nueve y treinta y uno el llamado no se había producido. Carlos y Paco se miraron y alzaron las cejas. Sepúlveda fumaba con la cabeza gacha. Deseaba con fervor que Mauricio no llamara. Nueve y treinta y dos. Nada.

Según dicen algunos, lo último que se pierde es la esperanza. Sepúlveda esperaba que algún azar lo librara de aquel infortunio. Quizá un día pudiera salir; quizá lo salvara una guerra; quizá los gringos se decidieran de una vez por todas… Y para ese día, quizá fuera mejor que los gringos lo considerasen un duro, firme y silencioso, incapaz de traicionar. Sí. Si Mauricio llamaba, él le daría la alarma. Tal vez eso le sirviera algún día para limpiarse un poco. Nueve y treinta y tres.

¡Rin rin!

Carlos miró a Sepúlveda y le hizo un gesto con las cejas.

Sepúlveda cogió el receptor.

—Dígame.

Al otro lado de la línea, el terror se apoderó de Mauricio. ¡Aquella era la alarma! ¡La maldita alarma! ¿Qué habría pasado? La casa estaba tomada, y seguramente la línea intervenida. Estuvo a punto de colgar y salir huyendo, pero se dominó. Después de todo, en treinta segundos podría averiguar mucho sin comprometerse.

—¿Es que Víctor y Manuel están contigo?

—Sí, están conmigo. Óigame, Mauricio…

—¿E Irma? ¿Y Mena?

—¡También están aquí, conmigo!

—¡Muy bien! ¿Entonces todo marcha perfecto?

—Sí, quería decirle que el aparato ya lo tengo medio conseguido…

—¡Qué correcto, qué correcto! Entonces, ¿cuándo van a comenzar las prácticas?

—Espero que sea el domingo…

—Está bien, luego te llamo.

—Oiga, oiga.

Era evidente que Sepúlveda había dado la alarma a Mauricio. Estaba previsto. Todo el mundo lo esperaba.

La conversación había durado veinticinco segundos y Mauricio colgó en cuanto supo lo que necesitaba: todo su grupo de La Lisa se hallaba detenido.

Carlos y Paco, y asimismo Alba, desde la mesa de prueba en la calle Águila, supusieron que Mauricio se les escaparía. Solo habló durante veinticinco segundos y no dio tiempo a que las patrullas móviles lo contactaran. La única alternativa era que hubiese llamado desde un teléfono público, pero lo dudaban.

Las operadoras de la planta del Vedado anunciaron el número desde el cual se había llamado al 20-9766, a los cuarenta y siete segundos de producido el timbrazo. Las empleadas situadas junto a Alba, en la mesa de prueba, encontraron la dirección de donde procedía el llamado a los cincuenta y cinco segundos, ocho segundos después de conocerse el número. Esto ocurría, pasados treinta segundos desde que Mauricio colgara.

La primera patrulla llegó al lugar a los dos minutos y diez segundos, y la sorprendida recepcionista de la carpeta de una oficina situada en Rampa y P, declaró haber autorizado un llamado desde su teléfono a un señor trigueño, vestido con una camisa a cuadros, de espejuelos, estatura media, ni gordo ni flaco, con una perita, ¿con o sin bigote?, no se acordaba; y en realidad antes de que los compañeros de la Seguridad penetraran en el edificio, ya había salido por la puerta principal un señor calvo, sin espejuelos, ni bigote ni perita, con un suéter de malla color marrón. Su camisa a cuadros azules y blancos quedó botada en la papelera de un baño.

La operación Mauricio había fracasado.

Ninguno de los ochocientos setenta y dos vigías vio a nadie discar el 20-9766, y la patrulla de Rampa y L llegó con algunos segundos de retraso. Se calculó que Mauricio, al discar desde un segundo piso, tuvo tiempo de entrar al baño, despojarse de su camisa y de su disfraz en quince segundos, y en otros quince, sin prisa, pudo pasar por la puerta, entregar su papeleta de salida, y mezclarse con el tráfico de la calle 23.

En total, no debió necesitar más de un minuto en la oficina. La patrulla llegó con veinte, quizá con treinta segundos de retraso.

Durante una hora, la recepcionista observó, piso por piso y oficina por oficina, a todas las personas presentes, y nadie se parecía al hombre que llamara desde su teléfono.

Cuando se descubrió la camisa a cuadros, la perita y el resto del disfraz en el cesto de un baño, ya habían transcurrido cuarenta y cinco minutos.

Mauricio era solo una voz, un nombre sin rostro.

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