Joy

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1975 » Capítulo 96. Julio 25, viernes

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Julio 25, viernes

La película comenzaba con un primer plano de la carta manuscrita, en inglés, enviada por Betty Hunt a Eddy M., y cuya traducción al español era leída por una voz femenina.

—Ahí están en pleno «infanticidio» —comentó Alba, al aparecer las primeras tomas de campo.

Se veía una multitud de estudiantes trabajando en una plantación de cítricos. Vistos de lejos, sus movimientos inducían a suponerlos arrancando frutos; pero arrancaban otra cosa que en las primeras imágenes no se alcanzaba a discernir.

Luego, venía una secuencia aérea, tomada a gran altura, a juzgar por la extensa franja que se divisaba a ambos lados de la carretera. Entre los verdes árboles y la tierra roja se destacaban los uniformes grises y azules de los estudiantes en plena faena. Desde aquella altura se veía con nitidez el bullicioso hormigueo de los jóvenes, enmarcado entre los bordes de la carretera y la duodécima hilera de árboles por ambos lados.

Alba mandó detener la proyección y pidió le inmovilizaran una de las últimas secuencias. Sentado entre Bernardo y Rafael Navarro, en aquella pequeña sala del ICAIC, Alba parecía un director con sus asistentes.

Bernardo y Rafael debían ver que los muchachos estaban desparramados entre los bordes del camino y la duodécima hilera de árboles, por ambos lados; y si observaban bien, verían que más allá de las doce primeras hileras, paralelas al borde de la carretera, no trabajaba ningún estudiante. Que se fijaran bien. Así era, sí, se veía bien clarito. ¿Y por qué procedían así? Muy sencillo. Que Méndez encendiera la luz por favor. Se supuso que la savia virulenta sería lanzada en cápsulas termosensibles, como las empleadas en el lanzamiento de las Toxopterae. Y se comprobó que la emisión de las cápsulas cargadas de áfidos, nunca sobrepasaban la séptima hilera de árboles, unos sesenta metros del borde del camino. Por eso se consideró que con arrancar los retoños hasta la duodécima hilera, se podía tener ya un buen margen de seguridad. A esa distancia, los virus presentes en la savia de ocuje no serían transferidos de inmediato a ningún árbol, precisamente por la ausencia de brotes tiernos. Aquella operación masiva para arrancar los retoños, los hijos de los árboles, mereció el macabro apodo de «infanticidio» y así se le siguió llamando. La campaña se inició el 3 de julio, dos días después de que Alejandro de Sanctis vaticinara el propósito enemigo de proyectar el virus sobre la savia del ocuje y no con yemas contaminadas. Como Bernardo podía comprobar, la primera medida tomada no era otra sino la prescrita por Alejandro y por él. Dos días después, el 5 de julio, el mayor Alba se propuso pasar a Bernardo y Alejandro las primeras secuencias de aquel rodaje e informarles de la situación. Para eso, entre otras cosas, los invitó al Abreu Fontán; pues ellos, absortos en sus trabajos de microscopía, no estaban al tanto de lo ocurrido en los últimos días. Aquel 5 de julio, Alba tenía el propósito de informarlos no solo del «infanticidio» sistemático en las franjas contiguas a las carreteras de Jagüey e Isla de Pinos, sino también de los excelentes estudios sobre dispersión populacional realizados por los dos compañeros soviéticos, y sus deducciones sobre el desplazamiento geográfico del sabotaje. Pero entonces, el quitaipón de los espejuelos de Bernardo lo obligó a dar marcha atrás y a abstraerse de todo comentario.

Alba apagó la luz y Méndez continuó la proyección del film. Unas tomas en primer plano mostraban ahora unos rostros sonrientes y tostados por el sol, en la tarea de arrancar los retoños. El primer plano cogía luego las manos de una muchacha pelando una rama y agregándola al contenido de un saco que llevaba terciado al hombro.

Venía luego otra vista a vuelo de pájaro, sobre el trabajo de los estudiantes en distintas carreteras de Jagüey que culminaban todas en una secundaria básica. La secuencia se realizó con un ritmo magistral. Como música escogieron una gavota de Bach, interpretada por Andrés Segovia, y cada vez que en la pantalla aparecía el edificio de una secundaria, coincidía con un acorde vibrante de la guitarra. La idea de que aquella película, aparte de servir como testimonio para la denuncia internacional del sabotaje, fuera también una obra de buen gusto, la concibió el comandante López; y logrado el apoyo de los niveles correspondientes, él mismo colaboró en el guión con los documentalistas del ICAIC.

Lo que ya se había expuesto en París, que Bernardo y Rafael veían en ese momento, no era más que un ensayo; pero luego se trabajaría la edición y el montaje, con miras de transformar aquellos materiales en una película ambiciosa.

El acorde final de la gavota coincidía con una puesta de sol en Jagüey. Seguía una escena con excelente apoyo sonoro, en que aparecían dos hombres dando pico y pala dentro de un hueco, al borde de una plantación. Se oía el ruido seco del hierro al horadar la tierra y el jadeo rítmico de los hombres.

—Ahí estaban cavando los pluviómetros —comentó Alba.

¿Los pluviómetros?

Sí, ese fue el nombre que recibieron aquellos huecos. Bernardo nunca había oído hablar de pluviómetros excavados en la tierra.

Alba tampoco.

¿Y entonces?

En realidad no existían tales pluviómetros. Los huecos eran puestos de observación, pero hubo que inventarles otra función. De ahí el nombre.

¿Cómo, cómo, cómo?

Muy sencillo. Eran puestos de observación para acechar a los saboteadores.

¡Mira pa’eso!

Los huecos se excavaron a una profundidad de un metro y ochenta centímetros, para que desde ellos, un hombre con anteojos, pudiera explorar los movimientos de cualquier vehículo sobre una extensión de doscientos cincuenta metros a su derecha.

¿Y cuántos kilómetros había que vigilar en Jagüey?

Teniendo en cuenta que en la distribución de los áfidos, los saboteadores solo recorrían las carreteras principales con acceso a las secundarias básicas, debían vigilarse unos doscientos veinte kilómetros. ¡Eso quería decir, más de cuatrocientos huecos!

¡Tremendo trabajo!

Fueron exactamente cuatrocientos cincuenta y dos huecos, y se emplearon cuatrocientos cincuenta y dos hombres.

¡Ah, así sí!

Los hombres trabajaron por parejas, y a cada una se le asignó la excavación de los dos huecos correspondientes a un kilómetro, que ellos mismos ocuparían como vigías.

¿Y en cuánto tiempo se hizo?

En dos horas.

¿Cómo dos horas?

Sí. Los cuatrocientos cincuenta y dos hombres se distribuyeron en veintidós brigadas de veintipico. Cada brigada, dotada de un camión, se encargó de hacer los veinte huecos correspondientes a un tramo de diez kilómetros. Se trabajó con reclutas del Ministerio que un día antes recibieran un mínimo técnico sobre cómo construir los huecos, a partir de determinadas especificaciones. Se procuró ubicarlos siempre en lugares desde donde pudieran controlar, sin obstáculos, los quinientos metros de alcance asignados por puesto.

En fin, cada brigada disponía de un coordinador y un chofer, además de los veinte vigías. El trabajo en el campo comenzó el 4 de julio a las ocho en punto; y a las diez y treinta de la mañana todos los huecos estaban construidos.

Luego, los mismos combatientes que construyeron los huecos ocuparon sus puestos allí mismo.

¿Dentro de los huecos?

¡Qué va! Eso habría sido imposible. Los vigías recibían instrucciones de permanecer a unos cien metros de su hueco, en el interior de la plantación. Cada uno, al ocupar su puesto antes del amanecer, llegaba con un porrón de agua, su comida, sus anteojos y un walkie-talkie para comunicarse con el resto de la gente.

¿Y a quién se le ocurrió llamar pluviómetros a aquellos huecos?

Ocurrió que se hizo creer, a la gente de la zona, en una operación conjunta de la Dirección de Riego y Drenaje y de la Dirección de Suelos del INRA, para medir, por un lado, los índices de saturación de los suelos con aguas pluviales, y por otro, para obtener perfiles del terreno, con miras a un trabajo de mapeo edafológico para la provincia de Matanzas. A ningún campesino de la zona le llamó la atención aquello; máxime que al proyectarse la construcción de los huecos, los jefes de los planes recibieron instrucciones de buscar ocupación para su personal y los estudiantes, lo más lejos posible de las carreteras. Además, unas vez construidos los huecos con una medida estándard en la boca, se les colocó encima una tapa de madera, elaborada de antemano; y sobre ella se paleaba tierra húmeda y con hierbas. Y una vez tapado el hueco, ningún caminante inadvertido se caería en él.

¿Y dónde se escondían los vigías?

A unos cien metros de su hueco, en una pequeña tienda de campaña, muy bajita.

¿Pero eso no era sospechoso para los campesinos y los trabajadores de los planes?

No. Al personal y a los estudiantes asignados a los distintos planes se los mantuvo alejados de los bordes de las carreteras. A los pocos que el azar llevara a dar con alguna tienda, el compañero allí situado les pedía el favor de llevar un recado urgente al director del plan más próximo; y allí los compañeros de Seguridad se encargaban de que el trabajador, o estudiante, o lo que fuera, no tuviese oportunidad de hablar más con nadie de la zona.

¿Y desde la carretera no se divisaban las tiendas?

No, imposible. Estaban muy bien escondidas tras alguna pequeña elevación natural o artificial del terreno, y recubiertas con ramas y hojarascas; pero lo mejor era que Rafael y Bernardo siguieran viendo el film.

En efecto, mediante un magnífico trabajo de cámara se enfocaba desde el centro de la carretera una plantación compacta. Allí la cámara quedaba fija en un punto dado; y sobre ese punto solo se veían unas ramas secas y un pequeño montículo de tierra roja. Luego, detrás del montículo aparecía un hombre sonriente, con unos anteojos colgados del cuello y su transmisor-receptor en la mano. El hombre emitía unas pocas palabras, se arrimaba el aparato a la boca y luego comenzaba a avanzar rápido hacia la carretera. Al acercarse a la cámara fija, su volumen aumentaba poco a poco; y cuando llegaba al falso pluviómetro, levantaba la tapa, se introducía en él y comenzaba a atisbar hacia su izquierda la anunciada aparición del enemigo.

Alba pidió que encendieran la luz. Se puso de pie y se acercó a una pizarra con miras de dar una explicación a Bernardo y Rafael.

A Bernardo lo consumía la impaciencia y Alba no podía evitar el bacilarlo un poco con su información por cuentagotas.

—¿Y el enemigo apareció por fin? —preguntó Bernardo impaciente.

Alba sacó un cigarro, lo encendió, buscó un cenicero e hizo todo lo posible por demorar la respuesta. Por fin dijo sonriendo:

—¡Claro que apareció!

—¿Y lo detectaron rápido? —volvió a preguntar Bernardo, con ansiedad. Ya estaba calculando cuántos miles, o decenas de miles de árboles podrían haberse perdido.

—Se lo detectó desde la primera mañana —anunció Alba triunfal.

—¿Y fueron ellos los que lo detectaron?

—¿Quiénes?

—Los vigías de los pluviómetros.

—No, no —contestó Alba—. Los que detectaron a los saboteadores fueron los del «panzón» —dijo y esperó nuevamente el efecto de sus palabras.

—¿Y eso qué es?

Alba ya se disponía a explicar lo del «panzón» en la pizarra, pero cambió de idea, apagó la luz y pidió a Méndez que continuara la proyección.

La escena siguiente mostraba un paisaje de los bosques de Cabo Cruz, y una secuencia didáctica en que el locutor proporcionaba datos sobra la Toxoptera aurantii y sus plantas hospederas. Cuando llegaba al ocuje, la cámara proyectaba desde abajo un tronco recto y altísimo, con una música de órgano, verdaderamente catedralicia, pero de pronto se rompía en una tanda de fragmentos disonantes, dodecafónicos, que acompañaban un vertiginoso repertorio de vistas fijas. Y para Rafael Navarro también había sorpresas, pues aquellas vistas fijas eran ni más ni menos, las diecisiete fotos que él mismo tomara desde el aerotaxi, cuando sobrevolara el invernadero de la Homestead, y que enviara con el tucumano el día 5 de julio.

La cámara volvía luego al ocuje. Mostraba una escena de extracción de savia, y su embotellamiento. De pronto se oían unos ladridos furibundos, como de una jauría famélica. Un hombre caminaba y esparcía savia sobre el suelo del bosque; y tras él, un grupo como de treinta perros, con sus correspondientes bozales y vigorosamente sujetos por sus entrenadores, que los seguían casi a rastras, aguzaban su olfato en seguir la huella del ocuje.

Con los perros se había efectuado un intenso entrenamiento de varios días y se los sensibilizó al máximo para la percepción de la savia del ocuje; pero como se suponía que el lanzamiento del virus se haría con cápsulas, luego se realizaron ensayos para que los perros detectaran la savia, no ya siguiendo un rastro en tierra, sino en forma aérea, a partir de puntos fijos, emplazados en medio del follaje de una plantación de cítricos. A cincuenta metros, la mayoría de los perros detectaba la savia de ocuje antes de un minuto. A mayor distancia comenzaban a vacilar.

Aquella insuficiencia de los perros dio lugar a la creación de las brigadas HPF.

—¿Hache pe qué?

«¡Hostia! ¡Qué manera de inventar nombres esta gente!». HPF quería decir: «Hombre-perro-fuego».

—¿Y eso pa’ qué?

El vigía del hueco, aunque no veía el disparo, se daba cuenta cuando este se producía, por un detalle que después se explicaría. Luego, cuando el mercenario se perdía de vista por su derecha, el vigía daba la señal a la camioneta de los perros, y salía al camino a indicar el lugar aproximado desde donde se lanzara la cápsula. Los perreros cumplían la doble función de controlar a los animales (cinco en cada camioneta) y de quemar, con un pequeño lanzallamas manual, a manera de soplete, no solo la cápsula detectada por los perros, sino toda la parte del árbol sobre la cual podían haber caído gotas de savia de ocuje. En caso de que la cápsula hubiese caído en el centro del árbol, se le incineraba completo y de inmediato apagaban el incendio con un potente extinguidor que llevaban a la espalda.

Toda aquella operación, desde que bajaban de la camioneta hasta que regresaban a ella con los perros, no duraba más de tres o cuatro minutos. Como había seis brigadas HPF, y los saboteadores eran dos, que actuaban en distintas zonas, se habían formado dos grupos de tres brigadas, de modo que mientras la una detectaba la savia o quemaba los árboles contaminados, las otras proseguían alternando la persecución de los ciclistas desde una distancia prudencial.

¿Cuáles ciclistas? ¿Alba ya empezaba otra vez con los nombretes?

No, no, nada de nombretes. Aquí se trataba de ciclistas verdaderos. Ya verían, ya verían.

La película pasaba de pronto a proyectar una serie de fotos de distintos actos de sabotaje perpetrados en Cuba por el imperialismo norteamericano. La Coubre, El Encanto, ataques artillados a humildes aldeas costeras, quemas de cañaverales, etcétera; y el locutor, en un tono de moderado dramatismo salpicaba una serie de comentarios hilvanados con las dramáticas imágenes. De pronto, tras unas escenas de los combates de Girón, se veía la captura de los mercenarios, algunas fotos de niños «bitongos» de la época de la dictadura, y en ágil edición las fotos de José Alberto Casamayor y Rodolfo Cifuentes, alias Segundo y Evaristo, de frente y de perfil. El locutor refería con sobriedad los hechos más sobresalientes de los dos connotados criminales, su vinculación a grupos intervencionistas de mala entraña, su participación en las covert actions de la CIA en distintas latitudes de América Latina, y como para que no quedara ni la menor duda de su identidad, aparecía una serie de imágenes alternas en que se veía a Segundo y Evaristo pedaleando durante el sabotaje, y luego sus mismos rostros tomados de los archivos de Seguridad y de Inmigración. En determinados momentos se contrastaban las fotos de antes y después, y una mano con un lápiz señalaba las identidades evidentes en los rostros de ambos. ¡Para que no hubiera la menor duda, vaya! Para que el mundo entero reconociera en ellos a dos mercenarios profesionales.

De pronto, la cámara focaliza a Segundo en acción, pedaleando por una carretera de Jagüey. Va disfrazado con una camisa de mezclilla, botas y sombrero. Pedalea y pedalea con un aire inocente en su rostro. Por momentos resopla. De pronto, otra cámara lo coge a distancia, a unos doscientos o trescientos metros y enfoca sus rodillas en acción y sus manos apoyadas en los manubrios de la bicicleta. En un momento dado, su mano izquierda afloja un seguro ubicado entre los dos manubrios, y hace girar hacia afuera la mitad derecha. En ese momento, la cámara enfoca la punta del manubrio-pistola, pero el disparo no se percibe. Se ve en cambio cuando Segundo vuelve el manubrio a su sitio y continúa pedaleando. Luego, una escena idéntica se repite con Evaristo en otra zona de Jagüey.

La película muestra luego un hombre que emerge de un pluviómetro y se ubica en un punto de la carretera. A los dos minutos aparece una camioneta, y los perros y el fuego hacen su trabajo.

Bernardo quiere saber dónde estaban las cámaras que tomaron esas fotos, porque el ángulo de las tomas no corresponde a ningún pluviómetro, y además porque parecen haber sido tomadas desde una distancia de cien metros. El mayor le explica que fueron tomadas exactamente desde ochenta metros.

Solo desde ochenta metros, Bernardo; y las tomas se efectuaron desde unos cañones de riego emplazados cada tres kilómetros. En su parte superior se había instalado una filmadora de dieciséis milímetros, diminuta y ultrasensible. Más adelante, Alba explicaría los detalles del funcionamiento.

El film mostraba luego a Segundo y Evaristo abordando el Cometa, desembarcando en Batabanó, llegando a la Biblioteca Central, penetrando en el Habana Libre. Luego, se oía la conversación telefónica del 21 de julio entre Méndez y Julián Bohórquez, en que este aceptaba una invitación para participar en el homenaje a Finlay. Posteriormente, una serie de tomas con teleobjetivos captaban a Mauricio tras una ventana de su apartamento, en su trabajo en la WAF, y finalmente en una celda de Villa Marista, una amable y eficiente fortaleza de la Seguridad del Estado. En su confesión no tuvo reparos en describir los detalles de la operación. Era un verdadero inmoral. Una vez caído él, que se derrumbara el mundo. Como albergara sus dudas sobre si lo ejecutarían o le meterían treinta años de prisión, y en este caso prefería la muerte, optó por cantarlo todo. Narró en forma pormenorizada todas las sutilezas del plan, y se jactó de que la enfermedad por él propagada ya sería irreversible. Los cítricos de Cuba no subsistirían.

Según las noticias recibidas por Alba, el efecto producido por aquel film en París fue enorme; y el anuncio de una película con todos los detalles levantó mucha expectación. La CIA cogida in fraganti era una gran noticia y un thriller. A la segunda exhibición, ofrecida en la embajada cubana de París, asistieron periodistas, escritores, críticos y realizadores de cine (Jules Perrault, Costa Gavras y Jean Costeau entre ellos); y un rotativo de gran circulación publicó un artículo a cuatro columnas con el siguiente título: «La embajada cubana exhibe film sobre atentado de la CIA contra cítricos de Cuba. Una obra de arte y un documento político para la historia».

En la parte final se exhibía el «panzón», un helicóptero diseñado en la Unión Soviética para rastreos de gran altura. Pintado de color celeste mate, se hacía casi invisible, y en su parte inferior llevaba un revestimiento de fibra de astracán sintético polarizado, de un color gris claro, de modo que a determinadas alturas podía mimetizarse a manera de nube. En su enorme panza llana contenía ocho puestos de observación telescópica. Ante esos telescopios, desde el mismo día 3 de julio, se instalaron ocho expertos vigías que se repartieron la observación de todos los vehículos en tránsito por Jagüey en esos días. Otro «panzón» hacía el mismo trabajo en Isla de Pinos. La operación era onerosa, pero mucho más lo habría sido permitir que el sabotaje se produjera. Cualquier gasto era insignificante en aquellas circunstancias.

El «panzón» oficiaba, además, como puesto de mando y enlace directo con las brigadas HPF para anunciarles cualquier detalle concerniente al movimiento de las bicicletas, en especial cuando viraban hacia atrás, para iniciar su trabajo por el otro borde del camino. En esos casos, las camionetas de Riego y Drenaje, que siempre se mantenían a un par de kilómetros detrás de las bicicletas, debían replegarse y desaparecer en el primer desvío del camino, para luego reorganizarse y continuar su trabajo en dirección contraria.

Además, el «panzón» se comunicaba de modo directo con cuatro puestos de observación de vehículos, ubicados en los lugares obligados de entrada a la zona, por el sur y por el norte, por el este y el oeste. En esos lugares se hallaban apostados otros tantos expertos conocedores de la zona, de los vehículos, de la gente, que recomendaban priorizar la observación de los vehículos desconocidos para ellos.

Sin necesidad de esa orientación, el telescopio número 3 detectó, a las diez de la mañana del 7 de julio, una extraña bicicleta que articulaba uno de sus manubrios en un ángulo de noventa grados. Aquello le llamó de inmediato la atención al vigía y la siguió en todo su recorrido de aquella mañana. El ciclista repitió la maniobra tres o cuatro veces más; pero lo más extraño del caso fue que su bicicleta no iba a ninguna parte de Jagüey.

Por fortuna, los días 7, 8 y 9 de julio de 1975, fueron días de cielo muy despejado, como es habitual en esa época del año, y las nubes no interfirieron con el trabajo del «panzón», que pudo operar desde gran altura, a cubierto de toda mirada indiscreta.

En un determinado punto de Jagüey, el ciclista montó en un carro y amarró su bicicleta a la parrilla del techo, donde, ¡cosa extraña!, había otra atada de igual forma.

Acto seguido se organizó el seguimiento de aquel vehículo, que se dirigió a Varadero. Al descender del carro, los dos hombres, para sorpresa de todo el mundo, ya no vestían sus botas y camisas de mezclilla, sino mocasines, camisetas playeras y shorts.

Parquearon el carro en un cobertizo que oficiaba de garaje en el fondo de una casa, a la que luego entraron con las bicicletas por la puerta trasera. Media hora después, volvían a salir y se sentaban en un bar. El camarero que les atendiera el pedido de cerveza y mariscos, y otros dos que trabajaban en el local, fueron trasladados al Habana Libre, en la capital, y sus puestos los ocuparon otros tres camareros, muy chéveres ellos, por cierto. El administrador y las otras dos personas de servicio en el barcito, recibieron vacaciones por una semana, y esa misma tarde entregaron lo que debían entregar e hicieron sus maletas.

El que trajo las cervezas les vació el cenicero, que tenía algunas colillas y les puso otro limpio, al que acababa de instalársele un potente transmisor, con un alcance de quinientos metros a la redonda.

La conversación de los dos hombres resultó algo críptica, pero pronunciaron dos frases que produjeron un enorme alivio en el ánimo de la gente del SCC, y en particular del mayor Alba.

En determinado momento uno de ellos comentó: «Por mi madre, no veo la hora de que nos den la orden de empezar». Y el otro había añadido: «Sí, hombre: ya está bueno de tanto entrenamiento. Lo que hay que hacer es matar esto en una semana y pirarse pa’l carajo».

Cuando Alba oyó aquello, en la misma tarde del 7 de julio, se sintió renacer. Era la bendita evidencia de que aún no habían lanzado el virus. Pero no demorarían en hacerlo, porque la brotación estaba cogiendo cada vez mayor fuerza.

El 9 de julio, ya bastante seguro del éxito, Alba urdió la famosa discusión con Alejandro, y promovió su salida inmediata hacia Panamá en compañía de Bernardo Cabral. Ambos debían ignorar lo que estaba ocurriendo en Jagüey y en la Isla; pues si realmente llevaban transmisores encima, el enemigo se enteraría de todo. Alba insistió con cierto exceso para que solo se ocuparan de sus controles mediante microscopía electrónica.

El día 8 de julio, el «panzón» proyectaba cuatro de sus ocho telescopios sobre los dos ciclistas y los otros cuatro, por siaca, continuaban sus tareas de prospección general sobre los demás vehículos.

Los dos ciclistas se desplazaban por zonas opuestas de Jagüey. La potencia de los telescopios permitía verles las manos desde nueve mil pies de altura. Esos días el clima colaboró con largueza. En la diafanidad de la mañana del 8 de julio, ni una sola nube rompió la monotonía de aquel cielo insoportablemente azul pero transparente para los telescopistas del «panzón» y para la salud de los cítricos cubanos.

Detrás de ambas bicicletas, a una distancia controlada desde el «panzón», avanzaban las camionetas de las HPF. Cada vez que uno de los ciclistas enfilaba el manubrio derecho hacia los campos (y eso lo hicieron solo dos o tres veces en la mañana, quizá a modo de práctica), los pluviómetros registraban el lugar donde ocurría el caso, y enseguida las camionetas se detenían allí mismo para que los perros buscaran la savia del ocuje. Sí, era evidente que aún no habían recibido la orden de los disparos masivos.

El día 8 por la tarde, se tomaron sus cervezas con mariscos en el mismo bar del día anterior, en el que ya todos los ceniceros estaban limpiecitos y preparados, no solo para servirlos allí, sino en cualquier lugar de Varadero donde quisieran sentarse a tomar un trago. ¡Qué bueno hubiera sido que se robaran uno de esos ceniceros y se lo llevaran para la casa!

Alba no quiso arriesgarse a colocarles escuchas en la habitación. Con aquello ya los tenía controlados, y penetrar en la casa era exponerse a algún sistema de alarmas con minifilmadoras automáticas, que podrían desbaratar aquel excelente trabajo. Se aspiraba no solo a impedir el sabotaje, sino también a coger a la CIA con las manos en la masa.

Fue ese día, 8 de julio, cuando el comandante López decidió que en lugar de un simple film demostrativo del sabotaje, debía hacerse un guión para una película, testimonio irrefutable de las fechorías de la CIA. Quería ofrecer una visión categórica de la canallesca covert action enemiga; y si quedaba bien, podría ser un palo que no liquidaría a la CIA, pero la llenaría de infamia y moretones.

Fue entonces cuando se decidió iniciar la película con el manuscrito de Betty Hunt; y cuando comenzaron a filmarse las escenas de Cabo Cruz, aunque ya el entrenamiento de los perros había concluido. Luego, se añadieron las escenas de la construcción de los pluviómetros, todo en color, y así con un montaje primario, muy sencillo, se preparó la copia exhibida el 23 de julio en París, en cuya parte final se recogían incluso las declaraciones de Mauricio, detenido el día 21.

El 9 por la noche, durante el show del hotel International, el cenicero de la mesa 33 registró, entre mucha hojarasca, el característico ruido del choque de dos vasos en un brindis, y luego el siguiente diálogo: «Bueno, ¿y qué mi socio? ¿Cómo te sientes para lo de mañana?». Y la voz inconfundible de Segundo respondía: «¡Figúrate! Con las ganas que yo tenía de pichearles al duro a esta gente…».

El 10 de julio fue el día del gran contraste. A las nueve y treinta de la mañana, los vigías apostados en los pluviómetros de dos zonas opuestas de Jagüey, detectaron que cada doscientos metros los ciclistas mercenarios giraban los manubrios de sus bicicletas y producían un disparo. Tras ellos, los perros y los lanzallamas anulaban su trabajo. Todo funcionó perfecto. El mecanismo preparado llegó a operar con tal regularidad, que en los días siguientes se prescindió por completo del «panzón», limitado a informar del viraje de las bicicletas al emprender su camino de regreso. Ya a partir del segundo día, los perros se bajaban de las camionetas e iban casi directo al lugar donde cayeran las cápsulas. ¡Era la confirmación del éxito! El ambicioso plan del SCC triunfaba en toda la línea, y quedaba documentado para demostrar al mundo el monstruoso plan de la CIA.

Pero para contraste, ese mismo día 10 de julio, por la tarde, se produciría el deprimente caso de la calle 22.

El resto de la película presentaba el interrogatorio a Mauricio, que se mostró sorprendentemente locuaz y dispuesto a cooperar, pero sin ahorrar jactanciosas afirmaciones sobre lo irremediable de la enfermedad propagada. En un interesante trabajo de primeros planos aparecían los rostros de Sepúlveda, Víctor, y sobre todo de Elpidio, con abundantes comentarios suyos sobre su macabra carrera de torturador. (Rafael Navarro no pudo evitar un estremecimiento al verlo, y se llevó la mano al pómulo). Luego se veía a Mena, a Manuel, a Cándida Villalobos en el hospital, todos renuentes a declarar. Por confesión de Mauricio, se capturó a Hilda, la de La Víbora. Segundo se negó a hacer declaraciones, pero Evaristo demostró ante las cámaras el funcionamiento de las bicicletas, con sus refrigeradores y sus manubrios especiales. Los nombres de Jerry White y del coronel Paredes fueron mencionados en primer lugar por Mauricio, y luego todo el grupo se soltó a hablar de ellos. (Al coronel Paredes lo habían asesinado a balazos en un rincón del parque Santa Lucía, en Santiago de Chile, y El Mercurio le echaba las culpas a los castristas).

La película terminaba con escenas de una secundaria básica, donde se veía a los estudiantes en el trabajo, en el estudio, en el deporte.

Al terminar la proyección, los tres hombres salieron en silencio.

Al día siguiente, se encontrarían para viajar juntos a Pinar del Río.

¡Era una lástima que Alejandro no pudiera estar con ellos!

Los tres montaron en el carro de Alba luego de despedirse del teniente Méndez.

Cuando ya estaban por llegar a la casa de Bernardo, al mayor lo llamaron por la micro del carro para informarle que dentro de los espejuelos de Bernardo no existía ningún transmisor, ni nada que se le pareciera.

Cuando Alba, un poco cohibido, se lo contó a Bernardo, este lanzó una carcajada estruendosa. Alba se quedó un instante sorprendido ante aquella reacción, y luego él también se echó a reír, con tanto gusto y vehemencia, que debió arrimar el carro a la acera. Y aquella risa era tan contagiosa, que el propio Rafael Navarro, sin comerla ni beberla, también se echó a reír.

Cualquiera que los viera en ese trance los habría supuesto tres juerguistas de parranda.

Cuando el mayor pudo hablar, le preguntó a Bernardo:

—Pero tú comprendes que debía hacerlo, ¿verdad, Bernardo?

—Claro viejo, por siaca, ja, ja, ja, ja.

—Ja, ja, ja.

—Ja, ja, ja, ja.

—Ja, ja, ja, ja, ja.

En eso llegó un caballito que acababa de fajarse con su novia y al verlos en semejantes risotadas los reconvino por negligencia en la conducción del vehículo.

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