Josefina

Josefina


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CUANDO Josefina corre desde la aldea camino de su casa, sólo tiene una idea en la cabeza: «va a ir a nadar».

A todos los demás los han dejado: a todos les han permitido tomar el autobús sin sus madres, lo ha visto con sus propios ojos. ¿Por qué ella no puede ir a nadar sin su madre?

No se atreve a ir al lago. Pero hay otro lugar. Un pequeño regato llamado el Arroyo del Ángel. No la dejan ir allí porque los niños pequeños pueden ahogarse y convertirse en ángeles, al menos eso es lo que dice la gente. Porque no todo el mundo puede convertirse en ángel. Papá-padre dice que sólo pueden lograrlo los niños buenos y obedientes. ¡Y en este preciso momento Josefina no se siente precisamente buena y obediente, con un chicle en la boca y tras haberse cortado el pelo y el vestido!

Pero no es posible que haya mucho peligro en darse un chapuzón en el Arroyo del Ángel. Aunque, para mayor seguridad, cometerá una desobediencia más, algo que normalmente no hubiera pensado hacer.

Se comerá algunas cerezas del cerezo del jardín. A nadie se le permite tocar este árbol y nadie lo toca, porque Mandy hace compota con las cerezas y nadie quiere perdérsela, y menos que nadie Josefina.

Pero hoy tiene otras cosas en la cabeza.

Es bueno que exista el árbol. Papá-padre le ha hablado de una chica llamada Eva. Fue la primera chica en la tierra. Al parecer, tampoco quería convertirse en ángel y por eso comió la fruta prohibida, aunque aquel árbol tenía manzanas que se guardaban posiblemente para hacer una tarta al Todopoderoso. Ofreció también a un chico llamado Adán. Después de aquello no había peligro de que se convirtieran en ángeles. En realidad, Dios Padre se enfadó tanto con ellos que no quiso volver a verlos. Y por esa razón come Josefina todas las cerezas que puede. Además, están muy ricas y cuantas más coma menos posibilidades habrá de que se convierta en ángel.

Finalmente, ya no puede alcanzar ninguna cereza más, pero ya tiene bastante. Ahora puede ir y darse un chapuzón en el Arroyo del Ángel.

El arroyo corre donde empieza el bosque. Separa el Prado de la Campana del bosque que hay más allá. Puedes oírlo desde muy lejos.

¡Qué día tan maravilloso!

El sol brilla, la hierba le cosquillea los dedos de los pies. En su boca persiste todavía el dulce sabor a cereza. Si alguien tiene alguna preocupación, éste es el lugar para olvidarla. Josefina ya no piensa en lo que le ha sucedido en la aldea. ¡Niños estúpidos y engreídos! ¡Presumen porque los dejan ir a nadar! ¿Y qué tiene eso de particular? Ella también va a nadar, y sola. Vale tanto como ellos.

Cuanto más se acerca al Arroyo del Ángel, más contenta se siente. El agua resuena y corre alegremente. Forma remolinos y murmura.

El agua tiene una oscura tonalidad, como cerveza negra, y, sin embargo, está completamente transparente. En el fondo relucen piedras blancas. El arroyo atrae para sí agua de las dos riberas y forma innumerables y diminutos torbellinos. El agua salta y levanta espuma. Sobre la superficie flotan anillos plateados. ¡Qué divertido!

¡Aquí no hay peligro!

Josefina vaga por la orilla, trata de encontrar un buen lugar para darse un chapuzón. Por allí hay un pequeño puente de madera. Si lo cruzas, te ves ya en la espesura del bosque. Bajo el puente hay algunas piedras grandes contra las que choca el agua y forma mucha espuma. Allí no puedes nadar. Pero inmediatamente después la corriente se ensancha y el agua pasa tranquilamente. ¡Allí!

Josefina mete un pie en el agua; está helada. Afuera con el pie.

Eso de nadar es algo que hay que hacer poco a poco. Al fin y al cabo dispone de todo el día. Nadie dice que tenga que ser ahora mismo. Primero se desnudará y tomará el sol un rato. Pero antes jugará a las tagüitas. Eric la ha enseñado cómo. Los guijarros se deslizan sobre el agua de la manera más divertida, y el sol reluce en las salpicaduras. ¡Qué día!

Cerca de la orilla hay una islita cubierta por la hierba. Josefina llega hasta allí de una carrerilla y da un salto. Ahora ya está un poco dentro de la corriente. El agua se arremolina alrededor de la islita. Cuando se arrodilla, puede meter los dedos en los agujeritos donde el agua gira. Le cosquillea de la manera más divertida. También está fría, pero el agua burbujea tranquila y agradable.

Más allá hay un encantador y profundo agujero. Josefina se acerca y resbala fuera de la islita…, ¡plaf…!

Y ya está en el agua que parecía tan agradable. Está fría. ¡Pobre Josefina! Se hunde hasta el fondo como una piedra, como una piedra entre todas las demás piedrecitas. Y en la superficie queda sólo un anillo, un poco más grande que los otros anillos. Por un momento no se oye ningún ruido. Sólo el rugido de la corriente y el suspiro de los bosques.

Luego llega el sonido de un furioso manoteo, un grito, un aullido de terror que ahuyenta a todos los pájaros. Es Josefina que lucha por salvar su vida en el Arroyo del Ángel. Se halla sola y está ahogándose.

El arroyo está dispuesto. Lo ha estado desde que hubo niños a los que convertir en ángeles y se siente decidido a hacer lo mismo con Josefina. El arroyo es como una jauría de lobos hambrientos en un cuento de hadas. Se apoderará de todo lo que esté a su alcance…

¡Luego…, un sonido de fuertes pisadas! ¡Una voz ronca que llega del prado! Josefina ve cómo se aproxima una inmensa sombra. Cierra sus ojos y lanza un grito.

Cuando siente que alguien la alcanza, pugna como una loca con brazos y piernas, salpicando agua, luchando y gritando. Lucha hasta que ya no puede más.

Entonces, él se apodera de ella. La sujeta estrechamente con sus grandes brazos. La alza del agua y camina con pasos pesados. Sabe quién es. Lo ha sabido inmediatamente. Sólo le bastó ver su sombra.

Es el Padre Eterno.

Ahora escucha su voz sofocada por encima de su cabeza.

—¡Qué mocosa tan extraña! ¡Mira que no querer salir del agua! ¡Una auténtica y pequeña salvaje!

Josefina permanece quieta, sin mover los brazos.

Luego, cautelosamente, abre un ojo. Parece como en los grabados. Viejo y cansado, el pelo blanco, la barba blanca. Lleva una camisa azul celeste y tiene los ojos de color azul claro. Desde luego es fácil reconocerle.

Parece amable, como debe ser Dios. Sin embargo, ella preferiría quedarse en la vicaría, en donde conoce a todo el mundo. Porque ella no conoce a un solo ángel. Y como ni siquiera ha podido jugar con los chicos de la aldea, es seguro que no permitirán que juegue con los ángeles.

Josefina abre el otro ojo y le mira.

—No vale la pena que me lleves —dice entre sollozos.

—¡Ah! ¿No? —responde avanzando sobre sus grandes botas.

—Yo…, yo no quiero ser un ángel. No soy adecuada —prueba a insistir.

—¿No?

—No, y tampoco soy buena compañía para los ángeles —dice Josefina—. El cielo se llenaría de ángeles malos si yo voy allí.

Josefina hace cuanto puede para persuadirle; su voz es respetuosa y parece convincente, piensa. Y él parece escucharla.

—Además, he comido del cerezo prohibido —le hace saber finalmente—. ¡Muchísimas cerezas!

Ahora se encuentran en el centro del Prado de la Campana. Desde allí puede ver la iglesia y el campanario. ¡Tan cerca de casa y, sin embargo, tan lejos!

De repente oye el tañido de las campanas. Nunca le ha parecido tan funesto. Contiene la respiración, alzando la vista hacia Dios Padre. Él le devuelve la mirada, se para, permanece inmóvil un momento y luego la deposita cuidadosamente en la hierba.

—¿Ya has recuperado la razón, niña? —pregunta—. No sabías lo que hacías de lo asustada que estabas, ¿eh? Ahora será mejor que eches a correr hacia casa o te enfriarás.

Luego da la vuelta y se aleja.

Josefina le sigue con la mirada. Le ve ir camino del Arroyo del Ángel, cruzarlo por el puentecito e internarse en el oscuro bosque, por donde desaparece.

Lanza un suspiro de alivio.

¡Tuvo efecto el truco de decirle lo de las cerezas!

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