Josefina

Josefina


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—A VECES me indignas —dice mamá, y su moño rubio sube y baja por su nuca.

Mamá siempre se indigna con Josefina.

Mandy se enfada con Josefina.

—Sí, estoy muy enfadada con esta chica —dice.

Y Agneta, que acaba de llegar a casa, se muestra irritada.

—Esta chica me irrita —afirma quejándose.

Indignada, enfadada, irritada, así se sienten con Josefina porque se ha cortado el pelo. Y su vestido. ¡Ahora habrá que esconder todas las tijeras de la casa!

Y se queda sin budín y, como castigo, se va directamente a la cama después de cenar. ¡Así que hoy no verá a Anton Godmarsson! ¡Y tampoco mañana! Porque mañana pasará todo el día en la ciudad. Ha de ir a que le corten el pelo como es debido y a hacer recados con Agneta. Su propio corte de pelo no sirve, tendrán que igualarlo, dice mamá.

Ahora se limitan a hablar acerca de Josefina, pero no le dirigen la palabra aunque está allí presente. Y por lo que dicen, cualquiera pensaría que hablan del peor desastre que pudiera haber sucedido. Josefina les vuelve obstinadamente la espalda, mirando por la ventana. No dice una palabra. Pero piensa muchas cosas.

Se muestran groseras y desagradables con ella. Pero si supieran qué cerca ha estado de que se la llevara Dios Padre… ¿Qué dirían si lo supieran? ¡Entonces lo lamentarían! Por desgracia, no se atreve a decírselo porque así sabrían que ha estado en el Arroyo del Ángel. Tal como están las cosas, es mejor que crean que se puso empapada de agua con la manguera del cementerio de la iglesia.

Pero en realidad le importa un comino lo que piensen, porque, de cualquier manera, mañana será un día divertido. Porque irá a la ciudad…

EL AUTOBÚS se detiene en la plaza del mercado de la ciudad. Está llena de gente que se mueve de un lado para otro. Ondean banderas por todas partes. El cielo es azul y las banderas resplandecen, recortándose contra ese cielo. Por allá arriba cruzan unas nubes blancas y algodonosas. Hay viento, pero en las calles brilla el sol y hace una buena temperatura.

Aparece un muchacho que vende banderitas de papel. Agneta le compra dos.

—¿Sabes para qué son? —pregunta.

No, Josefina no lo sabe.

—Son para vitorear al Rey —dice Agneta al tiempo que entrega una a Josefina—. Llega hoy a la ciudad.

Bueno. ¡Qué sorpresa! ¡Por eso hay tanta gente en la calle!

Primero a Josefina le cortan el pelo. Eso no lleva mucho tiempo y después recobra aproximadamente el aspecto que siempre tuvo, excepto que ahora tiene el pelo más corto. Luego van de compras. Hoy Agneta no está irritada con Josefina. Han quedado olvidadas todas las desagradables cosas de ayer. Esto es lo mejor de Agneta y de todos los de casa. Se enfadan de repente, pero luego se les olvida con idéntica rapidez.

Hoy Agneta habla y ríe durante todo el tiempo.

Toman un vaso de leche y se comen un bocadillo en el pequeño restaurante del parque. Chovas y gorriones saltan en la hierba picoteando las migajas que han caído de las mesas. Entre los árboles corren ardillas que casi comen en la mano de Josefina. Pasan un rato maravilloso.

El pelo rizado de Agneta brilla al sol. Es espeso y bonito. ¡Qué bella es Agneta!

A Josefina le gustaría decírselo, pero cosas así son difíciles de decir. En vez de eso le tiende súbitamente la mano sobre la mesa para acariciarle el pelo. Al hacer ese gesto vuelca el vaso de leche, que se vierte sobre las dos. Agneta grita. El sol se oculta tras una nube. Y por un momento parece que el día va a echarse a perder.

Pero en aquel instante aparece Eric junto a su mesa. Y el sol vuelve a salir de la nube.

—Ha sido sólo un poco de leche —dice Agneta riendo—. Pronto se secará al sol.

Eric ha traído un globo. Es grande y tiene pintado un enorme loro azul.

—Es para ti —dije a Josefina—; así no te perderemos entre la gente cuando venga el Rey.

Lo sujeta a un botón del chaleco de Josefina. Flota sobre su cabeza como una nube encantadora. ¡Si pudieran verla ahora los chicos de la aldea!

El Rey va a pronunciar un discurso en el Parque del Castillo. Todo el mundo se dirige hacia allá con flores y banderitas en las manos. Aquí y allá se bambolea un globo. Pero nadie tiene uno con un loro como el de Josefina.

Allá abajo, sobre el estanque de los patos, se escapa por el aire un globo rojo y un niño pequeño empieza a chillar con fuerza. Josefina le da una vuelta más al hilo del globo alrededor del botón.

Cada vez llega más gente. Se empujan unos a otros, ríen y hablan. Luego se hace el silencio.

Ya llega el Rey.

Pero antes viene una banda de música y se queda allí, tocando a pleno pulmón ante el Rey. Eric alza a Josefina y durante un breve momento ella distingue el sombrero del Rey, pero eso es todo. Seguramente debe de haberse quitado el sombrero porque después Josefina ya no ve más. Eric la baja. Todo el mundo aplaude y agita banderitas. Resuena la música. El Rey va a hablar, pero antes que él hablan bastantes hombres viejos como él.

Al cabo de un rato, Josefina advierte que Eric y Agneta ya no están a su lado. Los busca durante un rato, pero pronto se cansa. Allí hay demasiadas personas. Se dirige hacia el castillo mientras su globo oscila sobre su cabeza. Llega ante las grandes puertas y entra en el patio. No se ve un alma.

Ahora puede oír al Rey que está hablando allá abajo en el parque. Pero ni aun así consigue verle. ¡Qué divertido es andar sola por allí! ¡Y qué interesante! En este sitio ya no vive nadie. Está lleno de agujeros. Sólo una de las torres parece completa: allí sí que podría vivir ella. Mira en torno de sí.

Entonces distingue a dos muchachos que trepan por la muralla del castillo. Están terriblemente altos y la saludan con la mano.

—¿Quieres subir? —le grita uno de ellos—. Lo verás todo mejor desde aquí.

—¡Pero si es una cría! ¿No te das cuenta de que no se atrevería? —dice el otro.

Pero se atreve. ¡Ya verán!

Corre hacia el muro y comienza a trepar por las grandes piedras que sobresalen. El más amable de los chicos baja y le tiende una mano para ayudarla. Después de un momento difícil consigue ponerse en pie sobre el parapeto.

Por allá arriba corre un pequeño sendero, más bien estrecho, cubierto de hierba. Se siente un poco mareada. Cuando mira hacia abajo desde tan vertiginosa altura, experimenta una curiosa sensación en el estómago. Los chicos corren uno tras otro, persiguiéndose por el parapeto. No parecen asustados en manera alguna.

Pero se han olvidado completamente de ella y al instante desaparecen. ¡Allí se queda Josefina! Completamente sola en lo alto de la muralla y sin saber bajar. Creía que los chicos la ayudarían.

Puede oír los aplausos de allá abajo, en el parque. El Rey ha dejado de hablar. La música se reanuda. La gente se pone otra vez en marcha. Suben hacia el castillo, agitando sus banderitas. Josefina se sienta en la muralla y aguarda. ¿Qué es lo que puede hacer?

¡Si al menos pudiera distinguir a Eric y a Agneta entre tanta gente! ¡Eric podría ayudarla!

Pero ¿cómo va a saber que está sentada aquí? ¿Cómo podrá ella conseguir que mire hacia acá?

¡Sí, ahora lo sabe!

Rápida como el rayo, se quita los zapatos, suelta el globo del botón de su chaleco, ata los zapatos al hilo y corre por el parapeto hasta la puerta del patio. En el mismo momento en que el coche del Rey penetra en el patio, Josefina suelta el globo. Desciende lentamente hasta el suelo. Y cuando el Rey sale de su coche, aterrizan frente a él los dos zapatos rojos colgados del globo.

Un hombre se precipita para retirar el globo, pero el Rey llega primero. Sorprendido, se apodera del globo y observa los zapatos. Apresuradamente se reúnen en torno de él varios hombres que parecen altos funcionarios.

Ahora los alrededores del castillo son un hervidero de gente y de repente de allí brota un murmullo. Han visto a Josefina y la observan, aterrados.

Ahora también la ve el Rey. Josefina le hace una reverencia y agita su banderita. Después de todo, nadie los ha presentado. El Rey la saluda con la mano, y los hombres que le rodean parecen nerviosos y también enfadados.

—¡Quédate quieta en donde estás y nosotros te bajaremos! —grita el Rey.

Inmediatamente da órdenes a uno de los nerviosos caballeros, que, resoplando y jadeando, empieza a escalar la muralla. Tiene la cara enrojecida y parece asustado, aunque emplea una escalera de mano que alguien ha traído a toda prisa del castillo.

Se apodera de Josefina mientras masculla entre dientes: «¡Bribona!». Y luego, en silencio y furioso, desciende con ella sujeta bajo el brazo.

Todo sucede en un abrir y cerrar de ojos. De repente se halla frente al Rey, que le devuelve sus zapatos y su globo.

—Estos zapatos deben de ser tuyos —dice, sonriendo.

—Sí —murmura Josefina.

—¿Cómo te llamas? —pregunta el Rey.

—Josefina.

—Es un nombre muy bonito. ¿Y cuál es tu apellido?

—Joandersson.

—Josefina Joandersson —dice el Rey—, tienes un globo maravilloso. Me parece que es el globo más bonito que he visto en mi vida.

Entonces Josefina desata sus zapatos del hilo del globo y se lo entrega al Rey.

—Es suyo, majestad —dice con voz solemne—. Gracias por ayudarme.

Pero él no quiere que se quede sin el globo.

—¡Oh, sí! —dice Josefina.

Parece complacido y le da las gracias; luego prosigue su visita a las ruinas, llevando consigo su globo y seguido por todos aquellos nerviosos caballeros.

Josefina cruza corriendo la puerta del patio. Al cabo de un rato se encuentra con Eric y Agneta.

—Qué suerte que te encontráramos —dice Agneta—. Estábamos empezando a preocuparnos. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Josefina replica evasivamente. Pero cuando Eric las lleva a casa en su coche, pregunta de repente:

—¿Qué has hecho con tu globo, Josefina?

—Se lo di al Rey —replica la niña.

—¡Qué embustera! —comenta riendo Agneta.

Y así concluye todo el asunto.

Pero cuando mamá abre el periódico al día siguiente, lanza un grito de sorpresa. Todo el mundo la rodea.

En la primera página hay una foto del Rey. Sujeta un globo grande en el que hay pintado un loro y enfrente se encuentra una niña que se parece sospechosamente a Josefina. Bajo la foto aparece escrito: «Josefina Joandersson ofrece un globo a Su Majestad».

A todo el mundo le parece completamente extraordinario ese asunto. Mandy junta sus manos y dice una y otra vez:

—¡Jamás lo hubiera imaginado! ¡Josefina y el propio Rey!

Pero a Josefina no se le antoja tan extraño. Un día conoce a Dios Padre; ¿por qué no ha de conocer al Rey al día siguiente?

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