Josefina

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LA abuelita Lyra está cocinando cuando Josefina va a verla. Su cocina es cálida y tiene un aroma estupendo. Hay platos de buñuelos y bizcochos dispersos por toda la habitación.

La abuelita Lyra, con la cara enharinada, se mueve a toda velocidad de un lugar a otro. Normalmente pálida, parece fantasmal en la oscura y cálida cocina. Pero se alegra de ver a Josefina y sus ojos brillan como carbones encendidos cuando la niña le entrega las flores que ha recogido en el camino.

—Has tenido verdaderamente suerte, señorita, llegando justo cuando la abuelita Lyra está cocinando —dice—. Y además ayer fui a la ciudad. La abuelita siempre cumple su palabra. Sí, ya verás.

Como de costumbre, no deja de hablar mientras pone las flores en agua.

—Qué bonitas son…; gracias, pequeña. Tienes buen corazón.

Pero «bueno» es una palabra que Josefina ha oído demasiado. Le infunde miedo.

—¡No! —dice con énfasis—. ¡Soy mala!

Los ojos relucientes de la anciana brillan ahora con curiosidad.

—¿Qué te sucede? ¿Han vuelto a portarse mal contigo? Díselo todo a la abuelita Lyra.

Josefina no replica; se limita a tomar un bizcocho de la bandeja del horno para mostrar lo mala que es.

—Bien, lo entiendo —dice la abuelita Lyra—. No quieres decírmelo o quizá ni siquiera deseas pensar en ello. Enseguida prepararé una limonada y unos buñuelos recientes y entonces veremos lo que compré en la ciudad. ¡Algo muy especial!

Josefina irradia alegría. Imagina lo que va a ser. Pero aún se sentiría mucho más contenta si nunca hubiera sucedido todo ese asunto del nuevo jardinero. Va de un lugar a otro de la cocina mientras la abuelita Lyra prepara un poco de café y sirve los buñuelos.

—Bueno, no es fácil ser pequeña, no, no lo es —dice la abuelita Lyra mientras suspira y menea la cabeza—. Pobrecita mía, no te resulta fácil, lo sé. Pero ahora vamos a celebrar una pequeña fiestecita. En el cenador, como de costumbre, ¿eh?

Josefina piensa que la abuelita Lyra es probablemente la única persona que sabe quién es Anton Godmarsson. Le gustaría preguntárselo, pero no sabe cómo empezar. De súbito, la abuelita dice:

—Así que tenéis a ese Godmarsson en la vicaría.

Josefina le espeta a toda prisa:

—¿Verdad que no es un auténtico jardinero?

—No más que mis zapatos viejos —replica la abuelita Lyra.

Tras sacar la última bandeja del horno, cierra de un golpe la puerta de éste.

Pero Josefina considera que necesita una respuesta más concreta.

—¿Qué es, entonces? —pregunta.

La abuelita Lyra succiona su diente y dice:

—¿No puedes ver más allá de tus narices? ¡Jamás en mi vida habría imaginado que consiguiera meterse en la vicaría!

Eso es suficiente y más que suficiente. Josefina no necesita saber más. En cierto modo es un alivio que sus sospechas se hayan confirmado. Entrelaza sus manos y dice con resolución:

—¡Pues a mí no me engañará!

Entonces salen al jardín y se dirigen al pequeño cenador. Llevan el café, la limonada y todas las golosinas. Finalmente, la abuelita Lyra trae un gran paquete y lo coloca en el banco. Pero primero han de comer.

Como de costumbre, Josefina ataca y la abuelita Lyra, al tiempo que despacha su parte, dice lo que le apena que maten a la niña de hambre. Pero hoy a Josefina no le parece tan trágico su propio destino; sus pensamientos se concentran enteramente en lo que hay en el paquete.

Varias veces lo coge para abrirlo, pero en cada ocasión le parece que ha de esperar un minuto más, tomar un buñuelo más, otro bizcocho… Al fin ya no puede tragar ni una miga más. Recoge el paquete y se sienta, sosteniéndolo un rato en sus rodillas.

Los pájaros gorjean en el aire, los abejorros zumban en el cenador y la abuelita Lyra se succiona el diente.

Cuando la niña da la vuelta al paquete, del interior de éste sale un tenue «a… aaa». Lo vuelve otra vez: «a… a, aaa… aaa».

Entonces lo abre.

—Me costó treinta coronas y ochenta céntimos —dice la abuelita Lyra justo cuando aparece la cabeza de la muñeca entre papel de seda.

Josefina se queda pasmada.

La muñeca puede cerrar los ojos.

Tiene un agujero en la boca y puede comer.

Puede ir al lavabo.

Y puede andar. Cuando adelanta su pierna derecha mira hacia la derecha y cuando adelanta su pierna izquierda mira hacia la izquierda. Tiene el pelo rubio, casi blanco, peinado en largos tirabuzones, y su cara está pintada de brillantes colores.

—¿Verdad que es encantadora? —pregunta la abuelita Lyra.

Sí, es encantadora. Josefina le da las gracias a la abuelita Lyra. La muñeca avanza un paso y la mira.

—Creo que debería llamarse Ranúnculo —sugiere la abuelita Lyra.

—Sí —murmura Josefina.

Luego, Josefina le da un poco de limonada. Inmediatamente aparecen mojadas las braguitas de Ranúnculo. Pero el pedacito de bizcocho que también le ha dado se queda dentro. Josefina la atraca de comida.

Precisamente entonces llega a casa Justus. Su hermana, la abuelita Lyra, le sirve la cena en la cocina. Josefina se queda en el jardín en compañía de Ranúnculo.

Se sienta en la hierba e, inmóvil, la observa. ¡Qué vestido! Gasa con volantes, encajes, cintas doradas y lazos de color rosa.

Ranúnculo es la muñeca más perfecta que ha visto en su vida. Puede hacerlo todo.

Y Josefina es la niña más ingrata que hay. Porque no le gusta Ranúnculo.

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