Josefina

Josefina


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—PERO ¿qué es lo que le ocurre a Josefina?

—¡No es ella misma!

—¿No estará enferma?

Tan pronto como se menciona a Josefina, todo el mundo empieza a hacer preguntas. Todo el mundo está preocupado por ella. Pero Mandy cree conocer la causa del problema. Segura de lo que dice, afirma:

—La culpa de todo la tienen sus visitas a esa arpía del bosque, indudablemente. ¡Sabe Dios las ideas que le habrá metido en la cabeza!

—Pero, Mandy… —dice mamá.

Y Mandy frunce los labios y adopta el aire de quien sabe lo que está diciendo. Insiste en llamar a la abuelita Lyra «la arpía del bosque».

—¿Qué? ¿Otra vez en busca de la vieja arpía? —pregunta a Josefina cuando ésta se marcha.

Josefina no se enfada con Mandy porque desde que tiene a Ranúnculo sabe —aunque no pueda explicarlo— que es posible que te desagrade algo que es completamente perfecto. A su manera, la abuelita Lyra es perfecta, pero a Mandy no le agrada. Y eso es todo. Josefina comprende a Mandy. Experimenta incluso una especie de secreta satisfacción entre los exabruptos de Mandy. Asegura a Mandy que la abuelita Lyra es la persona más amable del mundo, pero no se ofende cuando Mandy refunfuña y le lleva la contraria. Mandy tiene perfecto derecho a pensar lo que quiera.

Aun así, Mandy no ha llegado al fondo del misterio. Si hubiera sido así no se sentaría con Anton Godmarsson en la cocina todos los días ni le dejaría que llamara a Josefina «angelito».

Eso trastorna a Josefina más que cualquier otra cosa. No tiene a nadie a quien pueda confiar su terrible secreto. Nadie comprende quién es realmente Anton Godmarsson. Claro que no lo comprenden. Él no se comporta con Josefina igual que con los demás.

Por tanto resulta inútil hablar con nadie. Josefina debe luchar ella sola, como le sucedió en el arroyo. Nada parece tener éxito. Han transcurrido ya cuatro días y ella lo ha intentado todo. Y allí sigue.

Ha dejado de rezar sus oraciones por la noche.

No participa en la acción de gracias en la mesa.

Se come la fruta del cerezo prohibido.

¡No hace nada que esté bien!

Le ha llenado su sombrero con pelusa de dientes de león.

Ha metido cardos en sus botas.

¡Y Anton Godmarsson se ríe!

Josefina está absolutamente agotada. No hay nada tan cansado como ser mala todo el tiempo. Hasta las cerezas prohibidas han dejado de saberle bien; simplemente le dan náuseas.

No es extraño que corra a ver a la abuelita Lyra siempre que puede. En casa de la abuelita se halla a salvo de Anton Godmarsson porque él nunca aparece por allí.

Y en casa de la abuelita Lyra siempre le están aguardando bizcochos, buñuelos y dulces. Y Ranúnculo. Josefina se harta de golosinas con las que también alimenta a Ranúnculo. Y, sin embargo, ni siquiera allí se siente feliz.

Lo peor de todo es que ha sido mala con Ranúnculo, que es la muñeca más perfecta que haya existido nunca. Peor aún, tampoco es cariñosa con la abuelita Lyra, que es la abuela más perfecta del mundo.

¿Qué le ha sucedido?

Es difícil portarse mal con Anton Godmarsson. Pero portarse mal con la abuelita Lyra es tan fácil como tropezar y caerse. ¡Qué extraño resulta todo!

Cuando la abuelita Lyra le da caramelos de frambuesa, tuerce el gesto y dice que hubiera preferido que fuesen variados. Luego, con una expresión de disgusto en la cara, se zampa toda la bolsa. ¡Así de mala se ha vuelto!

La abuelita Lyra hace prendas de punto para Ranúnculo. Josefina acucia y le ordena que haga más y más prendas; pero cuando ya están terminadas, no les presta ninguna atención. Sí, ¡así de mala se ha vuelto!

La abuelita Lyra sigue sentando a Josefina en sus rodillas y apenándose por ella. Eso le pone a Josefina del peor humor posible. Imagina nuevas cosas de qué lamentarse, cosas que quizá podrían ser ciertas, pero que no lo son.

No, Josefina ya no es la que era.

El sol brilla de la mañana a la tarde, día tras día. Cada tarde, Anton Godmarsson mira al cielo y dice:

—Tampoco lloverá mañana…

Y al día siguiente el sol sigue brillando.

La hierba pierde su verdor, las flores se marchitan…

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