Josefina

Josefina


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AQUELLA noche, Josefina tiene una pesadilla.

Sueña que es un animal muy pequeño, no mayor que un ratón de campo. Tal vez se trate realmente de un ratón de campo, no está segura. Tiene la piel suave, como el plumón de los ángeles, dice papá-padre.

Alguien la ha encerrado en una vieja caja de zapatos y ella da vueltas, completamente satisfecha de su existencia. Aquí no puede sobrevenirle ningún mal. Se siente completamente segura hasta que oye una voz desconocida quejándose de que a Josefina no le dan comida.

Están matándola de hambre, dice la voz.

¿De verdad? Josefina no lo sabía; pero ahora, de repente, advierte que se siente hambrienta. Le duele la tripa y está tan débil que tiene que echarse. Entonces viene alguien —¡Caramba, pero si es Ranúnculo!— con una bolsa de caramelos variados y los vierte todos en la caja de zapatos. ¡Qué grande se ha puesto Ranúnculo! ¡Con qué gran rapidez ha crecido!

Los caramelos ruedan por toda la caja de cartón difundiendo un aroma encantador. Son más grandes que la pequeña criatura en la que se ha convertido Josefina. Pero eso no importa: puede tragárselos casi enteros. Se los zampa uno tras otro hasta que desaparecen todos. Sin embargo, no se siente muy llena; sólo nota que tiene mucha sed. Pero sabe que no es bueno pensar en el agua, porque ya ha dejado de llover.

Entonces oye de nuevo la voz desconocida. Dice que nadie puede comer caramelos variados mucho más grandes que ella sin reventar.

—Pobrecita mía, va a reventar —dice la voz.

—¡Oh, querida! —dice Ranúnculo, que se inclina sobre la caja de cartón tan alta como un gigante y observando a Josefina con sus párpados medio cerrados.

Casi con el juicio perdido por el terror, Josefina comienza a dar vueltas y más vueltas para digerir los caramelos tan rápidamente como pueda. Si pudiera salir de la caja conseguiría más espacio para correr. Luego, quizá podría escapar. Trepa y cae mientras Ranúnculo se inclina cada vez más sobre la caja, observándola con la boca abierta y los ojos fijos.

Por fin consigue llegar al borde.

Pero allí queda atrapada en una enmarañada red gris. La red se cimbrea y se mece. Entre la maraña viene a toda prisa hacia ella una enorme araña amarilla, mucho más grande que Josefina. Tiene la cara enharinada y le relucen los ojos como carbones encendidos. La tela de araña tiembla cuando ésta se aproxima, y, en su terror, Josefina se enreda cada vez más.

Quiere chillar, pero no puede.

Entonces se despierta.

Está empapada de sudor y enredada en la sábana. Una luna pálida y dorada brilla en la ventana. La mira. ¿Tiene también la cara enharinada? Hace un momento sudaba, ahora tirita…

AL DÍA SIGUIENTE, Josefina está enferma. Tiene fiebre y delira. Transcurren varios días antes de que le baje la temperatura. Mamá permanece a su lado casi todo el tiempo, le cambia el camisón y le aplica compresas frías en la frente, le levanta la cabeza de la almohada y le da algo de beber. Sabe maravillosamente.

Cuando la fiebre desaparece por fin, se siente muy débil. Permanece tranquilamente en la cama, observándolo todo con los ojos bien abiertos.

—¿Te sientes mejor hoy? —pregunta mamá, acercándose con un vaso de zumo de naranja y un plátano—. El médico dice que pronto te pondrás bien si comes un poco.

Pero eso es lo difícil. Mandy le ha preparado su plato favorito, albóndigas de pescado y patata, pero no puede tragarlas. Le prepara una maravillosa lombarda rellena que figura en segundo lugar en el orden de preferencias de Josefina, pero ni siquiera puede pasar un bocado.

El médico le receta una medicina para que recobre el apetito, pero de nada le sirve. Entonces, el doctor menea la cabeza y dice que no lo entiende, porque ahora no encuentra en la niña nada que vaya mal.

—¿Por qué no quieres comer, pequeña? —le pregunta.

Ella se limita a menear la cabeza y responde:

—No lo sé.

En la mesilla de noche tiene un montón de regalos maravillosos. Un libro muy bonito de fotos que le ha regalado papá-padre. Un cuaderno de dibujo y lápices de mamá. Un osito de Agneta. Un enorme cerdo rosado de Eric. Y muñecas recortables con muchísimos vestidos de Mandy.

Josefina recibe incluso unas tijeras para que empiece a recortar. Pero no tiene ganas de jugar. Se sienta malhumorada y pasa las páginas del libro de fotos o sujeta sobre sus rodillas el cuaderno y los lápices, sin dibujar nada.

Hay un regalo más en la mesilla de noche. Todavía no lo ha abierto, pero no deja de pensar todo el tiempo en él. No sabe si se atreverá a abrirlo. Es de Anton Godmarsson.

—¿No quieres ver lo que te ha regalado Anton? —pregunta Mandy.

—Después —dice Josefina.

—Creo que deberías abrirlo. Anton no deja de preocuparse y de preguntar cómo estás.

—¿Ha llovido mientras he estado enferma, Mandy? —pregunta Josefina.

—¡Oh, no, querida! Está todo seco y se ha echado a perder. Pero tú no tienes por qué preocuparte por eso. Ya verás cómo todo se arregla al final.

Josefina suspira. Mandy, sencillamente, no sabe lo que dice.

Cuando Josefina se queda sola, permanece durante un rato todo lo quieta que puede. Luego, decidiéndose, toma el regalo de Anton Godmarsson. Está envuelto en un grueso papel de color pardo. Lo abre con manos temblorosas.

Es un juego de marcadores de libros. Josefina los observa horrorizada. ¡Todos los marcadores de libros son ángeles, muchísimos ángeles, gordos, volando, o de pie o sentados en nubes algodonosas!

Cuando papá-padre entra en la habitación al cabo de un rato, se topa con una escena mitad cómica, mitad triste. Josefina se ha quedado dormida. Aún tiene en la mano unas tijeras y alrededor de ella están los ángeles descabezados. Ha cortado la cabeza de todos los ángeles.

El suelo está cubierto de rizadas cabezas de angelitos.

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