Josefina

Josefina


2

Página 4 de 20

2

—TÚ sólo te preocupas de ti. Jamás piensas en los demás —dice Agneta sollozando, mientras echa a Josefina de la habitación—. ¡No quiero verte! ¡Eres despreciable! ¡Vete!

La puerta se cierra de un golpe, y en la habitación se queda Agneta hecha un mar de lágrimas.

Profundamente ofendida, Josefina baja las escaleras.

Las personas mayores son tontas. Y Agneta es la más tonta de todas. Antes, en realidad no hace mucho, Agneta era simpática y amable. Siempre tenía tiempo para Josefina. Pero todo cambió cuando conoció a Eric, con quien va a casarse. Ese tipo lo echó todo a perder.

Agneta no habría armado semejante escándalo por una cosa tan nimia. Sencillamente, se habría echado a reír. ¿Por qué llora tanto cuando Josefina se ha limitado a recortar unas cuantas mariposas de su velo de novia? ¿Cómo iba ella a saber que todos aquellos trozos de tela que ocupaban la habitación de Agneta eran un velo de novia?

Mamá, Agneta y la señorita Blom, la costurera, se pasaron todo el día recortando y tijereteando. ¡Y menudos trozos que cortaron! Y lo único que ella hizo fue recortar siete pedacitos. Cualquiera sabe lo poco que se necesita para hacer una mariposa pequeña. O incluso para siete.

Y, sin embargo, Agneta se ha enfadado por tan poco. ¿Por qué, si apenas se ven los siete agujeritos en un velo tan grande? Jamás hubiera sospechado que Agneta fuese tan tacaña.

¡Y, además…, decir que Josefina sólo se preocupa de ella!

Eso es realmente injusto. ¡Josefina, que había pensado en regalar a cada uno de la casa una mariposa! Incluso a Eric, aunque en realidad no le agrade. Por eso cortó siete trocitos. Uno de reserva, por si se equivocaba. No es nada fácil, creedme, coser siete mariposas.

Pero ya no se las piensa dar a nadie. Se va a olvidar de ellos, de toda la caterva.

Las personas mayores son infantiles y despreciables. Todas se ponen del lado de Agneta. Ahora están sentadas allí con ella, consolándola, mimándola como si fuera un bebé. Mamá y Mandy y la señorita Blom. Pero Agneta sigue lloriqueando. Para que sientan pena por ella, claro.

Nadie se preocupa de Josefina. Olvidada, expulsada, así es. Y todo por siete maripositas de nada. ¡Nadie siente pena de ella, sencillamente porque no se da tanta prisa en empezar a lloriquear como «otras»!

Bien, no tendrán que volverla a ver. Ya les pesará. Va a desaparecer. Sí, desaparecer…

ES UNA MAÑANA TRANQUILA, una encantadora mañana de mayo. La primavera bulle en todas partes.

El aire rebosa de sonidos. El zumbido de los abejorros y el gorjeo de los pájaros. El ruido sordo que hacen las alfombras al sacudirlas. Allá en la aldea la gente ríe y se gritan unos a otros. Un chico silba, una chica canta, el carro del lechero chirría mientras se entrechocan las botellas vacías.

Todo el mundo parece feliz. Por eso, a Josefina le resulta aún más difícil soportar su pena.

Va andando sola por la polvorienta carretera comarcal. Se marcha de la vicaría para siempre.

En la mano lleva una bolsa con tres cepillos: uno para los dientes, otro para el pelo y otro para los zapatos. Así cuidará de su aseo. Después de todo, tiene que seguir limpia y arreglada, aunque se fugue. Los zapatos se ensucian de polvo al andar constantemente. Y tiene el pelo muy fino. Mamá dice que hay que cepillarlo por la mañana y por la noche. Pelusa de ángel, dice papá-padre. Ante este pensamiento, sorbe violentamente: ya no volverá a ver más pelusa de ángel.

En la bolsa lleva también un par de tostadas, medio tubo de caviar del que se compra en la tienda de ultramarinos, tres patatas cocidas y un trozo de bizcocho frío.

También va con ella un mono muy andrajoso y de lamentable aspecto. Josefina le ha consentido que la acompañe porque es tan desgraciado como ella. En un día terrible como éste estaría fuera de lugar un osito feliz y con todo su relleno.

Josefina deja atrás la escuela a la que hubiera empezado a ir este otoño. Ahora ya no puede. Se detiene un instante ante su puerta y la mira.

—Adiós, escuela —balbucea con voz melancólica—. Adiós, maestra, y adiós a todos los chicos. Después de todo no vendré este otoño, porque tengo que empezar a trabajar como hacían los niños pobres en otros tiempos. Ya nadie se preocupa de mí…

Asiente entristecida y prosigue, cruzando la aldea, camino adelante.

Se cruza con mucha gente a la que no conoce y con otros que la saludan. Pero ella se limita a mirarlos con rostro serio. Un rostro que pretende decir: «Aquí estoy yo, completamente sola, una niña infortunada que ha sido arrojada de su casa por unos padres insensibles y por unos hermanos y unas hermanas malvados».

Pero nadie lo advierte; todos caminan con prisa.

Hay niños que cruzan corriendo o que miran pasmados la orilla de la carretera. Algunos, advierte con disgusto, están tomando helados. Pero, con helado o sin helado, no le prestan atención alguna.

Se detiene en una encrucijada. No lejos de allí, sobre una pequeña loma, dos niños gordos y bien alimentados beben limonada. Están rodeados de grandes bocadillos y buñuelos y barras de chocolate.

Josefina se desliza hada la cuneta y abre su bolsa. Con mirada turbia examina lo que lleva.

«Una pobre niña, eso es lo que soy» —algo murmura dentro de ella mientras estoicamente contempla el batiburrillo de su bolsa.

Aprieta el tubo y pone caviar en el trozo de bizcocho. Luego, casi se atraganta. El bizcocho acaba en la cuneta. Ya sólo le quedan, pues, las patatas, las tostadas y lo poco que queda en el tubo de caviar…

Luego tendrá hambre.

Tras el hambre, supone, llega la noche, oscura y negra y fría. Seguirá caminando, pálida y temblorosa, con frío y con hambre.

Tal vez no consiga ningún trabajo, porque sabe lo delgada y frágil que parece.

Y después…, después morirá.

¡Les estará bien empleado a los de casa! Entonces se arrepentirán de lo que hicieron. Tras una experiencia como ésa tendrán que dejar de tratarla tan implacablemente.

Consolada en cierto modo por este último pensamiento, Josefina cierra la bolsa con su patético contenido y empieza a salir de la cuneta. Pero la hierba es resbaladiza y se cae.

Reanuda su marcha con barro goteándole las rodillas y las risas tontas de los niños gordos de la loma. Lo último que oye es un sonoro crujido de papel de plata. Ésa es la gota que hace rebosar el vaso. Ya es demasiado. Todo tiene un límite.

Pero ¡al parecer, no los desastres!

Al momento yace de bruces en la carretera, enfrente de una bicicleta.

Una anciana baja de la bicicleta entre sonoras lamentaciones.

—¡Oh, mi pobre niña, qué cosa tan horrible! ¡Oh, querida; oh, querida! ¿Te encuentras bien? ¿No has visto la bicicleta? Qué cosas tan terribles pueden ocurrir en un momento…

Josefina mira bizqueando a la vieja, cuyos azules ojos la observan desde una cara llena de arrugas.

Podría ser fácilmente una bruja. En realidad es lo más probable. Pero ¿a quién le importa? Un desastre más o menos ya no tiene importancia después de todo lo que ha pasado.

En cualquier caso, les estaría bien empleado a los de casa que se la llevara una bruja.

Por eso, Josefina, sin decir una palabra, sigue a la anciana tal como ella le sugiere. La vieja, según dice, vive cerca.

Abandonan la carretera, cruzan un prado y toman un tortuoso y oscuro sendero; primero la anciana y detrás Josefina.

La vieja empuja la bicicleta, que lleva detrás una caja grande y una ancha cesta colgada del manillar. Hay algo misterioso en esa caja y en la cesta.

La caja está llena de agujeritos de los que brotan horribles chillidos. Algo rasca en el interior de la cesta.

La vieja no para de hablar. La niña cree que trata de ahogar así los sonidos que proceden de la caja y de la cesta.

Pero las palabras de la anciana son oportunas. Parece saber qué es lo que más desea oír Josefina en ese momento: que la compadezcan.

—¡Pobrecita, pobrecita, una niña como tú! ¡Completamente sola y tan pequeña! Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo pueden haberte dejado sola, pobrecita, tan pequeña?

Josefina no dice una palabra. Pero conserva bien abiertos los oídos. Las palabras de la vieja son como suave algodón para su cabeza. ¡Por fin! ¡Alguien siente pena por ella! ¿Qué importancia tiene que la vieja sea una bruja? Se muestra más juiciosa que las madres y los padres de algunos niños, piensa Josefina con amarga satisfacción.

Tras haber recorrido un largo trecho, se abre un claro en el bosque. Bordean un verde campo y llegan a una casita que se alza al otro lado. Aquí debe de ser donde vive la anciana.

Ir a la siguiente página

Report Page