Josefina

Josefina


3

Página 5 de 20

3

LA vieja apoya la bicicleta contra la casa, retira la caja y la cesta y las coloca en el suelo.

Con los brazos cruzados observa a Josefina de arriba abajo. La niña le devuelve la mirada.

En este momento se halla convencida de que está mirando a una bruja. La arrugada vieja es delgada y huesuda. Bajo el vestido se le notan los codos secos y puntiagudos; como el mentón. Tiene la nariz encorvada y los ojos como puñales. Pero su voz es melosa.

—¿Por qué no dices algo, pequeña mía? ¿Cómo te llamas, si es que tienes un nombre?

Josefina no está asustada. Pero titubea antes de responder. ¿Acaso no ha oído que es peligroso decir el nombre a una bruja? Eso es todo lo que necesitan las brujas para hacerte daño. Pero ¿qué le importa? Ya todo le da igual. En cualquier caso, está ahora en manos de la bruja.

—Josefina Joandersson —dice osadamente.

—Qué curioso —comenta la anciana; se lleva el meñique a la boca y se chupa un diente hueco sin dejar de observar a Josefina—. Qué curioso —repite—. Hubiera jurado que tú eras de la vicaría. ¿No eres tú la hija pequeña del vicario?

—Sí —responde Josefina—. Lo soy.

Nada iba a ganar con negarlo.

De la estrecha garganta de la vieja brota una chirriante risa. Se le alzan los hombros. Josefina, fascinada por lo que ve, se limita a observarla. Jamás había visto reír así a nadie.

—Ji, ji, ji… Conque ¿burlándote de una anciana? Pero ¡nadie se burla tan fácilmente de la abuelita Lyra! Sí, sí, ése es mi nombre, abuelita Lyra; y ese anciano que hay allí, cavando en el campo, es mi hermano y se llama Justus —añade a modo de explicación.

Josefina sigue con la vista la dirección que indica el largo y delgado dedo. Ve allá en el campo a un viejo, pero no dice nada. La anciana prosigue:

—Bueno ¿y qué les parece en la vicaría eso de que vagabundees así por la carretera?

—Nada —responde, retadora, Josefina—. Me han echado. No quieren volver a verme.

—¡Oh, querida, querida! —suspira la anciana—. ¡Jamás lo hubiera imaginado!

—Pues sí, lo han hecho —afirma Josefina.

Entonces, la vieja se sienta en los escalones de la cocina y tira de Josefina para que se siente junto a ella. Del bolsillo del vestido saca una bolsa de dulces y le da un puñado a Josefina.

—Siéntate aquí, junto a la abuelita Lyra —le dice—, y cuéntamelo todo. ¡No ha estado bien lo que te han hecho!

Otra vez vuelve a succionar por el diente hueco. Parece ser un hábito en ella y la hace aún más fascinante ante los ojos de Josefina. Puede advertir que el diente hueco es un poco más grande que los demás. No conoce a nadie que tenga un diente como ése.

Josefina se llena la boca de dulces y le cuenta su triste aventura.

No, ya no la quieren. En realidad, probablemente jamás la han querido. Ahora lo comprende.

Se le suelta la lengua. La anciana le formula cautelosas preguntas, hace crujir su bolsa y le entrega más dulces. ¡Sí, claro! Obviamente, han pegado a esta niña. Y le han tirado del pelo. Pero eso le queda tan poco. ¡Y qué fino es!

La anciana se detiene a observarla un rato.

—¡Oh, querida…! —suspira una vez y otra.

Josefina se llena de nuevo la boca, mastica y sigue contando sus historias. Sí, ahora tiene que salir al mundo y encontrar trabajo; como solían hacer los niños en otros tiempos. ¿Cómo conseguir de otra manera algo que comer?

Todo lo que tiene es su bolsita. La abre, mostrando su mezquino contenido. No se atrevió a llevarse más: la habrían zurrado.

—Pero ¿cómo pueden ser tan crueles con una niña tan pequeña? —dice la anciana.

—¡Oh, sí, claro que pueden! —afirma Josefina—. Incluso más crueles.

Y no sabe qué más decir para ganarse los dulces. Le quedan todavía muchos a la vieja. Cuanto más habla, más dulces obtiene Josefina. Y cuantos más dulces logra, más historias puede inventar.

La bruja se halla obviamente interesada en su aciago destino. La escucha atentamente. Y eso es algo que apenas hacen en casa; o, si la escuchan, dicen que está mintiendo.

—Son malvados —dice Josefina, estimulada por otro puñado de dulces—. Yo jamás tengo nada bueno para comer ni me dan juguetes. Este monito es el único juguete que tengo, y todos mis hermanos y hermanas tuvieron juguetes cuando eran pequeños. ¡Fíjese qué andrajoso está!

La anciana se chupa el diente. Se agita inquieta.

—Bueno, ya veremos —dice—. Son demasiado viejos para tener niños pequeños. Eso es algo que yo siempre he dicho. Y tu padre, con sus pensamientos siempre flotando en los cielos…

A Josefina no le gusta que la vieja hable así de papá-padre. Después de todo, él nada tiene que ver con esto. Ni tampoco mamá. La estúpida es Agneta, aunque normalmente no sea así. ¡En realidad, toda la culpa es de Eric!

Josefina está a punto de explicarlo cuando las interrumpen. Sin que ninguna se haya dado cuenta, el hermano de la anciana aparece repentinamente junto a ellas. Es alto y moreno y arroja una enorme sombra sobre Josefina.

—Parece que va a llover —dice, escrutando el cielo—. Es justamente lo que necesitamos tras esta seca primavera que estamos teniendo.

La vieja se levanta. Mira hacia el cielo.

—Habrá tormenta. La he estado sintiendo en mi cabeza toda la mañana. Caerá un aguacero.

—¿Trajiste la caja de la aldea? —pregunta el viejo.

Toma un pellizco de rapé, pero no mira a Josefina.

—Sí —dice la anciana, y se acerca a la caja de los agujeritos—. Aquí están. Esta niña ha hecho que me olvidara de todo. Es la hija pequeña del vicario. Son tan duros con ella en su casa que resulta verdaderamente repugnante.

Pero el viejo no presta atención a Josefina.

—Tráeme las tenazas para que pueda abrir la caja —dice, aspirando un pardo chorro de rapé.

La anciana va a buscar las tenazas. En cuanto salta la tapa, aparecen unos polluelos cubiertos de plumón que corren piando unos tras otros.

—Parecen buenos y están gordos —dice el viejo tomando otro pellizco—. Y todavía engordarán más.

Luego coge la caja para llevársela, pero la anciana le detiene. Alza la cesta que tenía a su lado.

—Milly quería saber si puedes encargarte de éstos. Eran ya demasiado grandes cuando los encontró y no pudo hacerlo ella.

El viejo vuelve a tomar rapé.

—¿No podía encontrar a alguien más cerca para librarse de un par de malditos gatos?

—Chist, chist —dice la vieja, acallándole, mientras arroja una mirada insegura hacia Josefina.

—¡Una tonta, eso es lo que es! Bueno, supongo que tendré que ocuparme de ellos.

Se marcha con su caja, murmurando y mascullando.

—¡Mujeres! ¡Hay que ver el ruido que arman por nada!

Josefina clava los ojos en la anciana.

—¿Hay gatitos en esa cesta?

—N… no —responde la abuelita Lyra.

Pero desvía la mirada. Extiende la mano para ver si está lloviendo.

—Palabra —dice, sólo para distraerla con la conversación—, tiene razón después de todo. Sería una bendición si lloviera después de toda esta sequía. Entremos aprisa…

Se apodera de la cesta y la mete todo lo que puede bajo los escalones de la puerta. De debajo de la tapa sale un crujido y algunos quejidos.

Empuja a Josefina para que pase antes que ella a la cocina. La niña entra sin decir nada. Pero sus pensamientos giran y giran en su cabeza. ¡Cuánta maldad hay en el mundo! ¿Qué cosa tan terrible va a sucederles a esas pobres criaturas que rascan dentro de la cesta? «Encárgate de ellos». ¿Significa eso matarlos? Le parece que está en lo cierto. Lanza una mirada subrepticia a la vieja.

—Ahora tomaremos café y buñuelos recién hechos. Y tengo también algunos bollos, así que será una verdadera fiesta —dice, afanándose mientras se mueve por la cocina—. Si hubiera sabido que íbamos a tener semejante visita, habría preparado un pastel, pero ya te lo haré en otra ocasión.

Ahora cae el agua con fuerza. La lluvia golpea los cristales. Josefina cavila. La vieja parlotea.

—Cuando se porten mal contigo en tu casa, volverás a ver a la abuelita Lyra, ¿verdad? Siempre serás bienvenida; de eso puedes estar segura.

Josefina piensa. Ahora ya ha decidido lo que va a hacer. Con tal de que pueda conseguir que la vieja salga de la cocina.

La vieja coloca sobre la mesa platos y tazas: para ella, para Josefina y para su hermano Justus. El café hierve a fuego lento en el fogón, despidiendo un acre vaho. Esto le da una idea a Josefina.

—No me dejan tomar café —dice tranquilamente.

—Eso es una tontería —dice la anciana—. Pero no es culpa tuya. Lo que quieren es ahorrarse unos granos de café; ya sé, ya sé.

Se acerca a la ventana, se lleva el dedo a la boca, succiona su diente. Se queda allí un rato, observando caer la lluvia.

—Pronto dejará de llover. Tengo limonada y leche en la cueva que hay bajo la loma. Sí hubiera pensado en ello, le habría dicho a Justus que me las trajera. Bueno, supongo que tendré que ir yo.

Josefina siente que se le paraliza el corazón. Eso es precisamente lo que estaba esperando. Se coloca al lado de la vieja junto a la ventana. Ambas contemplan la lluvia.

—Ya se está pasando —dice ansiosamente Josefina—. ¡Mire, ya no llueve tanto!

—Ya veo —responde la anciana—. Siéntate ahí en el sofá, volveré en un periquete…

Se echa por la cabeza un negro impermeable y sale. Josefina la ve pasar junto a la ventana; el viento agita el impermeable. Luego desaparece tras una pequeña loma.

Veloz como el rayo, Josefina se lanza hacia los escalones de la entrada, se mete a gatas debajo, se apodera de la cesta y echa a correr en dirección opuesta.

El corazón la amenaza con salírsele del pecho. El agua le salpica las piernas. Cada vez llueve con más fuerza. Los truenos retumban.

Pero no es eso lo que asusta a Josefina en este momento. Aterrada, presa del pánico, mira hacia todas partes. ¿La seguirán? No, no ve rastro del viejo ni de la vieja por ninguna parte.

Deja el campo atrás y se interna en el bosque; pronto desaparece tras los árboles. Ahora nadie puede verla.

Se serena, refugiándose bajo un abeto rojo. Allí, en la gran paz del bosque, levanta la tapa de la cesta.

Dentro está la imagen más encantadora que haya contemplado nunca. Tres pares de ojos azules la observan con ansiedad. Tienden unas pequeñas y suaves zarpas, y tres rosadas y pequeñas gargantas gimen.

Tres gatitos tratan de salir de la cesta.

Con suavidad, Josefina los mete dentro de nuevo. Siente por todo su cuerpo un hormigueo de felicidad.

¡Ella los ha salvado! Ha salvado la vida de tres pequeños seres grises. Ahora son suyos.

Tiene que ir a casa y conseguir un poco de leche tan rápidamente como sea posible. De mala gana coloca de nuevo la tapa.

Ya no llueve. Sólo llega al suelo el goteo de los árboles. Pero los truenos parecen ahora más próximos.

¿Dónde está el sendero por el que vinieron la vieja y ella? Entre todos esos árboles es difícil hallarlo. Pero al final lo encuentra y se aleja por allí. El sendero es interminablemente largo, incluso más largo ahora que camina sola. Por fin llega a una carretera. Pero ¡no es la que ella buscaba! Debe de ser otra porque no la reconoce. Permanece de pie en la cuneta con su cesta.

De repente, se siente sin fuerzas. Los gatos gimen hambrientos. El cielo está gris y el agua corre a torrentes por las rodadas. También ella está mojada y siente frío.

Para remate, descubre que se ha dejado su bolsa en la casita de la vieja. Bueno, ya no puede hacer nada. Los gatitos son más importantes que todo lo demás.

Cruzan coches y la salpican de barro. ¡Si al menos supiera en qué dirección debe empezar a caminar!

Bien, no puede quedarse allí para siempre.

Justo en ese momento llega siseando bajo la lluvia un coche rojo. En medio de ese paisaje gris parece completamente alegre.

Se decide y empieza a andar en la misma dirección que el coche.

«Ése sabe adónde va», piensa.

Pero, antes de haber ido muy lejos, se detiene un coche junto a ella. No es rojo, sino gris como todo lo demás, ¡claro!

Y quien conduce el coche no es otro sino Eric, el que va a casarse con Agneta.

—Mi querida Josefina —dice—. ¡Qué aspecto tienes! ¿Qué diablos has estado haciendo?

Ir a la siguiente página

Report Page