Josefina

Josefina


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HOY hace un calor terrible. Mamá no tiene tiempo de llevar a Josefina a nadar al lago. Nadie tiene tiempo para ella.

Anton Godmarsson llegó esta mañana, mientras ella aún dormía. Luego desapareció para comprar algunas plantas. Por eso no le ha visto todavía, y pasará algún tiempo antes de que regrese, según dice Mandy.

¿Qué es lo que podría hacer hoy?

¿Ir quizás a la aldea y mascar chicle? ¡Así se enterarán los demás niños!

Primero tendrá que practicar el mascado ante el espejo. El chicle todavía está envuelto en un papel muy bonito. Es más bien duro y huele bien. Ahora desenvuelve un chicle, se lo mete en la boca y se dirige al espejo. Parece que la cosa va bien, aunque debe hacer movimientos más amplios con la mandíbula. ¡Así! Y chasquear un poco los labios como si lo hubiera hecho toda la vida.

¡No hay ninguna dificultad! Ahora su boca chasquea y chasquea al mascar. ¡Es una chica moderna, aunque los chicos de la aldea piensen lo contrario!

Con tal de no parecer tan… ¿Cuál es la palabra que siempre emplean para referirse a ella? Sí, anticuada, eso es lo que la llaman.

—Esa chica anticuada es mejor que se quede fuera —dicen siempre los chicos.

Josefina se contempla en el espejo. ¡Hum! Es verdad. Parece… anticuada. ¿Por qué? Porque en la vicaría todo es anticuado.

La abuelita Lyra tiene razón. En casa nunca compran nada nuevo. Si alguien necesita algo, se limitan a subir al desván y buscar por allí cualquier cosa que le sirva. Algo anticuado, naturalmente. Cualquiera puede advertir que el vestido que lleva Josefina no lo compraron para ella, sino que ya estaba usado.

Sí, sí, por supuesto que lo entiende. Las niñas con pelo corto y falda corta y de vuelo no juegan con alguien que va vestida como ella. Ella lleva el pelo largo y el vestido también. ¿Por qué no ha pensado antes en ello? ¡Ésa es la razón de que las niñas de la aldea no quieran saber nada de ella!

Pero… quizá lo arregle. Tal vez pueda ponerse un poco más elegante. Bueno, al menos, cabe intentarlo…

Josefina va silenciosamente a la habitación de su madre. Allí está la mesa de coser y en la mesa hay unas tijeras, unas tijeras grandes. Las coge.

Y también sin ruido abandona la habitación.

Primero debe quitarse el vestido. Así, acortarlo será la cosa más fácil del mundo. Corta una ancha tira alrededor. Ahora es tan corto como tiene que ser. Se pone el vestido otra vez. Bueno…, desde luego ya no parece anticuado.

Y el pelo… también es fácil de cortar. Sencillamente cae tan pronto como empieza a manejar las tijeras. Es divertido cortarse el pelo. Aunque resulta difícil, porque en el espejo no se puede ver la parte de atrás. Una o dos veces se tijeretea las orejas y el cuello de su vestido. El cuello acaba hecho jirones, pero las orejas siguen allí. Y eso es lo principal.

Ya está dispuesta.

Satisfecha consigo misma, Josefina se mira en el espejo. Podría haberse cortado todavía más pelo, pero ahora tiene prisa. En cualquier caso, está mejor que antes.

Sin embargo, su vestido y su pelo parecen un poco desarreglados… Pero ¿qué importa eso? Allí, en la aldea, cuanto más desarreglada va una niña, más segura de sí misma parece. Josefina se ha dado cuenta de eso. Y son las chicas desarregladas las que no quieren jugar con ella. ¡Ahora todo habrá cambiado!

Por lo general, los niños desarreglados parecen audaces y peligrosos. ¿Y Josefina? ¿Lo parece ahora? Sí, así lo cree…

Va corriendo hasta la aldea. Primero a la tienda, porque allí es donde se suelen reunir a jugar los chicos.

¡Qué calor hace hoy! Cuando llega, el vestido se le ha pegado al cuerpo. Y su garganta está tan seca que le abrasa.

Con la boca seca, el chicle se le pega. Masca y masca hasta que le duelen las mandíbulas, pero no es capaz de decir una palabra. Por suerte, no parece haber nadie por allí cerca. Porque ante la tienda, la calle no puede estar más vacía. A través de los cristales del escaparate, Josefina advierte que dentro tampoco hay nadie.

Una extraña quietud reina en toda la aldea. Todo el mundo ha ido a echarse la siesta porque hace mucho calor. Debajo de los toldos de los jardines particulares brota el tenue tintineo de vasos y tazas. Tras unos arbustos se oye el crujido de las hojas de un periódico, y de una hamaca llega un ronquido. Por lo demás, no se percibe ni un ruido.

Pero ¿qué pasa con los chicos? ¡Por lo general no desaparecen y se ocultan sólo porque haga calor! Josefina recorre a la carrera toda la aldea, sin aliento y decepcionada.

Por fin se encuentra con un anciano. Él la mira y se echa a reír.

—Si vas a coger el autobús de la playa, será mejor que te des prisa —dice.

—¿El autobús?

—Sí. ¿No lo sabes? Todos los niños del pueblo van hoy en autobús al lago. Van a aprender a nadar. El autobús sale de la escuela. No cuesta nada. Puedes alcanzarlo si corres.

Y allá va ella.

Mucho antes de llegar, distingue el autobús, un vehículo amarillo con alegres gallardetes en la parte delantera. Los niños corren alrededor, agitando toallas y trajes de baño de vivos colores. Bullen por todas partes madres con cestas de la merienda y bolsas playeras.

Josefina se aproxima cautelosamente.

Al principio, nadie repara en ella. Todo el mundo está demasiado interesado en el acontecimiento. Todos los niños se sientan en el autobús. Las madres se empujan unas a otras junto a la puerta mientras gritan:

—¡Recuérdalo! ¡No te vayas muy lejos!

—¡No estés demasiado tiempo en el agua!

—¡Recuerda que tienes que obedecer a la profesora!

Josefina se acerca aún más, mascando el chicle todo lo descaradamente que puede. Se apoya en un árbol y trata de adoptar un aire despreocupado.

Luego, de repente, se extingue el griterío del autobús, se paralizan todos los brazos y todas las manos que se despedían.

Ningún chico escucha las recomendaciones de su madre.

Los niños han advertido la presencia de Josefina. Todos los ojos se clavan en ella, y Josefina les devuelve la mirada. Pero la cosa no resulta.

Primero se oyen unas cuantas risitas. Luego se desencadena un gran alboroto.

—¡Mirad! Pero ¡fijaos en esa chica! ¡Está loca, debe de estar loca!

En aquel momento, el autobús se pone en marcha. Todos sus ocupantes chillan, aúllan y manotean hacia ella. Paralizada, Josefina permanece apoyada en el árbol. El chicle es como una piedra en su lengua. Un poco más abajo, en la garganta, se le ha hecho un nudo.

Echa a correr sin fijarse adonde se dirige.

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