John

John


Capítulo 4

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Capítulo 4

No sabía cómo ni por qué estaba allí. Había sido un impulso irrefrenable, una idea que le había azotado de pronto y por una vez no había querido obviar. Y allí estaba. Con el coche perfectamente estacionado, pero sin atreverse a salir de él. Hacía calor por lo que mantuvo el motor en marcha para poder dejar el aire acondicionado puesto, de no tenerlo lo más seguro es que se asfixiara. Lo sentía por el medio ambiente.

Lo observó de lejos, estaba trabajando en una cafetería. La verdad era que no le pegaba nada, no tenía ni idea de tratar con la gente, era malísimo cara al púbico, no entendía cómo había durado tanto en la tienda de informática cuando además, Max era un negado en todo lo electrónico. Lo miró con nostalgia contenida, sin poder evitar el suspiro que escapó de su garganta. Era extraño como en unos meses todo se había ido a la mierda. Recordó las anteriores vacaciones de verano, habían coincidido unos días y decidieron atrincherarse en el apartamento con unas cuantas botellas de alcohol, comida chatarra y muchos DVD. Ahora le parecía absurdo y aburrido, pero se lo habían pasado genial. Friki películas en sesión continua, bebiendo, comiendo y fumando. Hablando de chicas, y haciendo nuevos planes para otras posibles vacaciones, realizar un viaje, incluso bromearon con irse a vivir al extranjero. Estaban cumpliendo un sueño, vivir los tres juntos, lejos de todo, se habían reinventado a ellos mismos y todo iba bien. O eso pensaba en aquel entonces, pero estaba claro que algo fallaba en su relación, pues a la mínima de cambio todo se había desmoronado.

Quién le iba a decir que unos meses después de esas vacaciones Lena llamaría a su puerta para joderlo todo. Jamás hubiese creído que algo tan efímero como el paso de una chica por sus vidas, habría podido dar al traste con su amistad de tantísimos años. La culpaba a ella, era más fácil así, le resultaba mucho más sencillo enfrentarse a ello si pensaba de ese modo. Aunque, ¿a quién pretendía engañar? Sabía a la perfección que ellos habían sido los verdaderos villanos de la historia, y que, de un modo u otro, todos pagarían por lo que habían hecho, él ya lo estaba haciendo, estaba completamente solo.

Max salió de la cafetería con una bolsa de deporte colgada en un hombro, le vio caminar a paso decidido hacia alguien, enseguida reconoció a Jayden, un viejo amigo del instituto. Un musculitos vacilón que nunca le había caído del todo bien, aunque había intentado disimularlo, Heit no lo había logrado nunca. John sonrió, Heit era muy expresivo a pesar de llevar siempre cara de póker. Max y Jayden se saludaron efusivamente, y ambos emprendieron el mismo rumbo en dirección al parque.

Parecía que a Max le iba bien. Suspiró. Entonces, ¿por qué él era incapaz de avanzar? Era como si se hubiese quedado pegado en toda la trama que había envuelto los meses de relación con Lena. Como si algo dentro de él se hubiera quedado anclado en todo aquello y ahora, simplemente no podía seguir hacia delante. Se maldecía por ello, por no ser capaz de levantar la cabeza. Había intentado hacer como si nada hubiese pasado, no obstante estaba claro que todo se había derrumbado bajo sus pies. Había jugado, se había caído, intentaba levantarse, pero ya nunca volvería a ser el de antes. Sin embargo, Max parecía que había logrado volver al punto de partida, y no sabía si alegrarse por ello o maldecirlo por el mismo motivo.

Arrancó y se reincorporó al tráfico alejándose de ese condenado pueblo al que aborrecía desde siempre.

Llegó al apartamento con un coctel de sentimientos encontrados, estaba cansado y decidido a mandarlo todo a la mierda. Empezando por ese piso, que ya no sentía como suyo, que solo le traía recuerdos aciagos de esos que se atragantaban y no podía terminar nunca de tragar. No quería ni podía vivir así. Necesitaba un cambio de aires, puede que un año sabático en algún sitio paradisíaco, algún lugar del mundo en el cual se pudiera hinchar a follar y beber, porque estaba claro que seguir en ese apartamento era enfermizo, siempre se había creído el más listo de los tres y ahora resultaba que era el último en darse cuenta, que lo único que lograría ayudar a cicatrizar la herida era mudarse de allí.

Estaba decidido, iba a hablar con Carlos y a recoger sus cosas. Era una de esas decisiones poco meditadas pero que tomas consciente de que es en ese momento, lo mejor. Tiró las llaves en la mesita de la entrada, tropezó con al banco de detrás de la puerta y qué, curiosamente, desde que Max se había marchado, estaba siempre libre de ropa y trastos. Se pasó las manos por la cara y entró en la cocina, cogió un botellín de agua y se preguntó calladamente cuando había sido la última vez que había comido algo, llegando a la conclusión que no se acordaba. Salió como un torbellino de allí sin fijarse en nada ni en nadie hasta que sus ojos se posaron en: Ella.

—La hostia —soltó sin más.

—¡John! —exclamó Angélica cubriéndose el cuerpo con la toalla a toda prisa—. Pensaba que estaba sola.

—Acabo de llegar —comentó, señalando la puerta como un tonto, pues su sangre había abandonado el cerebro por un instante concentrándose toda en un mismo punto que empezó a endurecerse casi sin remedio.

Intentó apartar la mirada de su cuerpo, pero le estaba resultando bastante complicado teniendo en cuenta que la toalla cubría más bien poco, solo lo esencial, y eso propiciaba que su recién redescubierta imaginación sexual se activara alcanzando cotas máximas. Así que, llegados a ese punto, en que ya había quedado como un pervertido, clavó la mirada de manera más insistente en su cuerpo, y sin ser plenamente consciente de ello, no pudo evitar que una estúpida sonrisa aflorara a sus labios. Además, su plan a corto plazo era marcharse ¿no? Pues para que andarse con miramientos, ¡a la mierda los convencionalismos sociales! Si le apetecía mirarla, pues la miraba, ¿qué podía pasar?

—¿Eres de los que les gusta mirar? —rezongó ella acercándose un paso.

Esa reacción era cuanto menos extraña, estaba preparado para que se enfadara, o para que le entrara el pudor repentino, pero si de algo había dado sobradas muestras esa mujer era que era capaz de muchas cosas, hasta de ganarle por la mano a un juego en el que él se creía un maestro. Así que tomó aire, para recobrar el aplomo antes de volver a hablar y así poder hacerlo con naturalidad, como si fuese una situación totalmente normalizada.

—Mirar, tocar, chupar… No descarto posibilidades —soltó en un arranque de sinceridad sin precedentes.

—Bueno, hoy solo puedes mirar —declaró Angélica.

—¿Hoy? —inquirió entornando los ojos. La mención del «hoy» implicaba la posibilidad de un «mañana», y eso no sabía si le gustaba o le apabullaba.

Ella sonrió con maldad y de pronto la toalla cayó al suelo. John abrió mucho los ojos. Angélica era una mujer de medidas casi perfectas, de pronunciadas caderas, de pechos turgentes, vientre plano… No quiso ni parpadear, no quería perder detalle de ese cuerpo tan sumamente sugerente que tenía enfrente. Era explosiva. De un modo totalmente diferente a las chicas de su edad. Era como sí a todas ellas les faltara algo, eso que a Angélica le sobraba. Se sintió intimidado por tanta mujer, aunque a la vez sumamente excitado y tentado a caminar hacía ella, y dejar de mirar para empezar con otras cosas mucho más placenteras. Sacudió la cabeza y entonces sí cerró los ojos, eso no podía ser, y no porque Angélica no le atrajera, que sí lo hacía y mucho, sino porque Carlos podía matarle. Y no era una forma de hablar. Lo conocía poco, pero lo poco que habían hablado no le parecía un tipo que atendiera a razones.

—¿Qué mierda tiene este piso que os volvéis todas locas? —gruñó entre dientes, mientras se escabullía a su habitación.

Angélica le tomó del brazo justo cuando pasaba por su lado frenando su estrepitosa huida, tiró de él en su dirección y lo atrapó con un beso profundo y húmedo. John sintió esa nueva lengua profanando su boca, y por un segundo, solo por una milésima de segundo, estuvo tentado a rechazarla, sin embargo era un hombre, y de pronto ya no pensaba con la cabeza, sino que relegó la razón para simplemente no pensar y actuar. Fue a alzar la mano para atrapar uno de sus pezones que aún estaban expuestos a él, cuando Angélica le apartó de un manotazo.

—Hoy solo mirar —le recordó.

—¿Y el beso? —inquirió John confuso.

—No iba a dejar que huyeras, ¿qué pasa John? ¿Tanto miedo tienes? —le interrogó Angélica.

—Estoy acojonado —confirmó John, aunque no añadió que a lo que más temía no era a ella o a Carlos, era a él mismo y no saberse ni poderse controlar.

Angélica humedeció sus labios, otra parte de su cuerpo llevaba ya rato húmeda. Alargó la mano y alborotó su pelo de manera maternal.

—¿Te gusta jugar, eh? —repuso juguetona.

—Tengo la sensación de que últimamente no hago otra cosa —confesó John.

—Me tienes desconcertada…

—Desconcertado estoy yo —dijo John, obligándose a mirarla a los ojos—. ¿Qué pretendes, que Carlos me mate? ¿De eso va todo?

—Solo quiero poner un poco de emoción a nuestra relación… —musitó con voz encendida—. ¿Tú no?

—Joder, pues lo estás logrando —repuso volviendo a clavar la mirada en su perfecta anatomía—. ¿Nuestra relación? —inquirió, mientras se relamía mirándole los pechos y pensando en las cientos de miles de cosas que se podrían hacer con ellos. De pronto sintió que hacía muchísimo calor en ese piso.

—Me gusta vivir al límite —siseó ella clavando la mirada a esa zona de John, que bien seguro tardaría un rato en poder relajarse.

—Al límite me tienes a mi… —soltó John agarrando con la mano su abultada entrepierna, para que pudiese observar mejor cual era el resultado de sus insinuaciones.

En la puerta de entrada se escuchó el entrechocar metálico de unas llaves, Angélica recuperó al vuelo la toalla antes de encerrarse en la habitación, justo en el momento que Carlos abría y entraba como un vendaval, como casi siempre. John no pudo reaccionar así que cuando el hombre entró, lo descubrió allí, en medio del pasillo, acalorado y con la mirada perdida en algún punto inconcreto, parecía totalmente ido, aunque esa actitud en el chico no le sorprendió, la verdad era que a veces parecía estar más en otro planeta que allí, hasta se había planteado que pudiese tener algún problema.

—¡Buenas chico! —exclamó alzando un poco la voz para llamar su atención—. ¿Qué tal?

«Lento» se reprendió John cabreado consigo mismo, «soy muy lento» y entonces sí reaccionó, para encerrarse en su habitación malhumorado, aunque sin saber muy bien por qué o con quién exactamente.

—Joder, ¡yo también me alegro de verte! —gritó Carlos para hacerse escuchar a pesar de que John se había encerrado en la habitación—. Será gilipollas el niñato… —dijo entre dientes.

John se dejó caer pesadamente contra la madera de la puerta. Se recolocó la descomunal erección que amenazaba con reventar el botón del pantalón vaquero, y se apartó de ese lugar solo cuando escuchó la voz de Carlos, que cuchicheaba con Angélica en la otra habitación.

—¿Pero qué mierda…? —gruñó tirándose en la cama.

Estaba muy caliente, demasiado. Era el piso, tenía que ser eso, ese piso volvía a la gente loca, no podía ser de otro modo, y él había resistido por alguna extraña razón, pero de quedarse allí terminaría enloqueciendo y haciendo alguna estupidez como follarse a la novia de Carlos. Tenía que irse para evitar que eso ocurriera... Tenía que quedarse y follarla como un animal. Era un mar de contradicciones.

—¡Joder! —exclamó cubriéndose la cabeza con la almohada y dando un alarido—. Me están volviendo loco entre todos. Esto no me está pasando… no… —sacó la cabeza de debajo de la almohada—. Vaya mierda —se lamentó, volviendo a mirar hacia su entrepierna.

Lo que más le jodía era que no tenía a nadie con quien comentarlo.

Los días con Lena habían sido un cúmulo de sensaciones, no todas buenas, tampoco todas malas, no solo había habido sexo, aunque en esos momentos fuese lo que más recordaba. Pensar en Lena era pensar en su cuerpo desnudo, en cuando se hundía en su sexo de manera pausada sintiendo el calor que emanaba de su interior, la humedad de sus muslos, esas veces que la agarraba de las caderas y la follaba mirándola a los ojos. Le encantaba ver el brillo del placer reflejado en ellos. Besar sus labios, morder sus pechos, acariciar sus muslos, verla, olerla, sentirla… Esas mañanas, el olor a café, la sonrisa que ponía cuando él la besaba, la felicidad que procedía de todos los poros de su piel cuando cualquiera de los tres se acercaba a ella, o tenía un gesto amable, o cariñoso.

John giró sobre sí mismo para quedar tumbado sobre su espalda con la mirada perdida en el techo.

Durante esos meses no pensó en nadie que no fuese Lena. No sintió necesidad de mirar a otra o de hacérselo con nadie más. Solo era ella, sin embargo no la quería, era algo paradójico. Se alzó sobre el colchón, en la habitación de al lado empezaron a escucharse los inconfundibles sonidos de una pareja haciendo el amor. Supuso que sonaba igual que follar. Cogió el móvil y conectó los auriculares para escuchar música, aunque eso no le distrajo, y pronto se descubrió a sí mismo más pendiente de lo que sucedía en la habitación colindante que en la suya propia. Él la había calentado y Carlos se llevaba el premio ¿Era así como iba a funcionar eso? La verdad era qué, desde que se había marchado Lena, en esa habitación no había ocurrido nada que se tuviese que reseñar, pero empezaba a pensar que podía suceder y eso lo tenía, para ser sinceros, bastante acojonado.

Cuando despertó el móvil estaba sin batería. Se quitó los auriculares y se levantó de la cama cansado, era de madrugada y de nuevo se había vuelto a saltar la cena. Fue al baño para refrescarse un poco antes de ir a prepararse algo para comer, aunque solo fuese un tazón de cereales, no obstante antes de poder alcanzar la cocina Angélica lo interceptó, lo hizo sin que él pudiese reaccionar en modo alguno.

Se plantó frente a él, observándole como un depredador mira a un indefenso conejito, se mordió el labio con lascivia y antes de que John pudiese decir nada, ni siquiera plantearse el poder rechazarla, ella se abalanzó a devorar sus labios sin compasión. John trastabilló y a punto estuvo de dar de bruces contra el suelo, sin embargo la puerta de entrada al apartamento, esa vieja, oxidada y destartalada puerta le sirvió de freno a su inminente caída. Y mientras Angélica lo besaba con pasión, él no sabía qué hacer ni qué pensar, si podía alargar las manos y tocarla o solo debía quedarse quieto y dejarla hacer.

¿Cuáles eran las normas? ¡A la mierda las normas!

Agarró con fuerza a Angélica de la nuca y la apretó contra él para obligarla a profundizar más el beso, tomó el control de la situación irguiéndose de pronto y haciéndola girar, entonces fue ella la que quedó con la espalda pegada a la puerta. John golpeó la cara interna de sus tobillos con el pie haciendo que abriera un poco las piernas para poder introducir la suya en ese hueco, y así rozar ligeramente su sexo. Era una locura, sobre todo haberse puesto de espaldas al pasillo por donde… y se separó de pronto de ella. Con tal excitación que estaba seguro que le dolerían los testículos durante días.

—¡Oohhhhhh! ¡Joder, cómo me pones…! —confesó ella intentando agarrarle de nuevo, para volver a empezar el duelo de lenguas que habían iniciado y había terminado demasiado pronto.

—Me estás volviendo loco —gruñó John apartándose de esa bruja que solo le invitaba a pecar—, aunque no lo suficiente como para jugarme la cabeza, ¿qué es lo que pretendes? —susurró mirando de reojo la puerta tras la que se encontraba la habitación donde estaba durmiendo Carlos.

—Las tentaciones como tú, merecen pecados como yo —afirmó Angélica con una sonrisa en los labios.

Y dicho eso Angélica se arrodilló frente a él, para después de liberar su erección introducírsela en la boca. Lo hizo de manera pausada, como si en medio de ese pasillo, con Carlos durmiendo al otro lado de la puerta, ella no viera motivo alguno para tener que apresurase. Recorría cada centímetro de su miembro de manera lenta, ensalivando bien toda la envergadura, se entretuvo en eso durante un buen rato antes de introducírsela por completo. La mente de John se escindía por momentos, su parte racional le instaba a que detuviera esa locura, le advertía que tenía que frenar esa situación que solo podía llevarle a un muy mal final, mientras esa nueva parte de él, la que había nacido con Lena, le obligaba a seguir, a no pensar y solo dejarse llevar, ¡al diablo con todo! Solo quería disfrutar sin preocuparse por nada más.

Angélica se veía suelta en esos menesteres, arrodillada frente a él, agarrada con fuerza a sus nalgas se la metía y sacaba de la boca a la vez que jugaba con la lengua, y John la observaba desde las alturas, verla ahí abajo postrada frente a él, eso no tenía precio. Angélica imprimió un ritmo endiablado y él supo que no aguantaría mucho más, se aferró a su cabeza para obligarla a seguir, a que no detuviera el ritmo, pero de manera magistral ella se zafó del agarre, y antes de que pudiera culminar su tan ansiado y necesario orgasmo, ella se alzó dejándolo a las puertas del placer, pero sin dejarle cruzar al otro lado.

John abrió los ojos para encontrarse con esa sonrisa socarrona que le miraba con altanería. No podía creerlo, volvió a mirar a Angélica para después mirarse la entrepierna sin terminar de comprender, qué había pasado y mucho menos el motivo.

—Buenas noches John —se despidió ella divertida.

—Y una mierda, no puedes dejarme así —gruñó tan encendido que no fue consciente ni de que había alzado la voz.

Ella solo sonrió y volvió a meterse en la habitación de Carlos cerrando la puerta tras de sí, y dejándolo tan aturdido que no atinaba a saber qué debía hacer a continuación.

—Maldita hija de la gran puta —refunfuñó, empezando a tocarse él mismo para poder finalizar el trabajo que ella había comenzado—. Maldita zoooorraaa —gimió—, joder, ¡cómo me ha puesto! —reconoció al fin llegando al orgasmo como pocas veces había logrado.

No lo podía creer. John se quedó ahí plantado, aun cogiéndosela con la mano, mirando a la nada pero atento a todo. No lo podía creer. Esa frase se repetía como eco en su cabeza. Resopló cansado, ya no recordaba a dónde se dirigía cuando había salido de la habitación, era como si hiciera mil años de eso, pues lo que acababa de pasar marcaba un antes y un después. Se encerró en el baño para darse una ducha que le ayudara a templar sus nervios. Estaba siendo, sin duda, uno de los veranos más extraños de su vida.

A la mañana siguiente cuando se levantó no había nadie en el piso, cosa que agradeció enormemente. Cogió la tablet, y mientras se preparaba un café, se sentó a mirar las ofertas inmobiliarias. Estaba casi decidido a marcharse, solo le bailaba algo, y ese algo ya no era Lena y la idea de que algún día pudiera volver buscándolos, sino que en sus paranoias actuales aparecía esa mujer que pretendía aniquilar su cordura. Ella era el motivo por el que quería irse y a la vez, Angélica era la única por la que dudaba que pudiera abandonar ese piso. Así que miró sin mirar nada en particular, tomó el café con calma y se dispuso a dejar pasar el día tontamente, pues en el fondo no le apetecía hacer nada. De nuevo le embargó esa sensación de haber estropeado lo mejor de su vida, o para ser más exactos su vida en general. Era como si todo aquello que sostenía su universo se hubiese desmoronado y ahora, cogido del filo invisible de una realidad inexistente, se debatía entre intentar aferrarse con más fuerza o soltarse y dejarse caer.

¿A quién pretendía engañar? Todo había dejado de importarle. ¿Todo? No, todo no. John cruzó la mirada con la mujer que acababa de entrar por la puerta, y a pesar de saber que no debía, que no estaba bien, y que sin duda, era una absoluta locura, no pudo evitar seguirla cuando ella alzó el dedo y le indicó que así lo hiciera. Era como un estúpido pelele, un perrito faldero en busca de la compañía de su amo, en este caso de su ama. La siguió por el pasillo hasta la habitación del fondo. Las cosas de Max le saludaron con desdén. No había dicho nada de ir a recogerlas, y él no había tenido aún el valor de llamarlo para saber si quería que se las mandara. Mientras él pensaba en aquel pequeño detalle, Angélica introdujo las manos por debajo de su falda y sin decir ni una sola palabra, tiró hacía abajo de su ropa interior. Se sentó al borde del colchón de la cama de Heit y separó las piernas. No tuvo ni que decir qué era lo que pretendía, John no era tan tonto como para no saberlo, aunque sí lo suficiente como para no meditar en las consecuencias que ese acto podría acarrearle. Nada importaba. Sin darle ninguna vuelta se arrodilló frente a ella para empezar a lamer su entrepierna como si no hubiera un mañana que, de hecho, si Carlos aparecía, no lo habría.

Era excitante. Pura adrenalina. Saber que estaba obrando mal, saber que lo que hacía no era correcto, tener constancia de que su vida peligraba le excitaba. Con Lena había descubierto el morbo de someter, con Angélica estaba descubriendo el placer de saberse sometido. Era una sensación extraña, ceder el control y dejarse llevar era algo diferente, un disfrute totalmente nuevo… Angélica lo estaba arrastrando al lado oscuro del placer sin él ser capaz de oponer resistencia. Al sexo prohibido que como siempre, y como en todo, lo prohibido sabía mucho mejor.

John terminó de ducharse rememorando lo acontecido escasas horas antes, desde que había entrado en esa habitación, en donde esa mujer había hecho con él lo que había querido.  Tenía claras dos cosas, una era que Angélica solo jugaba con él, y la otra que él quería dejarla jugar. «No eres un peón cuando sabes que te usan», eso se repetía, y mientras eso estuviese claro en su cabeza, ¿qué podía salir mal, a parte de todo? Puede que tampoco importara tanto, ya había perdido lo que pensaba que más le importaba, y a fin de cuentas, él no le debía nada a Carlos. Salió de la ducha y se enrolló una toalla a la cintura para después peinarse. Había sido un polvo sin prisas. Ella sentada a horcajadas sobre su pelvis había marcado el ritmo, la cadencia, la fuerza de cada embiste, y él simplemente se había dejado llevar. John no pudo evitar soltar una carcajada, puede que ahora comprendiera un poco mejor a Lena. Dejarse hacer podía resultar divertido. 

Empezaba a notarse que los días eran más cortos y a su vez algo más fríos, pronto llegaría el otoño, una estación melancólica por naturaleza y él se dejaba arrastrar siempre por la languidez de sus días y la tristeza de sus atardeceres.

Era fin de semana y no tenía nada que hacer, era cuando más extrañaba a sus amigos, pues las horas transcurrían lentas, tediosas… y las paredes del apartamento parecían querer asfixiarle. Así que decidió salir. Necesitaba tomar el aire, despejarse y no pensar en nada. Puede que no pensar en nada tomando una cerveza en la terraza de algún bar, flirteando con alguna chica, aunque solo fuese por el placer de conquistar y no ser el conquistado.

Decidió coger el coche y alejarse un poco de la zona habitual que acostumbraba a frecuentar, también evitó los bares a los que solía ir con Max o Heit… así que pronto se vio en la carretera alejándose del centro de la ciudad. A veces se maldecía por haber sido tan dependiente, tan apegado… ellos no habían dudado un solo momento en dejarlo tirado, mientras que él se regodeaba en el dolor que sentía al pensar en ellos, y en la añoranza de esa amistad perdida, estaba tan obsesionado con ellos, que incluso en esa parte de la ciudad, tan alejada de todo lo que conocía, le pareció ver a…

—¿Heit? —susurró John con la mirada fija en un punto muy concreto de la terraza de un bar.

A unos doscientos metros de donde se encontraba, sentado en la terraza de un bar lo reconoció sin problemas. Se quedó plantado en medio de esa acera observándole de lejos, dudando si acercarse a él o dar media vuelta y desaparecer, como se había esfumado él de la noche a la mañana con esa jodida nota. Sin saber muy bien el por qué, John cerró los puños con fuerza y encajó la mandíbula hasta sentir dolor. Estaba harto, cansado de ser un gilipollas sin agallas, el típico que ponía la otra mejilla y se dejaba pisotear siempre con una afable sonrisa decorando sus labios. La habían cagado, todos, los cuatro, habían cometido un tremendo error firmando ese contrato, pero dejarle como habían hecho… quería una explicación. Iba a ir hasta allí, se plantaría frente a Heit y exigiría una maldita aclaración, o puede que simplemente lo cogiera de las solapas para obligarlo a alzarse y estrellaría el puño contra su cara. Estaba decidido. Dio un par de pasos en su dirección, Heit no había advertido su presencia, de hecho, parecía totalmente absorto en algo al otro lado de la calle, y a pesar de que tenía entre las manos un periódico, no prestaba demasiada atención a la prensa, sino que solo observaba en esa dirección concreta, como si su mirada hubiera quedado imantada en ese punto. John se paró parapetado tras unos coches aparcados, le confundió un poco verlo vestido de una manera tan informal, con unos pantalones y una simple camiseta de manga larga, llevaba el pelo un poco más largo y desde esa distancia no podía distinguirlo muy bien, pero parecía cansado. No dejaba de mirar con insistencia hacia la plaza que había al otro lado de la carretera, entonces John miró en esa misma dirección hacía dónde estaba lo que llamaba tanto la atención a Heit.

En ese instante la vio.

—¡Lena! —exclamó en un susurró antes de perder la capacidad de hablar, pues su corazón se pinzó haciéndole sentir hasta dolor—. No puede ser —susurró aturdido ante lo que estaba viendo.

No podía ser verdad. Al otro lado de la calle, en la pequeña plazoleta estaba ella. Vestía el uniforme de una de las cafeterías del lugar, entraba y salía apresurada portando una bandeja en las manos, para después de depositar el contenido en la mesa, volver a entrar al interior del local. John tuvo que frotarse los ojos para asegurarse que no le engañaban, no lo podía creer. Volvió a mirar a Heit, y de nuevo a Lena. Sacudió la cabeza y volvió a repetir el mismo proceso. Estaba guapa, llevaba su larga melena recogida en un moño despeinado que dejaba caer algunos mechones al azar, y repartía sonrisas por doquier a todos los clientes de la cafetería, parecía feliz. Volvió de nuevo la atención a Heit, ¿estaban juntos? ¿Ella le había buscado? ¿Lo había hecho él? Se quedó ahí plantado, lejos de la vista de los dos, pero pudiéndoles observar con detenimiento. Heit se escondía tras el periódico cuando ella se acercaba a las mesas, aunque a la distancia que se encontraba no creía que Lena lo fuese a ver, así que la respuesta a la primera pregunta era «no, no estaban juntos», tampoco parecía que Lena fuese consciente de estar siendo observada así que, sin duda, había sido Heit quien había dado con su paradero, el cómo y el por qué seguía siendo un misterio. Aunque Heit en sí lo era, al igual que su manera de hacer y conseguir las cosas, siempre le había fascinado por lo eficaz y casi seguro ilegal del tema, como siempre un enigma que en ese momento John no se atrevía a querer resolver. No sabía el tiempo que había pasado allí de pie, entre esos coches observándoles, debatiendo consigo mismo en si irrumpir o seguir atrincherado en esa acera, cuando Lena salió una última vez del local, ya no llevaba el uniforme, sino que vestía de calle. Se había soltado el pelo y llevaba un vestido de manga larga que se ceñía a su esbelta figura, seguía siendo preciosa. Paró un segundo en la acera antes de cruzar y se enfundó unos auriculares, para reanudar la marcha justo después cruzando a toda prisa al otro lado de la calle.

John se tensó intuyendo que por la dirección que ella había tomado pasaría muy cerca de donde se encontraba, y se sintió de lo más ridículo cuando se escondió tras la furgoneta aparcada. El corazón le latía con fuerza y contuvo el aliento hasta que la observó desaparecer calle abajo caminando a paso apresurado, como si llegara tarde a algún lado. Dudó si seguirla, sin embargo desechó la idea. Cuando volvió a girarse Heit había desaparecido también.

Caminó con lentitud hacia la mesa donde había estado sentado, lo buscó con la mirada, haciendo un barrido rápido a su alrededor, pero parecía haberse esfumado. Gran habilidad la suya. Miró el periódico que le había visto leer, era del día anterior. Lo cogió y sonrió. Siempre había admirado la frialdad de su amigo, esa manera de ser en que parecía que nada ni nadie le podía afectar. Desde que lo conocía, y de eso hacía ya muchos años, Heit le había parecido un tipo frío y sin corazón. Qué equivocado estaba. Lamentaba no haberse dado cuenta antes, que Heit solo luchaba por no dejar entrar nunca a nadie en su interior y eso era lo que le hacía ser tan osco. Le entristecía no haberle sabido ayudar. Puede que de otro modo las cosas no hubiesen terminado como lo hicieron entre ellos.

Lena hizo aflorar lo mejor y lo peor de cada uno de ellos tres. Max se había enamorado, porque Max era así, siempre había sido todo corazón, pura bondad, a pesar de la apariencia de macarra de barrio. Él no había sido capaz de amarla, no había sabido ver más allá de lo establecido entre ellos y se aferró con todas sus fuerzas a ese contrato, puede que por ser consciente de no poder dar un paso más allá, siempre había sido un cobarde. Heit sin embargo, no sabía lo que era el amor, no es que fuera incapaz de amar, es que nadie le había enseñado como hacerlo, y eso, era muy triste. Aunque no era tarde para aprender, pensó John, y el hecho de que Heit se encontrara en ese lugar, que hubiera buscado a Lena, lo demostraba. Puede que aún hubiese esperanza para ellos.

John miró por donde había visto desaparecer a Lena, pero de nuevo le pudo la cobardía y se quedó allí, maldiciéndose por no haber sabido reaccionar antes.

—Perdona, ¿tienes fuego? —le asustó un viandante que pasaba por allí.

—¿Qué? No —respondió con sequedad.

Volvió a sentirse extraño, ver a Lena le removía muchas cosas por dentro, como hacerlo más consciente de todo lo que había perdido de un solo plumazo. Puede que, si lograba hablar con Heit, pudieran arreglar las cosas. El camino de regreso lo hizo sumido en sus pensamientos, recurrentes y repetitivos, pero con un nuevo ítem que incluir en ellos, y es que entre todo lo que extrañaba de su vida anterior, había que sumarle algo que había aparecido casi de improvisto. Sonrió al pensar en Angélica.

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