John

John


Capítulo 5

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Capítulo 5

Ella le besó, uno de esos besos apasionados, ardientes, de esos con los que no echabas en falta nada, pero dejaban con ansias de más. John intentó retenerla, decir algo, negarse, sin embargo no pudo. Angélica puso un dedo presionando sus labios, señal internacional de que guardara silencio y así lo hizo, aunque obsequió a ese caprichoso dedo con un ligero mordisco. Ella le miró y sonrió de manera maliciosa antes de cerrar la puerta del armario dejándolo allí dentro.

«Tengo una sorpresa para ti», era lo único que le había dicho. Le gustaban las sorpresas de Angélica, solía hacer alarde de su portentosa imaginación. En esas semanas que habían empezado a… realmente no sabía qué había empezado entre ellos, lo que estaba claro era que fuese lo que fuese no quería que tuviese un final. Ella era pura magia, le hacía flotar hasta el cielo o hundirse en lo más profundo del infierno con tan solo una palabra, una mirada o una caricia. Angélica era la mujer que lo llevaría a la ruina, lo sabía, aunque no le importaba.

No era consciente del tiempo que había pasado desde que ella había desaparecido, ya iba a salir de ese encierro voluntario cuando escuchó voces y el abrir y cerrar de una puerta. John dudó un instante, como si los sentidos le fallaran, sin embargo la grave voz de Carlos llegó de manera nítida hasta él.

—Maldita sea —gruñó entre dientes perplejo.

Se quedó muy quieto, petrificado, incluso dudó de si la sangre había dejado de circular por sus venas, temía hasta respirar o parpadear, cualquier cosa que implicara el menor ruido. Si Carlos, Dios no lo quisiera, le encontraba allí dentro, era hombre muerto. No bromeaba cuando decía que con sus cosas no se jugaba, y Angélica era una de esas «cosas».

En la habitación la pareja había empezado a hablar en susurros quedos, desde el interior del armario se le hacía difícil poder distinguir más que murmullos, sin entender ninguna palabra concreta, pero por el tono, parecía una conversación íntima, puede que incluso algo encendida, pues los gruñidos de Carlos pronto ganaron en profundidad. John quiso mirar qué era lo que pasaba fuera, pero su cuerpo no reaccionaba, no podía moverse, intentó afinar el oído, y se dio cuenta de que la voz de Angélica se había acallado, sin embargo los gruñidos de Carlos ahora se escuchaban con mayor intensidad. Cerró los ojos, no le hizo falta mucha imaginación para saber qué era lo que ahí fuera pasaba, y la imagen de Angélica arrodillada frente a ese grandísimo hombre con la cabeza hundida entre sus piernas hizo que una parte de su cuerpo, sí reaccionara. Suspiró, al menos sabía que la sangre circulaba de nuevo, la mala noticia era que toda en la misma dirección.

—Sí nena, así… —gruñó Carlos en pleno éxtasis.

John apretó los puños, eso era demasiado, ¿qué se había pensado? ¡Cómo podía hacerle eso! No obstante estaba ahí atrapado, quisiera o no… él se había dejado arrastrar a esa absurda, y por qué no decirlo, peligrosa situación.

—Joder nena, como me gusta que me hagas eso… eres la mejor mamándomela…

Se obligó a respirar, de manera pausada y tranquila, pero llenando bien sus pulmones de aire, y a contar para intentar centrar la atención en algo que no fuese la pareja que estaba fuera, algo que no fuera cómo Carlos estaba tocando a Angélica… Sacudió la cabeza. Solo era un juego, él sabía que ella solo lo estaba usando para jugar, sin embargo, no podía evitar que el enfado se apoderara de él. En ese armario hacía calor y pronto empezaría a sudar. Intuyó un sutil cambio en la habitación, ahora a los jadeos de Carlos se habían unido ligeramente los de ella, así que a la mente de John acudieron posibles situaciones que propiciaran eso. No le gustaba. Su libido se había disparado y su miembro estaba duro como una roca, aunque no le gustaba. Era consciente que Angélica era la pareja de Carlos, no era estúpido, sabía que él solo era el segundo plato, o esa galletita salada que uno come cuando tiene algo de hambre y así pasar las ansias hasta el plato principal, sin embargo una cosa era «saberlo» y otra que le dieran en toda la cara con…

—Joder —gruñó, cuando su mirada se coló por una rendija de la puerta del ropero y pudo ver, en vivo y en directo, y casi en primer plano la gran talla que gastaba Carlos. Estaba claro que todo en él era grande. Desde su ego hasta su miembro—. Calma John —se susurró a sí mismo.

En ese momento intuyó que Angélica se había tumbado en la cama, y Carlos arrodillado a los pies de la misma, de espaldas al armario, estaba con la cabeza hundida entre los muslos de ella, que de vez en cuando dejaba escapar algún gemido de puro placer. Dudó un poco, pero visto que Carlos estaba de espaldas, John abrió con cuidado una de las puertas para intentar escabullirse de la habitación antes que fuese demasiado tarde, en sentido metafórico, aunque también literal. Cuando ya tenía un pie fuera del armario no pudo evitar buscar con la vista la taimada mirada de su amante, y se quedó prendado de la lujuria que destilaban sus ojos, cómo mordía su labio inferior señal inequívoca de lo mucho que la estaban haciendo disfrutar. Quiso irse, lo sensato era marcharse, sin embargo la visión de Angélica desnuda siendo devorada por ese orco fue más fuerte que la sensatez, y sin saber muy bien por qué, John volvió a meterse en el armario, esta vez dejando la puerta entreabierta para tener una mejor perspectiva de todo lo que iba a ocurrir en esa habitación.

Angélica tenía un cuerpo perfecto, de sinuosas curvas, elegante. Un cuerpo pensado para el placer, para perderse en él sin echar nunca nada en falta. John lo sabía, era consciente de ello, lo había podido disfrutar ya, pero verla así, era una visión totalmente nueva de Angélica. Entregada, sumisa, dominante, tímida, salvaje… era explosiva, llena de contrastes, con un sinfín de matices y él solo podía observarla obnubilado. La excitación era máxima, ver la manera en la que Carlos la tocaba no causó en él otra cosa que un gran enfado, un sentimiento de posesión, pero a la par una pasión desenfrenada, una bofetada de lascivia y ganas de más. Esa situación era de lejos, una de las más morbosas que había experimentado nunca. Sentía miedo, mezclado con curiosidad, placer, fascinación… Ver sin ser visto, mudo testigo del disfrute de otros, robándoles ese momento de tanta intimidad. Se preguntó entonces si sería tan excitante estar en el otro lado, el de saberse observado, y supuso que sí, pues por los gestos, las caras y los gemidos de Angélica, estaba totalmente encendida y rendida al goce, y eso que Carlos aún no la había penetrado. Cuando ese momento llegó, ella se situó de forma que su rostro quedó encarado a las puertas del armario, y así fue como, entre embestida y embestida que le propinaba Carlos, Angélica lo miraba fijamente, susurrando quedamente su nombre «John, John, John». Eso fue más de lo que él podía soportar y llevando la mano a su bragueta la hizo descender para poder masturbase. No entendía por qué lo prohibido era tan seductor, pero ahora entendía por qué habían perdido el paraíso, aunque para él, el Edén estaba situado en cada pliegue del cuerpo de esa mujer.

Carlos gruñó aferrado a sus caderas, ese hombre tenía un aguante envidiable, cuando intuyó el final, clavó los dientes en el hombro de Angélica, jadeó como un animal, y terminó por correrse dentro de ella. John seguía acariciando su sexo, a pesar de ya haber alcanzado el orgasmo dos veces y estar exhausto, su polla había decidido echarle un pulso endureciéndose de nuevo una tercera vez. Eso no podía ser normal, empezaba a cobrar fuerza la hipótesis de que estaba enfermo o algo le había quedado tarado después de lo de Lena.

Angélica se levantó con cuidado de la cama, estaba desnuda y sudada, con el pelo alborotado, las mejillas sonrosadas y el semen de otro hombre escurriéndose por la cara interna de sus muslos. Tenía marcas de dientes en la espalda, arañazos en el abdomen y dedos en la zona de las caderas, donde Carlos se había asido con tanta fuerza que en algún momento había parecido que ella se fuese a romper. Angélica sonrió en dirección al armario y le guiñó un ojo. A su espalda el agotado hombre empezó a respirar con profunda tranquilidad. Ella abrió la puerta del armario descubriendo ahí a un agitado John, con los pantalones por los tobillos y el miembro entre sus manos. Empapado en sudor y totalmente rojo. No dijo nada, solo se arrodilló frente a él abriendo la boca y buscando la punta del glande con su lengua, el sabor salado pronto inundó su boca. Angélica sonrió y alzó la mirada para encontrarse con la de él, se mordió el labio antes de metérsela por entero. John tuvo que aferrarse al marco de la puerta para no tambalearse y apretó con fuerza los dientes para que ningún sonido traicionero escapara de su garganta.

—Se obediente y sucumbe a mis fantasías —dijo Angélica. Su voz le acarició y estremeció casi tanto como la lengua que volvía a devorarle. 

No pudo evitar alzar la mirada y clavarla en Carlos, que descansaba después del gran esfuerzo de follarse a su mujer, esa que ahora se relamía con su polla entre los labios. Si seguía así, seguro que terminaría por enloquecer, pero no podía parar, Angélica era una droga dura a la que ya no podía renunciar. El orgasmo le sobrevino a ráfagas, tan intenso y abrumador como los anteriores.

—¿Qué me estás haciendo? —se lamentó.

Ella no dijo nada, solo tragó y sonrió. Se levantó tirando de su mano en dirección a la puerta de la habitación, y después de abrirla lo empujó fuera. John se quedó parado en medio del pasillo tan aturdido que no sabía ni qué hacer. Miró de nuevo hacía la puerta recién cerrada y suspiró. Ya era demasiado tarde hasta para pensar en la posibilidad de irse de ese apartamento. Debería haber sido listo y haberlo hecho antes de que esa tarántula de ojos color miel lo sedujera, y atrapara en su tela de araña de sexo y descontrol. Ahora había perdido la posibilidad de marcharse e intentar ser feliz. Solo le quedaba la opción de seguir rindiéndose a los caprichos de esa pérfida mujer.

Decidió darse una ducha y dormir, ya mañana sería otro día, y puede que su razón recobrara fuerzas con las horas de sueño y pudiera, por fin, decir adiós.

Estaba cansado, por no decir hastiado de todo y de todos, era como si el mundo se hubiese confabulado en su contra y ya no podía soportar el peso del paso de los días sobre sus espaldas. Era algo extraño, cuando ella estaba allí era como que todo tenía más color, pero cuando ella se marchaba o cuando estaba con Carlos era como si el mundo se volviera gris.

Estaba en un momento tan gris, que parecía negro.

John se sentó en una de las mesas más apartadas de la cafetería, una que estaba cerca del apartamento, solía ir allí de vez en cuando, de hecho, había ido allí algunas veces con Lena. Sobre todo al principio, cuando necesitaba sacarla del piso pues veía cómo ella estaba a punto de estallar. Lena siempre pedía un café con leche y solía comerse la pieza de bollería más grande que hubiera en el mostrador. No importaba de qué era, pero sí que fuese enorme. Ahora recordaba con cariño todas esas tonterías que no habían tenido la más mínima importancia. Volver a verla no había supuesto en él ningún cambio significativo, ver a Heit sí había descolocado una parte importante de su corazón. Siempre lo admiró, puede que nunca se lo hubiese dicho, sin embargo en el fondo Heit sabía la fascinación que causaba en ellos, puede que se aprovechara de eso a veces para hacer valer su voluntad. Era un líder de masas, un gran orador, un tipo carismático, un dictador en potencia, alguien capaz de convencerte hasta del peor de los males, aunque en la terraza de ese bar, con la mirada clavada en ella, lo había visto tan derrotado… Había visto en él humanidad. No entendió hasta que fue demasiado tarde que Heit se había enamorado de Lena, algo que sin duda lo había descolocado tanto, que su única reacción había sido alejarla de él del único modo que alguien como Heit conocía, a través del dolor y la humillación. Sentía lástima por él. Puede que hubiese tenido a su amor verdadero justo delante y había sido tan estúpido que no lo había sabido ver, o puede que aún viéndolo, no lo había querido aceptar.

Llegó la camarera y pidió un café solo, sin nada más, no le apetecían dulces ni edulcorantes, todo lo que sentía era amargo, como debía ser el café. Sarah le había dicho que cuando llegara la mujer de su vida lo sabría, pues a su mente acudiría un «esta es la mía», se preguntaba si Heit había sentido eso con Lena, o si era eso lo que estaba sintiendo por Angélica. Cerró los ojos un instante y los abrió de golpe cuando notó o más bien padeció en sus propias carnes, como un líquido abrasador se derramaba sobre una de sus piernas.

—¡Joder! —gritó levantándose de pronto, y al hacerlo la camarera se tambaleó.

—¡Lo siento! —exclamó la chica, recuperando con rapidez el equilibrio—. Lo siento mucho —repitió con cara de horror, llevando las manos sobre el muslo de John donde se apreciaba la mancha de café caliente.

—¡Mierda! Joder cómo quema —clamó John e intentó de algún modo evitar que la tela tejana rozara con la piel de su pierna, algo que era bastante imposible lograr. La chica tiró del trapo que llevaba atado al cinturón del delantal para intentar limpiarle—. ¡Vaya mierda de día! —soltó él clavando los ojos en los de la camarera que le observaban implorando perdón.

—De verdad que lo siento mucho —dijo esta al borde del llanto.

—Eh eh, no, tranquila —John tiró del trapo, para limpiarse él mismo—. No pasa nada.

—¿Estás bien? —inquirió la muchacha con cara de preocupación.

—Bueno, me has quemado la pierna —comentó componiendo una mueca de dolor—, pero creo que voy a sobrevivir.

—¡Vaya día llevo! —se lamentó ella, mientras miraba como John seguía pasando el trapo por el pantalón y movía la pierna para intentar aliviar el quemazón.

—¿Nos conocemos? —preguntó John de pronto mirándola—. Me resultas familiar.

—Bueno, llevo trabajando aquí desde hace dos años, no es el primer café que te sirvo.

—Este no me lo has servido, me lo has echado por encima —bromeó.

—Lo siento —volvió a repetir ella—. ¿Te duele?

—Un poco… creo que voy a ir al baño a lavarme todo esto…

—Yo creo que debería prepararte otro café —propuso ella antes de encaminarse hacia la barra.

«Es bonita» pensó John, mientras la observaba un segundo más antes de irse al baño. Se bajó los pantalones con cuidado para descubrir que la piel de su muslo había quedado ligeramente enrojecida, vaya estupidez, con un café. Cogió papel y se lo pasó por la pierna después de humedecerlo, repitió el mismo procedimiento con el pantalón, intentando eliminar el color marrón de la tela. Aprovechó el momento para refrescarse un poco el rostro. Era octubre y aún hacía bastante calor. Cuando salió del baño una nueva taza de café le esperaba en la mesa. Sonrió a la camarera que de nuevo estaba tras la barra atendiendo a otros clientes. John se sentó con tranquilidad, sopló el interior de la taza antes de tomar el primer trago, ya había descubierto que podía llegar a quema mucho. Siempre le había parecido que hacían un café excelente, aunque nunca se lo habían echado por encima. Lena sin embargo, opinaba que lo mejor eran las palmeras de chocolate. Sacó un libro de la mochila y se dispuso a leer un rato, aunque de vez en cuando su mirada buscaba la de la camarera, para sorprenderse pues ella también le observaba, aunque la retiraba de inmediato como avergonzada.

—Toma —la voz de la chica le sorprendió cuando más enfrascado en la lectura estaba.

—¿Qué es esto? —preguntó John cogiendo el papel que ella le tendía.

—La hoja de reclamaciones.

John no pudo evitar soltar una carcajada y le devolvió el papel de inmediato, ella suspiró aliviada, y en un ataque de valentía que le había costado casi una hora reunir, tomó asiento a su lado. Él la observó sonriente, sin embargo el valor de ella parecía haberse esfumado con el acto de sentarse junto a él, así que le tocaba a John dar el siguiente paso.

—Soy John —se presentó alargando la mano en su dirección—. ¿Tú eres?

—Mia —soltó con premura—. Soy Mia.

—Vaya, así que eres Mia… —John sonrió—. Bonito nombre.

—¿Te gusta?

Él asintió y de pronto se quedó embelesado con el color de esos ojos, tan claros y dulces y a la vez tan diferentes a todos los que había visto con anterioridad. Era extraño, tenía una mirada profunda a la vez que sincera. Ella sonrió con timidez y dejó caer las pestañas cuando sus mejillas empezaron a tornarse de un tono rosado.

—¿Seguro que no nos conocemos? —insistió John, pues su rostro le parecía familiar, o puede que simplemente le gustara y por eso tenía la sensación de conocerla de antes.

—No sé, creo que no… solo de aquí, antes venías más, con tus amigos, hace tiempo que no les veo.

—Puede ser que sea de eso —y no pudo evitar volver a clavar la mirada en ella, ver la manera en la que se sonrojaba le divertía. Era una chica muy guapa, de eso no había duda.

La cafetería estaba desierta, solo se encontraban ellos dos en el interior y había una pareja sentada en una de las tres mesas que ocupaban parte de la acera y de las cuales Heit siempre se quejaba, y de nuevo uno de ellos metido en su cabeza, era enfermizo.

—¿Estás bien? —preguntó Mia al verle tan ausente por un segundo—. No te habré quemado mucho ¿no?

—Solo lo suficiente —bromeó John.

—De verdad que lo siento, estaba pensando en mis cosas… Hacía tiempo que no venías, me ha sorprendido verte.

—¿De verdad? —preguntó extrañado porque ella hubiese reparado en ese detalle—. La verdad es que llevo una temporada un poco mala.

—Vaya… lo lamento.

—Sí bueno, es solo una mala racha, pasará…

—¡Esa es la actitud! —sonrió Mia, y John no pudo evitar pensar que tenía una de las sonrisas más bonitas que había visto nunca.

—Oye, estaba pensando que… —soltó John de pronto, sin pensar, sin medir las consecuencias o meditar los pros y los contras como solía hacer, simplemente Mia le parecía una chica bonita y agradable, así que estaba dispuesto a invitarla a un café, sin embargo, en el bolsillo de su pantalón el móvil empezó a vibrar.

—¿Sí? —preguntó ella sin disimular el hilo de esperanza que tiñó su voz.

—Bueno, estaba pensando que si quieres después… ¡Joder! Espera —dijo alzando la mano a modo de disculpa para sacar el teléfono del bolsillo. Ver el nombre de «Angy» escrito en la pantalla hizo que le diera un vuelco el corazón—. ¿Sí? —respondió sin poder evitar el nerviosismo.

—Ahora —dijo la voz al otro lado de la línea.

John colgó y se levantó de pronto, guardando apresurado el teléfono en el bolsillo, el libro en la mochila y sacó la cartera para pagar el café. Mia también se había levantado.

—Invita la casa —dijo ella con un tono de decepción que pasó inadvertido a John.

—Gracias. Hasta otro día —se despidió saliendo rápidamente del local.

—Claro… —susurró Mia viéndole marchar de manera precipitada.

Era absurdo, una locura. Estaba loco, de eso había dado ya sobradas muestras, un maniático que solo podía pensar en el sexo, ¡no! Peor aún, en el sexo con la mujer de su compañero de piso. Demencial. Max se habría descojonado de él, porque a esas alturas ya era casi imposible negar que sentía algo por Angélica. ¿Amor? No lo sabía, pero nadie arriesgaba tanto por un polvo, y eso era algo que tenía siempre muy presente.

Entró en el apartamento casi a empellones, tropezó con el cordón desatado de sus zapatillas deportivas y a punto estuvo de caer de bruces al suelo. Soltó una carcajada, por el ridículo y por, de nuevo, volver a pensar en Max. Repasó habitación por habitación, pero ella no se encontraba allí. Gruñó cuando comprobó que efectivamente el piso estaba vacío. Volvió a mirar el móvil, sin embargo no había rastro de una nueva llamada, ni de ningún mensaje, nada. Tomó asiento en uno de los taburetes de la cocina y sorbió el refresco que había sacado de la nevera. No entendía nada ¿y si la llamada no había sido para él? Sin querer se tensó, ¿podía Angélica estar jugando a más de dos bandas? ¿Era eso posible? Se sintió dolido, traicionado y hasta celoso, de un modo diferente a como se sentía cuando era Carlos el que entraba en la ecuación, pues ese término ya lo tenía asumido.

Vació la lata por entero y la arrojó a la basura, caminó sin rumbo por el salón, cansado y hastiado, molesto y cabreado, y de pronto pensó en Heit. Volvió a su mente su imagen en la silla de ese bar, observando a Lena, embelesado en aquello que jamás podría tener. Era tan triste… Esperaba que a Max le fuese mejor que a ellos. Ese silencio condensado a su alrededor le dejaba demasiado tiempo para pensar y eso en su situación no era nada bueno.

—¡Buenas tardes chico! —saludó desde la puerta un sonriente Carlos.

—Mierda —gruñó entre dientes. Lo odiaba. No podía evitarlo, durante las horas que no coincidían se intentaba convencer, que en esa historia el malo era él, pero de pronto, cuando lo tenía en frente, se olvidaba de que la víctima era Carlos y solo podía sentir odio y rechazo hacía ese hombre, no obstante había aprendido a disimular—. ¿Qué pasa? —saludó sin mucho afán.

—Parece que ya vamos de cara al invierno —Carlos cogió una lata de cerveza de la nevera.

—Eso parece.

—¿Has hablado con Angélica? —inquirió Carlos de pronto.

John se tensó de inmediato, sintió una rampa que agarrotó todos sus músculos, aunque se obligó a relajarse y disimular la cara de terror que seguramente tenía en ese instante.

—Aaahhh no —dijo con tono de duda, y replegándose un poco sobre sí mismo en actitud defensiva, por si el siguiente paso de Carlos era abalanzarse contra él—. ¿Por? —se atrevió a preguntar.

—Ah, no, nada… su hermana viene a la ciudad unos días y habíamos pensado que a lo mejor no te importaba que se quedara en la habitación del fondo —Carlos soltó una carcajada al ver la cara de contrariedad de John—. ¡Ves! Por eso le dije a ella que hablara contigo… las mujeres son más convincentes.

—O nosotros unos calzonazos.

—¡Eso también puede ser! —se mofó Carlos, estrujando la lata vacía con su mano—. ¿Sabes? Eres más listo de lo que pensaba, pero más tonto de lo que pareces.

—¿Me estás insultando? —inquirió John molesto y un tanto confundido.

—¡Tranquilo chico! —soltó alzando ambas manos—. Era solo una broma.

En esos meses había aprendido a aborrecer sus bromas, su mal entendido sentido del humor, sus batallitas de perro viejo, sus estúpidos consejos que nadie le pedía, de hecho, odiaba todo lo que ese hombre era y representaba, lo despreciaba todo de él, menos a su mujer.

—Entonces ¿te parece bien lo de Claire? —insistió de nuevo Carlos.

—Creo que mi opinión importa más bien poco…

—Bueno, la de ninguno de los dos —dijo Carlos bajando la voz como si hiciera una confidencia—. Claire es insoportable, una niñata malcriada a la que le deberían haber dado un par de hostias de pequeña… pero, qué le voy a hacer, es mi cuñada.

—Joder, y la tienes en gran estima —musitó John.

—Ya la conocerás…

—No, si con esa descripción, ganas es lo único que me faltan.

—Solo te digo una cosa muchacho, no te dejes liar por esa bruja, o vas a terminar muy mal. Cara de corderito, pero es todo fachada, hazme caso y no caigas en sus redes —le aconsejó Carlos.

John no pudo más que soltar una carcajada. Ya estaba otra vez, el gran Carlos ofreciendo consejos gratis a todo el personal. John se levantó con clara intención de irse, aunque la verdad era que, a esas alturas, Claire ya había logrado captar su atención.

—¿Está buena? —preguntó como de pasada, realmente tampoco era que le importara mucho.

—Es la versión mejorada y más guarrilla de Angélica, pero como digas que yo he dicho esto te voy a tener que arrancar la cabeza.

—¿Te has follado a tu cuñada?

Carlos solo sonrió y fue él quien abandonó el salón dejándolo allí plantado y de nuevo con la imaginación totalmente desbocada.

«Quieren volverme loco», y encima Angélica no había aparecido, se sintió un auténtico estúpido, un pelele con el que estaban jugando, y él se sentía incapaz de hacer nada para evitarlo.

A los pocos días se presentó la hermana de Angélica. Claire era tal y como Carlos la había descrito, algo más menuda que su hermana mayor, aunque con el mismo tono caoba de pelo, los mismos ojos felinos y el caminar atigrado, aún tenía que comprobar el otro aspecto, pero verdaderamente ambas hermanas se parecían en todo lo demás. Encima daban la sensación de llevarse francamente mal, pronto verlas discutir se convirtió en una diversión extraña, y solo llevaba dos días en el piso… Sin embargo, las discusiones entre ellas iban en aumento y John se preguntaba si alguna vez llegarían a las manos, podría ser hasta divertido de ver.

Con Claire en la casa había empezado a frecuentar más las zonas comunes, aún así, disfrutaba de la recién impuesta soledad, y sentado en la mesa con el portátil en frente dónde se suponía que debía estar trabajando solo podía pensar en cómo lograr escapar de todo, incluso de él mismo.

—¡¿Te lo puedes creer!? —exclamó Claire entrando sin tan siquiera llamar para advertir o anunciar su irrupción y dando un sonoro portazo tras de sí que hizo que todo temblara—. ¡La odio! —sentenció tirándose sobre la cama—. ¡Es insoportableeeeee! —vociferó con el rostro escondido entre los almohadones.

John la miró desconcertado por tanta desfachatez, el caso es que no pudo decir nada.

—¿Tienes un piti? —y antes que John pudiera tener derecho a réplica Claire abrió uno de los cajones de la mesilla de noche—. ¡Joder! Menudo arsenal —silbó, metiendo la mano y sacando un puñado de preservativos—. ¿Follas mucho? —inquirió, y ahora sí clavó la mirada en él y calló para dejarle responder.

—Antes sí —dijo simplemente.

—¿Ahora ya no?

—Ahora menos —respondió John.

—¿Te ha dejado la novia?

—Algo parecido.

—No —sentenció negando con la cabeza.

—¿No? —John cerró la tapa del portátil en el que estaba trabajando, antes de que la nueva pelirroja entrara por la puerta y usurpara su cama para girarse y mirarla con detenimiento—. ¿Qué quieres decir con ese no?

—No tienes pinta de ser de los que una tía deja —afirmó Claire.

—¿Tengo pinta de ser yo el que rompe corazones?

—¡Ja! —soltó todo el aire en ese conato de carcajada—. Que va… Tienes pinta de pringado.

—¿Disculpa? —inquirió John.

—De buen tío —aclaró Claire.

—¿Ser un buen tío me convierte en un pringado? —preguntó John extrañado.

—Automáticamente —sentenció rotunda Claire.

—Es bueno saberlo —respondió John rascándose la cabeza.

—Tienes una historia.

—Todos la tenemos —soltó John levantándose, para sentarse en la cama con ella.

—Pero la tuya tiene pinta de ser interesante.

—Depende de cómo la cuente… —John alargó la mano y le quitó los preservativos a Claire para volver a dejarlos en el cajón, los guardó todos menos uno, que dejó sobre el regazo de ella—. Intenté ser el chico bueno, pero a las mujeres les iban más los tipos malos. Así que ahora, he decidido que yo seré el malo que os hará desear a los buenos.

—No me equivocaba contigo —susurró Claire alzando el preservativo.

—Pues espero que yo tampoco me haya confundido contigo.

La tiró a la cama de un empujón y antes de que ella pudiese reaccionar la acorraló con el peso de su cuerpo. El ronroneo de Claire confirmó lo que John ya intuía, así que sin previo aviso azotó una de sus nalgas por encima de la tela del pantalón, acto que conllevó la consecuencia de que ella gimiera de placer. John subió la mano hacía su cabeza y la cerró enredándose en su pelo para tirar de ella y deslizarla por el colchón hasta que cayó de rodillas al suelo, y así, aprisionada entre su cuerpo y la cama, ella no pudo más que mirarle y obedecer. Volvía a tener el control. Puede que solo fuese un polvo, pero en ese momento volvía a ser dueño y señor de sus pasiones, de sus actos, y lo más importante, de esa mujer.

Acercó los dedos a su boca que ella entreabrió para poder lamerlos, lo hacía con ganas, dejándolos totalmente ensalivados, poco después era otra parte del cuerpo de John la que lamía con igual o más pasión. Sin duda ambas hermanas eran expertas en los placeres orales.

Su cuerpo menudo se acoplaba a la perfección al suyo propio, estaba caliente y húmeda cuando se hundió en ella. No rechistó ni protestó cuando la puso de espaldas, ni cuando tiró de su pelo para que arqueara más la espalda y así poder tener una mejor visión de tu culo, sus nalgas, sus pechos, que danzaban al mismo ritmo que él imprimía en las acometidas. Era un deleite para los sentidos y se dejaba follar sin oponer resistencia, había entendido a la perfección que en eso consistía el juego, en cederle a él el control, y lo hacía sin rechistar.

—Déjate llevar —le susurró John, mordisqueándole el lóbulo de la oreja y Claire gimió como toda respuesta—. Oh síííí… —John se aferró con más fuerza a su cuerpo imprimiendo un ritmo bestial a ese polvo que estaba a punto de terminar, tampoco tenía porque alargarlo mucho más—. Sí nena sí…

—¡Joder! —gruñó ella fuera de control.

Ambos llegaron juntos al placer, John se dejó caer a su lado satisfecho, ella lo miró desconcertada y una lágrima empezó a rodar por su mejilla. Él se alzó de pronto extrañado, vale, no había sido un caballero, aunque tampoco le había hecho nada muy fuera de lo normal, un par de azotes y algún tirón de pelo…

—¡Oh mierda! —dijo clavando la mirada en ella—. ¿Te he hecho daño? —pregunto confundido.

—Lo siento —susurró Claire enjuagando las lágrimas e intentando inútilmente dejar de llorar—. No es nada, no es qué… nada…

—Claire, estás llorando…

John empezó a incomodarse, solo quería echar un polvo sin más, sin remordimientos posteriores, simplemente follar con una tía y pasarlo bien, como había hecho siempre, no obstante parecía que el destino se empeñaba en enredar las cosas, como si ya no mereciera un polvo sin complicación.

—Perdona —hipó ella derretida en un llanto que iba en aumento por momentos.

—¡Joder! ¿Que perdone el qué? Me estás rallando Claire… no entiendo nada… —dijo alcanzando los calzoncillos para al menos cubrirse un poco.

—Ha sido mi primera vez.

Esa frase cayó sobre él como una sentencia. «Bien John, muy bien, así se hace campeón» pensó llevando ambas manos a su cabeza y alzando la mirada al cielo. Iba de mal en peor, acababa de tocar fondo y ya solo quedaba hundirse más o remontar, y no se veía a él mismo como un Phenix.

—Claire… —pero ahí terminó su argumentación, ¿qué podía decirle? ¿Qué lo sentía? ¿Qué no lo sabía? ¿Qué lamentaba haberle robado su virginidad?

—No pasa nada, ¿vale? —ella se levantó de la cama para poder vestirse—. De verdad, no ha sido nada —repitió, aunque sus hipidos y su cara de desconcierto no avalaban sus palabras.

—¿Seguro?

—¡Claro que no! —rompió a llorar.

—¡¿Pero por qué no me has parado?!

—No lo sé… creía que quería.

—¿Creías? —John movía los brazos exasperado—. ¡Joder! Se quiere o no se quiere… no se cree querer y después ya no… así no vale —gruñó molesto.

—¿Te has enfadado?

Surrealista, la situación se había tornado en algo totalmente irreal. Claire escondió su rostro entre las manos, sin embargo de pronto parecía más calmada, al menos su cuerpo había dejado de convulsionar entre hipidos. John clavó los ojos en ella, había dejado de llorar y ahora lo miraba también y poco a poco sus labios se fueron curvando en una sonrisa sardónica hasta que el silencio fue roto por una estridente carcajada que se clavó en John como una daga. No entendía nada, pero tenía la extraña sensación de que estaba a punto de quedar como un idiota.

—Qué rico —susurró Claire acercándose a él y acariciándole la mejilla—, deberías haberte visto la cara. Lo que yo he dicho, eres un pringado.

—Pe… pero… ¡joder! —bramó John.

—¿No te gusta jugar? —inquirió Claire.

—Largo —gruñó John señalando la puerta.

—Qué pasa John, ¿te ponía más cuando pensabas que era virgen?

—¡Vete! —gritó empujándola—. ¡Estáis locas! —exclamó a voz en grito cuando terminó de sacarla a empujones de su habitación—. ¡Estáis todas locas joder!

Lo que más le molestaba era que Carlos había tenido razón, debería haberse mantenido lejos de la loca de su cuñada.

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