John

John


Capítulo 7

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Capítulo 7

El invierno se había colado en sus vidas a traición y sin avisar. Los días eran cortos y fríos, las noches largas e interminables sobre todo teniéndola tan cerca y a la vez tan lejos. Solo una pared les separaba de manera física, pero el abismo entre ellos parecía a veces insalvable, otras sin embargo, John sentía que de un salto lo podría atravesar. Ansiaba tocarla a todas horas, poder hablarle con franqueza, tomar su mano cuando se le antojara, acariciar su cuerpo sin necesidad de ocultarse de nadie. Decirle que había perdido la cabeza por ella, pues ya no podía esconderlo ni negárselo por más tiempo, estaba loco por esa mujer de cabello rojizo que se había empeñado en aniquilar la poca cordura que le quedaba. Porque a esas alturas John estaba devastado, desolado por no poder tenerla, atrapado en ese apartamento sin tener la fuerza suficiente para poderse ir.

Lo que sentía era su propia condena.

Y cada mañana, al empezar el día, se prometía a sí mismo que tenía que poner punto y final a esa enfermiza relación que habían iniciado sin saber muy bien el cómo y mucho menos el por qué, pero al caer la noche, con ella entre sus brazos, amparados en el anonimato que les confería la oscuridad, estando entre sus piernas, dejándose mecer por el salvaje embiste de sus caderas, se convencía a sí mismo que podía soportarlo, aunque solo fuese un día más.

John acarició el sedoso pelo de Angélica, le gustaba meter los dedos entre sus perfectos rizos deshaciéndolos, estirándolos y amasándolos, para comprobar después que sus caricias no obraban nada en ellos, pues tal como los soltaba, volvían a su forma original, indómitos y salvajes como la propia Angélica.

John sonrió hundiendo los dedos un poco más en la rojiza melena, jugueteó con los tirabuzones antes de apartarlos y poder besar la tersa piel del cuello de la razón de su existencia. Acababan de hacer el amor, al menos él lo sentía así, se había hundido en las profundidades de ese cuerpo al que ya adoraba con devoción, se había perdido entre los pliegues de su cuerpo, entre sus muslos, había degustado el dulce néctar que emanaba de su sexo, la había tomado, por delante y por detrás, en un frenesí descontrolado, salvaje, brutal, que les había catapultado a los dos al paraíso. Más salvaje, más duro, más rápido… Ya no concebía el sexo de otro modo, Angélica hacía que todo su ser se estremeciera, de principio a fin, desde que entraba en la habitación haciéndole el hombre más feliz sobre la faz de la tierra, hasta que salía de ella, dejándolo roto de dolor, pero aún así esperanzado por el siguiente encuentro. Y ahora, tendidos en la cama, calmando su agitada respiración, con los dedos hundidos en su melena y los labios acariciando la nívea piel de su hombro, se sentía más en éxtasis que segundos antes en pleno orgasmo.

Por más que lo intentaba, no encontraba una razón plausible para no estar juntos. ¿Carlos? Estaba claro que él ya no pintaba nada allí. El destino, el azar, o quien fuese que manejara los hilos de sus vidas era el causante de todo eso, de haber puesto a ese endemoniado ángel en su camino justo en el momento en el que más lo necesitaba. Lena había socavado su ánimo y su control, mientras que Angélica había llegado para recoger los frutos de esa extraña situación.

—Carlos no está —dijo John cuando Angélica inició el movimiento para alzarse de dónde habían permanecido demasiado poco rato. Y es que cada vez que ella se alejaba de su lado, él sentía que moría un poco de manera casi agónica.

—Lo sé —reconoció la mujer terminando de levantarse de la cama, dejando la impronta de su cuerpo perfilada en el colchón. John la observó cómo empezaba el ritual de volver a cubrir su cuerpo con la ropa, no le gustaba, prefería cuando se desnudaba.

—Y no volverá en unos días —añadió John volviéndola a devorar con la mirada, jamás podría cansarse de ella, de su perfecto cuerpo, su sonrisa embaucadora, sus ojos fríos… el color del infierno en sus cabellos.

—Eso también lo sé cariño —respondió con condescendencia terminando de ajustarse los vaqueros.

—Podrías dormir aquí, conmigo —propuso él de pronto, incorporándose de un salto con un destello de felicidad iluminando su mirada.

—Que rico —exclamó Angélica alborotando su pelo en un gesto fraternal.

—Lo digo en serio Angy… quédate, al menos esta noche, por favor —suplicó esperanzado alargando la mano para retener su marcha.

—John… mi pequeño y dulce John…

—Quédate, déjame saber qué se siente al dormir abrazado al cuerpo de la mujer que amas…

Pero no obtuvo respuesta, solo la que le ofreció el gesto de verla desaparecer cerrando la puerta tras de sí. Dejándolo como siempre solo, herido en lo más hondo sin que pudiese ser consciente de ello. Esa llaga que había empezado a sangrar sin que nadie se diese cuenta de eso.

Y día tras día, noche tras noche iba hundiéndose un poco más en el fango que rodeaba esa relación, como si de unas arenas movedizas se tratara, pues cuanto más intentaba liberarse, más atrapado se encontraba, se iba hundiendo poco a poco y pronto ya no podría salir. Ya no era capaz de ver con claridad nada que emanara de Angélica, y hasta sus desprecios, sus desplantes y sus artimañas, para John eran lo más parecido al amor que pensaba que jamás iba a experimentar. Alguien dijo una vez que uno recibe el amor que cree merecer, y para John, todo lo que le ofrecía Angélica era a lo máximo que se podía permitir aspirar. Estaba tan próximo a tocar fondo que no podía ni darse cuenta de ello, y recogía con devoción cada migaja de cariño que ella le regalaba.

Vivía pensando en ella. Dormía pensando en ella, se movía como movido y empujado por la fuerza gravitacional que emanaba de ella. Angélica recorriendo sus venas, todo su organismo, socavando su mente, colándose a traición en todo su ser. Dominándolo por completo, subyugándolo y arrebatándole el poco control que le quedaba.

Y así se quedó, devastado y solo en esa habitación, pero de pronto un destello cruzó su mente, unas palabras dichas al azar en medio de una conversación banal. Se vistió de manera apresurada para poder llegar al centro comercial antes de la hora del cierre.

John saltó del coche con el ánimo renovado. Llegaban las navidades, unas fechas que de por sí no le hacían especial ilusión, pero estaba decidido a que eso cambiase. Se sentía extrañamente feliz. Era insólito, pues por momentos solo era capaz de ver lo malo de las cosas, el lado oscuro de todas y cada una de las situaciones que acontecían a su alrededor, sin embargo de pronto algo lo empujaba hacia arriba y todo le parecía maravilloso, aunque si bien no estaba en un momento de perfección, él se empeñaba en ver nada más la parte positiva de la historia. Y esa parte no era otra que Angélica.

Así que con la euforia del momento en el que se encontraba, aprovechó para salir de compras, había paseado por el centro comercial, distrayéndose mirando los escaparates, buscando el regalo perfecto para «su chica», y de pronto lo encontró. Llamó su atención desde el escaparate de esa selecta joyería, y no lo dudó un instante. Dos horas más tarde salía de allí con un precioso anillo de oro blanco con sus iniciales grabadas en el interior de la esfera, una J y una A que permanecerían impertérritas al paso de los años, inmutable como sería su amor. John sonrió feliz y apretó la cajita que reposaba en su bolsillo, deseando que llegara el momento de poder dárselo, deseoso de ver la cara que pondría Angélica cuando le declarara su amor.

Estaba tan feliz que decidió hacer una visita a su hermana, se habían visto más esas últimas semanas que en los cinco años anteriores, pero quería recuperar el tiempo perdido con ella, y para ser fieles a la verdad, no tenía mucha gente más con la que poder hablar.

—¿John, estás bien? —Leah se extrañó al encontrarlo frente a su portal cuando llegó de trabajar.

—Solo quería verte —respondió este con media sonrisa guardando el móvil en el bolsillo.

—Repito —indagó Leah abriendo la puerta, y flanqueándole el paso—, ¿estás bien?

—Mejor que nunca —sonrió John abiertamente—. ¿Por?

—Creo que en los últimos años no habías venido tantas veces por aquí como en estos meses —comentó Leah.

—Joder, solo he venido un par…

—¡Y ya son muchas! ¿Ves lo triste? —ironizó Leah, mientras abría la puerta del apartamento.

—Capto la indirecta —contestó John entrando, y dejando la chaqueta colgada del perchero—. He venido a explicarte algo.

—Dispara.

—Un refresco primero, ¿no?

—Depende… —Leah le miró entrecerrando los ojos—. ¿Es bueno o malo?

—Estoy enamorado —soltó sin más John.

—¡¿En serio?! —exclamó emocionada ella dejando caer el bolso y la chaqueta para abrazarle—. ¡Me alegro mucho! ¿Quién es ella?

—La mujer más perfecta del mundo.

—Eso lo dudo —repuso con picardía Leah mirando a Sarah, que estaba sentada en el sofá observando la escena—, pero me alegra mucho John, espero que esto fuera lo que te hacía falta para centrarte de una vez por todas.

—¿Tenemos al niño enamorado? —se burló Sarah desde su posición sin poder evitar una sonrisa socarrona.

—No te rías de él —la regañó Leah.

—Eso, no te rías de mi —entró John en el juego, que aunque el momento era divertido y feliz, algo le impedía sentirlo del todo, no sabía muy bien el qué ni por qué.

—Pues hay que celebrarlo, llama a tu chica y nos tomamos una copa —sugirió Sarah levantándose del sofá.

Y ahí estaba el quid de la cuestión, él y Angélica jamás serían una pareja normal hasta que Carlos saliera de la ecuación, así que estaba claro que, su siguiente paso en toda esa historia, tenía que ser despejar la incógnita.

—No está en la ciudad —mintió para ganar algo de tiempo—, pero os prometo que la semana que viene… —dijo ilusionado y convencido—. El caso es que yo sí quiero una copa, incluso dos.

—¡Genial! —exclamó Leah divertida—. Voy a ponerme mona.

—Joder —gruñó Sarah en un susurró, y se dejó caer de nuevo en el sofá acomodándose—. Siéntate, ese proceso puede llevarle horas.

—¡Te he oído! —la reprendió Leah desde el fondo del pasillo.

Fue una noche divertida, como hacía tiempo que no pasaba, quería mucho a su hermana y a Sarah, y se alegraba que ambas se hubiesen encontrado, esperaba que él y Angélica fuesen esa clase de parejas que despertara la admiración, los celos y la envidia del resto. Como sucedía con ellas dos, que irradiaban un aura de amor y complicidad que ponía los pelos de punta.

Después de una noche épica, vino un amanecer algo resacoso. Ese día al despertar el piso se encontraba vacío, no olía a café, ni escuchó la risa de Angélica al otro lado del pasillo, esa risa que se clavaba en él haciéndole sentir un dolor placentero. Abrió el primer cajón de la mesilla de noche para poder observar el anillo, sonrió como un tonto acariciándolo con la yema del dedo. Era sencillo aunque perfecto. Eligió una ubicación más acorde con el valor que tenía y decidió esconderlo donde había guardado también la botella de whisky de Heit, cuando se lo diera, brindarían con ella.

Sintió el peso de esas paredes al comprobar que realmente Angélica no estaba en el piso, y no sabía ni si había dormido allí lo que le supuso un gran pesar que arrastró a lo largo de la jornada, esa que se había vuelto tediosa y repetitiva. Empezaba a odiar todo lo que le rodeaba, todo lo que no implicara estar con ella, aunque no pudiese hablarle ni tocarle, hasta ese momento se había conformado con solo mirarla, pero cada vez arraigaba con más fuerza la idea de mandarlo todo al traste y hacerla suya, en cuerpo y alma.

Esa mañana en particular había resultado pesada hasta la saciedad, desde las clases hasta la comida que había hecho en solitario en el bar de la facultad. Estaba cansado y solo pensaba en el momento de regresar al apartamento. A media tarde, después de un infructuoso paseo hasta la biblioteca se había encontrado con algunos compañeros que no le habían dejado negarse a tomar algo, la verdad era que no le apetecía, sin embargo regresar al apartamento sabiendo que ella no estaría hasta la noche, tampoco era que le gustara como idea. Se dejó caer hacía atrás en la silla, con la mirada perdida en el otro lado de la cafetería, sin mirar nada en concreto, simplemente su vista había quedado fija en ese punto sin motivo alguno, mientras a su lado las voces de sus compañeros llegaban hasta él como un lejano eco, del cual adivinaba palabras sueltas, sin poder centrar del todo su atención en lo que decían.

Envidiaba su simplona felicidad, y quería unirse al jolgorio, a las risas, a los comentarios jocosos, al día a día que hacía tan solo un año le había resultado tan normal y reconfortante, pero no podía, era como que algo le impedía intentar recuperar la normalidad. Y cuando lo intentaba, una voz saltaba dentro de su cabeza y le advertía que iba a fracasar.  

—¡Es que es una pasada! No se le escapa una —dijo uno con admiración hacía algún compañero sentado en otra mesa de la cafetería.

—Qué cabrón… —respondió otro fijando la mirada hacia el objetivo de su asombro—. Joder con el «cara bonita», ¿qué tiene él que no tenga yo?

—Dinero —se mofó Liam.

—Pues qué queréis que os diga, a mí no me convence, demasiado frívolo todo —repuso Leo.

—A ti te voy a dar frivolidad, ¡a hostias! —se burlaron.

—Venga Leo, lo suyo es ir de flor en flor, divertirse y pasárselo bien —rio en ese momento Liam—. ¡Es lo que nos toca ahora! No como tú, ya pensando en boda… eso no es normal.

—Claro, ahora nos toca follar como cosacos —sentenció otro.

—¡Exacto! —ratificó Liam.

Estaba sentado justo a la derecha de John, que con gran esfuerzo arrancó la mirada de ese lugar dónde la había dejado perdida y la fijó en su compañero que aún tenía la carcajada dibujada en la curvatura de sus labios. Intentó, no sin un tremendo esfuerzo, retomar esa conversación en la que había perdido el interés al poco de comenzar. Como le ocurría casi siempre en las últimas semanas.

—¿Y no lo puedes pasar bien siendo hombre de una sola mujer? —defendió Leo, que sentado frente a él, oscilaba la mirada entre sus interlocutores, a pesar de que John llevaba rato sin decir una palabra.

—No tienes puta idea de lo que hablas chaval, a ti te ha comido el coco Disney y su puñetera madre… ¿Verdad John, tú que piensas?

—Pues… —John vaciló, aunque ahora sí los miraba, su mente seguía dispersa aún.

¿Ser hombre de una sola mujer? ¿Mujer de un solo hombre? ¿Mujer de tres hombres? ¿Ser capaz de compartir el amor? Había compartido a Lena sin que eso le pesara lo más mínimo, pero Angélica… se le revolvía el estómago solo de pensar que Carlos osaba siquiera rozar su piel. Todas esas cuestiones y algunas más afloraron en su mente, mientras sus amigos aguardaban una respuesta por su parte. Suspiró, dejando poco a poco todo el aire retenido en sus pulmones.

—Si me hubieras hecho esta misma pregunta hace cosa de un año, le habría dado la razón a Leo —respondió mirando directamente a Liam—. Pero ahora sé que el amor como nos lo han vendido es una mierda y no existe… es químicamente imposible que solo te atraiga una sola mujer a lo largo de tu vida, es más, diría que psicológicamente es hasta insano, así que por mi salud mental y la de todos, ahora mismo me inclino más por lo de ir de flor en flor.

—Mejor sería decir que ellas van de capullo en capullo.

—Llámalo H —repuso Liam a Leo.

—Prefiero centrarme en buscar a una mujer que sepa tocarme el alma, no solo la polla —sentenció Leo con convicción, y se dejó caer hacia atrás cruzando ambos brazos a la altura del pecho.

John observó un segundo a Leo, a pesar de su juventud parecía esa clase de tíos que sabían exactamente lo que querían de la vida, él pensaba que también era así. Tenía un plan, puede que no uno muy elaborado, pero lo tenía. Vivir a tope con sus amigos, terminar la carrera, ejercer de médico, conocer a una chica y enamorarse… vivir felices, tener un crío o dos. Fin. Era el típico plan, aunque tampoco le parecía tan malo entonces, sin embargo llegó Lena, irrumpió en su vida poniéndola patas arriba, Max y Heit le habían dado la espalda, y Angélica… Definitivamente ella era lo único bueno a lo que podía aferrarse en ese instante. Liam soltó uno de sus comentarios y todos lo jalearon ruidosamente, pero John se había quedado anclado en ese pensamiento, ¿qué había sido de su plan? ¿En qué momento había cambiado de rumbo? Lo que más le angustiaba ahora era: ¿sería capaz de volver a esa idea inicial? Había vivido a tope con sus amigos, aunque ahora ya no lo fuesen, no había terminado la carrera ni ejercido de médico, había tonteado con diversas chicas sin que eso terminara de reportarle nada. Era absurdo, no obstante a pesar de que seguía pensando que ser hombre de una sola mujer podía bien ser un atraso, no podía negar que se había enamorado. Y los ojos de Angélica se dibujaron nítidamente en sus pensamientos. No necesitaba ir de flor en flor cuando tenía todo un jardín al alcance de su mano. El jardín prohibido, pero después de todo, cada vez tenía más claro que debía internarlo, ¿por qué no? Había descubierto el gusto por lo complicado. Angélica era «su chica» y nada ni nadie, y mucho menos Carlos, lograría interponerse entre él y su felicidad, una felicidad con nombre de mujer.

Se levantó de pronto.

—¿Dónde vas? —preguntó sorprendido Liam.

—A por esa mujer que ha tocado mi alma.

—¿Y la polla? —preguntó casi en un grito su amigo ya que John se dirigía a la salida.

—¡También!

«Y de qué manera» pensó.

Perder el rumbo era algo metafórico, pero podía llegar a convertirse en algo tan real que asustaba, y John a esas alturas, era consciente que había perdido toda dirección. Que si bien había pasado largos años trazando su mapa de ruta, hacía más de un año había elegido el camino equivocado. Y en ese momento estaba todo lo decido que podía estar, que era mucho, y a la vez muy poco. Esos meses le habían llevado al borde de la locura, transitando en esa delgada línea que separaba lo real de lo irreal. Cuando entró en el piso lo hizo con determinación y arrojo, lo hizo pisando fuerte, con la cabeza alta y el corazón latiendo a mil por hora, decidido a saltar y volar, pues eso era ella para John, su sueño, y con cada beso podía llegar a rozar las nubes con la punta de los dedos, en su mente no se dibujaba el fracaso, no pensaba que pudiese saltar y caer.

Ella le había buscado, ella había ido a él, por ende, ella tenía que amarlo, a pesar del miedo y la reticencia de dejar a Carlos, podía entenderlo, no era fácil romper con lo que uno conocía para enfrentarse a lo desconocido, pero él estaba dispuesto a ponerle las cosas más fáciles. Que supiera que él también le quería, que anhelaba con cada fibra de su ser estar con ella, día y noche, en lo bueno y en lo malo, hasta el fin de sus días. Que su única misión en la vida era quererla y hacerla feliz. Que estaba dispuesto a dárselo todo, si le pedía la Luna se la daría en bandeja de plata. Por un segundo pensó en ir a coger el anillo, pero no podía pensar, si lo hacía, volvería ese John cobarde que se amilanaba con todo. Estaba dispuesto a construir a medida su propio destino, y en ese futuro solo estaba ella.

Angélica estaba recostada en el sofá, con las piernas recogidas sobre los cojines cubiertas con una manta, leía un libro, que dejó con solemnidad sobre su regazo al ver entrar a John. La observó solo un segundo, si esperaba más, todo el discurso se difuminaría y perdería el momento. Su momento.

—Pareces acalorado —le dijo Angélica nada más verle aparecer.

Y sin darle tiempo a nada más, John se plantó frente al sofá, clavando su profunda mirada en ella. Respiró un segundo solo para tomar impulso, cerrar los ojos y saltar, confiando en que el paracaídas iba a abrirse. Si algo le sobraba en ese preciso momento era seguridad.

—Te quiero —soltó sin pensar—. Angélica te amo, estoy total y profundamente enamorado de ti —y dicho esto se arrodilló delante de ella y cogió una de sus manos para acunarla entre las suyas—. Te quiero más que a nada en el mundo, con toda mi alma y no puedo estar ni un solo segundo más sin ti, sin saber que eres mía, tan mía como yo soy tuyo…

—Estás de broma —soltó entre dientes y con evidente nerviosismo, estirando con fuerza para recuperar la mano que John había apresado.

—Estos meses han sido una locura, pero… es una locura que estoy dispuesto a vivir el resto de mi vida.

—Basta John —susurró.

—Angélica, por favor, dime que sientes lo mismo que yo, que para ti este tiempo ha sido tan especial como lo ha sido para mí, que nos espera un futuro juntos felices los dos… ¡Dime que me quieres!

—Te quiero —gruñó una profunda voz desde la puerta del salón.

Carlos observaba la escena desde esa posición, viendo como su mujer era cortejada por ese muchacho imberbe y flacucho, y a pesar de que en un principio, sus primeras palabras le habían ocasionado un mudo ataque de risa, algo en ellas le había puesto en alerta, y es que de pronto sus sospechas eran confirmadas, tampoco es que lo necesitara. Hacía ya tiempo que se olía algo, a pesar de que esperaba que su mujer no hubiese sido tan estúpida y temeraria.

—¿En serio Angy? —inquirió sin dejar ver el enfado en el tono de su voz.

—Carlos yo… —dijo ella dando un traspié al levantarse—. No es lo que parece cariño…

—Joder nena —se lamentó el hombre apesadumbrado—. ¿De verdad?, ¿con este? —inquirió con mezcla de incredulidad y asco—. ¿Es que no hay más niñatos en el mundo?

—Lo lamento Carlos —habló John que a pesar de estar aún agitado porque Calos estuviese en casa, intentó imprimir seguridad en su voz y postura, irguiéndose de pronto y hablando con pasmosa y fingida tranquilidad—, las cosas han ocurrido así y…

—¡Oh venga! —exclamó Angélica—. ¡Cállate ya!

—Angy… —la miró confundido.

—Hazle caso muchacho, será mejor que cierres la boca si no quieres que sea yo quien te la cierre de un puñetazo… o qué cojones…

Carlos no tardó ni dos segundos en replantearse su posición de pasividad, y se lo hizo saber a John estampando su puño justo a la altura de su nariz. Se había movido tan deprisa que lo había cogido desprevenido. El dolor fue lacerante, empezó en esa zona de su rostro, pero enseguida ascendió a su cerebro, electrizándolo durante un segundo para hacerlo llorar de dolor justo después.

Y dolía, dolía muchísimo, pero la pasividad de Angélica le hizo sospechar lo peor. ¿Por qué no hacía nada? ¿Por qué no intentaba detener a Carlos?

—¡Maldito niñato! —gruñó Carlos que no estaba aún satisfecho y volvió a golpearlo con saña, esta vez un certero puñetazo en el estómago que hizo que John se replegara de dolor—. Te lo dije, mira que te advertí ¡que no tocaras mis cosas! —vociferó dando así rienda suelta a su descomunal enfado—. ¡Te lo mereces! —escupió Carlos a un palmo de su cara—. ¡Mis cosas no se tocan! ¡Maldito gilipollas! Pero defiéndete —le instó—. ¡Defiéndete! —le gritaba aún más enfadado viendo su inmovilidad.

Era una pelea desigual, Carlos era un hombre curtido por el tiempo y los golpes de la vida, John no tenía oportunidad alguna de salir indemne de esa situación, aunque tampoco hizo mucho por evitar ser vapuleado, pues sus ojos se habían clavado en los de Angélica que lo tenían desconcertado, no podía entenderlo, o más acertado sería decir, que no quería comprenderlo, esos ojos que adoraba le escupían frialdad, indiferencia y nada que pudiera hacerle pensar en un solo atisbo de amor.

—Te dije —silabeó Carlos propinándole un golpe—, que no —otro golpe— tocaras —un golpe más— mis cosas.

Su confusión era tal que en ningún momento pugnó por intentar detener o razonar, con el hombre que estaba dejando caer una lluvia de puños sobre su cuerpo. Sus gritos eran como un eco lejano al que ya no podía llegar, como si lo escuchara desde otra dimensión, y se dio cuenta que hasta los golpes habían dejado de doler y tan solo podía mirarla a ella, que ahora apartaba la mirada con total indiferencia y con esa visión tan desconcertante, John se abandonó y perdió el conocimiento.

Un profundo color negro lo engulló.

 

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