John

John


Capítulo 8

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Capítulo 8

«Te dije que no te acercaras a ella, te lo advertí».

En ese estado de semi inconciencia en el que se encontraba, solo esa frase se repetía una y otra vez en su cabeza como en bucle. Esa advertencia meses atrás formulada, ese tácito compromiso, ese respeto a lo ajeno que, sin buscarlo ni pretenderlo, había agraviado.

Cuando despertó no tenía claro dónde se encontraba, le costó mucho tomar conciencia que se hallaba en una aséptica habitación de hospital. Intentó moverse, pero pronto se dio cuenta que era un intento inútil, estaba o demasiado sedado o demasiado dolorido para poder hacerlo. De reojo miró hacía la butaca frente al gran ventanal por donde entraba el sol, allí estaba su hermana Leah, que dormitaba acurrucada de medio lado. Quiso llamarla, sin embargo la voz no le salió. Cerró los ojos. Todo le daba vueltas y un sinfín de imágenes sin sentido se mezclaban en su agitada mente, como si fuese un caleidoscopio, a cada vuelta que daba, todos los trozos se alineaban para mostrarle una escena diferente, algunas de ellas surrealista. Se sintió mareado y a punto estuvo de vomitar.

Los meses vividos junto a Lena tomaron la delantera a cualquier otro recuerdo, como si en sus casi veintiséis años de vida, esos siete meses fuesen los que hubieran calado más hondo en su subconsciente. Y al pensar en ella, no pudo evitar sentir una punzada en medio del estómago, tan fuerte y tan real que se quedó por un segundo, sin poder respirar. Intentó coger aire, pero le era imposible y la angustia se apoderó de él haciendo que empezara a agitarse sin control.

—¡John! —chilló Leah levantándose de pronto—. ¡Ayuda! —aulló mirando hacia la puerta abierta que daba al pasillo—. ¡Un médico! ¡Por favor, ayuda! —siguió chillando rozando el histerismo.

Segundos después la habitación se llenó de enfermeras que hicieron a Leah a un lado, aunque no terminó de salir como le habían indicado, pues no podía apartarse de su hermano, que parecía que había recobrado la conciencia en medio de convulsiones. Rompió a llorar presa del miedo y los nervios acumulados en esos tres largos días esperando que John recobrara la conciencia.  Una enfermera la tomó del brazo para finalmente hacerla salir fuera de la habitación, y una vez en el pasillo, lloró desconsolada apoyando la frente en el cristal viendo ese ir y venir de médicos que intentaban estabilizar a su hermano sin terminar de conseguirlo.

En esa cama, John sintió tanto dolor en su interior, que pensó que no sería capaz de sobrevivir a ello, sin embargo de pronto algo empezó a quemarlo por dentro y de repente todo fue calma, cuándo por fin volvió a abrir los ojos, por la ventana ya no entraban los reconfortantes rayos del sol invernal, sino la tenue luz de la Luna. Su hermana estaba de nuevo en la butaca, aunque esa vez se encontraba despierta, observándolo, y en sus ojos pudo ver el alivio cuando sus miradas se cruzaron. Había llorado, la delataban los ojos hinchados y enrojecidos, también se la veía cansada.

—John —susurró Leah levantándose despacio y tomándolo de la mano—. Joder John… —sollozó dejándose caer sobre su pecho.

John intentó abrazarla, pero aún no podía moverse así que se quedó muy quieto hasta que Leah dejó de llorar.

—¿Qué ha… qué ha pasado? —quiso saber él.

Pudo notar como Leah temblaba entre sollozos, mientras lo volvía a abrazar como jamás lo había abrazado. Pasaron aún unos minutos hasta que ella se incorporó, lo miró de nuevo y se enjuagó los ojos con el dorso de la mano.

—¿No lo recuerdas? —inquirió Leah intentándose sobreponer a todo el miedo que la atragantaba, él negó con la cabeza.

—Recuerdo… —la mirada de John se perdió por un instante en el que Leah temió que volviera a perder la conciencia, así que apretó más su mano—. No sé… recuerdo…

Angélica. Claro que la recordaba, sus ojos, sus manos, sus caricias, sus desprecios y desplantes, recordaba el dolor y lo mucho que la quería, y de pronto todo vino a su mente. Volvió a sentir el mismo sufrimiento de esa tarde, el dolor de cuando a uno le partían el corazón, volvió a sentir la angustia de verse solo, sin ella, rechazado, humillado… Él le había entregado su corazón y ella lo había pisoteado. Y de pronto sacudió su mente esa otra tarde, de unos meses más atrás, lo hizo con total nitidez. Recordó a Lena y como en ese mismo sofá le confesó que lo amaba y él no pudo corresponderla. No pretendía hacerle daño, pero ahora con esa nueva perspectiva que le había dado la vida, entendía el dolor que ella sintió. Él también le había partido el corazón, y ahora sabía lo mucho que podía llegar a doler, de un modo inhumano, insoportable como la propia muerte.

—¿Recuerdas a tu nuevo compañero de piso?

—Carlos —y solo pronunciar su nombre, la bilis subió por su garanta hasta casi atragantarlo con su sabor amargo.

Claro que recordaba a Carlos, y también sabía por qué estaba en el hospital. No hacía falta estar muy lúcido, que no lo estaba, para saberlo. Jugar con lo ajeno era peligrosamente divertido, había gozado durante meses de la parte lúdica, ahora pagaba las consecuencias de la peligrosa. Y es que un hombre deshonrado era un hombre peligroso. Lo había descubierto hacía tres tardes, y solo podía regodearse en lo estúpido que había sido. No le dio tiempo a reaccionar, parecía que en ese piso, todo el mundo golpeaba a traición, aunque para ser fieles a la verdad, aunque hubiese estado advertido, no habría podido hacer nada contra Carlos. El primer golpe dolió, directo a la nariz y de pronto como si algo lo taladrara en el cerebro, aunque ese aciago dolor no fue nada comparado con la mirada de indiferencia de ella, y el hecho de que no hubiese hecho nada por detener a Carlos que lo había golpeado sin piedad, por su estado supuso que bastante rato más después de perder la conciencia.

Miró a Leah que aguardaba aún a su lado, paciente y comprensiva como siempre, así era su hermana, mientras él divagaba rememorando esa tarde, regodeándose en ella como si nada más importara.

—Carlos —repitió él con un hilo de voz apenas audible.

—Puedes denunciarle —dijo ella—, ¡debes denunciarle! —rectificó.

—No.

—John…

—Leah —intentó incorporarse, pero el dolor se lo impidió— créeme si te digo que me lo merezco.

—Pero, ¡qué dices! ¿Te has vuelto loco?

—¿Y papá y mamá? —el rostro de su hermana se ensombreció por un instante, y no hizo falta que dijese nada, John conocía a la perfección la respuesta a esa estúpida pregunta, que no sabía ni por qué había formulado—. No pasa nada Leah, siento que hayas tenido que pasar por esto sola.

—Eres mi hermano —dijo sin más—. Vino mamá el primer día.

—A ver si seguía vivo —comentó irónico John.

—Estuvo aquí unas horas, parecía muy angustiada.

—Porque nadie supiera que a su hijo le había dado una paliza el marido de su amante —soltó John sin más.

—¿Eso es lo que pasó? ¿En serio? —John se encogió de hombros ¿qué podía decir?—. ¡Venga John! —bufó Leah levantándose de la cama—. ¿De eso va toda esta locura? ¿Te tiraste a la mujer de ese hombre? ¿Se puede saber qué diablos te está pasando? ¡Tú no eres así! —Leah le observó, pero estaba claro que su hermano no iba a decir nada, y a decir verdad, ella tampoco tenía ganas de enfrentar ese tema en ese preciso momento—. Voy a por un café —añadió levantándose sin más.

—Este es el problema de nuestra familia, que en vez de enfrentarnos a aquello que se nos hace difícil, huimos de ello.

—¡No te lo permito! —chilló Leah parándose antes de alcanzar la puerta—. No puedes echarme nada en cara John, no te lo consiento.

—Perdona —se disculpó John rápido.

—Lo has tenido muy fácil, el ojito derecho de papá y mamá… ¡El futuro prometedor de la familia! ¡El hijo prodigo! ¡El gran médico!

—Joder Leah, acaban de darme una paliza, no sé ni lo que digo, yo no quería decir eso… Perdona.

—Lo sé —susurró saliendo de la habitación para que su hermano no la viera llorar.

—Ellos lo habrían entendido —le gritó John, pero Leah desapareció por el fondo del pasillo—. Joder —gruñó cabreado consigo mismo por haberle dicho eso a su hermana.

Sus padres jamás habían aceptado la condición sexual de su hija, de haberse sabido habría sido un verdadero escándalo, y Leah, consciente de ello, había preferido marcharse de casa y buscarse la vida por su cuenta antes que seguir bajo el yugo de esa familia conservadora, que no entendía ni entendería que quisiera estar con una mujer. Sin embargo, John se acomodó a las facilidades que le proporcionaba la posición social y económica de sus padres, estudiar medicina, seguir las normas, hacer lo correcto… era ese pequeño precio a pagar. Que a su hijo modélico le diera una paliza un marido cornudo seguro no entraba en el canon de normalidad que perseguían sus padres. Sonrió sin ganas.

Algún que otro flash del viernes tarde volvió a él, Carlos gritándole a menos de un palmo de la cara, podía notar su aliento y sus escupitajos mojándole el rostro. Estaba fuera de sí, encolerizado, y lo entendía, Angélica era esa clase de mujer por la que perdías la cabeza y el control.

—Angy… —suspiró.

¿Habría ido a verle en esos días? No podía preguntárselo a Leah, o puede que lo que no pudiera fuese enfrentarse a la realidad, esa que le diría que ella no había ido, que no se había preocupado, a decir verdad, su hermana era la única que había pasado noche y día a su lado, sin apartarse un momento de esa habitación.

Leah entró de nuevo con un café en una de las manos y comprobando el móvil con la otra, no dijo nada y volvió a sentarse en la butaca que había convertido en suya tres noches atrás.

—Tienes la nariz rota, los metacarpianos de la mano derecha totalmente destrozados, una fisura en la muñeca y diversas contusiones. Según el médico has tenido suerte de tener la cabeza tan dura, podría haber sido mucho peor —le explicó Leah.

—Bien.

—John, hoy deberías haberte presentado a tu examen, he intentado hablar con la universidad, pero…

—No te preocupes.

Leah dejó el móvil sobre la butaca antes de levantarse y acercarse a su hermano, no lo entendía, lo intentaba, le miraba y sí, era John, los ojos de John, el pelo de John, la manera de hablar de John, pero no era él. Se sentó en el borde de la cama, estaba agotada.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó intentando comprenderlo.

—Que me han dado una paliza —intentó bromear John.

—John, no me toques las narices… Primero Max, volviendo a casa de sus padres…

—¿Cómo está? —quiso saber él.

—Igual… No sé, no lo he visto —sopló—. John, ¿Dónde está Heit?

John simplemente alzó los hombros por toda respuesta, pues era la única que podía ofrecer, no tenía ni idea de dónde estaba Heit, puede que hubiese alquilado otro piso, o que a esas alturas ya hubiera logrado hablar con Lena, puede que los dos fuesen felices en algún lugar paradisíaco del mundo…

—Sabes dónde no están tus mejores amigos, aquí contigo.

—No les culpo.

—No vas a contármelo, ¿no? ¿Es por esa mujer? ¿Os habéis peleado por eso? —John negó con la cabeza—. Está bien hermano… Cuando quieras contármelo, sabes que puedes confiar en mí. Sarah vendrá en un rato a buscarme, ahora que estás despierto y sé que de esta saldrás —dijo guiñándole un ojo—, voy a ir a darme una ducha y a dormir un poco.

—Claro Leah… Gracias por haber estado aquí —dijo John de corazón.

Adoraba a su hermana. Era la mejor del mundo, desde siempre se habían entendido a la perfección, seguramente porque tenían gustos muy parecidos, sobre todo en chicas, sonrió al pensarlo. La vio marcharse junto con Sarah, iban cogidas de la mano y no pudo evitar una pinzada de celos en medio del pecho, que se convirtió en algo más doloroso al percatarse que se había quedado solo en esa fría habitación. Suspiró.

Iban a ser las navidades más tristes de toda su vida. Lo tenía todo pensado y de nuevo el destino o el azar habían obrado a su antojo. Pensó en el anillo, aún estaría en el armario de su habitación. Y a pesar de todo lo ocurrido, tomó una determinación. Cuando saliera de allí, iría a por ella. No aceptaba un no por respuesta. Angélica era la mujer de su vida y no iba a dejar que Carlos se entrometiera en lo que había nacido entre ellos. John cerró los ojos y sin dificultad pudo recrear sus ojos, el suave timbre de su voz, la perfección de su rostro, su cuerpo, la tersura de su piel. La amaba por encima de cualquier cosa y sería suya, porque ya no concebía la vida sin Angélica a su lado. Con los ojos cerrados se dejó llevar a ese paraíso que habían prometido sus besos. Una vida a su lado le parecía corta, soñó despierto con el momento de llegar a casa, cogerla de la cintura y besarla, imaginó ese instante y todo su cuerpo se erizó.

Los siguientes días fueron duros, pero según su médico, tenía una capacidad de recuperación envidiable. Sus padres no se habían pasado ni una sola vez, aunque le constaba que su madre se había interesado por él a través de su hermana. Leah estaba sentada en la butaca, Sarah había ido a por un par de cafés, estaban esperando a que le dieran el alta. John resopló cansado, esos días en el hospital habían sido muy aburridos, y ni la visita de Liam y Leo le había animado lo más mínimo, los apreciaba, pero no eran Max y Heit… Se preguntaba si sus amigos estarían al día de lo que había sucedido y si habían decidido no ir a verle a modo de castigo. Volvió a suspirar para alejar sus pensamientos.

—Deja de resoplar, no tardarán —le dijo su hermana sin alzar la mirada de la pantalla de su móvil.

—Ya —resopló nuevamente.

—No puedes volver al piso —comentó Leah de pronto en un susurro.

—Es mi piso —argumentó John sin entender muy bien a qué se refería su hermana, se sentó al borde de la cama intentando ponerse los calcetines.

—Ya no.

—¿Perdona? —interrogó John sorprendido.

—No me había atrevido a decírtelo, pero… el contrato estaba a nombre de Heit, el casero se ha enterado que él ya no está y ha rescindido el contrato.

—¡Joder Leah! —gruñó enfadado—. ¿Cuándo pensabas decirme que no tengo a dónde ir?

—¡Claro que tienes a dónde ir! —se quejó su hermana—. ¡Con nosotras!

—No —repuso John.

—John…

—No Leah, no, ni de coña… no —negó John levantándose con medio calcetín fuera del pie.

—No seas cabezón —Leah se agachó para terminar de calzarlo.

—No es cuestión de ser o no ser cabezón Leah, es que no quiero ir con vosotras, te adoro, pero no. Además ¿qué pasa con mis cosas?

Leah levantó la mirada y la clavó en Sarah, que acababa de entrar con dos vasos de café solo en la mano. Ambas chicas se miraron y Leah suspiró poniéndose en pie.

—Yo fui a recoger algunas de tus cosas —intervino Sarah— recogí ropa, libros, y los objetos personales, el restó se quedó allí, no creo que el gilipollas «ese» sea muy comprensivo dada la situación, pero… podemos intentarlo y yo puedo acompañarte.

—¿Carlos se ha quedado el piso? —gruñó John con incredulidad.

—Lo siento —respondió Leah apesadumbrada.

—¡Joder! Maldita la hora… que ojo tengo.

—Las cosas de Max seguían allí, o puede que ahora «ese» ya las haya tirado.

—Bueno, no importa —suspiró John con resignación, ¿algo más podía salirle mal? Leah se acercó a él para ayudarlo con los botones de la camisa—. Tengo que ir al piso igualmente.

—¿Qué? —Leah alzó la mirada hasta clavarla en él—. ¡No! —dijo rotunda.

—Tengo que ir —sentenció.

—¿¡Estás de coña?! —Leah no daba crédito, John se había vuelto loco de remate, él, que siempre había sido un remanso de paz y de cordura ahora parecía que no hilaba un pensamiento cuerdo, suspiró y buscó en Sarah el apoyo que necesitaba, pero ella parecía que quería mantenerse al margen, y la comprendía.

—Leah, tengo algo que hacer allí.

—¿Ella? —inquirió sin poder ni querer disimular el asco que sentía por esa mujer que ni conocía. John no respondió, cosa que la molestó aún más—. No ha tenido ni el jodido detalle de preguntar por ti —escupió su hermana cabreada.

—Leah tranquila —instó Sarah.

—¡Estoy tranquila! Es solo que no entiendo cuando el perfecto de mi hermano se ha vuelto un imbécil integral, incapaz de ver la realidad que le rodea.

—Te estás pasando Leah, no sabes nada, entre Angélica y yo…

—Entre «esa» y tú, ¿qué? ¿Amor? No me hagas reír John…

—Entre ella y yo hay algo que nada ni nadie podría romper —comentó John.

—¡Eres un idiota! —exclamó Leah alzando las manos al cielo totalmente exasperada, cabreada con él y consigo misma por no ser capaz de hacérselo entender—. ¡Eres tonto! —se lamentó.

—No puedes entenderlo, la quiero.

—¿La quieres? —Leah soltó una carcajada nerviosa—. Ella a ti no —espetó con frialdad.

—¡No tienes ni puta idea! —gritó encolerizado John—. ¡No! Tú no sabes nada, ella… ella es… y yo… ¡Joder Leah! —concluyó nervioso sin terminar de poder decir nada.

—Será eso —respondió ella enlazando la mano con Sarah— no tengo ni puta idea… Vamos —dijo tirando de su novia.

—No puedes dejarlo aquí Leah —dijo Sarah.

—Claro que puedo… es mayorcito —le respondió a Sarah, pero de pronto se paró y volvió a dar un par de pasos hacia su hermano—. John, te quiero. Cuando te des de frente con la realidad ya sabes dónde estamos, las puertas de nuestra casa estarán siempre abiertas para ti, aunque seas un gilipollas.

—Leah, espera…

—No John… primero pégate la hostia, otra vez… —se lamentó su hermana, convencida que era lo que debía pasar—. Sabes dónde encontrarme después.  

Las vio desaparecer por el final del pasillo, aún miraba en esa dirección cuando el médico le sorprendió entrando para darle los papeles del alta.

Cuando abrió la puerta del apartamento miles de sensaciones le embargaron, miedo, angustia, emoción… sabía que Carlos no estaría, aunque tampoco podía estar seguro de que ella estuviese. Por suerte no habían cambiado aún el bombín. Intentó cerrar con sigilo, pero esa vieja puerta era imposible que dejara de chirriar. Se quedó allí plantado, hasta que escuchó sonidos en la que siempre había sido su habitación. Y allí estaba ella, como siempre tan hermosa, sentada en la que había sido su cama, y no pudo evitar pensar en las cosas que habían pasado sobre ese colchón. Ella alzó la mirada para clavarla en él, tenía los ojos color de la miel, preciosos y perfectos, toda ella lo era, la perfección hecha mujer, y él tenía la suerte de que fuese solo suya, al menos lo había sido a ratos y en algún momento futuro lo sería por entero. Sonrió embargado por ese profundo sentimiento que ella hacía aflorar en él, como que todo fuese a ser posible, hasta el infinito y más allá, una sensación de ingravidez tal que le hacía flotar. Ella era su musa, su droga, su media naranja, su alfa y su omega. Era su todo, su destino. Volvió a sonreír embelesado.

—Sabía que hoy iban a darte el alta —dijo Angélica.

—¿Lo sabías? —quiso preguntarle cómo, pero supuso que, a pesar de lo que decía Leah, ella si se había preocupado por él, no podía ser de otro modo.

—Carlos —dijo sin más— me dijo que no quería que viniera hoy al piso, no ha cambiado el bombín para que pudieras terminar de recoger tus cosas.

—Cuanta amabilidad —dijo con sorna—. Te dijo que no vinieras, pero estás aquí —sonrió.

—No se me da bien acatar órdenes y tenía curiosidad.

—¿Curiosidad? Lo sabes todo de mi…

—Sé todo lo que me has dejado ver, o todo lo que he tenido intención de conocer, a decir verdad, tampoco me interesaba saber mucho más —comentó ella.

—Recogeré algunas cosas y podremos irnos —alegó John.

—¿Irnos? —inquirió ella alzándose, era majestuosa, su sola presencia llenaba la habitación—. Sabes, al principio fue divertido, la novedad, un chico joven con ese vigor que os da la testosterona —sonrío—, después pensé que simplemente eras uno más, un buen polvo pero insulso e insustancial como el resto, aunque hubo algo… No te sabría decir exactamente el qué ni el momento exacto en el que me di cuenta de que tenías algo más…

—No… creo que no te entiendo —John se sentía confundido, la medicación, el dolor y sus palabras. Tenía la mente con neblina y le estaba costando mucho seguir su hilo argumental.

Angélica abrió el primer cajón de la mesilla y sacó de allí unos papeles, John sabía exactamente lo que eran y verlos en sus manos hizo que le diera un vuelco el corazón.

—Sabes, ahora me encajan muchas cosas —dijo Angélica alzándolos—. No me confundí contigo cuando intuí que había algo más. ¿Dónde está ella ahora? —preguntó clavando la mirada en él.

—Ella ya no importa.

—La trama se pone de lo más interesante —siseó Angélica entre dientes—. ¿La matasteis?

—¿Qué? ¡No! ¡Claro que no!

—Podría ser… un mal golpe, uno de esos «correctivos»… A alguno se le fue de las manos y… —Angélica alzó los hombros.

—Ella se marchó —la cortó John.

—¿Disfrutaste? —inquirió Angélica hurgando en el fondo de su siempre translúcida mirada. Le había parecido un buen chico de primeras, para poco a poco y conforme le iba conociendo, ir cambiando de opinión—. Siempre he sentido curiosidad… ¿La golpeabas? —y aguardó la respuesta, que no llegó, aunque no hizo falta—.

Te corriste de placer solo con pensar en hacerle daño y verla sufrir —chasqueó la lengua satisfecha de la reacción de él—. Eres un sádico pervertido.

 —¿Qué importancia puede tener eso ahora? —John cada vez estaba más confundido y no pudo evitar alzar la voz, sus palabras le estaban haciendo mucho daño.

—Ninguna, solo era curiosidad, has pasado a ser un poco más interesante, que pena que ya sea tarde.

—¿Tarde? ¿Tarde para qué?

—Simplemente tarde. Bueno, voy a dejar que recojas lo que tengas que llevarte, esta noche tenemos la cena de navidad de la empresa, debería empezar a arreglarme.

—¿Tenemos una cena?

Angélica soltó una carcajada que inundó el apartamento por entero, lo miró con ternura, como quien mira a un niño que acaba de preguntar por que el sol viene y se va.

—Eres tan tierno… —se lamentó—. En fin… me voy, ya sabes que a Carlos no le gusta que le haga esperar.

—Pe-pero… ¿Carlos? ¿Y qué pasa con nosotros?

—¿Qué nosotros?

—¡Nosotros! —gritó John siguiéndola por el pasillo en dirección al salón—. Nosotros, tú y yo, juntos, ¿recuerdas? Para toda la eternidad.

—Que rico…

—No lo entiendo.

—¿De verdad llegaste a pensar que...? —Angélica soltó una nueva carcajada que se clavó en John como una afilada daga, pero ni punto de comparación con las palabras que ella pronunciaría a continuación—. Has pasado de tierno a ridículo —y acompañó esa tajante afirmación con una mueca de desprecio en el rostro.

—Me dijiste que me querías… —susurró él sintiendo como el mundo se desmoronaba bajo sus pies—. Yo... yo te quiero Angy… yo…

—Tú, tú, tú… —repuso Angélica con sorna—. No seas patético John, ¿de verdad pensaste que teniendo al lado a alguien como Carlos yo…? —Angélica no pudo evitar volver a reír—. Ha sido divertido, no lo niego. Nos lo hemos pasado bien, pero entre tú y yo jamás podría haber nada, a mí me gustan los hombres de verdad. Pensé que eras un chico listo John, aunque ya veo que me equivoqué contigo. Solo ha sido sexo, diversión… nada más.

«Nunca podría haber nada más allá». Las manos de John se apretaron en dos fuertes puños. Se sentía dolido, usado, humillado… él le había entregado su corazón y ella solo lo había pisoteado. Era ridículo, ella tenía razón, era un ser patético, enamorado de esa pérfida mujer que disfrutaba viéndole sufrir, sin embargo él la quería, la quería mucho y la necesitaba, cada vez que Carlos rozaba su cuerpo él sentía ganas de lanzarse sobre él y arrancarle la cabeza. Él lo haría todo por ella, lo que le pidiera, decía que su vida estaba unida a Carlos, pero ¿y si Carlos no estaba? Ellos podrían ser libres de estar juntos, ellos para toda la eternidad, ellos… Se mareó, tantas ideas bailando dentro de su cabeza hicieron que se mareara.

—Nunca habrá un nosotros. Somos Carlos y yo, tu simplemente le has mantenido la cama caliente mientras no estaba.

John sintió como si un abrasador fuego empezara a quemarle por dentro, de pronto su sangre bullía y su razón estaba tan próxima a nublarse que se estremeció. Alargó la mano para cogerla, para abrazarla, necesitaba rodear su cuerpo y que ella sintiera lo mucho que la adoraba, que sería capaz de matar y morir por ella, sin embargo cuando su mano estaba a punto de alcanzar esa tan ansiada piel, Angélica se retiró un paso, dejándole huérfano de su calor. John alzó la mirada para encontrarse con el hielo que desprendía la suya, no, era peor que eso, no era que lo mirara con frialdad, es que lo miraba con desprecio, como si él no fuese nada, se sintió un nadie, y de pronto todo lo que habían vivido se tornó oscuro y siniestro, todos esos momentos que su mente atesoraba como los mejores de su vida se volvieron aciagos, amargos, imposibles de tragar. En tan solo un segundo todo lo que tenía dentro cambió.

Hizo un vano intento más por acercarse a ella, pero Angélica solo lo apartó acompañando el gesto de desdén con una carcajada fría y siniestra.

—Te necesito—consiguió decir John.

—Tú puedes necesitar lo que quieras, que más me da a mí —repuso Angélica con desprecio.

—No puedes dejarme.

—No te dejo John, no te dejo porque jamás me has tenido, ¿es que no lo entiendes? ¿Tan estúpido eres? —le preguntó.

—¡Eres mía! —vociferó John con una voz salida directa de sus entrañas, donde se estaba gestando todo el dolor.

—Soy de Carlos.

—Eres mía —volvió a gruñir John, ahora sí asiéndola de la mano con fuerza.

—Lena también era tuya y se marchó, puede que estés condenado a no tener nunca nada que te pertenezca.

John lo vio todo oscuro a su alrededor, como si alguien hubiese apagado las luces de su lucidez. Y la mención de Lena en boca de Angélica fue el colofón final, más de lo que pudo soportar.

—Mía —repitió con voz ronca y alargó la otra mano para agarrarla, hundiendo las uñas en el contorno de su muñeca.

—Suéltame John, no hagas más el ridículo.

—Tú eres mía —sentenció él clavando la mirada en ella.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó desafiante Angélica.

—Coger lo que me pertenece.

—No tienes lo que hay que tener… —le retó muy segura de sí misma.

John tiró de ella con fuerza para besarla, pero Angélica movió el rostro para impedir que sus labios le alcanzasen, John estaba fuera de sí, humillado, dolido, perdido, loco. Total y absolutamente loco. La agarró con desmesurada fuerza tirando de ella con una mano, mientras con la otra la agarró del pelo para obligarla a recibir sus besos. Ella se resistía, se movía inquieta, incluso gritaba, pero John no era capaz de reaccionar, necesitaba más, la necesitaba a ella. Necesitaba esas migajas de amor que le había ido dando a cuentagotas. Logró reducirla y pronto Angélica estaba ya tendida en el suelo, con el esfuerzo su vestido había ido ascendiendo y ahora estaba enroscado a la altura de su cintura, dejando sus muslos y su ropa interior al aire. John observó un segundo ese cuerpo que le hacía perder la cabeza, que había aprendido a amar y necesitar a partes iguales.

Se tumbó sobre ella y siguió buscando sus labios, besándola, lamiendo su rostro, su saliva se mezcló con las lágrimas de ambos, que tiñeron los besos de un sabor salado.

—Te quiero, te quiero —susurraba él enajenado.

—Déjame John, suéltame… ¡Para! —chilló Angélica presa del pánico, y consciente más que nunca de lo que le iba a pasar.

—No puedo parar de quererte ¡es que no lo ves!  Me has embrujado.

Consiguió liberar su erección de la prisión tejana dirigiendo la punta de su miembro hacía su vagina, tanteó hasta encontrar su entrada, que estaba húmeda y caliente, y de una sola embestida se introdujo dentro de ella haciendo el tanga a un lado. Entraba y salía entre sacudidas y zarandeos, mientras ella le empujaba con ambas manos en el pecho y él buscaba con desesperación esos besos que noches atrás le habían hecho soñar con un futuro lleno de dicha y felicidad. Ahora el futuro se desvanecía a cada embiste.

—No puedes dejarme —sollozó John dejando caer la cabeza entre sus pechos, pero sin dejar de penetrarla—. Eres mía… solo mía, eres mía, te quiero, te quiero Angy por favor, te quiero…

Siguió las acometidas sin ritmo, pero con una necesidad perentoria, se ahogaba. Moría, a cada penetración moría un poco más, pero no había nada mejor que perecer dentro de ese cuerpo que tanto amaba. Agarró con fuerza su cintura para dar un último empujón derramándose dentro de ella y se dejó caer abatido sobre su cuerpo llorando, susurrándole lo mucho que la amaba.

—Eres un puto psicópata —gruñó Angélica entre dientes empujándolo para sacarlo de su interior—. Jamás… ¿me oyes? Jamás volverás a ponerme una mano encima —se levantó dejándolo a él tirado en el suelo—. Hagas lo que hagas en esta vida, siempre serás escoria John. 

—Angélica yo… —dijo tomando conciencia de lo que acababa de pasar.

Angélica enjuagó sus mejillas hizo descender su falta y tomó fuerzas de donde no las tenía para recomponerse, volvió a mirarle con desprecio antes de desaparecer del salón.

—Lo siento —susurró él a la nada, pues ella había abandonado el apartamento dando un sonoro portazo—. Joder…. ¿Qué he hecho…?

 

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