John

John


Capítulo 9

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Capítulo 9

Hacía frío a pesar de que ese año aún no había nevado y unas navidades sin nieve se hacían de lo más extraño. Lena terminó de recoger el lavavajillas secando con mimo y esmero cada taza que había extraído del interior. Hacía ya cuatro meses que trabajaba en esa cafetería que no le ofrecía ni remotamente un buen suelo, pero era suficiente para poder ir pagando el alquiler de la habitación, además de ser un trabajo que le gustaba, incluso con el hecho de tener que tratar con gente, había descubierto que no se le daba mal, sonreír y asentir. Las navidades habían pasado como entre bruma, llena de tristeza y dejándose envolver por la melancolía que solía acompañar esas fechas tan señaladas. Una época en que el convencionalismo social dictaba que todo el mundo debía estar feliz, aunque ella no recordaba las últimas fiestas navideñas en que realmente se había sentido llena de gozo y felicidad. A decir verdad, llevaba tanto tiempo sintiendo dolor en su interior que no entendía cómo había soportado tanto sin terminar de estallar, sin romperse definitivamente. Estaba claro que algo la había obligado a mantenerse entera un poco más, puede que lo hubiera aguantado todo para llegar hasta ese punto y ese momento en concreto. Ese día, que no difería tanto de ningún otro, pero que estaba a punto de ser el momento de la verdad y es que, si había un punto de inflexión en toda esa historia, tenía que ser ese preciso instante, la certeza de que eso era así la abofeteó justo cuando al echar el cierre a la persiana del local y despedirse de los compañeros, sus ojos se cruzaron con los de John.

Esos ojos.

John.

No pudo evitar que todo su cuerpo se sacudiera y las piernas empezaran a temblarle. Intentó recobrar el aplomo con una honda respiración, llenando de aire sus pulmones para echarlo poco a poco después. Estaba ahí y era real, no una de sus pesadillas más recurrentes… Lo observó cómo caminaba a paso lento hacia ella, como si algo lastrara su avance y dudara a cada paso que daba, sus pisadas resonaron en la solitaria plaza. Sintió miedo, más que eso, le entró el pánico, así que miró a ambos lados de la plazoleta para ver cómo y por dónde poder escapar, necesitaba huir de ahí y de ese momento para el que no estaba preparada, hasta dudó si echarse a gritar para que alguno de sus compañeros, que habían salido minutos antes que ella, la escuchara y volviera para socorrerla, pues eso era lo que sentía, que necesitaba ser rescatada del que un día fue su rescatador.

No sabía cómo hacerlo, cómo enfrentarse a él, no sabía cómo mirarlo sin derrumbarse como un castillo de naipes, tan endeble se sentía como esa pequeña construcción de cartón, que se derrumbaba con un simple soplido. Tan solo dos cortos pasos les separaban, y a pesar de que toda ella temblaba, se obligó a alzar la mirada y clavarla en él, que enseguida descendió la suya para no enfrentarse a sus ojos. Siempre le habían fascinado los ojos de John, de un color tan inconcreto que no tenía nombre. Tan transparentes y tan mentirosos a la vez.

Estaban el uno frente al otro sin atreverse a decir una palabra, con el silencio denso condensado a su alrededor, oprimiéndoles. Lena apretó la mandíbula haciendo un titánico esfuerzo por no llorar, no quería que él viera qué aún tenía el poder de trastornarla, de hacerla sentir tan insignificante como una mota de polvo suspendida en los confines del universo.

—¿Cómo me has encontrado? —siseó entre dientes.

Las palabras salieron sin más, puede que algo entrecortadas por la presión de la mandíbula, pero había intentado que su voz sonara entera y que la frase resultara fría, hermética, sin un ápice de ternura ni calidez. Una simple pregunta que necesitaba de su pertinente respuesta, así que aguardó sosteniéndole la mirada, sabiendo que, si en algún momento él alzaba la vista, lo más seguro era que no lo pudiera soportar. Había intentado alejarse todo lo que había podido de ellos, evitar que la fortuna o el azar volviera a cruzarles en su camino, no quería saber nada de esos tres hombres que tanto daño le habían hecho. Pero estaba claro que esa distancia no había sido suficiente, y a ella en su momento le había faltado el arrojo suficiente para terminar de desaparecer del todo, como si algo la uniera a esa ciudad. Por eso se había quedado, y cada mañana rezaba para que ninguno diera con su paradero, si es que en algún momento querían encontrarla.

Su pregunta seguía en el aire e hizo que John se estremeciera o eso le pareció observar, ahora era él el que temblaba, como una hoja al caer al suelo arrastrada por el frío aire otoñal.

—Yo no he sido —confesó al fin sin poder ser capaz aún de mirarla a los ojos, pues la vergüenza cubría sus profundos ojos.

—Heit —rezongó ella apretando los puños. No sabía muy bien por qué, pero algo le decía que Heit era el único que se habría atrevido a buscarla, siempre supuso que para el rubio, que ella se marchara habría supuesto una liberación y un empujón a su ya de por sí henchido ego, pues lo había logrado, había logrado derrotarla. Lo que la extrañó entonces fue que hubiese sido John el primero en atreverse a enfrentarse a ella—. ¿Qué quieres John? —preguntó despacio, como si cada palabra le costara ser pronunciada.

Lena volvió a temblar, se había prometido a sí misma ser fuerte y no derrumbarse, a pesar de saber de antemano que era algo que jamás lograría. Durante esos meses lejos de ellos había pasado momentos de todo, pero el miedo y la angustia, así como el desprecio hacía sí misma habían tomado la delantera a cualquier otro sentimiento. Salió de ese apartamento despreciándose, aborrecida de la persona en la que se había convertido o que ellos habían modelado pero, a decir verdad, los primeros meses no pudo culparles a ellos, eso vino después, con el paso de las semanas.

Pudo notar cómo él de pronto titubeó, eso la sorprendió, el siempre tan seguro John, era como si ese tiempo hubieran conseguido doblegarlo y sembrarlo de dudas y puede que, con suerte, algo de culpabilidad. Parecía incapaz de mirarla y solo se atrevió a alzar un poco la vista para poder observarla, aunque nada más fuese de soslayo.

—¿Estás bien? —la voz de John llegó a ella como entre brumas.

—¿Acaso eso te importa? —replicó Lena, y cuantas más dudas veía en él, más fuerza conseguía reunir ella a pesar de que era consciente que estas se disiparían si él la miraba o intentaba siquiera rozarla.

—Sabes que sí —respondió con un susurro quedo.

—Yo no sé nada John… solo que no quiero hablar contigo, no… no quiero saber nada de vosotros, así que… —respondió intentando irse de allí.

—Estoy muerto —dijo él sin más con un pesar en la voz que estremecía.

—A mí me matasteis vosotros.

No estaba siendo injusta, en realidad John tenía que saber que ella tenía razón, era demasiado pronto para enfrentarse a lo que había ocurrido, a ninguno de ellos, pero John… John era el peor de los tres, él le había hecho soñar con un mundo de fantasía, un mundo donde la felicidad y ella podrían darse de la mano, John la había hecho volar al mundo imaginario del amor para después soltarla y dejarla estrellar contra la cruda realidad, esa en que solo había sido para ellos una puta, una muñeca, algo mas parecido a una mascota que a una mujer a la que pudieran siquiera pretender amar.

Y tomó fuerzas de dónde no las tenía, logró reunir el valor suficiente para verter sobre él todo el dolor y la rabia acumulada durante ese tiempo, le dijo lo que sentía y lo que en su día él le hizo sentir, le confesó que le había amado y que saber que él era incapaz de hacerlo era lo que la había hecho marcharse de allí. Lo hizo del tirón, pues si se atrevía a detener su discurso sabía que sería incapaz de poder volver a hablar, pues pronto sus palabras se aferrarían a su garganta impidiendo ser pronunciadas. Observó cada gesto, cada pequeño cambio en ese hombre que tenía en frente y como cada palabra que ella pronunciaba hería un poco más su ánimo, hasta reducirlo y convertirlo en algo tan pequeño que apenas le veía si le miraba. Y así fue como pudo esquivar a ese cuerpo que retenía su huida y lo dejó ahí, en medio de una calle cualquiera de una ciudad cualquiera, solo y abatido, pues en ese tiempo había aprendido a conocerle, aunque solo fuese un poco. Y sabía que John estaba derrotado, solo eso era lo que le había empujado a presentarse frente a ella. No quería saber qué era lo que le había hecho tanto daño, ya tenía suficiente con su propio dolor. No se sentía orgullosa de haberle lastimado más de lo que ya estaba, pero sí de haber sido lo suficiente valiente como para enfrentarse a uno de sus peores miedos, John, el hombre que le había pisoteado el corazón hasta tenerlo tan roto que nadie, ni con todo el amor del mundo, sería capaz de sanar. Aunque le había mentido en algo, y era que jamás, por más años que viviera, podría olvidarle, a ninguno de ellos. Jamás podría borrarlos de su memoria ni todo lo que había vivido a su lado. Ese sería el lastre que arrastraría hasta el último de sus días, una mala decisión que había hipotecado su pretendido final feliz.

Caminó tranquilamente hasta perderse de vista, entonces ya lejos de su mirada corrió, corrió hasta que sus piernas dolieron y sus pulmones no eran capaces de ofrecerle suficiente oxigenación, aún así corrió un poco más, y en una calle solitaria se derrumbó, dejándose caer al suelo echándose a llorar y temblar entre convulsiones y quejidos. Lloró hasta que sus ojos se secaron, no sabía cuánto tiempo habría pasado, entonces se levantó para regresar a su piso, intentando arrastrar los últimos rastros de su estado emocional con el dorso de la mano.

Le había costado un poco encontrar un sitio donde vivir, pero desde hacía unos meses parecía que de nuevo la suerte le sonreía, a pesar de que ella no fuese aún capaz de hacerlo pues, aunque que sus labios simularan una feliz sonrisa, por dentro seguía llorando a cada minuto de cada hora. Las manos le temblaban tanto que le costó un poco dar con las llaves y mucho más ser capaz de abrir la puerta con ellas, cerró de manera apresurada, y aún en un estado anímico cercano a una crisis de ansiedad, logró deslizarse en silencio hasta su habitación donde se encerró para poder volver a llorar.

—¿Lena, estás bien? —dijo una voz tras unos ligeros toques de nudillo en la madera.

—Sí —mintió

—¿Puedo entrar?

—No.

Pero Judd entró igualmente. El hombre la observó de arriba abajo, sin detenerse en los mínimos detalles, no hacía falta, ojos enrojecidos, maquillaje esparcido alrededor de sus ojos, todo su cuerpo aún se agitaba por el llanto. Era una muñeca rota. Pese a los esfuerzos de esos meses, Lena seguía siendo tan vulnerable que estremecía. Habían limado tantas veces su corteza que ya solo quedaba un endeble junco que se agitaba ante la más mínima brisa, aunque también por ello jamás se rompía del todo, solo se dejaba zarandear de un lado a otro oponiendo la resistencia justa para que, a pesar del vapuleo, nunca lograran romperla del todo, y a veces, eso era lo peor que le podía pasar.

—¿Por qué lloras? —le preguntó Judd.

—No lloro —replicó Lena.

—¿Has sucumbido a la moda mapache? —Judd se sentó a su lado y señaló sus ojos, dejando claro que se refería al borrón de máscara de pestañas que emborronaba su mirada.

—Te odio —dijo ella dejándose caer sobre el regazo de su nuevo amigo abandonándose entre sus brazos, él instintivamente empezó a acariciar su espalda.

—¿Quién odia a quién? —quiso saber Scott entrando en la habitación.

—Lena me odia a mi y al mundo entero.

—Nada nuevo bajo el sol —se burló Scott, pero calló al ver la mirada reprobadora de su novio y se arrepintió de inmediato de sus palabras, resopló—. ¿Os apetece un té calentito? —ambos asintieron así que Scott, consciente de que Judd era mucho mejor que él para consolar a la chica, optó por retirarse y dejarles solos.

—¿Y bien? —volvió a preguntar entonces Judd, ayudándola a alzarse para poder mirarla a los ojos.

—He tenido un mal día —reconoció ella, sin pretender entrar en muchos más detalles. No podía, dolía tanto que aún no había sido capaz de poder confesar en voz alta todo lo que había hecho o se había dejado hacer. Era demasiado horrible.

—Lena, sabes que puedes confiar en nosotros ¿verdad? —comentó Judd, y ella asintió—. Cuando llegaste aquí eras solo un guiñapo… llorabas día y noche, dolía solo mirarte… Y ahora parecía que todo iba mejor ¿no?

—Supongo que las navidades me han pasado factura —suspiró apesadumbrada.

—Está bien, fingiré que te creo, pero oye una cosa pequeña, sea lo que sea, nada ni nadie merece tus lágrimas ¿vale? Eres demasiado bonita para llorar por ningún tío.

Esa noche volvieron sus pesadillas. En ellas volvía a estar en ese piso, y pese a que se sentía como en casa y que no estaba mal en ese lugar ni con ellos, al despertar toda la congoja la asaltaba y se maldecía porque en su subconsciente aún albergara amor y cariño por esos tres abominables seres, que la habían maltratado hasta hacer de ella alguien irreconocible. Y en el albor de la madrugada, cuando su mente estaba a medio caballo entre el mundo real y el onírico, era el único momento en el que se permitía reconocerse a sí misma que no toda la culpa fue de ellos, que ella se prestó, que ella aceptó y a pesar de todo disfrutó de todo ese tiempo. No había salido como ella esperaba y puede que fuese eso lo que realmente le doliera. Pues en el fondo, muy en el fondo, en ese momento del día en que todavía no era plenamente consciente de todo, seguía queriéndolos y anhelaba que ellos también la quisieran. Y en esos escasos segundos que duraba su despertar, pensaba que de haber sido de otro modo, habrían podido ser felices los cuatro.

Después despertaba del todo y se obligaba a recordar esos sueños y maldecirlos como si de las más terribles pesadillas se tratasen. Se levantaba alimentando la necesidad de odiarles y culparles de todo cuánto había ocurrido. Se reprendía a sí misma cuando las dudas la asaltaban y se atusaba para verter sobre ellos todo el rencor que a veces era más contra ella misma.

Esa mañana le costó más de lo habitual el poder despegarse de las sábanas, por suerte era fiesta y podía remolonear por la casa como una polilla dentro de un armario, no tenía intención de pisar la calle por nada ni por nadie. Disfrutó del calor de las mantas haciéndose un ovillo entre ellas, y al cerrar los ojos, la imagen de John la noche anterior regresó a su mente. Parecía tan roto, tan vulnerable que por un segundo le compadeció. Algo había quebrado su alma, como meses antes ellos habían roto la suya.

—¡Basta! —se regañó a sí misma— se lo merece, sea lo que sea lo que lo tenga así, él se lo ha buscado —sentenció tratando de imprimir convicción a sus palabras y pensamientos.

Se levantó de un salto y aunque su ánimo le pedía llorar un poco más, desechó la idea, o puede que solo la aplazara hasta un poco más tarde. Sacó ropa limpia del armario y se sentó un segundo en la cama, perdiendo la mirada en esa ventana por donde empezaba a despuntar el sol. Era una habitación minúscula, tan solo la cama y ese pequeño mueble que ya le era suficiente, a decir verdad, esa habitación era tan reducida que no había encontrado aún un lugar para «ella». A veces la desenfundaba y acariciaba sus cuerdas, lo hacía con añoranza contenida de esas tardes en que, con una canción, era capaz de volar lejos de todo y todos. La guitarra de Max. Lena se levantó, dejó la ropa sobre la almohada y caminó hacia el instrumento, acarició la funda con la yema de los dedos. No sabía muy bien qué la había empujado a querer recuperarla, pero lo había hecho a las pocas semanas de escapar de ellos, lo había hecho incluso antes de encontrar esa habitación. Desde ese día la había acompañado, como un tesoro o un talismán. Era absurdo, pero así lo sentía ella.

Se preguntaba quién sería Andy y porqué su nombre estaba escrito en el interior de la funda. Suspiró.

En el piso todos dormían. Scott y Judd habían sido maravillosos con ella, el destino se había apiadado de su situación poniendo a esos dos hombres en su camino, eran dos ángeles, sobre todo Judd, con quien había sentido una especial conexión desde el primer momento.

Se encerró en el baño y después de una rápida ducha salió ya vestida en dirección a la cocina para preparar café y poner una lavadora.

—Buenos días —la saludó un sonriente Scott cuando apareció un rato después—, ¿sigue caliente? —preguntó señalando la cafetera, Lena asintió y sacó una taza del armario que dejó frente a él—. No sé cómo no lo odias —sonrió— todo el día preparando café, yo lo aborrecería.

—¿Bromeas? A veces creo que es lo único que me mantiene con vida, bendita cafeína.

Ambos rieron.

—¿Qué planes tienes hoy? —preguntó el hombre.

—No hacer nada.

—Buen plan —sonrió Scott—. Nosotros saldremos a comer, ¿quieres venir?

—¿Y ser la vela? No gracias.

—¿Qué te pasó ayer? —quiso saber. Para ello cogió su taza de café y se sentó al lado de Lena mirándola directamente a los ojos. Desde que había aparecido en sus vidas le había costado un poco encajar con ella, pero una vez rota esa primera barrera de la desconfianza, había nacido en él un instinto de protección hacía ella que, si bien no era comparable con el de Judd, no se quedaba atrás. Simplemente que Judd era de los que lo llevaban siempre todo al extremo, era parte de su encanto, amaba y odiaba con tal intensidad que abrumaba—. No me digas que nada —le advirtió.

—Nada importante.

—Lena… —suspiró y se dio por vencido, había aprendido a conocerla un poco, y Lena jamás les contaría nada de lo que había vivido hasta conocerlos, era algo que había asumido ya, esa chica había guardado bajo llave todo su pasado y el peso de esa carga era lo que no la dejaba avanzar, pero ya no sabía cómo hacérselo ver.

—El pasado siempre vuelve.

—Como el estribillo de una mala canción —añadió Judd que acababa de entrar en la cocina—. Buenos días, ¿estás mejor? —quiso saber.

—Un poco más tranquila —reconoció Lena.

—¿Quieres que nos quedemos? —preguntó Judd.

—No, claro que no, me vendrá bien estar un rato a solas.

—¿Seguro? —insistió entonces Scott.

—Seguro, vosotros pasadlo bien… ¿vale? —les dijo Lena componiendo una sonrisa.

Eran maravillosos y hacían una pareja estupenda, y aunque aún no podía ni planteárselo, algún día debería marcharse de ese piso y dejarles vivir su vida tranquilos porque, aunque siempre le decían que era como la hija que jamás tendrían, ella sabía que en algún momento tendría que, como buen hijo, emprender el vuelo y alejarse del nido. Sonrió con pesadez.

Cuando ellos se marcharon cerca del mediodía deambuló por la casa, se preparó algo rápido para comer y se dispuso a pasar la tarde sentada frente al televisor. Sin embargo era imposible, sentía como algo oprimía sus sienes, y ahora que estaba sola se dejó llevar por todas las emociones que le había ocasionado ver de nuevo a John, todos esos meses había pretendido sepultar los recuerdos en su memoria, pero habían vuelto más vívidos, más reales y mucho más dolorosos, tanto que sin ser posible sentía cómo sangraba por dentro. Durante ese tiempo se había preguntado cuanto tardarían las heridas en sanar, Judd decía que solo debía dejar pasar el tiempo, no obstante ahora era consciente que jamás dejaría de dolerle y mucho menos podría ser capaz de olvidarles, todo eso la llevaba a maldecirse.

Se tumbó en el sofá y se replegó sobre sí misma, abrazando las piernas contra su pecho y dejó que la primera lágrima cayera despacio, sintiendo la humedad que dejaba en su recorrido. A pesar de no quererlo se abandonó a la angustia, sin poner barreras a su avance indómito, que empezaba por su cabeza y terminaba oprimiéndole el corazón.

Y así dejó que muriera el día y la sorprendiera la noche, sumida en un mar de confusión y melancolía tan abrumador, que por momentos se le hacía difícil hasta respirar.

Cuando al día siguiente llegó al trabajo, no pudo evitar detenerse un segundo en el mismo punto dónde había estado parado John. Se quedó ahí plantada con el pulso acelerado, giró sobre su propio eje y miró en todas las direcciones, temiendo volverle a ver, a él o a cualquiera de los tres. A pesar del acuciado frío Lena empezó a sudar, y solo consiguió serenarse cuando entró en la cafetería y comprobó que todo seguía igual.

—Estás pálida —comentó su compañero—. ¿Estás bien?

—Sí —titubeó, pero se obligó a respirar, y a actuar con normalidad.

—Pues parece que hayas visto a un fantasma —insistió el chico.

—Al de la ópera —añadió alguien a su espalda.

Mientras sus compañeros empezaban a preparar las cosas tras la barra, ella bajaba las sillas que estaban sobre las mesas, lo hacía de manera pausada, sin prisa, puede que más distraída de lo habitual, la verdad era que su mente estaba demasiado agitada incluso para esa tarea tan simple y mecánica. Poco antes de abrir al público pasó el chico del quiosco, que se acercaba cada mañana a dejar la prensa local e internacional. No solía prestar especial atención al periódico, lo ojeaba a veces mientras hacía tiempo hasta la hora de apertura, sin embargo ese día algo la empujó a abrirlo y observarlo con más detenimiento. Pasó de largo la sección de economía, era pobre y desgraciadamente seguiría siéndolo, también descartó la de deportes, jamás le habían interesado lo más mínimo.

—Busca alguna película para irnos después al cine —le propuso una de las chicas—. ¿Te apetece?

—Podríamos ir a cenar también —indicó el otro compañero añadiéndose al improvisado plan.

Y quiso responderles que no, que no tenía ganas de salir, ni de ir al cine, ni atiborrarse a palomitas, no tenía ganas de nada salvo de seguir llorando y auto compadeciéndose, sin embargo pasó con desgana las páginas para ir al final, dónde solían estar los espectáculos con sus horarios, pero mientras ojeaba por encima la prensa de pronto un titular en letras grandes y negras, hizo que se detuviera en una de las páginas, no notó cómo alguien leía también la noticia por encima de su hombro.

—Pobre chico —chasqueó la lengua—, veintiséis años y a punto de terminar la carrera de medicina… Debía estar muy jodido para hacer eso, lo vi ayer en las noticias.

—¿El que se tiró de un puente? Es verdad, yo también lo vi, vaya mazazo para la familia, era de un pueblo de aquí cerca…

Lena sintió un fuerte mareo y tuvo que sentarse para no caer al suelo, una pinzada en el estómago y de pronto las náuseas la invadieron.

Cerró los ojos para que no se derramasen las lágrimas y negó de manera enérgica con la cabeza. «No puede ser, es solo una casualidad» se dijo a sí misma, y se lo repitió una y mil veces mientras sus ojos se deslizaban por el resto de la noticia.

Era domingo noche, el joven J.W. había saltado de uno de los puentes que rodeaban la ciudad. A pesar de la premura con la que llegaron al lugar de los hechos los equipos de rescate, no se pudo hacer nada por él, cuando llegó al hospital se encontraba en estado muy crítico y murió unas horas después sin que el personal médico pudiese salvarle la vida. El joven se encontraba en estado de embriaguez. La policía barajaba diferentes hipótesis sobre el motivo de la muerte, aunque tomaba fuerza la de que pudiera tratarse de un suicidio.

No podía ser, era imposible, el domingo por la noche ella le había visto, habían hablado… él estaba vivo. Y de pronto las palabras de John volvieron a ella golpeándola para dejarla KO, ese «estoy muerto» apenas susurrado, Lena volvió a sacudirse de manera casi convulsiva, mientras luchaba por poder respirar, se ahogaba, el aire no llegaba a sus pulmones y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no derrumbarse allí mismo frente a todos.

—¡Eh! —dijo alguien a su espalda. Asiéndola del brazo la arrastró hasta el final del local donde la obligó a tomar asiento—. ¿Lena…? Respira, tranquila, vamos… respira… ¿Lo conocías?

—Nn-nnno… —murmuró—. Nnno…. No, no… no… no puede ser… no… no…

—Joder, ¡eh reacciona!

—¡Mierda! ¿Qué le pasa?

Había saltado de un puente. Tan solo unas horas después de hablar con ella. El corazón se le pinzó dándole un calambrazo que se extendió por todo el cuerpo y sintió que iba a desfallecer.

—Tráele agua —instó su compañero a la otra chica.

Los primeros clientes habían empezado a ocupar las mesas y el ambiente empezaba a ser el de todos los días, frenético, sin embargo Lena no podía moverse, no podía alzarse, no podía pensar, reaccionar, hablar… no podía hacer nada. Alguien le acercó un vaso de agua, pero apenas pudo tragar.

Ellos habían hablado, ella le había escupido todo el veneno que llevaba dentro, lo hizo a sabiendas que le estaba haciendo daño, lo había visto en sus ojos. Lo hizo por venganza, lo hizo a conciencia y con maldad… en ese momento disfrutó de ver la sombra del dolor planear sobre él. Y ahora… Llevó las manos a la cara para cubrirse con ellas toda la culpabilidad que debían mostrar sus ojos, y soltó un sollozo acompañado de las primeras lágrimas. El miedo oprimió su pecho haciéndole sentir un tremendo dolor. Él se había quitado la vida solo unas horas después de implorarle su perdón, uno que ella le había negado.

Solo habían pasado unos minutos, pero era como si toda una vida se hubiera ido en ellos, de hecho, una vida se había ido. John… su John… muerto. Estaba próxima a perder el conocimiento cuando alguien se plantó frente a ella llamando su atención. Intentó alzar la mirada, aunque había perdido la capacidad de ver y solo pudo vislumbrar un borrón al que no pudo identificar.

—¿Eres Lena? —preguntó una voz, y ella asintió con un ligero toque de cabeza o eso creía haber hecho, no estaba segura, se encontraba envuelta en una densa bruma que la incapacitaba para cualquier tipo de reacción—. Un chico me ha dado esto para ti.

«Chico» esa palabra la despertó de pronto, cerró los ojos para al volver a abrirlos, poder enfocar mejor a su interlocutor, un muchacho de no más de quince años que tendía un papel en su dirección.

—¿Qué chico? —preguntó nerviosa.

—Estaba en la terraza del bar del otro lado de la plaza, me ha dado esto y me ha dicho que preguntara por Lena.

Alargó la temblorosa mano hasta hacerse con el papel con la punta de los dedos, sentía cómo le quemaba, dudó un instante, pero lo desdobló para descubrir escrito en él una fecha, una hora y una dirección. Nada más. Simplemente eso.

—¿Cómo era? —inquirió Lena poniéndose en pie de pronto, aunque ya conocía la respuesta a esa pregunta—. El chico que te ha dado esto, ¿cómo era? —insistió devorada por los nervios.

—Esto… no sé… no muy alto, rubio, con traje…

—Heit —soltó de un soplido confirmando lo que ya sabía.

Lena salió corriendo de la cafetería ante la atónita mirada de sus compañeros que no acertaron ni a llamarla. Corrió en dirección al otro lado de la calle y cuando llegó lo buscó con el corazón en un puño, girando alrededor con evidente nerviosismo. Toda ella temblaba, no había cogido la chaqueta, y cosas del destino, en ese momento empezaba a nevar. Los primeros copos de nieve se arremolinaron contra su cuerpo.

—¡Heit! —gritó volviendo a oscilar la mirada de un lado a otro de la calle—. ¡Heit! —chilló con tanta fuerza que su voz se rompió, como iba a romperse la propia Lena de un momento a otro, la gente a su alrededor se detenía a mirarla—. Heit —susurró entonces, dejándose caer de rodillas al suelo, sintiendo la humedad de esa finísima capa de nieve que aún no había ni empezado a cuajar.

No escuchó los pasos a su espalda, ni la mano que se le acercaba dubitativa, no se percató de su presencia hasta que notó la calidez en su hombro y cómo susurraba su nombre en su oído.

—Dime que es mentira —suplicó Lena aún sin girarse, pero consciente de que era él, no podía ser nadie más—. Dime que es una de tus bromas, que solo es una manera más de querer torturarme, de pretender hacerme daño… Te lo suplico, dime que es toda una de tus mentiras, por favor dímelo, dímelo y te prometo que te creeré.

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