John

John


JUEGOS SALVAJES: Heit

Página 12 de 13

JUEGOS SALVAJES: Heit

Prólogo

Nunca se había considerado a sí mismo como alguien dependiente, uno de esos estúpidos sentimentales de los que pensaban antes con el corazón que con la razón. Eso no iba con él, al contrario, esa debilidad de los sentimientos era algo que detestaba por encima de muchas otras cosas, a priori quizás más aborrecibles… sin embargo, precisamente por ese confuso estado emocional en el que se encontraba, había permanecido en ese piso al lado de John, esperando el momento en que su amigo se derrumbara, aunque sin darse cuenta que el que estaba a punto de tocar fondo era él mismo.

Cuando esa madrugada salió del apartamento y cerró la puerta, fue cuando verdaderamente se dio cuenta que había roto las reglas de su propio juego. Esas que se había autoimpuesto años antes y le habían servido, al menos hasta entonces, para protegerse de todo lo exterior. John no se encontraba en el piso cuando se fue, y casi era mejor así, no habría tenido fuerzas suficientes para despedirse de él, tampoco habría sabido qué decirle, era bueno con las palabras, pero nunca se le habían dado bien los sentimentalismos. Había sido más sencillo dejar una nota. Y a esas horas, tras la tercera copa en ese bar de mala muerte, estaba convencido de que había hecho lo mejor para ambos, él necesitaba hundirse y John tenía que seguir con su vida y todos sus planes de futuro.

Lo había intentado, sin embargo no había podido seguir entre esas paredes. Ese apartamento, a pesar del poco tiempo que habían compartido con ella, era Lena. Cada rincón era Lena, cada recuerdo era Lena, cada color, cada olor… el rastro de su fragancia, esa que había atesorado en secreto durante meses, estaba impregnada en cada recoveco de ese hogar, convirtiéndolo en un lugar hostil y salvajemente doloroso, abruptamente insoportable.

—Otra —gruñó entre dientes, haciendo un gesto con la mano al camarero.

Adoraba que el alcohol anestesiara su mente, le hacía verlo todo más sencillo a pesar de saber que la sencillez y él jamás iban de la mano. Tomó un trago de la nueva copa, y se giró apoyando la espalda contra la barra del bar, observando el panorama que se presentaba frente a él. Un atajo de perdedores ¿era también él uno de ellos? ¡Jamás! Puede que hubiera perdido una batalla, no obstante no había dicho la última palabra en esa guerra. Sí, se había enamorado de Lena, esa había sido su derrota, pero se alzaría con la victoria al olvidarla. Porque en su mundo no había lugar para el amor, si algo había aprendido con los años era que ese sentimiento te hacía débil, vulnerable, estúpido… solo hacía falta ver a Max para darse cuenta de ello.

A la quinta copa ya había perdido el control de sus propios pensamientos y se había perdido en el mar de confusión que había imperado todos esos meses.

Heit caminó por las empedradas calles sin rumbo fijo, tambaleándose de un lado a otro, notando cómo las lágrimas habían empezado a surcar su rostro, emborronándole aún más la visión, y en su mente solo se dibujaba un rostro, un cuerpo, unos labios, unos besos… esos besos, los únicos besos… jamás habría otros y esa certeza le laceraba el corazón.

Era ya de madrugada, sin embargo a pesar de eso hacía mucho calor, un bochorno de esos que se pegaban al cuerpo y no te dejaban apenas respirar. No le gustaba el verano, aborrecía el otoño, odiaba el invierno y la primavera era la estación favorita de Lena, y no sabía cómo podía saber eso, pero lo sabía.

Llegó con paso inseguro a ese apartamento, miró hacía una de las ventanas, aunque no vio luz. Nunca había pasado del portal, pero la necesidad imperiosa de borrar ese rostro y ese cuerpo que tanto dolor le provocaban lo empujó a ascender esos escalones. Golpeó la puerta con ambas manos, con la urgencia de que se abriera y poder dar rienda suelta a sus necesidades, que no eran otras que las de desdibujar esa mujer con otra, de borrar los besos de Lena con otros labios, desintoxicar su cuerpo de caricias con otras manos. Siguió aporreando la madera hasta que escuchó pasos al otro lado, las lágrimas no habían dejado de brotar de sus ojos y se maldecía por eso «los hombres jamás lloran» le había dicho su padre entre un golpe y otro, «los hombres jamás se lamentan, nunca muestran su debilidad, los hombres son fuertes y toman aquello que desean cuando lo desean»

Y la puerta se abrió.

—¡Se puede saber…! ¿Heit?

La visión del cuerpo semi desnudo de Elisa terminó de obnubilar su razón, si es que quedaba resquicio alguno de ella. Se abalanzó sobre esa bella mujer, haciendo que al tropezar cayera contra la pared de en frente. La puerta seguía abierta, o no, no lo sabía, tampoco le importaba, solo la necesidad de que otras manos borraran el rastro de las manos de Lena sobre su piel.

—¡Heit! —exclamó ella sorprendida e intentando empujarlo—. ¿Qué haces? ¡Para! ¿Te has vuelto loco?

Pero Heit estaba fuera de sí, sus manos empezaron a recorrer los muslos de Elisa, intentando alcanzar la goma de la ropa interior para poder deshacerse de ella. Un aroma rancio impregnaba la escena, era el olor a culpabilidad y alcohol.

—¡Basta! —exigió Elisa, rompiendo a llorar presa del miedo y desconcierto.

—Eres puta ¿no? —balbuceó casi inteligible Heit, y metiendo la mano en el bolsillo sacó un fajo de billetes que arrojó sin miramientos sobre Elisa, que debido al forcejeo ya estaba casi tendida en el suelo con él encima suyo—. Yo pago, tú follas…

—¡No! —gritó ella intentando apartarlo cuando sintió las manos de Heit bajo su ropa interior—. ¡Quieto Heit!

—¿Es que mi dinero no te vale? —gruñó batallando para lograr abrirle las piernas—. Tienes que hacerlo Elisa, solo tú puedes hacerlo, tienes que hacerlo… bórrala… bórrala de mi mente… —repitió roto de dolor.

Antes de que Heit consiguiera hundirse en el interior de ella, Elisa logró zafarse de su agarre, que había perdido fuerza cuando el llanto había ganado en intensidad, y una vez liberada del peso de su cuerpo consiguió golpearlo con la rodilla, haciendo que Heit se doblara sobre sí mismo soltando un alarido de dolor dejándose caer definitivamente al suelo.

—¿Mami? —una voz infantil descubrió la escena desde el otro lado del pasillo.

—No pasa nada Roy —respondió Elisa enjuagándose las lágrimas e intentando sonreír al pequeño—, vete a la cama cariño, no pasa nada…

—Pero…

—Roy, a la cama —dijo tragándose las lágrimas y mirando severamente a su hijo.

El niño dudó un instante, pero obedeció a su madre desapareciendo por donde había venido. Elisa miró a Heit, aún tirado en el suelo, se recompuso como pudo la ropa, pasó las manos por las mejillas retirando los últimos restos de lágrimas y miedo, y se agachó al lado de su amigo. Dudó un instante antes de acariciar su pelo, parecía tan vulnerable, que no parecía el mismo chico que se movía por el local de Striptease como si fuese el dueño del mundo.

—Tranquilo Heit, no ha pasado nada —susurró con cautela.

—Lo siento… —sollozó él—. Perdona… yo… —se incorporó para enfrentar, con mirada arrepentida, los oscuros ojos de Elisa.

—Eres un gilipollas —espetó ella tirando de su mano, para terminar de ayudarlo en la difícil tarea de ponerse en pie, y cuando lo hizo el sonido de su mano contra la cara de Heit rompió el aparente silencio. Él no dijo nada, encajó el merecido golpe y agachó la mirada al suelo, pero sintió como la mejilla empezaba a escocerle—. No soy una puta —su voz sonó con gran convicción—. Prepararé el sofá.

—Gracias —susurró Heit siguiéndola, lastrando su ánimo al interior del piso.

Ir a la siguiente página

Report Page