Job

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Segunda parte » Capítulo 13

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13

SIETE días redondos estuvo sentado Mendel Singer en un taburete, junto al armario, con la mirada fija en la ventana, de la que colgaba un retal de paño blanco en señal de duelo, y junto a la que ardía una de las dos lámparas azules de petróleo día y noche. Transcurrieron siete días redondos como grandes círculos negros, sin principio, ni fin. Sus vecinos lo visitaban por turno: Menkes, Skovronnek, Rottenberg y Groschel le traían huevos duros y panecillos redondos. Todos eran alimentos redondos, sin principio ni fin, redondos, como esos siete días de duelo.

Mendel hablaba poco con sus visitas. Apenas advertía sus llegadas y partidas. La puerta estaba abierta día y noche, con los cerrojos descorridos. Quien quería entrar, entraba, y quien quería salir, salía. Uno que otro pretendía a veces entablar una conversación, pero Mendel Singer no le contestaba. Mientras sus visitas hablaban de seres vivos, él hablaba con su difunta esposa:

—Tú estás bien, Deborah —le decía—; lástima que no hayas dejado ningún hijo detrás de ti. Yo mismo soy quien debo rezar la oración fúnebre, pero me moriré dentro de poco, y ya no habrá nadie que nos llore. Desapareceremos como dos granos de polvo. Como dos pequeñas chispas nos apagaremos. Engendré hijos que salieron de tu vientre, y la muerte se los ha llevado. Tu absurda vida estuvo llena de miseria. De joven busqué el placer en tu carne y luego la desprecié. Quizás éste fue nuestro pecado. Como el calor del amor ya no existía entre nosotros, sino sólo el hielo de la rutina, todo se fue muriendo a nuestro alrededor. Pero tú estás bien, Deborah. El Señor se apiadó de ti. Yaces muerta y enterrada. Pero de mí no se compadece, porque soy un muerto y estoy vivo. Él es el Señor y sabe lo que hace. Si puedes, reza por mí, para que me borre de la lista de los vivos. ¿Ves, Deborah, como me visitan los vecinos para consolarme? Pero a pesar de que son muchos y se esfuerzan, nada encuentran que me pueda consolar. Aún late mi corazón, mis ojos todavía ven, mis miembros se siguen moviendo y mis pies caminan. Como y bebo, rezo y respiro. Pero mi sangre se detiene, mis manos están marchitas y mi corazón, vacío. Ya no soy Mendel Singer, sino un resto de Mendel Singer. América nos ha matado. América es una patria, pero una patria mortal. Lo que en nuestro país era día, aquí es noche; lo que era vida en nuestra casa, aquí es muerte; el hijo que en nuestra casa se llamaba Schemarjah, aquí se llamó Sam. Estás enterrada en América, Deborah. Y también a mí, Mendel Singer, me enterrarán en América.

A la mañana del octavo día, cuando Mendel se levantó de su duelo, vino su nuera Vega, acompañada por míster Glück.

—Míster Singer —dijo míster Glück—, tenemos el coche abajo. Debe usted acompañarnos, porque algo le pasa a Miriam.

—Bueno —contestó Mendel con indiferencia, como si le hubiesen dicho que era necesario empapelar su habitación—. Bueno, alcáncenme mi abrigo.

Bajaron. Míster Glück lo instaló en el coche y partieron sin hablar una palabra. Mendel no preguntó que le había ocurrido a Miriam. «Probablemente haya muerto también —pensó tranquilamente—. La habrá matado Mac por celos».

Por primera vez entró en el apartamento de su difunto hijo. Allí, sobre una cama blanca, yacía Miriam. Sus cabellos, de un negro brillante y azulino, se derramaban por las blancas almohadas. Tenía la cara colorada y los negros ojos circundados de rojo, como rodeados por círculos ardientes. A su lado había una enfermera sentada, y Mac, grande e inmóvil, se hallaba en un rincón como un mueble cualquiera.

—Ahí está Mendel Singer —exclamó Miriam extendiendo una mano hacia su padre y echándose a reír.

Aquella risa duró algunos minutos. Se parecía a las señales sonoras e intermitentes del ferrocarril; era como si golpeasen mil vasos de cristal con mil varillas de latón. De repente cesó. Hubo un segundo de silencio, y luego Miriam rompió a llorar. Apartó las mantas y empezó a agitar sus piernas desnudas cada vez más de prisa, golpeando el suave colchón con los pies, mientras —siguiendo el ritmo de las piernas— sus puños asestaban golpes al aire. La enfermera la sujetó fuertemente y consiguió calmarla.

—Buenos días, Mendel Singer —dijo Miriam—; tú eres mi padre y por eso te lo puedo contar todo. Quiero a Mac, que está ahí de pie, pero lo he engañado. Me he acostado con míster Glück, sí, con míster Glück. Glück[4] es mi felicidad y Mac es mi Mac. Tú también me gustas, Mendel Singer, y si quieres…

En ese momento la enfermera le tapó la boca y logró hacerla callar. Mendel seguía de pie en la puerta, y Mac aún estaba en su rincón. Los dos hombres se miraron un largo rato. Como no podían entenderse verbalmente, se hablaban por medio de miradas. «Está loca —decían los ojos de Mendel Singer a los de Mac—. No podía vivir sin hombres, y ahora se ha vuelto loca».

Vega entró y dijo:

—Hemos llamado al médico, y va a llegar de un momento a otro. Desde ayer Miriam está hablando incoherencias. Había ido a dar un paseo con Mac, y cuando volvió empezó a dar señales de perturbación. El doctor está por llegar.

Llegó el médico. Era alemán y podía entenderse con Mendel.

—La llevaremos a un sanatorio —dijo—. Lo siento mucho, pero su hija tendrá que ingresar en un manicomio. Espere un instante, que voy a darle algo para calmarla.

Mac seguía de pie en el cuarto.

—Haga el favor de sujetarla —le dijo el médico.

Mac agarró con sus enorme manos a Miriam, que dormía ya. Mendel, Mac y Vega la acompañaron.

Por el camino, Mendel le iba diciendo a su esposa Deborah:

—Tú no has vivido esto, yo sí; lo estoy viviendo, pero ya lo sabía. Lo supe desde aquella noche que vi a Miriam salir de un campo de trigo en compañía de un cosaco. Tiene al demonio en el cuerpo. Reza por nosotros, Deborah, para que el Maligno la abandone.

Poco después se hallaba Mendel en la sala de espera del manicomio. Había otras personas, sentadas frente a unas mesitas cubiertas de flores amarillas, típicamente estivales, y pequeñas estanterías llenas de revistas. Pero nadie hacía caso de las flores ni hojeaba las revistas. A Mendel le pareció que todos los que se hallaban a su alrededor, él incluido, estaban locos. A través de la puerta vidriera que separaba la sala de espera de un pasillo enjalbegado, vio a unos cuantos hombres y mujeres con capuchones a rayas azules. Iban de dos en dos. Primero pasaban las mujeres, después los hombres. A veces, uno de los enfermeros lanzaba una mirada a la sala de espera, mostrando una cara salvaje, maligna y convulsionada. Todos los presentes se estremecían; el único que no se inmutaba era Mendel. Le parecía algo extraño y curioso que quienes se encontraban con él en la sala no llevasen capuchones a rayas azules, y que él mismo no llevase ninguno.

Estaba sentado en una butaca de cuero, con su gorro de reps de seda negra en la rodilla, y al lado su fiel compañero, el paraguas. Iba pasando su mirada de los presentes a la puerta vidriera, y de las revistas a los enfermos, que seguían pasando fuera (los llevaban a bañarse), y a las flores doradas de los jarros. Eran primaveras amarillas y Mendel recordaba haberlas visto en las praderas verdes de su patria. Esas flores venían de allí. Pensó en su patria con cariño. Había allí prados con flores como éstas; allí había paz, allí había pasado su juventud y vivido su pobreza, que le era tan familiar. En el verano el cielo allí era muy azul, el sol, muy caliente y el trigo muy amarillo; las moscas eran de un verde caliente y zumbaban cálidas canciones, y muy alto, bajo el cielo azul, las alondras trinaban sin cesar. Y Mendel, mirando esas primaveras, olvidó que Deborah había muerto, que Sam había caído en la guerra, que Miriam estaba loca y que Jonás había desaparecido. Tuvo la impresión de haber salido de su patria muy poco antes, dejando en ella a su hijo Menuchim, el más querido de todos sus muertos, el más lejano y el más próximo de todos sus muertos. «Si nos hubiéramos quedado ahí —pensaba—, no habría sucedido nada; Jonás tenía razón; Jonás, el más torpe de mis hijos. Le gustaban los caballos, el aguardiente y las muchachas, y ahora ha desaparecido. Jonás, no volveré a verte nunca; nunca podré decirte que tuviste razón al irte con los cosacos. “¿Por qué andáis tanto por el mundo?”, le había preguntado una vez Sameschkin. “El diablo os manda de una parte a otra”».

Y era un campesino aquel Sameschkin, un campesino inteligente. Mendel nunca tuvo la intención de irse a América. Deborah, Miriam y Schemarjah, sí; querían recorrer el mundo. Quedarse hubiera sido mejor; querer a los caballos, beber aguardiente, quedarse en los prados, dejar que Miriam saliera con los cosacos, y querer a Menuchim.

«Yo también me he vuelto loco —se dijo Mendel—. ¿Cómo puedo pensar estas cosas? ¿Acaso un viejo judío piensa así? Dios me ha confundido las ideas, y es el diablo el que piensa por mí, así como habla por mi hija Miriam».

Vino el doctor, se llevó a Mendel a un rincón y le dijo en voz baja:

—Sea usted fuerte; su hija está muy enferma. Ahora hay muchos casos como el de ella. La guerra, usted me entiende, la miseria general… Sí, son malos tiempos. La medicina aún no sabe curar estas enfermedades. Uno de sus hijos es epiléptico, según tengo entendido. Usted disculpe, así se dice en lenguaje vulgar. Nosotros los médicos la llamamos psicosis degenerativa. Puede curarse, pero también puede convertirse en una enfermedad que nosotros denominamos demencia, dementia precox, aunque ni siquiera estos nombres son exactos. Sin embargo, éste de su hija es uno de los raros casos que no podemos curar. Usted es un hombre piadoso, míster Singer, Dios puede ayudarla. Rece usted… ¿Quiere ver otra vez a su hija? Venga.

Se oyó un ruido de llaves, una puerta se cerró de un golpe seco, y Mendel atravesó un largo pasillo delante de muchas puertas blancas con números negros, semejantes a ataúdes colocados verticalmente. Nuevo ruido de llaves, y uno de los ataúdes se abrió. Dentro, Miriam dormía y Mac y Vega estaban a su lado.

—Ahora nos marcharemos —dijo el médico.

Y Mendel ordenó:

—Conducidme directamente a casa, a mi calleja.

Su voz fue tan dura que todos se asustaron y lo miraron. Su apariencia no había cambiado, pero era otro hombre. Seguía vistiéndose como en Zuchnow y como en todo el tiempo que llevaba en América. Llevaba la misma levita, las botas altas y la gorra de reps de seda negra. ¿En qué podía radicar el cambio? ¿Por qué parecía más grande e imponente que todos? ¿Por qué de su rostro emanaba ese brillo tan terriblemente blanco? Parecía casi más alto que Mac.

«Su Majestad el Dolor —pensó el médico— se ha encarnado en el viejo judío».

Ya en el coche comenzó a decir Mendel:

—Una vez me dijo Sam que la medicina en América era la mejor del mundo, y ahora no puede ayudarme. ¡Dios puede ayudarle!, ha dicho el doctor. Pero ¿acaso has visto, Vega, que Dios haya ayudado alguna vez a un Mendel Singer? «¡Dios puede ayudarle!».

—Vivirás con nosotros —dijo Vega sollozando.

—No viviré con vosotros, hija mía —contestó Mendel. Tú te casarás de nuevo. No debes estar sin marido, ni tu hijo sin padre. Yo soy un judío viejo, Vega, y me moriré dentro de poco. ¡Óyeme, Vega! Mac era amigo de Schemarjah, y Miriam lo quería mucho. Sé que no es judío, pero debes casarte con él y no con míster Glück. ¿Me oyes, Vega? ¿Te extraña lo que estoy diciendo? Que no te extrañe, no estoy loco. Soy viejo: he visto sucumbir dos mundos y por fin he llegado a ser sabio. Toda la vida he sido un maestro insensato. Ahora sé lo que digo.

Al llegar, bajaron a Mendel y lo condujeron a su habitación. Mac y Vega no sabían que hacer. El viejo se sentó en un taburete al lado del armario, y dijo a Vega:

—No olvides lo que te he dicho. Podéis marcharos, hijos míos.

Lo dejaron. Mendel se aproximó a la ventana y los vio entrar en el coche. Se sintió casi obligado a bendecidlos, como a niños que emprenden juntos un camino muy feliz o muy difícil.

«No los veré más —pensó—, y tampoco quiero bendecirlos. Mi bendición podría transformarse en una maldición, y su encuentro conmigo, en una desventaja».

Se sintió aliviado, sí, más aliviado que en toda su vida. Había roto todos sus vínculos. Se dio cuenta que en realidad estaba solo hacía muchos años. Estaba solo desde que entre él y su mujer cesó todo placer. Ahora estaba solo, muy solo. Su mujer y sus hijos habían vivido con él, impidiéndole sobrellevar su dolor. Habían sido como emplastos inútiles que, aplicados sobre sus llagas, las ocultaban sin curarlas. Y ahora gozaba por fin de su dolor con cierta sensación de triunfo. Le quedaba todavía un lazo por romper; y se puso manos a la obra.

Entró en la cocina, cogió algunos periódicos y astillas y encendió un fuego junto al trashoguero. Cuando todo ardía ya a satisfacción, se dirigió con pasos seguros al armario y cogió el saquito de terciopelo rojo en el que guardaba sus filacterias, su manto litúrgico y sus libros de oraciones. Imaginó cómo arderían aquellos objetos. Las llamas se apoderarían del manto de lana amarillenta y pura, y sus lenguas puntiagudas, voraces y azuladas destruirían el tejido. La brillante cenefa de hilos de plata se carbonizaría lentamente formando pequeñas espirales incandescentes. El fuego arrollaría las hojas de los libros, convirtiéndolas en una ceniza gris plata, y por un instante prestaría un tono rojizo a las negras letras. Los cantos de cuero de las portadas se levantarían como extrañas orejas por las que los libros oirían el epílogo que Mendel iba a pronunciar. Sería una canción terrible.

—Se acabó todo para Mendel Singer —gritó al tiempo que empezaba a dar patadas contra el suelo, haciendo retumbar las tablas y tintinear las ollas contra la pared—. Mendel Singer no tiene hijos, no tiene hija, no tiene mujer, no tiene patria, no tiene dinero. Dios dice: «He castigado a Mendel Singer». ¿Por qué lo castiga Dios? ¿Por qué no a Skovronnek? ¿Por qué no a Menkes? Sólo castiga a Singer, a Mendel Singer. Sobre Mendel arroja la muerte, la locura y el hambre, a Mendel le llegan todos los dones de Dios. ¡Se acabó, se acabó todo para Mendel Singer!

Así permaneció de pie frente al fogón abierto, bramando y pataleando. Tenía en su mano el saquito de terciopelo rojo, pero no lo arrojó a las llamas. Por momentos levantaba el brazo y lo dejaba caer otra vez. Su corazón estaba enfurecido contra Dios, pero en sus músculos aún vivía el temor de Dios. Durante cincuenta años, día tras día, aquellas manos habían abierto y vuelto a doblar el manto litúrgico, habían colocado las filacterias alrededor de su cabeza y de su brazo izquierdo, y habían abierto y cerrado el libro. Ahora las manos se resistían a obedecer los dictados de la ira. Sólo la boca, que tantas veces había rezado, no se negaba. Sólo los pies, que tantas veces habían saltado en honor de Dios con el Aleluya, pateaban ahora al ritmo del furioso cántico de Mendel.

Cuando los vecinos lo oyeron gritar y vieron salir por las rendijas el humo gris azulado, llamaron con insistencia rogándole que abriese. Pero él no los oía. Sus ojos sólo veían el humo del fuego, y en sus oídos retumbaba un doloroso júbilo. Los vecinos ya estaban dispuestos a llamar a la policía, cuando uno de ellos dijo:

—Llamemos a sus amigos. Están en casa de Skovronnek. Acaso ellos lo hagan entrar en razón.

Cuando llegaron sus amigos, Mendel, efectivamente, se calmó. Descorrió el cerrojo y los hizo entrar, uno tras otro, como era su costumbre: Menkes, Skovronnek, Rottenberg y Groschel. Obligaron a Mendel a sentarse en la cama, ellos mismos se sentaron a sus lados y delante de él, y Menkes dijo:

—¿Qué te sucede Mendel? ¿Por qué has encendido fuego? ¿Por qué quieres incendiar la casa?

—Quiero quemar —contestó él— algo más que una casa y que un simple hombre. Os vais a quedar asombrados cuando os diga lo que realmente quería quemar. Os asombraréis y diréis: Mendel también se ha vuelto loco, como su hija. Pero yo os aseguro que no estoy loco. Lo he estado. Durante más de sesenta años he sido un loco; ahora ya no lo soy.

—Dinos entonces; ¿qué es lo que quieres quemar?

—¡Quiero quemar a Dios!

De los labios de los cuatro amigos brotó un solo grito. Ninguno de ellos era tan piadoso y temeroso de Dios como Mendel lo había sido siempre. Los cuatro llevaban ya mucho tiempo en América, trabajaban los sábados, pensaban sólo en el dinero, y el polvo gris del mundo había ido formando una capa alta y espesa sobre su antigua fe. Habían olvidado muchas costumbres, faltado a muchos mandamientos y pecado de pensamiento y de obra. Pero Dios vivía aún en sus corazones. Y cuando Mendel blasfemó contra Dios, tuvieron la sensación de que los descarnados dedos de su amigo habían lacerado sus corazones desnudos.

—No blasfemes, Mendel —dijo Skovronnek tras un largo silencio—. Tú sabes mejor que nosotros, puesto que has aprendido mucho más, que los golpes de Dios tienen un sentido oculto. Nunca sabemos por qué nos castiga.

—Pero yo si lo sé, Skovronnek —contestó Mendel—. Dios es cruel, y cuanto más lo obedecemos, más severo se muestra con nosotros. Es más poderoso que todos los poderosos y capaz de aniquilarnos con la uña de su meñique, pero no lo hace. Prefiere destruir a los débiles. La flaqueza de un hombre excita su fuerza, y la obediencia, su ira. Es un gran ispravnik[5] cruel. Si acatas sus mandamientos, dice que sólo los acatas por tu conveniencia. Y si dejas de acatar alguno de ellos, te persigue con mil castigos. Si intentas sobornarlo, te abre un proceso. Y si actúas honestamente con él, acecha tu intento de soborno. ¡En toda Rusia no hay un ispravnik peor que Él!

—Acuérdate, Mendel —comenzó Rottenberg—, acuérdate de Job. Él sufrió tanto como tú. Yacía en la tierra desnuda, con ceniza sobre la cabeza, y sus llagas le dolían tanto que se revolcaba como un animal. Él también blasfemó contra Dios. Pero todos sus males eran sólo una prueba. ¿Qué sabemos nosotros de lo que pasa arriba? Acaso el espíritu del mal haya ido hasta Dios, como en aquellos tiempos, y le haya dicho: «Hay que tentar a un justo». Y quizá Dios le haya respondido: «Tienta a mi siervo Mendel».

—¡Y ya ves —añadió Groschel— que tu reproche no está justificado!, pues Job no era un débil cuando Dios empezó a someterlo a esas pruebas, sino un poderoso. Y tú tampoco eras un débil, Mendel. Tu hijo tenía un almacén y cada año se hacía más rico. Tu otro hijo, Menuchim, estaba casi sano y a punto de venirse a América. Tú gozabas de buena salud, así como tu mujer; tu hija era hermosa, y casi habías encontrado un buen marido para ella.

—¿Por qué atormentas mi corazón, Groschel? —contestó Mendel—. ¿Por qué me recuerdas cuanto ha sido ahora que ya no es? Mis heridas aún no están bien cicatrizadas y tú las abres nuevamente.

—Tiene razón —dijeron los otros tres casi al unísono.

Y Rottenberg empezó:

—Tu corazón está desecho, Mendel, ya lo sé. Pero podemos hablar contigo sobre cualquier tema, y tú sabes que participamos de tu dolor como si fueras nuestro hermano, no te irritarás contra nosotros si te pedimos que pienses en tu hijo Menuchim. Tal vez, querido Mendel, intentaste desbaratar los planes de Dios abandonando a Menuchim. Tuvisteis un hijo enfermo y actuasteis con él como si hubiera sido un mal hijo.

Se produjo un silencio. Durante un buen rato Mendel no hizo nada. Cuando empezó a hablar nuevamente, lo hizo como si no hubiese oído las palabras de Rottenberg, pues se dirigió a Groschel diciéndole:

—¿Y de qué sirve tu ejemplo de Job? ¿Acaso habéis visto milagros con vuestros propios ojos? ¿Milagros como los que se cuentan en la historia de Job? ¿Acaso mi hijo Schemarjah podrá levantarse de su tumba, allá en Francia? ¿Podrán encontrar vivo a mi hijo Jonás, el desaparecido? ¿Saldrá mi hija Miriam del manicomio con salud? Y si saliera, ¿podría encontrar un buen marido y vivir con él tranquilamente como si nunca hubiera estado loca? ¿Se levantará mi mujer de su tumba, que todavía está húmeda? Y en cuanto a mi hijo Menuchim, aún en el caso de que se halle vivo allá, en medio de la guerra, en Rusia, ¿podrá llegar hasta aquí? Y no es verdad —añadió volviéndose ahora a Rottenberg— que yo haya abandonado a Menuchim para castigarlo como a un mal hijo. Tuvimos que salir de Rusia por otras razones. A causa de mi hija, que comenzó a salir con cosacos, sí, ¡con cosacos! ¿Y por qué Menuchim nació enfermo? ¿No era ya su enfermedad una prueba de que Dios estaba irritado conmigo y me enviaba el primero de estos castigos que nunca he merecido?

—Aunque Dios todo lo puede —comenzó Menkes el más prudente de los allí reunidos—, es lícito suponer que ya no hace grandes milagros porque el mundo actual no los merece. Y si quisiera hacer una excepción contigo, los pecados de los demás se opondrían a ello. Pues los otros no son dignos de ver un milagro hecho por Dios en favor de un justo. Por eso tuvo Loth que emigrar, y Sodoma y Gomorra fueron destruidas sin que pudieran ver el milagro en favor de él. Hoy día el mundo está poblado en todas partes, y aunque emigrases, los periódicos darían cuenta de lo que te aconteciera. Ésta es la razón por la que Dios no hace ahora sino milagros menores. ¡Aunque bastante grandes son, alabado sea su nombre! Tu mujer, Deborah, no puede salir de su tumba, como tampoco puede hacerlo tu hijo Schemarjah. Pero probablemente tu hijo Menuchim viva todavía y puedas verlo al terminar la guerra. Tal vez tu hijo Jonás sea ahora prisionero de guerra y también puedas verlo al terminar la guerra. Tu hija Miriam puede curarse y volver del manicomio más hermosa que nunca, y casarse y darte nietos. Y ya tienes un nieto, el hijo de Schemarjah. ¡Reúne todo el amor que repartías entre los otros y concéntralo en tu nieto! Y te consolarás.

—El lazo que me unía a mi nieto se ha roto —contestó Mendel—, porque Schemarjah, mi hijo y padre de mi nieto, está muerto. Mi nuera se casará con otro hombre, y mi nieto tendrá un nuevo padre que no será hijo mío. Ya la casa de mi hijo no es mi casa. Nada tengo que hacer allí. Mi presencia trae desgracia y mi amor atrae la maldición como un árbol solitario en medio del campo atrae al rayo. Y en cuanto a Miriam, el propio doctor ha dicho que no puede curarla. Probablemente Jonás haya muerto. Menuchim seguía enfermo, aunque hubiera mejorado un poco; además, en Rusia y en una guerra tan peligrosa, también habrá sucumbido. No, amigos míos, estoy solo, y solo quiero estar. Siempre he amado a Dios y él me ha odiado. Siempre le he temido; ahora ya no puede hacerme más daño. Todas las flechas de su aljaba me han herido. Sólo le queda matarme, pero es demasiado cruel para hacerlo. ¡Seguiré vivo, vivo, vivo!

—Pero su poder abarca este mundo y el otro —observó Groschel—. ¡Ay de ti, Mendel, cuando mueras!

Al oír esto se echó Mendel a reír con toda su alma y respondió:

—¡No le temo al infierno! Mi piel ya está quemada, mis miembros están ya paralizados y los malos espíritus son amigos míos. Ya he sufrido todos los tormentos del infierno. Satanás es más bondadoso que Dios, pues no siendo tan poderoso, tampoco puede ser tan cruel. No tengo miedo alguno, amigos míos.

Entonces sus amigos enmudecieron. Pero no querían abandonar a Mendel y permanecieron allí en silencio. Groschel, el más joven, salió para decir a las mujeres de los otros tres y a la suya que no irían a sus casas por la noche. Buscaron a otros cinco judíos para completar el número de diez y poder rezar la oración de la noche. Empezaron a rezar. Mendel Singer no tomó parte. Permaneció sentado en la cama, sin moverse. Tampoco rezó la oración a los muertos y Menkes la dijo por él. Los cinco judíos desconocidos se marcharon, pero los cuatro amigos se quedaron. Una de las dos lámparas azules estaba aún encendida con el último resto de mecha y otro de aceite en el fondo. Reinaba un silencio total. Todos se fueron durmiendo en sus asientos; a ratos roncaban y se despertaban con sus propios bufidos, pero en seguida volvían a dormirse.

El único que no dormía era Mendel. Con los ojos muy abiertos miraba por la ventana, tras la cual empezó a huir la espesa negrura de la noche. En la habitación dieron las seis. A esa hora se despertaron los amigos uno a uno, y sin ponerse previamente de acuerdo, alzaron a Mendel por los brazos y lo sacaron de su apartamento. Se lo llevaron a la trastienda de Skovronnek y lo echaron sobre la cama.

Y allí se quedó dormido.

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