Job

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Segunda parte » Capítulo 16

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MODESTO y encorvado con su levita brillante y verdosa y el saquito de terciopelo bajo el brazo, entró Mendel Singer en el hall. Contempló la luz eléctrica, al rubio portero, el busto blanco de un Dios desconocido colocado al pie de la escalera y el negro que se ofreció a cargarle el saquito. Entró en el ascensor, se miró en el espejo junto a su hijo y cerró los ojos, pues sintió un ligero vértigo. Ya estaba muerto y volaba hacia el cielo. No quería que terminase la ascensión. Su hijo lo cogió de la mano, el ascensor se detuvo y Mendel atravesó un largo pasillo sobre alfombras silenciosas. No abrió los ojos hasta llegar a la habitación. Siguiendo su costumbre, se acercó inmediatamente a la ventana. Por primera vez vio de cerca la noche de América. Vio el cielo enrojecido, las letras ardientes, rutilantes, chispeantes, rojas, azules, verdes, doradas y plateadas. Oyó la estruendosa canción de América, las sirenas, las bocinas, los silbidos, los chillidos y los aullidos. Frente a la ventana en que estaba acodado aparecía cada cinco minutos la cara sonriente de una muchacha hecha de chispas y puntitos luminosos, con la dentadura brillante como una pieza de plata fundida. A un lado de su cara emergía un vaso rebosante de un líquido color rubí, que vertía su contenido en la boca de la muchacha. Luego desaparecía para reaparecer otra vez lleno del mismo líquido color rubí. Era la propaganda de un nuevo refresco. Mendel admiró aquello como el colmo de la dicha nocturna y la salud. Sonrió, vio aparecer y desaparecer la imagen unas cuantas veces, y se volvió hacia el interior de la habitación. Allí estaba, preparada, su cama blanca, y su hijo Menuchim se columpiaba en una mecedora.

—No dormiré esta noche —dijo Mendel—. Acuéstate y me sentaré a tu lado. En nuestra casa de Zuchnow dormías en un rincón, junto al hogar.

—Recuerdo perfectamente un día —empezó Menuchim quitándose las gafas, de suerte que Mendel pudo ver por primera vez los ojos de su hijo, que le parecieron cansados y tristes—; me acuerdo muy bien de una mañana en la que el sol brillaba y la habitación estaba vacía. Tú viniste, me levantaste, me sentaste en una mesa y empezaste a dar golpecitos en un vaso con una cucharilla. Era un sonido maravilloso, que me gustaría poder orquestar e interpretar. Luego empezaste a cantar, y después repicaron unas campanas muy viejas, y era como si varios cucharones golpearan pesadamente enormes vasos.

—¡Sigue, sigue! —dijo Mendel.

También él recordaba muy bien ese día, en el que Deborah salió de casa para preparar su viaje a casa de Kapturak.

—¡Es lo único que recuerdo de mis primeros años! —dijo Menuchim—. Luego vino el tiempo en que el yerno de Billes tocaba el violín. Lo tocaba a diario, me parece. Cuando acababa de tocar, yo lo seguía oyendo día y noche.

—¡Sigue, sigue! —le pidió Mendel en el mismo tono en que solía animar a sus alumnos.

—Pasó un buen tiempo. Un día vi un terrible incendio, rojo y azul. Me tiré al suelo y me arrastré hacia la puerta. Alguien me levantó. Me encontré fuera, con gente que gritaba desde la acera opuesta. Algo gritó de mi interior: «¡Fuego, fuego!».

—¡Sigue, sigue! —insistió Mendel.

—No recuerdo nada más. Después me dijeron que estuve enfermo e inconsciente mucho tiempo. Sólo recuerdo la época de San Petersburgo, una sala blanca con camas blancas, muchos niños en las camas, un harmonio u órgano que sonaba y yo cantaba en voz alta. Y un buen día el doctor me llevó a su casa en coche. Una señora alta, con un vestido azul pálido, tocaba el piano. Se levantó, me aproximó al piano y las teclas sonaron. De repente toqué los cantos que había oído en órgano y todo lo que podía cantar.

—¡Sigue, sigue! —insistió Mendel.

—No recuerdo nada que me interese más que aquellos pocos días. Recuerdo a mi madre. Sentía calor cuando estaba a su lado. Me parece que tenía una voz muy profunda y una cara ancha y redonda como un globo terráqueo.

—¡Sigue, sigue! —pedía Mendel.

No me acuerdo de Miriam ni de Jonás. Sólo supe de ellos mucho más tarde, por la hija de Billes.

Mendel suspiró y repitió:

—¡Miriam!

Se la imaginó ante él, con su pañuelo amarillo, su cabello negro azulado, ágil y ligera como una gacela. Tenía sus mismos ojos.

—He sido un mal padre —dijo Mendel—. A ti te traté mal, y a ella lo mismo. Y ahora la he perdido y no hay medicina que pueda curarla.

—Iremos a verla —dijo Menuchim—. ¿Acaso no me he curado yo mismo?

Menuchim tenía razón. «El hombre nunca está contento —se dijo Mendel—. Acaba de ver un milagro y ya espera impaciente el segundo. Espera, espera, Mendel Singer. Mira a Menuchim, que era un inválido. Sus manos son delgadas, sus ojos, inteligentes y frescas sus mejillas».

—Acuéstate, padre —dijo el hijo.

Se dejo caer al suelo y le quitó las botas. Miró el viejo cuero remendado, las suelas rotas, los calcetines zurcidos y el pantalón deshilachado. Desnudó a su padre y lo acostó. Luego salió de la habitación para buscar un libro, volvió, se sentó en la mecedora junto a la cama, encendió la lamparita verde y se puso a leer. Mendel fingió dormir, pero por entre los párpados entornados miraba a hurtadillas a su hijo. Éste dejo el libro y le dijo:

—Estás pensando en Miriam, padre. La visitaremos. Haré que la vean buenos médicos. La curarán. Aún es joven. ¡Ahora duerme padre!

Mendel cerró los ojos, pero no pudo dormir: pensaba en Miriam, oía los ruidos del mundo, tan extraños para él, y a través de sus párpados distinguía los reflejos rojizos, en el cielo. No dormía, pero se sentía bien y descansaba. En un insomnio sosegado, con el cuerpo en reposo y el pensamiento vigilante, aguardó la mañana.

Su hijo le preparó el baño, lo vistió y le preparó el coche. Viajaron largo rato por entre calles ruidosas, hasta que salieron de la ciudad y cogieron un camino ancho y bordeado de árboles. Zumbaba el motor, y la barba blanca de Mendel ondeaba al viento. Permanecía en silencio.

—¿Quieres saber a dónde vamos? —le preguntó su hijo.

—No —dijo Mendel—, no quiero saber nada. Tu camino será siempre el mío.

Llegaron a un mundo en que la arena era amarilla, el ancho mar, azul y todas las casas, blancas. Sobre la terraza de una de esas casas, ante una mesita blanca, se sentó Mendel. Bebió a sorbos un té dorado. Sobre su espalda encorvada brilló el primer sol caliente de aquel año. A su lado saltaban mirlos cuyos parientes trinaban en la terraza. El mar enviaba rítmicamente sus olas a la playa, y en el cielo se veían unas cuantas nubecillas blancas. Bajo un cielo así le fue fácil imaginar que Jonás volvería y que Miriam sanaría y que sería otra vez «más guapa que todas las mujeres», según citaba para sus adentros. Él mismo, Mendel Singer, fallecería pasados muchos años de una muerte benigna, rodeado de sus nietos y «satisfecho de la vida», como estaba escrito en el libro de Job. Sintió una extraña necesidad de quitarse la gorra de reps negro para que los rayos del sol brillasen sobre su viejo cráneo. Y por vez primera en su vida, Mendel Singer se descubrió por voluntad propia, así como hasta entonces sólo lo había hecho en los oficios y en el baño. Un viento de primavera agitó sus escasos cabellos grises como si fueran plantas raras.

Así saludó Mendel Singer al mundo.

Y una gaviota pasó como una flecha plateada bajo el toldo de la terraza. Mendel observó su vuelo raudo y la blanca estela que iba dejando en el azul del aire.

Díjole su hijo entonces:

—La próxima semana tengo que ir a San Francisco y después a Chicago, donde tocaremos unos diez días. Calculo, padre, que saldremos para Europa dentro de cuatro semanas.

—¿Y Miriam?

—Iré a verla hoy mismo y hablaré con los médicos. Todo se arreglará, padre. Tal vez nos la llevemos; quizá se cure en Europa.

Entraron de nuevo en el hotel, y Mendel se encaminó a la habitación de su hijo. Estaba cansado.

—Recuéstate un rato en el sofá —le indicó Menuchim—. Volveré dentro de dos horas.

Mendel obedeció. Sabía adónde iba su hijo. A visitar a la hermana. Era un hombre extraordinario: la gracia de Dios moraba en él, y curaría a Miriam.

Mendel vio una gran fotografía enmarcada en rojo sobre la mesita.

—Dame esa fotografía —pidió.

La miró un buen rato. Contempló a la mujer joven y rubia que, con un vestido claro, claro como el día, se hallaba sentada en un jardín donde el viento agitaba hierbas y arbustos. Dos niños, un chico y una chica, estaban de pie junto a un carrito tirado por un burro, como los que suelen usarse en los parques infantiles.

—¡Que Dios los bendiga! —dijo Mendel.

El hijo se fue. Quedose el padre solo en el sofá y puso la fotografía a su lado. Sus ojos cansados se pasearon por la habitación hasta llegar a la ventana. Desde el sofá alcanzaba a ver un trozo de cielo sin nubes. Miró de nuevo a la muchacha: era su nuera, la mujer de Menuchim, con sus nietos, los hijos de Menuchim. Volvió a mirar la foto con más atención y creyó ver la imagen de Deborah joven. Deborah estaba muerta; con ojos extraños, desde el otro mundo, quizá estuviese viendo el milagro. Mendel recordó con gratitud el calor de su cuerpo joven, con el que había gozado en otros tiempos, sus mejillas de color rosa y sus ojos entornados que brillaban en la oscuridad de sus noches de amor como dos luces seductoras. ¡Deborah muerta!

Se levantó, acercó una butaca al sofá y puso sobre ella la fotografía. Luego volvió a acostarse. Mientras sus ojos se iban cerrando lentamente, trasladaron toda la alegría azul del cielo hasta su sueño, junto con los rostros de los nuevos hijos. Y a su lado, sobre un fondo grisáceo, surgieron los de Jonás y de Miriam. Mendel se durmió. Y descansó del peso de la dicha y de la magnitud de los milagros.

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