Job

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Primera parte » Capítulo 2

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CUANDO Deborah llegó a su casa, encontró a su esposo junto al hogar, ocupado con el fuego, la olla y las cucharas de madera. El sentido común de Mendel inclinábalo hacia las cosas reales y le impedía aceptar milagros. Sonrió al pensar en la fe que su simple esposa tenía en el rabino. Su sencilla piedad no necesitaba de un poder intermediario entre Dios y los hombres.

—Menuchim sanará, pero dentro de mucho tiempo.

Con estas palabras entró Deborah en su casa.

—¡Dentro de mucho tiempo! —repitió Mendel como un eco maligno.

Suspirando colgó Deborah el cesto nuevamente en su lugar. Poco después entraron los tres hijos mayores y al notar la canasta, que habían echado de menos los últimos días, comenzaron a zarandearla con violencia. Mendel cogió con ambas manos a los chicos, Jonás y Schemarjah. Miriam, la niña, buscó refugio cerca de su madre. Singer pellizcó en las orejas a sus hijos, que empezaron a berrear. Luego se quitó el cinturón y lo agitó en el aire. Como si el cuero fuese una parte de su cuerpo, como si fuera la prolongación de su propia mano, sintió Mendel cada golpe que asestaba en las espaldas de sus hijos. Sintió un zumbido siniestro en la cabeza. Los gritos de advertencia de su mujer se ahogaban en el ruido que él mismo producía. Era como arrojar vasos de agua a un mar embravecido. Mendel hacía chasquear el cinturón y golpeaba las paredes, la mesa y los bancos, sin saber que lo alegraba más, si los golpes fallidos o los que alcanzaban a sus hijos. Al fin dieron las tres en el reloj de pared. Era la hora en que sus alumnos solían llegar para la lección de la tarde.

Con el estómago vacío (pues no había probado bocado), y una sofocante excitación en la garganta, comenzó Mendel a recitar palabra por palabra un pasaje de la Biblia. El diáfano coro infantil iba repitiendo el texto palabra por palabra y frase por frase; era como si la Biblia fuera pregonada por muchas campanas a la vez. Y los cuerpos de los alumnos se balanceaban también como campanas, mientras sobre sus cabezas se columpiaba, siguiendo casi el mismo ritmo, el cesto de Menuchim. Aquel día los hijos de Mendel tomaron parte en la lección. La ira del padre se fue enfriando hasta calmarse del todo, pues sus hijos superaron a los otros en la salmodia. Al final, el resto del coro acabó dirigido por las voces de los hijos. Mendel podía confiar en ellos.

Jonás, el mayor, era fuerte como un oso, y Schemarjah, el más joven, astuto como un zorro. Con la cabeza gacha, las manos caídas, las mejillas mofletudas, siempre hambriento, el cabello rizado escapándosele por debajo de la gorra, Jonás caminaba pesadamente. Su hermano Schemarjah lo seguía casi deslizándose, con su perfil anguloso, sus claros ojos siempre alerta, sus brazos delgados y las manos enterradas en los bolsillos. Nunca peleaban entre ellos; sus caracteres eran demasiado diferentes y sus dominios se hallaban demasiado alejados. Existía entre ambos una alianza. Schemarjah sabía hacer maravillas con latas, cajas de cerillas, cacharros, cuernos y varas de mimbre. Jonás podía destruir todas aquellas cosas con un soplo, pero admiraba la tierna habilidad de su hermano. Sus pequeños ojos negros brillaban como chispas entre sus mejillas, curiosos y alegres.

Unos días después de su regreso, Deborah consideró conveniente descolgar del techo el cesto de Menuchim. Lo hizo, no sin cierta solemnidad, y confiando el enfermo a sus otros hijos, les dijo:

—Tenéis que llevarlo a pasear. Cuando se canse, cogedlo en brazos. ¡No lo dejéis caer! El santo rabino ha dicho que sanará. ¡No le hagáis daño!

Y en aquel instante comenzó el calvario de los niños.

Llevaban a Menuchim por la calle como se arrastra una desgracia; lo ponían en el suelo o lo dejaban caer. Soportaban indignados las burlas de los demás chiquillos que corrían tras ellos cuando sacaban a pasear a su hermanito. Su obligación era llevarlo entre los dos. Pero el crío no apoyaba los pies como un ser humano. Se bamboleaba sobre sus piernas como si fuesen dos arcos rotos, permanecía un instante erguido y se caía. Al final, Jonás y Schemarjah lo abandonaban en el suelo, o bien lo instalaban en un rincón, dentro de un saco, y allí jugueteaba Menuchim con excrementos de perro o de caballo, o con guijarros. Lo devoraba todo; raspaba la cal de las paredes para llenarse la boca con ella, y luego tosía hasta que la cara se le ponía azul. Cuando estaba en un rincón era como un montón de basura. A veces rompía a llorar y los chicos mandaban a Miriam para que lo calmara. Delicada y coqueta, cimbreándose sobre sus piernuchas flacas, la niña se aproximaba a su ridículo hermano, aunque en su corazón sintiera repugnancia y odio. La ternura con que acariciaba la cara cenicienta de la criatura tenía algo de impulso homicida. Miraba cautelosamente a su alrededor y pellizcaba al enfermo en una pierna; el niño chillaba y atraía las miradas de los vecinos. Entonces Miriam comenzaba a hacer pucheros y todos la compadecían y se interesaban por ella.

Un día de verano —estaba lloviendo— los chicos arrastraron a Menuchim fuera de casa y lo metieron en un barril lleno de agua de lluvia, acumulada allí desde hacia medio año. En ella nadaban gusanos y flotaban frutos podridos y cortezas de pan enmohecido. Lo cogieron por los pies y sumergieron su ancha cabezota gris en el agua unas diez veces, con la horrible y dichosa esperanza de tener un muerto entre las manos. Pero Menuchim sobrevivió. Tuvo estertores y vomitó agua, gusanos, frutos podridos y pan enmohecido; pero sobrevivió. Con gran sigilo y muy asustados, llevaron al enfermo a casa. Un miedo enorme ante el meñique de Dios, que acababa de hacerles una leve señal, apoderose de los dos chiquillos y de la niña. Permanecieron mudos todo el día. Sus lenguas estaban paralizadas; abrían los labios para formar una palabra, pero no lograban articular ni una sílaba. Cesó de llover, salió el sol, y por las calles corrieron diminutos arroyos. Era el tiempo más propicio para hacer navegar barquitos de papel y ver cómo se dirigían al canal. Mas nada de eso ocurrió. Los niños se escondieron en la casa como perros y pasaron toda la tarde esperando la muerte de Menuchim. Pero éste no murió.

Menuchim no murió. Siguió viviendo convertido en un robusto inválido. A Deborah se le secaron el vientre y los pechos. Menuchim había sido su último fruto, deforme, y su vientre parecía negarse a producir más desgracias. Había momentos en los que abrazaba a su marido, pero eran muy breves, como esos relámpagos que se divisan a lo lejos en el horizonte estival. Las noches de Deborah eran largas, crueles e insomnes. Una invisible pared de frío cristal la separaba de su esposo. Sus pechos se marchitaban, el vientre se le hinchó como un escarnio a su esterilidad, las piernas se le hicieron más pesadas y de sus pies parecía colgar plomo.

Una mañana estival despertó más temprano que Mendel, desvelada por un gorrión que piaba frente a la ventana. Aún tenía el gorjeo en el oído, junto con el recuerdo de un sueño y de una indefinible sensación de felicidad, como la voz de un rayo de sol. La cálida aurora penetraba ya por los poros y rendijas de los postigos de madera, y Deborah veía todo claramente a pesar de que las últimas sombras de la noche borroneaban aún los contornos de los muebles. Sintió la mente despejada y el corazón frío. Le echó una mirada a su marido, que dormía al lado, y descubrió las primeras canas en su barba negra. Mendel carraspeó ligeramente y empezó a roncar. Deborah se levantó de un salto y se plantó frente a su viejo espejo. Apartó con sus fríos dedos los ralos mechones de su cabellera, a fin de buscarse las primeras canas. Cuando creyó haber encontrado la única, se la arrancó con dos dedos previamente convertidos en poderosas tenazas. Abrió su camisa y se contempló sus pechos fláccidos, que levantó y dejo caer; pasó la mano sobre su vientre hinchado, aunque vacío, observó asimismo las venas azules de sus piernas, y decidió acostarse nuevamente. Al volverse notó, asustada, que su marido mantenía el ojo abierto.

—¿Qué estás mirando? —exclamó.

Pero él no le contestó. Era como si el ojo abierto no le perteneciese, pues aún dormía. Se le había abierto sin que su voluntad interviniera. La parte blanca del ojo parecía más blanca que de costumbre, y la pupila era diminuta. Aquel ojo evocó en Deborah un lago helado con un punto negro en el centro. Apenas si estuvo abierto un minuto, pero a ella le parecieron diez años. Al final volvió a cerrarse el ojo de Mendel, que siguió respirando plácidamente: estaba dormido, sin duda alguna. Se oyó le lejano trinar de millares de alondras sobre la casa y bajo los cielos. El calor de la mañana entraba ya en la habitación oscura. Dentro de poco darían las seis y Mendel Singer se levantaría. Deborah no se movió. Permaneció de pie en el mismo sitio donde estaba cuando se volvió hacia la cama, de espaldas al espejo. Nunca se había parado a escuchar de esa manera, sin necesidad, sin curiosidad, sin ningún ánimo. Nada esperaba, pero era como si de pronto se viese obligada a esperar algo extraordinario. Como nunca, esta vez había alertado todos sus sentidos, auxiliados por otros nuevos y desconocidos. Veía, oía y sentía mil veces más. Y no pasó nada. Tan sólo que una mañana de verano comenzaba; que las alondras trinaban allá lejos, a gran distancia; que los rayos solares se abrían paso por las rendijas de los postigos y que las anchas sombras de los muebles se iban haciendo más y más estrechas. También se oía el tictac del reloj a punto de dar las seis, y la respiración del marido. Los niños yacían silenciosamente en el rincón, junto al fuego, como instalados en otro espacio. No ocurría nada. Y, sin embargo, era como si una infinidad de cosas fuesen a ocurrir. El reloj redentor dio finalmente las seis y Mendel Singer se despertó, se sentó en la cama y miró asombrado a su mujer.

—¿Por qué no estás acostada? —le preguntó mientras se restregaba los ojos.

Tosió y escupió. Nada en sus palabras o en sus gestos hacía suponer que había tenido un ojo abierto. Quizá no se acordaba ya; o tal vez Deborah se hubiera engañado.

Desde aquel día se acabó el placer entre Mendel Singer y su esposa. Se acostaban igual que dos personas del mismo sexo, dormían durante la noche y despertábanse sin más por la mañana. Sentían vergüenza mutua y permanecían silenciosos como en los primeros días de su matrimonio. El pudor que se hiciera presente en los preludios del placer conyugal, aparecía nuevamente al final.

Pero al poco tiempo lo vencieron y se hablaron otra vez sin desviar las miradas. Sus cuerpos y sus rostros envejecían al unísono como los rostros y los cuerpos de dos mellizos. El estío era pesado e irrespirable, y trajo escasas lluvias. Tenían abiertas puertas y ventanas. Los niños estaban en casa raras veces. Crecían rápidamente afuera, vivificados por el sol fecundo.

Incluso Menuchim crecía. Sus piernas seguían encorvadas, pero era evidente que se iban alargando. También su tronco se desarrollaba. Una mañana emitió un grito agudo, como jamás lo había hecho. Después guardó silencio. Y al cabo de un momento dijo con voz clara e inteligible:

—¡Mamá!

Deborah se precipitó sobre él, y de sus ojos, secos desde hacía mucho tiempo, fluyeron lágrimas calientes, fuertes, grandes, saladas, dolorosas y dulces.

—¡Di, mamá!

—¡Mamá! —repitió el pequeño.

Y si él repitió diez veces la palabra, Deborah la repitió al menos cien. Sus oraciones no habían sido en vano. ¡Menuchim hablaba! Y esta única palabra del niño deforme fue sublime como una revelación, poderosa como un trueno, cálida como el amor, benéfica como el cielo, amplia como la tierra, fértil como el campo y dulce como un fruto dulce. Valía más que la salud de los niños sanos. Significaba que Menuchim sería fuerte y grande, sabio y bondadoso, tal como lo habían anunciado las palabras de la bendición.

Sin embargo, de la garganta del pequeño no siguieron brotando más sonidos inteligibles. Esta sola palabra, proferida después de un silencio tan terrible, significó durante mucho tiempo comer y beber, dormir y querer, alegría y dolor, cielo y tierra. Y aunque sólo repitiera «mamá» una y otra vez, su madre lo encontraba tan elocuente como un predicador y tan expresivo como un poeta. Comprendía todas las palabras que se escondían tras aquella única palabra. Y empezó a despreocuparse de sus hijos mayores y a alejarse de ellos. Sólo tenía un hijo, un único hijo: Menuchim.

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