Job

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Segunda parte » Capítulo 11

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11

POR vez primera abandonaron las preocupaciones la casa de Mendel Singer. Hasta entonces le habían resultado familiares, como hermanas aborrecidas. Había cumplido cincuenta y nueva años, y hacía ya cincuenta y ocho que las conocía. Las preocupaciones le abandonaron y la muerte empezó a rondarlo. Tenía la barba blanca y los ojos débiles, la espalda encorvada y las manos temblorosas. Su sueño era ligero, y largas sus noches. Llevaba su felicidad como un vestido prestado. Su hijo se mudó al barrio de los ricos; pero Mendel se quedó en su calle, en el mismo apartamento, con su lámpara azul de petróleo, entre los vecinos pobres, los gatos y los ratones. Era piadoso, temeroso de Dios y sencillo: un judío común y corriente. Muy pocos le hacían caso, y muchos ni siquiera reparaban en él. De día visitaba a unos cuantos viejos amigos: a Menkes, que tenía un negocio de verduras; A Skovronnek, el de la tienda de instrumentos de música; a Rottenberg, el copista de la Biblia, y a Groschel, el zapatero. Una vez por semana lo visitaban sus dos hijos, su nieto y Mac. No tenía nada que decirles. Contaban historias de sociedad, de teatro y de política. Él escuchaba un poco y se dormía. Entonces Deborah lo despertaba y él decía, abriendo los ojos:

—No estaba durmiendo.

Mac se reía. Sam sonreía y Deborah y Miriam cuchicheaban. Al cabo de un rato, Mendel volvía a dormirse. Y soñaba; y en su sueño confluían recuerdos de su patria y cosas de las que había oído hablar en América: anécdotas de la vida teatral, acróbatas y bailarinas vestidos de oro y rojo, el presidente de los Estados Unidos, la Casa Blanca, el millonario Vanderbilt, y siempre, siempre, la figura de Menuchim. El pequeño inválido se mezclaba con el oro y rojo de las bailarinas y emergía entre los pálidos rayos de la Casa Blanca como una pobre mancha gris.

Como era demasiado viejo para observar las cosas con mirada lúcida, Mendel creía en lo que sus hijos le decían; es decir, que América era la tierra de Dios; Nueva York, la ciudad de los milagros, y el inglés, el idioma más bello del mundo. Los americanos eran sanos y las americanas bonitas; el deporte, muy importante; el tiempo, algo muy valioso; la pobreza, un vicio; la riqueza, un mérito; la virtud, un éxito a medias, y la fe en uno mismo, un éxito completo; el baile, higiénico; patinar, una obligación; la beneficencia, una inversión de capital; el anarquismo, un crimen; los huelguistas, enemigos de la humanidad; los rebeldes, aliados de Satanás; las máquinas modernas, una gracia del cielo, y Edison, el más grande de los genios. Pronto los hombres volarían como los pájaros, nadarían como los peces, verían el futuro como los profetas, vivirían en eterna paz y perfecta armonía, y elevarían rascacielos hasta las nubes. «El mundo llegará ser muy hermoso —pensaba Mendel—: ¡suerte de mi nieto que lo verá todo!». A su admiración por el futuro se unía, sin embargo, cierta nostalgia por Rusia, y lo tranquilizaba saber que moriría antes de ver realizadas las proezas de los vivos. No lograba explicarse por qué se tranquilizaba de ese modo. Ya era demasiado viejo para gozar de lo nuevo, y demasiado débil para celebrar triunfos. Sólo le quedaba una esperanza: ver a Menuchim. Sam o Mac podrían ir a buscarlo; o tal vez incluso Deborah.

Era verano. Los bichos se multiplicaban incesantemente en su cuarto, pese a que las ruedecillas de hojalata de las camas se hallaban sumergidas en petróleo día y noche, y a que Deborah pasaba una fina pluma de ave impregnada de trementina por todas las rendijas de los muebles. Las chinches bajaban en filas largas y ordenadas por las paredes, y esperaban la oscuridad para dejarse caer rápidamente sobre las personas que dormían. Las pulgas saltaban de las negras junturas de las tablas sobre los vestidos, las almohadas y las mantas. Las noches eran calurosas y pesadas. Por la ventana abierta llegaba de vez en cuando el pitazo lejano de trenes desconocidos, los truenos breves y regulares de un mundo atareado y gigantesco, y las turbias emanaciones de las casas vecinas, de los basureros y de las alcantarillas. Los gatos maullaban, los perros sin dueño aullaban y los críos berreaban en la noche. Y sobre la cabeza de Mendel retumbaban los pasos de los desvelados, los estornudos de los griposos y el penoso bostezo de los fatigados. Una noche, Mendel Singer encendió la vela colocada sobre una botella verde junto a la cama y se asomó a la ventana. Vio los reflejos rojizos de la activa noche americana y los plateados rayos que un enorme reflector lanzaba al cielo como buscando a Dios desesperadamente. Vio también unas cuantas estrellas aisladas y lastimeras, y recordó las noches de Rusia, el azul profundo de su ancho cielo constelado, la hoz plateada de la luna, el lúgubre rumor de los pinos del bosque, y el canto de los grillos y de las ranas. Le pareció en aquel momento algo muy fácil salir de su casa y caminar toda la noche hasta donde pudiera oír el canto de las ranas y los grillos, y los gemidos de Menuchim. Allí, en América, esos gimoteos se sumaban a la infinidad de voces con las que su patria le hablaba y cantaba, al canto de los grillos y al croar de las ranas. «Pero entre América y la patria —pensó Mendel— se interpone el océano». Había que subirse a un barco y viajar veinte días con sus noches. Sólo entonces llegaría a casa, junto a Menuchim.

Sus hijos trataban de animarlo a que dejase el barrio. Él tenía miedo. No quería ser presuntuoso. Ahora que todo comenzaba a ir bien, no se debía provocar la ira de Dios. Nunca había llevado tan buena vida como entonces. ¿Para qué cambiar de barrio? ¿Qué ventajas le ofrecía el cambio? Los pocos años que le quedaban de vida podía muy bien pasarlos en compañía de las alimañas de su casa.

Se volvió hacia la habitación. Deborah dormía. Miriam había dormido antes en ese cuarto, pero ahora vivía en casa de su hermano. «O quizás en casa de Mac», pensó Mendel para sus adentros. Deborah dormía como una reina, semidescubierta y con una amplia sonrisa dibujada en su amplio rostro. «¿Qué tengo yo que ver con ella? —se dijo Mendel—. ¿Por qué seguiremos viviendo juntos? Nuestro placer ya se acabó y nuestros hijos son mayores. ¿Por qué tengo que hacerle compañía y comer lo que prepara? Escrito está que no es bueno que el hombre viva solo, y juntos vivimos».

Llevaban muchos años viviendo juntos y ahora se trataba de ver cuál de los dos moriría primero. «Probablemente yo —pensó Mendel—. Ella tiene buena salud y pocas preocupaciones. Aún esconde su dinero bajo una tabla. Ignora que eso es un pecado. ¡Que lo siga escondiendo!».

La vela de la botella se iba consumiendo. Había pasado la noche. Los primeros ruidos matinales se oían incluso antes de que el sol apareciese. Alguien abrió una puerta y se oyeron pasos ruidosos en la escalera. El cielo estaba gris; de la tierra subía un vapor amarillento, procedente de las alcantarillas, en el que se mezclaban el polvo y el azufre. Deborah se despertó con un leve sollozo y dijo:

—Va a llover. Sube mal olor de las alcantarillas. Cierre las ventanas.

Y así comenzaron los días de verano. Esa tarde Mendel no pudo dormir en casa. Se fue al parquecito donde los niños jugaban. Unos cuantos mirlos lo alegraron con su canto. Sentado en un banco, fue trazando extrañas líneas con la contera del paraguas. El ruido del agua con la que regaban el césped refrescó su cara. Creyó sentir el agua y se quedó dormido. Soñó con el teatro, con acróbatas vestidos de oro y rojo, con la Casa Blanca, con el presidente de los Estados Unidos, con el millonario Vanderbilt y con Menuchim.

Un día llegó Mac y le dijo (Miriam lo acompañaba como intérprete) que a fines de julio o primeros de agosto partiría a Rusia en busca de Menuchim. Mendel sospechó los móviles que animaban a Mac. Probablemente deseaba casarse con Miriam, y hacía todo lo posible por ayudar a los Singer.

«Si yo me muriese —pensó—, Mac se casaría con Miriam. Ambos esperan mi muerte. Pero aún hay tiempo. Yo espero a Menuchim. Estamos en junio, un mes caluroso y particularmente largo. ¿Cuándo llegará julio?».

A fines de julio, Mac reservó un pasaje. Escribieron a la familia Billes. Mendel fue a la tienda de Skovronnek para contar a sus amigos que su hijo menor, Menuchim, también iba a venir a América.

En la tienda se había reunido mucha más gente que de costumbre. Todos tenían un periódico en la mano: en Europa había estallado la guerra.

Mac no viajaría a Rusia. Y Menuchim no vendría a América. La guerra había estallado.

Pero ¿acaso las preocupaciones no acababan de abandonar a Mendel Singer? Sí, y cuando lo abandonaron, llegó la guerra.

Jonás estaba en esa guerra y Menuchim en Rusia.

Dos veces a la semana, por la tarde, Miriam, Sam, Vega y Mac visitaban a Mendel Singer. Hacían todo lo posible por ocultarle la muerte de Jonás, que daban por segura, y los peligros que amenazaban la vida de Menuchim. Creían poder apartar la mirada que Mendel fijaba en Europa, y dirigirla hacia su propia existencia, feliz y segura. En cierta medida se interponían entre Mendel Singer y la guerra. Y mientras él parecía escuchar y aprobar las conjeturas de sus familiares, de que Jonás trabajaba en una oficina pública y Menuchim se hallaba bien atendido en un hospital de San Petersburgo, en su interior veía caer a su hijo Jonás con caballo y todo, y quedarse clavado en una de esas alambradas que tan vívidamente describían los diarios. Y veía asimismo su casita de Zuchnow en llamas y a Menuchim quemándose en un rincón. De vez en cuando pronunciaba una frase corta:

—Hace un año, cuando llegó la carta, yo mismo debí haber ido a buscarlo —decía.

Nadie sabía qué contestarle. Cuantas veces decía esta frase, recibía el mismo silencio por respuesta. Parecía que al pronunciarla apagase la luz de la habitación, que se quedaba a oscuras sin que nadie pudiera ver ya absolutamente nada. Y esa vez, tras un silencio prolongado, todos se levantaron y salieron.

Pero Mendel cerró la puerta tras ellos, mandó a la cama a Deborah, encendió una vela y comenzó a entonar los salmos uno a uno. Solía cantarlos cuando daba las gracias al cielo o cuando le tenía miedo. Los movimientos oscilantes de su cuerpo eran siempre los mismos, y únicamente su tono de voz permitía adivinar si Mendel, el Justo, estaba agradecido o temeroso.

Aquella noche el miedo lo sacudía como el viento a un árbol viejo. La inquietud le prestó su voz y se puso a cantar los salmos en un tono extraño. Terminó, cerró el libro, se lo llevó a los labios, lo besó y apagó la vela. Pero no logró calmarse. Seguía diciéndose a sí mismo: «He hecho demasiado poco, demasiado poco». A ratos temía que su único medio de persuasión, el canto de los salmos, no fuera suficiente para apaciguar la violenta tempestad en la que Jonás y Menuchim perecerían. «Los cañones retumban —pensaba—, las llamas son poderosas y mis hijos se quemarán. ¡La culpa es mía, sólo mía! Y yo sigo cantando salmos. ¡Eso no basta, no basta!».

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