Job

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Segunda parte » Capítulo 14

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DESDE aquella mañana Mendel se quedó en la casa de los Skovronnek. Sus amigos vendieron sus escasos muebles y le dejaron únicamente la ropa de cama y el saquito de terciopelo rojo con los objetos litúrgicos que él había estado a punto de quemar. Mendel no volvió a tocar el saco. Lo tenía colgado de un gran clavo en la trastienda de los Skovronnek, gris y cubierto de polvo. Mendel ya no rezaba. Cuando lo necesitaban como décimo hombre para completar el número de orante prescrito, exigía que le pagasen su presencia. De vez en cuando prestaba también sus filacterias por unos pocos céntimos. Incluso se rumoreaba que a veces iba al barrio italiano a comer carne de cerdo sólo para irritar a Dios. La gente que lo rodeaba empezó a hacer causa común con él en su lucha contra el cielo. Pese a ser creyentes, hubieron de darle la razón al judío: Jehová lo había tratado con excesiva dureza.

Proseguía la guerra mundial. Con excepción de Sam, el hijo de Mendel, todos los del barrio judío que habían combatido estaban vivos. El hijo de Lemmel era ya oficial y había tenido la suerte de perder la mano izquierda. Con tal motivo había vuelto, licenciado, y era el héroe del barrio. Otorgaba a los judíos el derecho a considerar América como una patria. Se había quedado en la base militar para instruir a los reclutas. A pesar de la gran diferencia que existía entre el joven Lemmel y el viejo Singer, los judíos del barrio los colocaban en una situación análoga. Les parecía que todas las desgracias destinadas, en principio, a la comunidad entera, se habían repartido entre ellos dos. Mendel había perdido algo más que la simple mano izquierda. Y si Lemmel había luchado contra los alemanes, Mendel luchaba contra las fuerzas sobrenaturales. Pese a estar convencidos que Mendel había perdido el juicio, los judíos sentían por él una compasión unida a una admiración por la sacralidad de su locura. Mendel era sin duda uno de los elegidos. Vivía entre los demás como un triste ejemplo del poder cruel de Jehová. Durante mucho tiempo había vivido oscuramente, respetado por muy poca gente e inadvertido por la gran mayoría. Pasaba la mayor parte del día en la calleja. Era como si su destino consistiese no sólo en padecer una desgracia sin precedente, sino también en cargar con su dolor como una bandera. Y como un guarda de sus propias desgracias paseábase por la calleja y era saludado por todos. Muchos le daban pequeñas limosnas y todos le hablaban. Él no agradecía las limosnas y apenas contestaba a los saludos. A las preguntas respondía con un sí o con un no. Por las mañanas levantábase temprano. A la trastienda de los Skovronnek no entraba la luz, pues carecía de ventanas. Mendel percibía la mañana por las rendijas de los postigos; la luz del nuevo día hacia un largo recorrido hasta llegar a él. Cuando sonaban en la calle los primeros ruidos, comenzaba el día para Mendel. Preparaba el té y se lo tomaba con un pedazo de pan y un huevo duro. Lanzaba una mirada tímida y aviesa al saquito que contenía los objetos sagrados y que parecía una protuberancia de la sombra azul oscuro de la habitación. «No rezaré», se decía Mendel. Y le dolía no rezar. Le dolían también su ira y la impotencia de su ira. Pese a que él estaba a mal con Dios, Dios seguía gobernando el mundo. Ni el odio ni la piedad podían alcanzarlo.

Con la cabeza llena de ideas de este tipo empezaba Mendel su día. Recordaba que, en otros tiempos, despertar le resultaba algo muy fácil. La alegre inminencia de su oración lo despertaba, así como el deseo de renovar su consciente proximidad a Dios. Pasaba del amable calor del sueño al brillo aún más misterioso e íntimo de la oración como si entrase en un salón espléndido y al mismo tiempo familiar, donde vivía el Padre omnipotente y bondadoso. «Buenos días, Padre», solía decir Mendel al asomarse por allí; y creía oír una respuesta. Pero todo había sido una ilusión. El salón era tan espléndido como frío, y el padre tan omnipotente como malo. De sus labios no salía otra voz que la del trueno.

Mendel abría la tienda y colocaba las partituras, los textos de las canciones y los discos en el estrecho escaparate, antes de subir las persianas metálicas con una vara muy larga. Luego se llenaba la boca de agua, la esparcía por el suelo, cogía la escoba y barría la basura del día anterior. Arrojaba al fuego los pedazos de papel que recogía y salía a comprar unos cuantos periódicos que repartía en las casas del vecindario. Encontraba al lechero y al panadero, los saludaba y volvía al «negocio». Poco después llegaban los Skovronnek. Era la hora en que le encomendaban recados. Todo el día le decían: «¡Mendel, ve a buscar un arenque! ¡Mendel, aún no has guardado las pasas! ¡Mendel, que se te ha olvidado la ropa! ¡Mendel, le falta un vidrio a la linterna!». «Mendel, ¿dónde está el sacacorchos?». Y Mendel salía, compraba el arenque, guardaba las pasas, traía la ropa, arreglaba la escalera, llevaba la linterna al vidriero y encontraba el sacacorchos. Los vecinos lo llamaban muchas veces para que cuidase a sus niños pequeños cuando había algún estreno en el cine o llegaba alguna compañía de teatro.

Y Mendel cuidaba a los niños ajenos; y así como en otros tiempos había hecho balancear el cesto de Menuchim con un dedo tierno y delicado, mecía ahora con el pie, también tierna y delicadamente, las cunas de todas esas criaturas ajenas cuyos nombres ignoraba. En tales ocasiones entonaba una canción muy vieja: «Repite, Menuchim: al principio creó Dios los cielos y la tierra; ¡repítelo, Menuchim!».

Corría el mes de Ellul, y las grandes festividades comenzaron. Entre los judíos del barrio era unánime improvisar una sinagoga en la trastienda de Skovronnek, pues no les gustaba ir a la sinagoga grande.

—Mendel —le dijo un día Skovronnek—, rezaremos en tu habitación. ¿Qué te parece?

—Rezad tranquilamente —contestó Mendel. Y se puso a observar como se reunían los judíos y encendían las enormes velas amarillas. Él mismo ayudó a los comerciantes a bajar las persianas metálicas y a cerrar las puertas. Vio como todos se ponían los capotes blancos, que les daban cierto aspecto de cadáveres resucitados para seguir alabando al Señor. Todos se quitaban los zapatos y se quedaban en calcetines. Caían de rodillas y se levantaban otra vez. Los cirios amarillos y las velas blancas de estearina se curvaban y dejaban caer sobre los mantos ardientes lágrimas que en seguida formaban una costra. Los blancos judíos también se curvaban también como las velas y sus lágrimas caían al suelo y se secaban. Pero Mendel Singer permanecía mudo y negro con su traje de diario, al fondo, junto a la puerta, inmóvil. Alzose el canto del Kol-Nidre como un viento caliente. Pero los labios de Mendel Singer no se abrieron y su corazón continuó duro como una piedra. Negro y mudo, con su traje de diario, permaneció al fondo, junto a la puerta. Nadie le hacía caso. Los judíos procuraban no mirarlo. Era un extranjero entre ellos. Uno que otro pensaba a ratos en él y rezaba. Pero Mendel Singer permanecía erguido, junto a la puerta, enfadado con Dios. «Todos rezan porque temen —pensaba—, pero yo no tengo miedo. ¡No tengo miedo!».

Cuando todos se marcharon, se acostó en su duro sofá que conservaba aún el calor de los otros cuerpos. Cuarenta velas seguían ardiendo en la habitación. No osó apagarlas aunque le impedían dormir. Y pasó la noche insomne, imaginando toda suerte de blasfemias. Se imaginó a sí mismo yendo al barrio italiano a comprar carne de cerdo en un restaurante para luego volver y comérsela ahí, en compañía de esas velas silenciosas. Desanudó su pañuelo, contó las pocas monedas que tenía, pero no salió ni comió nada. Se quedó echado en el sofá, vestido, con los ojos muy abiertos y murmurando: «¡Se acabó, se acabó todo para Mendel Singer! ¡Ya no tiene hijos ni hija; no tiene mujer ni dinero; no tiene casa ni Dios! ¡Se acabó, se acabó todo para Mendel Singer!».

Las llamas doradas y azules de las velas temblaban ligeramente. Sus ardientes lágrimas de cera caían sobre la base de los candelabros, la arena amarilla de los morteros de latón y el vidrio verde oscuro de las botellas. El cálido aliento de los judíos llenaba todavía la habitación. Sobre los improvisados asientos yacían aún sus blancos mantos litúrgicos, esperando la mañana siguiente y la continuación de los rezos. Había olor a cera y a mechas carbonizadas. Mendel abandonó la habitación, abrió la puerta y salió a la calle. Era una clara noche de otoño. No se veía a nadie. Singer empezó a pasearse ante la tienda. Pero al oír los pasos lentos y largos del policía de turno, el viejo volvió a la tienda. Todavía esquivaba a cuantos llevaran uniforme.

Habían pasado ya los días festivos, comenzaba el otoño, y la lluvia cantaba. Mendel compraba arenques, fregaba el piso, traía la ropa, reparaba la escalera, encontraba el sacacorchos, guardaba las pasas y se paseaba por en medio de la calleja. Apenas agradecía las limosnas, no contestaba los saludos y no respondía a las preguntas más que con un sí o con un no. Por las tardes, cuando la gente se reunía a leer los periódicos o a hablar de política, Mendel se recostaba en el sofá y se dormía. La charla de los otros no lo despertaba. Nada le importaba la guerra. Las novedades discográficas le daban sueño. Sólo él se despertaba cuando a su alrededor se imponía el silencio y los demás desaparecían. Entonces intercambiaba unas cuantas palabras con el viejo Skovronnek.

—Tu nuera —le dijo un día Skovronnek— se va a casar de nuevo.

—Hace bien —contestó Mendel.

—¡Pero se casa con Mac!

—Se lo aconsejé yo mismo.

—Les va bien en el negocio.

—No es mío.

—Mac nos ha dicho que quiere darte dinero.

—No quiero dinero.

—Buenas noches, Mendel.

—Buenas noches, Skovronnek.

Los periódicos que Mendel solía comprar cada mañana, publicaban noticias terribles. Las publicaban y él, contra su voluntad, percibía sus lejanos ecos. Ya no reinaba el zar en Rusia. Bueno, por Mendel, que no reinase más. Lo cierto era que esos diarios no decían nada de Jonás ni de Menuchim. En casa de Skovronnek se apostaba a que la guerra acabaría antes de un mes. Bueno, ¡que terminase! Schemarjah no volvería. La dirección del manicomio escribió notificando que el estado de Miriam seguía estacionario. Vega envió la carta a casa de Skovronnek, y éste se la leyó a Mendel.

—Bueno —dijo Mendel—; Miriam no se curará.

Su vieja levita negra tenía un brillo verduzco en los hombros, y la costura de la espalda parecía un dibujo en miniatura de su columna vertebral. Mendel se iba reduciendo más y más, mientras que los faldones de su levita se iban alargando y ya no golpeaban las cañas de sus botas, sino casi, casi los tobillos. La barba que antes sólo le cubría el pecho, llegábale ahora hasta el último botón de la levita. La visera de su gorra, que había sido de reps negro y ahora estaba también verduzca, se había soltado y le cubría prácticamente los ojos. Mendel Singer se guardaba en los bolsillos muchas cosas: paquetitos que tenía que llevar a alguna parte, periódicos, herramientas diversas con las que arreglaba los objetos estropeados en casa de Skovronnek, hilos de colores, papel de embalar y pan. Todo aquel peso encorvaba todavía más sus espaldas; y como la mayor parte de las cosas iban en su bolsillo derecho, su hombro derecho era el más vencido. Así anda por la calle, inclinado y desvencijado, una ruina humana con las rodillas dobladas y las suelas resbaladizas. Las noticias del mundo, los días laborables y las fiestas pasaban a su lado como carros por delante de una casa vieja y solitaria.

Un día acabó la guerra de verdad. El barrio quedó desierto. Los hombres se habían ido a ver las fiestas de la paz y el regreso de los combatientes. Muchos le encargaron a Mendel que vigilase sus casas. Iba él de un piso a otro examinando las manijas y las cerraduras, y volvía luego a su trastienda. Le pareció oír muy a lo lejos el rumor de la alegría popular, el estallido de los fuegos artificiales y las risotadas de miles de personas. Se rizó la barba con los dedos, a sus labios asomó una sonrisa burlona y una risita maliciosa brotaba de su garganta a intervalos breves.

«Mendel también hará su fiesta», se dijo: y por primera vez se acercó a la caja marrón del gramófono. Había visto cómo se manejaba el instrumento. «Un disco, un disco», se dijo. Esa misma mañana, uno de los soldados que volvían había traído de Europa media docena de discos nuevos. Mendel colocó uno de ellos en el aparato, intentó por un momento recordar cómo se accionaba y al final puso la aguja sobre el disco. El aparato carraspeó un instante y en seguida empezó la canción. Era casi de noche, y Mendel se hallaba a oscuras junto al gramófono. Día tras día escuchaba canciones alegres y tristes, confusas y claras, vivaces y tranquilas, pero jamás había oído una canción como ésa de ahora. Fluía como un arroyuelo murmurante y como el mar rugiente. «Es el mundo entero —pensó Mendel— el que oigo ahora. ¿Cómo es posible que el mundo entero esté grabado en un pequeño disco?». Y cuando oyó una flauta de dulces sonidos, acompañada por violines de notas aterciopeladas, Mendel volvió a dar cuerda al aparato y la repitió tres veces. A la cuarta acompañó la melodía con su voz ronca, tamborileando con los dedos sobre la caja del aparato.

En ese momento entró Skovronnek. Paró el gramófono y le dijo:

—Mendel, enciende la lámpara. ¿Qué estabas tocando?

Singer encendió la lámpara.

—Mira cómo se titula la canción.

—Son los nuevos discos —dijo Skovronnek—; los he comprado hoy. La canción se titula —y Skovronnek se caló las gafas, puso el disco a la luz de la lámpara y leyó—, se titula: «La canción de Menuchim».

Mendel se sintió sumamente débil. Tuvo que sentarse, y se quedó mirando fijamente el disco que Skovronnek tenía en sus manos.

—Ya sé en qué estás pensando —dijo Skovronnek.

—Sí —murmuró Mendel.

Skovronnek volvió a darle cuerda al aparato.

—Una canción preciosa —dijo; e inclinando la cabeza, se puso a escuchar.

La tienda se fue llenando poco a poco. Ninguno de los que entraba decía una palabra. Todos escuchaban la canción, marcando el compás con la cabeza. Y la oyeron dieciséis veces, hasta aprendérsela de memoria.

Mendel se quedó solo en la tienda. La cerró cuidadosamente por dentro, sacó las cosas del escaparate y empezó a desnudarse. Sus pasos se ajustaban a la melodía de la nueva canción. Cuando empezaba a adormecerse, le pareció que aquella melodía azul plateada lo aproximaba al tenue quejido de Menuchim, a la única canción de su Menuchim, no oída desde hacia muchos años.

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