Job

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Primera parte » Capítulo 3

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PARA el cumplimiento de una bendición se necesita tal vez más tiempo que para el de una maldición. Diez años habían transcurrido desde que Menuchim pronunciara su primera y única palabra. Y aún no era capaz de decir otra.

A veces, cuando Deborah se quedaba sola en casa con su hijo enfermo, cerraba la puerta con cerrojo, se sentaba en el suelo al lado de Menuchim y lo miraba fijamente a la cara. Recordaba aquel terrible día de verano en el que la condesa se detuvo frente a la iglesia. Volvía a ver la puerta de la iglesia abierta y el brillo áureo de mil velas en torno a las imágenes policromadas; veía a los tres curas revestidos, de pie allá en el fondo, junto al altar, con sus barbas negras y sus manos blancas, y todo ese resplandor llegaba hasta la plaza polvorienta y blanqueada por el sol. Deborah estaba en su tercer mes de embarazo. Tenía de la mano a la pequeña Miriam, y Menuchim se agitaba en sus entrañas. De pronto se oyó un griterío que acalló el canto de los feligreses en la iglesia y fue seguido por el seco trotar de unos caballos; se levantó una nube de polvo y el coche azul oscuro de la condesa se detuvo ante la iglesia. Los hijos de los campesinos empezaron a chillar de alegría. Los mendigos y mendigas que había en las gradas avanzaron hacia el carruaje para besar las manos de la condesa. De pronto, Miriam se le soltó a su madre de la mano y despareció. Deborah se quedó temblando, helada en medio del calor.

—¿Dónde está Miriam?

Interrogó uno por uno a todos los hijos de los campesinos. La condesa ya se había apeado. Deborah se aproximó a la calesa. El cochero, envuelto en su librea azul con botones de plata, se hallaba tan arriba que podía verlo todo…

—¿No ha visto usted correr a la pequeña? —le preguntó Deborah alzando la cabeza y enceguecida por el brillo del sol y de la librea.

El cochero señaló la iglesia con su mano izquierda, enfundada en un guante blanco. Allí había entrado Miriam. Deborah reflexionó un momento antes de precipitarse hacia la iglesia y perderse entre el brillo del oro, los cánticos religiosos y el resonar del órgano. Miriam estaba a la entrada. Deborah cogió a la niña, la sacó a rastras hacia los escalones calentados por el sol y huyó como alguien que se escapa de un incendio.

—No le digas nada a papá —dijo jadeante—; ¿entiendes, Miriam?

Desde aquel día supo Deborah que ocurriría una desgracia, que ella llevaba una desgracia en sus entrañas. Lo supo y se lo calló.

Volvió a correr el cerrojo. Llamaron a la puerta y entró Mendel. La barba de Singer ya era gris. También habían envejecido la cara, el cuerpo y las manos de Deborah. Fuerte y lento como un oso era el hijo mayor, Jonás: astuto y ágil como un zorro el segundo, Schemarjah; coqueta e irreflexiva como una gacela, Miriam, la hermana. Cuando iba a hacer recados y echaba a correr por las callejuelas, delgada y esbelta —una sombra brillante, una cara morena, con la boca grande y encarnada, un pañuelo color oro rematado en dos alas bajo la barbilla y dos ojos viejos en medio de la juventud morena de la cara—, caía dentro del campo de visión de los oficiales de la guarnición y se metía en sus cabezas despreocupadas y lascivas. Algunos la seguían. Pero de sus acosadores sólo lograba percibir lo que al paso y por fuera captaban sus sentidos; una metálica estridencia de armas y de espuelas, un olor a pomada y a jabón de afeitar, y los súbitos destellos de botones dorados, de galones de plata y correajes de un rojo encendido. Era poco, pero suficiente. Tras el umbral de sus sentidos se agazapaba la curiosidad, esa curiosidad que es hermana de la juventud y mensajera del placer. Huía la muchacha delante de sus perseguidores con un temor ardiente y dulce. Sólo por sentir aquel miedo excitante prolongaba su fuga más de lo preciso. Con la sola esperanza de tener que huir salía a la calle más de lo que hacía falta. En las esquinas se detenía y echaba miradas seductoras a sus cazadores. Era su único goce. Aunque hubiera tenido alguien a quien confiar sus sentimientos, no habría abierto la boca. Pues los goces son tanto más intensos cuanto más en secreto permanecen. Aún no sabía Miriam qué horribles relaciones llegaría a tener con el mundo extraño y amenazador de la milicia, ni presentía el funesto destino que empezaba a cernirse sobre las cabezas de Mendel Singer, su mujer y sus hijos. Porque Jonás y Schemarjah estaban ya en edad de ir al servicio militar con arreglo a la ley, y debían evitarlo según las tradiciones de sus antepasados. La bondad de Dios había concedido a otros jóvenes algún defecto físico que no los hacía sufrir mucho y los protegía contra cualquier mal. Unos eran tuertos, otros cojos, aquél padecía de ataques convulsivos o tenía una hernia, éste tenía el corazón o los pulmones débiles, aquel otro un defecto en los oídos, el de más allá tartamudeaba y alguno hasta podía demostrar una debilidad general orgánica.

Pero en la familia de Mendel Singer diríase que el pequeño Menuchim había reunido en sí todos los males que una naturaleza más benigna hubiera tal vez repartido entre cuantos la componían. Los hijos mayores de Mendel eran sanos y no presentaban defecto alguno en todo el cuerpo. Y entonces, aunque la guerra contra el Japón había terminado, tuvieron que empezar a atormentarse, a ayunar y a beber café muy cargado, en espera de que apareciese una debilidad cardiaca, por lo menos temporal.

De este modo comenzaron los suplicios. No comían casi nada ni dormían. Deambulaban débiles y vacilantes, temblando noche y día, con los ojos rojos e hinchados, los cuellos más delgados y las cabezas pesadas. Deborah volvió a quererlos y a peregrinar al cementerio por sus hijos mayores. Pero esta vez imploraba una enfermedad para Jonás y Schemarjah, así como antes había rezado por la salud de Menuchim. El ejército se erguía ante sus preocupados ojos como una montaña árida y negra, pródiga de hierro y de martirios. Veía cadáveres y más cadáveres. Veía al zar muy alto y resplandeciente, removiendo a espolazos la sangre roja y esperando el sacrificio de sus hijos. Muy pronto iban a entrar en maniobras y ése era su mayor temor. Ni siquiera pensaba en una nueva guerra. Se enojaba con su marido. ¿Quién era Mendel Singer? Un maestro; un maestro estúpido de niños estúpidos. Ella había tenido otras ilusiones cuando aún era una muchacha.

Por su parte, Mendel Singer no estaba menos apenado que su mujer. Los sábados, en la sinagoga, una vez terminada la oración que por ley debía dedicarse al zar, pensaba Mendel en el futuro inmediato de sus hijos. Los veía con el odioso uniforme de dril de los reclutas, comiendo carne de cerdo, y tratados a latigazos por los oficiales. Llevarían fusiles y bayonetas. Muchas veces suspiraba sin razón aparente en medio de la oración, en medio de las lecciones, en medio del silencio. Hasta los extraños lo miraban compasivamente. Nadie le había preguntado nunca por su hijo enfermo y todos le preguntaban por sus hijos sanos.

El 26 de marzo los dos hermanos se dirigieron finalmente a Targi. No tuvieron suerte. Eran sanos y se les declaró aptos para el servicio. Los autorizaron a pasar el verano en su casa: su incorporación a filas tendría lugar en el otoño. Se les reconoció un miércoles; y al domingo siguiente emprendieron el viaje de regreso a su casa.

Por su situación militar tenían billetes gratuitos en el ferrocarril. Ya viajaban por cuenta del zar. Muchos jóvenes se hallaban en idéntica situación. El tren avanzaba despacio. Los dos hermanos iban sentados en bancos de madera, entre campesinos borrachos que cantaban. Todos fumaban un tabaco negro cuyo humo dejaba percibir un lejano olor a sudor. Se contaban historias unos a otros. Jonás y Schemarjah no se separaban ni un momento. Aquél era su primer viaje en tren. Cambiaban muchas veces de sitio, porque los dos querían ir junto a la ventanilla, para ver el paisaje. Schemarjah encontraba el mundo muy grande; pero a Jonás le resultaba monótono y lo aburría. El tren atravesaba los campos deslizándose como un trineo sobre la nieve. Las campesinas, vestidas de diversos colores, les hacían señas; cuando aparecían en grupo eran saludadas por los hombres con una especie de aullido. Los dos judíos, tímidos y afligidos, seguían en su rincón, intimidados por la presunción de los borrachos.

—Me gustaría ser campesino —dijo de pronto Jonás.

—A mí no —respondió Schemarjah.

—Me gustaría ser campesino —volvió a decir Jonás—. Me gustaría emborracharme y acostarme con aquellas chicas.

—Yo quiero ser lo que soy —dijo Schemarjah—; un judío como mi padre, Mendel Singer, y no un soldado ni un borracho.

—Yo me alegro un poquitín de ser soldado —dijo Jonás.

—¡Ya tendrás tus oportunidades de alegrarte! —le contestó su hermano—. Yo preferiría ser rico y ver la vida.

—¿Qué es la vida? —preguntó el primero.

—La vida —aseguró Schemarjah— es ver grandes ciudades; los tranvías que corren por las calles. Las tiendas que son tan grandes como el cuartel de la guarnición, y los escaparates, que son incluso mayores. Me han enseñado tarjetas con vistas de muchas ciudades. No hacen falta puertas para entrar en una tienda. Las ventanas llegan hasta el suelo.

—¡Eh! ¿Por qué estáis tan tristes? —exclamó de pronto un campesino que iba sentado en el rincón de enfrente.

Jonás y Schemarjah fingieron no oírlo, como si la pregunta no estuviera dirigida a ellos. Habían aprendido a hacerse los sordos cuando un campesino les dirigía la palabra. Desde hacía miles de años era siempre un mal negocio que un judío contestara a un campesino.

—¡Eh! —dijo el campesino levantándose.

Jonás y Schemarjah se incorporaron a su vez.

—Sí, os he hablado a vosotros, judíos —dijo el tipo—. ¿No habéis bebido todavía?

—Ya hemos bebido —afirmó Schemarjah.

—Yo aún no —declaró Jonás.

De debajo de su chaqueta sacó entonces el campesino una botella tibia y resbaladiza, que olía más al campesino que a su propio contenido. Jonás se la llevó a la boca. Abrió sus labios gruesos, de un rojo encendido, y dejo ver sus dientes blancos y fuertes a ambos lados de la botella oscura. Jonás bebió sin sentir la mano leve de su hermano que le daba palmaditas en el brazo. Sostenía la botella con ambas manos, como un enorme niño de pecho. Por los codos empinados se le veía la camisa blanca a través de la tela raída. Su manzana de Adán subía y bajaba regularmente bajo la piel del cuello, como el émbolo de una máquina. Un ligero ruido, como de gárgaras, salió de su garganta. Todos miraban como bebía el judío.

Jonás terminó. La botella vacía deslizose de sus manos sobre el regazo de Schemarjah, y él mismo la siguió en su caída, como si algo lo obligara a seguir ese mismo camino. El campesino extendió el brazo y reclamó su botella sin pronunciar una sola palabra. Luego acarició con su bota los anchos hombros de Jonás, que ya dormía.

Llegaron a Podworks, donde tenían que bajarse. Les quedaban siete verstas de camino hasta Jurki; sólo Dios sabía si hallarían algún carro en el camino. Todos los viajeros ayudaron a incorporar al robusto Jonás, que se recuperó cuando estuvo al aire libre.

Echaron a caminar. Era de noche. La luna se escondía tras unas nubes lechosas. Sobre los campos nevados se percibían manchas de tierra, irregulares y oscuras como bocas de cráteres. Del bosque parecía emanar un hálito de primavera. Jonás y Schemarjah avanzaban de prisa por un sendero angosto. Oían el tenue crujir del hielo bajo sus botas. Llevaban a hombros sus bastones, de los que colgaban sus líos blancos y redondos. Schemarjah intentó varias veces entablar una conversación con su hermano. Pero Jonás no contestaba. Sentía vergüenza de haberse emborrachado y desplomado como un campesino. Cuando la estrechez del sendero les impedía caminar lado a lado, Jonás se rezagaba. Hubiese preferido que su hermano fuera siempre por delante. Cuando el camino volvía a ensancharse, aminoraba el paso con la esperanza de que Schemarjah siguiera avanzando sin esperarlo. Pero el joven parecía temer que Jonás se le perdiera. Desde que lo vio borracho, perdió la confianza en él. Dudaba de la razón de su hermano mayor y se sentía en cierto modo responsable de su suerte. Jonás adivinó lo que pensaba su hermano. Su corazón hervía de ira.

«Schemarjah es ridículo —pensó—. Es flaco como un espectro: no puede sostener bien el bastón y el lío se le va a caer al barro».

Y ante la idea de que el lío blanco de Schemarjah pudiera caerse del bastón al lodo negro del camino, Jonás se echó a reír a carcajadas.

—¿De qué te ríes? —preguntó Schemarjah.

—Me río de ti —contestó Jonás.

—Pues yo tendría más derecho a reírme de ti —replicó Schemarjah.

Callaron de nuevo. El bosque de pinos se alzaba ante sus ojos, negro y silencioso. De él, y no de ellos mismos, parecía provenir el silencio. De cuando en cuando se levantaba el viento en una u otra dirección; un sauce se mecía en sueños, crujían las ramas secas y las nubes avanzaban presurosas por el cielo.

—Sea como sea, ahora somos soldados —dijo de pronto Schemarjah.

—Exacto —repuso Jonás—; ¿y qué hemos sido hasta ahora? No tenemos profesión. ¿Hacernos maestros como nuestro padre?

—¡Mejor que ser soldados! —exclamó Schemarjah—. Aunque a mí me gustaría ser comerciante e ir por el mundo.

—Los soldados también van por el mundo, y yo no podría ser comerciante —opinó Jonás.

—Estás borracho.

—Estoy tan sobrio como tú. Puedo beber sin emborracharme. Puedo ser soldado y ver el mundo. Me gustaría ser campesino. Te lo digo… y no es que esté borracho.

Schemarjah se encogió de hombros. Siguieron andando. Al amanecer oyeron cantar los gallos en granjas lejanas.

—Será Jurki —dijo Schemarjah.

—No, es Bytók —replicó Jonás.

—Pues que sea Bytók —concluyó Schemarjah.

Oyeron traquetear un carretón tras una curva del camino. La mañana era tan pálida como lo había sido la noche. No había diferencia entre el sol y la luna. Empezó a caer nieve, una nieve blanda y caliente. Los cuervos alzaban el vuelo graznando.

—Mira esas aves —dijo Schemarjah, buscando un pretexto para reconciliarse con su hermano.

—¡Son cuervos! —respondió Jonás. Y añadió con un remedo irónico—: ¡Aves!

—Como quieras —dijo Schemarjah—: ¡cuervos! —recalcó.

Era, ciertamente, Bytók. Aún les quedaba una hora hasta su casa.

A medida que avanzaba el día, la nieve se iba haciendo más blanda y espesa, como si surgiera del sol naciente. Al cabo de unos minutos todo el campo estuvo blanco. Los sauces a orillas del camino y los grupos de abedules también quedaron blancos, blancos, blancos. Sólo los dos caminantes judíos eran morenos. La nieve, que también caía sobre ellos, parecía derretirse más de prisa en sus espaldas. Ondeaban sus largas levitas negras, que batían recia y acompasadamente las cañas de sus altas botas de cuero. Cuanta más nieve caía, más aprisa caminaban. Los campesinos que iban encontrando avanzaban muy despacio y con las rodillas dobladas. La nieve se posaba sobre sus hombros como sobre ramas gruesas: ligera y pesada al mismo tiempo. Familiarizados con ella, se movían como por un terreno conocido. A veces se detenían a mirar a los dos jóvenes morenos como si fuesen una aparición extraordinaria, pese a que ver a un judío no les resultaba nada raro.

Sin aliento llegaron los hermanos a su casa. Ya estaba oscureciendo. Desde lejos oyeron la letanía de los niños. Aquello fue para ambos como un canto maternal, como una palabra dicha por su padre: les devolvió toda su infancia, todo cuanto habían visto, oído, olido y palpado desde los primeros días de su vida. Aquella cantilena de los alumnos de Mendel condensaba el olor de todas las comidas calientes y sazonadas, el brillo entre blancuzco y negruzco que emanaba del rostro y de la barba paternos, el eco de los suspiros de la madre y los lloriqueos de Menuchim, el susurro de los rezos de Mendel Singer por la tarde, y otros mil sucesos innombrables, cotidianos y extraordinarios. Ambos hermanos acogieron, pues, con idéntica emoción la melodía que les llegaba a través de la nieve mientras se acercaban a la casa paterna. Sus corazones comenzaron a latir al unísono. La puerta se abrió violentamente ante ellos: Deborah, su madre, los había visto acercarse hacía rato.

—¡Nos han declarado aptos! —dijo Jonás, sin saludar.

Un terrible silencio se impuso de pronto en la habitación donde minutos antes había resonado el coro de vocecitas infantiles: un silencio sin límites, mucho más poderoso que el espacio del que se había adueñado y, sin embargo, surgido simplemente de la palabra «aptos», que Jonás acababa de pronunciar. Los niños interrumpieron su lección en medio de una frase recién memorizada. Mendel, que había estado recorriendo la habitación de un extremo a otro, se detuvo de improviso, lanzó una mirada al vacío, alzó los brazos y los dejó caer de nuevo. La madre, Deborah, se sentó sobre uno de los dos taburetes colocados siempre junto a la estufa, como a la espera de algún instante propicio para recibir a una madre afligida. Miriam, la hija, había retrocedido a tientas hasta una de las esquinas. Su corazón latía tan fuertemente que pensó que todos lo oirían. Los niños estaban como clavados en sus asientos. Sus piernas, envueltas en medias de lana de muchos colores, se habían columpiado sin parar durante la lección y ahora colgaban inmóviles bajo la mesa. Afuera seguía nevando sin interrupción, y el pálido reflejo de los copos penetraba a través de la ventana, iluminando los rostros silenciosos. A ratos podía oírse el crepitar de la leña carbonizada en la estufa y el ligero traqueteo de los puntales de la puerta, sacudidos esporádicamente por el viento. Con los bastones aún sobre los hombros, y los blancos líos colgando de ellos, los dos hermanos se habían quedado junto a la puerta, mensajeros e hijos de la desgracia. De pronto exclamó la madre:

—Mendel, ve corriendo a pedir consejo a la gente.

Mendel se alisó la barba. El silencio había sido conjurado; las piernas de los niños volvieron a balancearse lentamente, los hermanos dejaron sus hatos y sus bastones y se acercaron a la mesa.

—¿Qué tonterías dices? —replicó Mendel Singer—. ¿Adónde quieres que vaya? ¿Quién podrá darme un consejo? ¿Quién querrá ayudar a un pobre maestro y con qué podrá ayudarme? ¿Qué ayuda esperas tú de los hombres cuando Dios nos ha castigado?

Deborah no contestó. Permaneció sentada un rato más, en completo silencio. De pronto se levantó, dio un puntapié al taburete como si hubiera sido un perro, haciéndolo rodar ruidosamente, alzó su pañuelo marrón que había estado en el suelo como un montículo de lana, se envolvió en él la cabeza y cuello y se anudó las puntas en la nuca con un gesto de ira, como si quisiera estrangularse. Tenía la cara colorada y siseaba como una tetera llena de agua hirviendo. De pronto lanzó un escupitajo blanco que, cual proyectil envenenado, fue a caer a los pies de Mendel Singer. Y como si con ese gesto no hubiera demostrado suficientemente su desprecio, dejó escapar tras el esputo un chillido que sonó como un «¡puah!», pero que nadie supo interpretar exactamente. Antes de que los circunstantes se repusieran de su sorpresa, abrió la puerta. Una ráfaga maligna arrojó unos cuantos copos en la habitación, golpeó a Mendel Singer en la cara y azotó las piernas de los niños. La puerta volvió a cerrarse estrepitosamente. Deborah se había ido.

Corrió sin rumbo fijo por el centro de las callejuelas; como un coloso parduzco avanzaba de prisa entre la blanca nieve, hundiéndose de vez en cuando en ella. Se enredaba en su propio vestido, se desplomaba y volvía a levantarse con una agilidad sorprendente. Seguía corriendo sin saber adónde iba, aunque tenía la impresión de que sus pies la encaminaban a una meta que su cabeza ignoraba. El crepúsculo caía más rápidamente que los copos de nieve; las primeras luces empezaron a encenderse, amarillentas, y los pocos hombres que salían de sus casas para cerrar las persianas volvían la cabeza hacia Deborah y la seguían largo rato con la mirada, aunque sintieran frío. Deborah corría en dirección al cementerio. Cuando llegó a la rejilla de madera, volvió a derrumbarse. Se incorporó bruscamente: la puerta se negaba a ceder debido a la nieve amontonada en su base. Deborah la empujó con los hombros hasta que por fin cedió. Ya estaba dentro. El viento aullaba sobre las tumbas. Aquella vez, los muertos parecían más muertos que nunca. Del crepúsculo fue surgiendo la noche, una noche negra, negra e iluminada por el resplandor de la nieve. Deborah se dejó caer ante una de las primeras tumbas de la primera fila. Con sus rígidos puños la liberó de la nieve, como queriendo cerciorarse de que su voz llegaría con mayor facilidad hasta el muerto no bien apartase la capa que se interponía entre su plegaria y los oídos del difunto. Luego lanzó un grito, que resonó como si saliera de un cuerno en el que alguien hubiera colocado un corazón humano. Todo el pueblo oyó ese grito, pero lo olvidó en seguida. Pues ya no pudo oír el silencio que vino después. Deborah se limitó a gemir a intervalos breves, y su gemido leve y maternal fue devorado por la noche y enterrado por la nieve. Sólo los muertos la oyeron.

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