Job

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Primera parte » Capítulo 5

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EL veinte de agosto llegó a casa de los Singer un mensajero de Kapturak para llevarse a Schemarjah. Todos lo esperaban por aquellos días, pero cuando se presentó se quedaron sorprendidos y aterrados. Era un hombre normal, de estatura y apariencia también normales, con una gorra azul de militar en la cabeza y un cigarrillo muy fino en la boca. Cuando lo invitaron a sentarse y a tomar el té, se negó.

—Prefiero esperar afuera —dijo en un tono que indicaba su hábito de aguardar frente a las casas.

Esta resolución del recién llegado produjo, al parecer, una alarma aún mayor en la familia Singer. Todas las miradas convergieron en ese hombre de gorra azul apostado ante la ventana como un centinela. Estaban haciendo el equipaje de Schemarjah: una cesta de provisiones, un cuchillo de pan, un traje y las filacterias. Miriam iba y venía con las cosas, y Menuchim, estiraba estúpidamente la barbilla y repetía sin cesar la única palabra que sabía: «Mamá, mamá». Mendel Singer, de pie junto a la ventana, tamborileaba con los dedos sobre el cristal. Deborah lloraba en silencio, y sus ojos enviaban lágrima tras lágrima a su boca torcida. Cuando el equipaje estuvo listo, lo encontraron muy pobre y miraron alrededor con ojos desamparados en busca de algún nuevo objeto. Hasta entonces no habían intercambiado palabra alguna. Cuando el blanco paquete fue depositado al fin sobre la mesa, junto al bastón, Mendel Singer se apartó de la ventana y dijo a su hijo:

—Envíanos noticias tuyas enseguida y cuantas veces te sea posible; ¡no te olvides!

Deborah comenzó a sollozar en voz alta, abrió los brazos y abrazó a su hijo largamente. Schemarjah se liberó luego de los brazos de su madre, y dirigiéndose a su hermana, la besó ruidosamente en las dos mejillas. Su padre extendió las manos sobre él para bendecidlo y murmuró algo ininteligible. Con cierto temor aproximose entonces Schemarjah a Menuchim, que observaba todo con ojos desorbitados. Era la primera vez que abrazaba al niño enfermo, y tuvo la impresión de no abrazar a un enfermo, sino a un símbolo que no daba contestación alguna. Todos hubieran querido decir algo, pero nadie encontraba palabras. Sabían que Schemarjah se despedía para siempre. En el mejor de los casos, llegaría sano y salvo al extranjero. En el peor, sería capturado en la frontera y fusilado en el acto por los centinelas. ¿Qué se puede decir a los que se despiden para siempre?

Schemarjah se echó su lío al hombro y abrió la puerta con el pie. No volvió la cabeza. Al momento de salir procuró olvidar su casa y a toda su familia. Tras él se oyó de nuevo un fuerte grito de Deborah. La puerta se cerró. Con la sensación de que su madre se había caído desmayada, Schemarjah se aproximó a su compañero. El hombre de la gorra azul le dijo:

—Detrás del mercado nos esperan los caballos.

Al pasar frente a la casa de Sameschkin, Schemarjah se detuvo y miró el jardincillo y la cuadra vacía, cuya puerta estaba abierta.

Jonás no estaba allí. Pensó con tristeza en su hermano perdido que, en su opinión, se había sacrificado por él. «Es un palurdo, pero noble y valiente», se dijo Schemarjah. Luego prosiguió su camino al mismo paso que su compañero.

Detrás del mercado, encontraron los caballos, tal y como el hombre le había anunciado. No tardaron menos de tres días en llegar a la frontera, pues tuvieron que evitar el tren. En el camino, el compañero de Schemarjah demostró ser un excelente conocedor del país. Iba señalando las torres de las iglesias lejanas y le decía el nombre de la aldea respectiva. Conocía las casas de campo y el nombre de sus propietarios. Se apartaba muchas veces de la carretera para tomar rápidamente un atajo. Era como si hubiera propuesto enseñarle a Schemarjah su patria por última vez antes de que el joven partiera en busca de una nueva. Y fue sembrando para siempre la nostalgia en el corazón de Schemarjah.

Una hora antes de la medianoche llegaron a una taberna fronteriza. Era una noche serena. Esa taberna era la única casa; una casa perdida en el silencio nocturno, negra, muda, con las ventanas cerradas y sin el menor asomo de vida detrás de ellas. Millares de grillos cantaban formando un coro rumoroso en medio de la noche. No se oía nada más. El campo era llano: el cielo estrellado formaba un círculo perfecto y oscuro, interrumpido sólo hacia el noroeste por una línea blanca, como un anillo azul engastado en plata. Sentíase el lejano olor a humedad de los pantanos que se extendían hacia el oeste y el vientecillo que lo traía.

—Una auténtica noche de verano —dijo el enviado de Kapturak, y habló por primera vez del asunto—: En estas noches tranquilas no siempre resulta fácil cruzar la frontera. Para lo nuestro es preferible la lluvia.

Con estas palabras infundió un poco de miedo a Schemarjah. Como la taberna estaba a oscuras, Schemarjah no se fijó en ello hasta que su compañero dijo:

—¡Entremos! —en el tono de alguien dispuesto a afrontar el peligro. Y después—: No te des mucha prisa; tendremos que esperar aquí un buen rato.

—Sin embargo, se acercó a la ventana y llamó suavemente a las persianas de madera. La puerta se abrió y dejo escapara una estela de luz amarilla. Entraron. Detrás del mostrador, dentro del círculo de luz de la lámpara, se hallaba el tabernero, que los saludó. En el suelo yacían varios hombres acurrucados jugando a los dados. Ante una mesa se hallaba Kapturak con un hombre en uniforme de sargento. Nadie alzó la mirada. Se podía oír el tictac del reloj y el ruido de los dados. Schemarjah se sentó y su compañero pidió algo de beber. Schemarjah bebió aguardiente y se tranquilizó; sabía que estaba viviendo una de aquellas horas extraordinarias en las que el hombre tiene tanto poder sobre su suerte como la Instancia suprema que se la otorga.

Poco después de medianoche pudo oírse un tiroteo breve, pero intenso, y un eco prolongado. Kapturak y el sargento se levantaron. Era la señal convenida mediante la cual el centinela indicaba que el control nocturno del oficial fronterizo había terminado. El sargento desapareció. Kapturak dio la señal de partida. Todos se levantaron, se echaron sus hatos al hombro y, atravesando el umbral, se adelantaron uno a uno en la noche. Tomaron el camino de la frontera. Algunos intentaron cantar, pero el propio Kapturak se los prohibió. No se sabía si iba al frente, en medio o detrás. Marchaban silenciosamente por entre el canto de los grillos y el azul de la noche. Pasada una media hora la voz de Kapturak ordenó:

—¡Todos a tierra!

Se dejaron caer sobre el suelo húmedo y permanecieron inmóviles, con sus corazones palpitantes pegados a la tierra. Era la despedida que el corazón daba a la patria. Kapturak ordenó que se levantaran. Llegaron a una ancha fosa y divisaron, a la izquierda, la luz del puesto de guardia. Atravesaron la fosa. Cumpliendo lo convenido, el centinela disparó, pero sin apuntar.

—¡Ya estamos fuera! —se oyó gritar a alguien.

En ese momento el cielo empezaba a clarear por el este. Volvieron los hombres el rostro hacia su patria, sobre la cual pesaba aún la noche, y luego siguieron su viaje hacia el día y el extranjero.

Alguien empezó a cantar y todos lo acompañaron. Así prosiguieron su camino. Schemarjah era el único que no cantaba. Iba pensando en su futuro inmediato (no tenía más que dos rublos) y el amanecer en su casa. Dentro de dos horas su padre se levantaría, rezaría una oración, carraspearía, haría unas gárgaras, iría al lavatorio y derramaría un poco de agua. Su madre soplaría el samovar. Menuchim balbucearía algo, y Miriam se quitaría con el peine unas cuantas plumillas blancas de la almohada, adheridas a su negro pelo.

Schemarjah vio todo aquello claramente, como jamás lo había visto cuando aún se hallaba en casa y era a su vez parte íntegramente de ese despertar en familia. Apenas oía la canción de sus compañeros; únicamente sus pies llevaban el compás.

Una hora más tarde vio la primera ciudad extranjera, el humo azul que salía de las chimeneas y un hombre con un brazalete amarillo que los esperaba. Dieron las seis en el reloj de un campanario.

En el reloj de pared de los Singer también dieron las seis. Mendel se levantó, hizo unas gárgaras, carraspeó un poco y murmuró una oración, Deborah se puso al lado de la chimenea y sopló el samovar. Menuchim balbuceó algo ininteligible en un rincón y Miriam peinó sus cabellos ante el espejo ciego.

Deborah, de pie junto a la estufa, sorbió su té caliente y preguntó de pronto:

—¿Dónde estará Schemarjah a esta hora? —Todos pensaron en él.

—Que Dios le ayude —dijo Mendel. Y así comenzó el día.

Y así comenzaron los días siguientes, días vacíos y tristes. «Una casa sin hijos —pensaba Deborah—. Los he traído al mundo, los he criado, y un viento los ha esparcido en varias direcciones». Buscaba a Miriam con la mirada, pero Miriam estaba poco en casa. Sólo le quedaba Menuchim que estiraba sus brazos siempre que la madre pasaba por su rincón. Y cuando ella lo besaba, él buscaba su pecho como un niño de teta. Con pena pensaba Deborah en la bendición que tanto tardaba en cumplirse, y dudaba de si llegaría a ver sano al pobre Menuchim.

La casa enmudecía cuando terminaba la lección de los niños. Quedaba muda y oscura. El invierno había llegado nuevamente. Para ahorrar petróleo se acostaban temprano, sumiéndose en brazos de la bondadosa noche. De vez en cuando, Jonás enviaba recuerdos. Estaba haciendo el servicio militar en Pskow, gozaba de una espléndida salud y no tenía contratiempo alguno con sus superiores.

Así pasaron los años.

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