Job

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Primera parte » Capítulo 7

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7

PARA ir a Dubno bastaba con el carro de Sameschkin; para ir a Moscú bastaba con el ferrocarril; para ir a América no bastaba con un barco: hacían falta documentos. Y para obtenerlos era preciso ir a Dubno.

Por eso Deborah fue a buscar a Sameschkin, pero el cochero no estaba en su banco al lado de la chimenea; no estaba en casa. Era jueves, día del mercado del cerdo, y Sameschkin no volvería antes de una hora.

Impaciente se paseaba Deborah ante la cabaña de Sameschkin, pensando sólo en América.

Un dólar vale más que dos rublos, un rublo tiene cien copeks, dos rublos son doscientos copeks. ¿Cuántos copeks, Dios mío, tendrá un dólar? ¿Y cuántos dólares nos enviará aún Schemarjah? América es un país bendito. Miriam sale con un cosaco. En Rusia puede hacerlo, pero en América no hay cosacos.

Rusia es un país triste. América es un país libre y alegre. Mendel ya no será maestro; será el padre de un hijo rico.

Transcurrió una hora, dos; sólo al cabo de tres horas oyó resonar las botas claveteadas de Sameschkin.

Era tarde, pero aún hacía calor. El sol oblicuo ya había tomado un color amarillo, aunque se negaba a desaparecer. Muy lento era el ocaso aquel día. Deborah estaba sudando de excitación, de calor y de cientos de ideas extraordinarias.

Cuando Sameschkin se aproximó, ella sintió más calor todavía. El cochero llevaba una gorra de piel de oso que en parte ya había perdido el pelo, una pelliza corta y unos pantalones sucios, que en parte se perdían en sus pesadas botas. Sin embargo, no sudaba. En el momento que lo vio, Deborah también lo olió, pues el tipo apestaba a aguardiente. Trabajo iba a tener Deborah, porque tratar con Sameschkin era difícil aun cuando no estuviese borracho.

El lunes habría mercado del cerdo en Dubno. Era una desventaja que Sameschkin hubiese tenido aquí mercado. Ya no tendría motivos para ir a Dubno; el viaje le costaría mucho dinero.

Deborah salió al encuentro del cochero. El tipo se tambaleó, pero sus pesadas botas lo sostuvieron. «¡Por suerte no va descalzo!», pensó Deborah con cierto desprecio. Sameschkin no reconoció a la mujer que le cerraba el paso.

—¡Fuera las mujeres! —exclamó, haciendo un movimiento del brazo como para golpear o coger algo.

—¡Soy yo! —dijo Deborah valientemente—. El lunes iremos a Dubno.

—¡Que Dios te bendiga! —exclamó Sameschkin en tono amable. Y, siempre de pie, apoyó un codo sobre el hombro de Deborah, que no se movió por miedo a que el cochero se cayera. El tipo pesaría sus buenos setenta kilos y todo su peso reposaba ahora en ese codo, que a su vez gravitaba sobre el hombro de Deborah. Primera vez que tenía tan cerca a un hombre extraño. Sintió miedo, pero pensó que ya era vieja; pensó en el cosaco de Miriam y en el tiempo que había pasado sin que Mendel la tocara.

—¡Sí, querida mía! —dijo Sameschkin—; el lunes iremos a Dubno y en el camino nos acostaremos.

—¡Puaf! Eres un vejestorio —respondió Deborah—. Se lo diré a tu mujer. Seguro que estás borracho.

—No estoy borracho —replicó Sameschkin—; sólo estoy bebido. ¿Qué quieres hacer en Dubno si no piensas acostarte conmigo?

—Sacar documentos —dijo Deborah—. Nos vamos a América.

—El viaje te costará cincuenta copeks si no te acuestas conmigo, y treinta si te acuestas. Te haré un hijo, y así en América tendrás un recuerdo de Sameschkin.

Deborah se estremeció pese al calor.

Y al cabo de un minuto dijo:

—No me acostaré contigo y te pagaré treinta y cinco copeks.

Sameschkin sacó el codo del hombro de su interlocutora y pareció entrar en razón.

—Treinta y cinco copeks —dijo con voz firme.

—¿El lunes por la mañana, a las cinco?

—El lunes por la mañana, a las cinco.

Sameschkin entró en su casa y Deborah volvió lentamente a la suya.

El sol se había puesto y el viento soplaba del oeste. En el horizonte se iban acumulando nubarrones violáceos: al día siguiente llovería. Deborah pensó «mañana lloverá», sintió un dolor reumático en la rodilla y lo saludó como a un viejo enemigo. «La gente envejece —pensó—, y las mujeres envejecen más aprisa que los hombres». Sameschkin era tan viejo como ella o incluso mayor. Miriam era joven y salía con un cosaco.

Deborah tembló al oír la palabra «cosaco», que acababa de pronunciar en voz alta, como si el sonido le diese una idea de lo terrible que era salir con cosacos. Al llegar a su casa vio a Miriam y a su esposo Mendel. Estaban sentados a la mesa, sumidos en un silencio tan obstinado que Deborah entendió en seguida que se trataba de un silencio ya viejo, secreto y consolidado.

—He hablado con Sameschkin —empezó—, y el lunes a las cinco iré a Dubno por los documentos. Pide treinta y cinco copeks.

Y añadió, no sin cierta vanidad:

—Ese precio es sólo por tratarse de mí.

—Tú no puedes ir sola —dijo Mendel con voz cansada y miedo en el corazón—. He hablado con muchos judíos que conocen este asunto y me han dicho que tengo que ir yo mismo a hablar con el uriadnik[2].

—¿Quieres hablar tú con el uriadnik?

En efecto, no era fácil imaginar a Mendel Singer en un despacho público. En su vida había hablado con un uriadnik, jamás pudo cruzarse con un agente de policía sin temblar. Esquivaba cuidadosamente a cuantos llevaban uniforme, así como a los caballos y a los perros. ¿Y Mendel quería hablar con el uriadnik?

Deborah le dijo:

—No te ocupes de estas cosas, que puedes estropearlas. Ya lo arreglaré todo sola.

—Todos los judíos —objeto Mendel— me han dicho que debo ir yo personalmente.

—Entonces vamos juntos el lunes.

—¿Y dónde dejaremos a Menuchim?

—Miriam se quedará con él.

Mendel miró a su mujer; quiso encontrar su mirada, pero ella la ocultó bajo sus párpados. Miriam, que los estaba observando desde un rincón, advirtió la mirada del padre y su corazón latió con más violencia. El lunes tenía una cita. Lo tenía todo muy bien combinado para aquel verano caluroso y tardío. Su amor florecía entre las altas espigas. Temía que llegase la cosecha. A veces oía a los campesinos prepararse y afilar sus hoces en las piedras azules. ¿Adónde podría ir cuando los campos quedasen desnudos? Tendría que irse a América. Una idea confusa del amor libre en América, entre esos grandes edificios, la consolaba y calmaba un poco sus temores ante la inminente cosecha. No podía perder tiempo. Amaba a Stepan, que se quedaría en el pueblo. Amaba a todos los hombres. Su impetuosidad y sus manos gruesas encendían llamas en los corazones. Los hombres se llamaban Stepan, Iván y Vselovod. Seguro que en América habría muchos más hombres.

—No quiero quedarme sola en casa —dijo Miriam—; tengo miedo.

—Tendremos que apostar un cosaco ante la puerta para vigilarla —replicó Mendel.

Miriam se ruborizó. Le pareció que su padre veía su rubor aunque ella estuviese a la sombra, en un rincón. La cara se le puso como una lámpara encendida; la escondió entre sus manos y rompió a llorar.

—Ya es tarde —dijo Deborah—; ve a cerrar los postigos.

La joven salió prudentemente, haciendo visera con las manos. Una vez fuera, se detuvo un momento. Millares de estrellas parecían aguardar a Miriam, cercanas y vivas. Su áureo brillo reflejaba el esplendor del gran mundo libre: esas estrellas eran espejitos en los que se reflejaba el resplandor de América.

Se aproximó a la ventana y miró hacia adentro, intentando leer en las caras de sus padres lo que estaban hablando. Nada pudo adivinar. Soltó los ganchos de hierro de los postigos y cerró las dos alas como se cierra un armario. Pensó en un ataúd. Había enterrado a sus padres en aquella casa pequeñita. No sintió tristeza. Mendel y Deborah Singer estaban enterrados. El mundo era grande y vivo. Vivían Stepan, Iván y Vselovod. Vivía América al otro lado del océano, con sus grandes edificios y sus millones de hombres.

Cuando entró en la habitación, su padre le dijo:

—No sabes ni cerrar los postigos, necesitas media hora para hacerlo.

Mendel se levantó dando un quejido y se dirigió a la pared donde colgaba la lamparilla de petróleo. Era un cacharro azul oscuro con un tubo ennegrecido por el humo y un espejo redondo y roto, destinado a aumentar la escasa luz sin gastos adicionales. La abertura superior del tubo sobrepasaba la cabeza de Mendel Singer, que intentó en vano apagar la luz. Parado de puntillas sopló varias veces, pero la mecha resistía. Por último se subió a un sillón y consiguió apagarla. Entretanto, Deborah había encendido una velita amarilla que dejó sobre el fogón de ladrillos. Miriam se acostó en un rincón, al lado de Menuchim. Quería desnudarse cuando todo estuviera a oscuras. Esperó con los ojos cerrados a que su padre acabara de rezar la oración de la noche. Por una rendija del postigo vio la luz azul dorada de la noche. Al desnudarse se palpó los senos. Le dolieron. Su piel tenía memoria propia: cada una de sus zonas recordaba las manos duras, gruesas y calientes de los hombres. Su olfato tenía memoria propia y recordaba el olor a sudor de los hombres, el olor a aguardiente y a cuero, con una fidelidad constante y dolorosa.

Oyó los ronquidos de sus padres y los estertores de Menuchim. Envuelta en su camisón y descalza, Miriam se levantó y dejó caer hacia adelante sus pesadas trenzas, que le llegaban hasta los muslos. Luego abrió la puerta y se lanzó a la noche misteriosa. Respiró profundamente, y tuvo la impresión de respirar la noche entera y de comerse las estrellas de oro. Las ranas croaban y los grillos cantaban. Hacia el noroeste, el horizonte mostraba una línea de plata que parecía encerrar la mañana. Miriam pensó en el campo de trigo, su lecho de bodas. Dio una vuelta a la casa. A lo lejos resplandecían los muros blancos del cuartel, enviando débiles reflejos hacia donde ella estaba. Allí en una gran nave, dormían Stepan, Iván, Vselovod y muchos otros hombres.

Al día siguiente era viernes. Había que preparar todo para el sábado: las albóndigas, el pollo y el caldo de gallina. Empezarían a hacer pan a las seis de la mañana. Cuando la línea plateada del horizonte adquirió un tono rojizo, Miriam volvió con cautela a la habitación. Ya no pudo dormir. A través de las rendijas vio las primeras llamas del sol. El padre y la madre se agitaban ya medio despiertos. Así empezó la mañana.

Transcurrió el sábado. Miriam pasó el domingo en el campo de trigo con Stepan. Fueron hasta la próxima aldea y ella bebió aguardiente. En su casa la buscaron todo el día. No le importaba. Su vida valía mucho y el verano era corto. Pronto empezaría la cosecha. En el bosque volvió a acostarse con Stepan. Al día siguiente, lunes, su padre iría a Dubno por los documentos.

El lunes, a las cinco, se levantó Mendel Singer. Tomó té, rezó, guardó las filacterias en su lugar y se dirigió a casa de Sameschkin.

—Buenos días —saludó desde lejos.

Pareciole a Mendel que en ese momento empezaban sus relaciones con las autoridades y se creyó obligado a saludar a Sameschkin como a un uriadnik.

—¡Preferiría ir con tu mujer! —dijo Sameschkin—. Todavía tiene buen aspecto, pese a sus años, y un busto respetable.

—Vamos —dijo Mendel.

Los caballos relincharon y se golpearon las grupas con sus colas.

—¡So! ¡So! —gritó Sameschkin haciendo restallar el látigo.

A las once llegaron a Dubno.

Mendel tuvo que esperar. Cruzó el espacioso portal gorra en mano. El portero llevaba un sable.

—¿Adónde vas? —le preguntó.

—Quiero ir a América. ¿A quién debo dirigirme?

—¿Cómo te llamas?

—Mendel Mechelovich Singer.

—¿Y qué quieres hacer en América?

—Ganar dinero; aquí las cosas me van mal.

—Anda al número 84 —dijo el portero—; adentro hay muchos esperando.

Se hallaban sentados en un gran pasillo abovedado de color ocre. Varios hombres de uniforme azul guardaban las puertas. Adosados a la pared había unos bancos marrones, todos ocupados. Cuando llegaba uno nuevo, los hombres de uniforme azul hacían un gesto con la mano, y los que estaban sentados se apretaban más unos contra otros para que el recién llegado tomara asiento. Todos fumaban, escupían, comían pipas o roncaban. Allí el día no era día. La lejana luz que entraba por el vidrio opaco de una ventana muy alta daba una vaga idea del día. De algún lugar llegaba el tictac de varios relojes que, en cierto modo, avanzaban al margen del tiempo, detenido en esos corredores.

De vez en cuando, uno de los hombres de uniforme azul pronunciaba un nombre en voz alta. Todos los durmientes se despertaban. El interesado se levantaba, avanzaba con paso vacilante, arreglándose el traje, y entraba por una de aquellas puertas altas de doble batiente, que en vez de manija tenían un pomo blanco. Mendel pensó un momento como haría para abrirla. Se incorporó para desperezarse, pues las extremidades le dolían de tanto estar sentado y encogido entre esa gente; pero nada más levantarse uno de los uniformados se le acercó y le gritó:

—¡Siéntate!

Mendel encontró su sitio ocupado y se paró al lado del banco, pegándose a la pared. Hubiera deseado ser tan liso como ella.

—¿Esperas el número 84? —le preguntó uno de los uniformados.

—Sí —contestó Mendel, convencido de que ahora lo echarían definitivamente a la calle. En tal caso, Deborah tendría que volver a Dubno. Cincuenta copeks y cincuenta copeks hacen un rublo.

Pero el hombre del uniforme azul no tenía la intención de echar a Mendel a la calle. Quería que todos permanecieran sentados para poder vigilarlos, pues el que se levantaba podía lanzar una bomba. «Los anarquistas —pensaba el portero— suelen disfrazarse algunas veces». Llamó a Mendel, lo cacheó y le pidió sus papeles. Como todo estaba en regla y Mendel no tenía asiento, le dijo:

—Mira: ¿ves aquella puerta de vidrio? Puedes abrirla porque es el número 84.

—¿Qué buscas aquí? —le gritó un hombre de espaldas muy anchas, sentado detrás de su escritorio. Se hallaba justamente bajo un retrato del zar. Usaba bigote, era calvo y usaba charreteras y botones. Parecía un busto muy hermoso tras su gran tintero de mármol—. ¿Quién te ha dado permiso para entrar así? ¿Por qué no te has hecho anunciar? —bramó una voz desde el busto.

Mendel Singer hizo una profunda reverencia. No esperaba tal recibimiento. Por eso se inclinó y dejó pasar el trueno sobre sus espaldas. Quiso reducirse al mínimo, quedar a ras del suelo como si una tempestad lo hubiera sorprendido a campo raso. Los faldones de su larga levita se abrieron y el funcionario pudo ver parte de los raídos pantalones de Mendel, así como el deslucido cuero de las cañas de sus botas. Esta visión mitigó un poco la furia del empleado.

—¡Acércate! —ordenó, y Singer se acercó inclinando la cabeza hacia adelante, como si quisiera arremeter contra el escritorio. Sólo la alzó ligeramente cuando se vio ya casi al borde de la alfombra. El empleado sonrió y le dijo—: ¡Dame los papeles!

Se produjo un silencio. De algún lugar llegaba el tictac de un reloj. Por las persianas se filtraba la luz dorada del atardecer. Se oyó un crujido de papeles. El funcionario se quedaba meditando a ratos, la mirada perdida en el vacío, y pescaba de pronto alguna mosca con la mano. Mantenía al minúsculo animalito encerrado en su enorme puño, que iba abriendo con precaución. Luego le arrancaba un ala, después la otra, y observaba como el insecto mutilado se arrastraba sobre el escritorio.

—¿La solicitud? —preguntó de improviso—. ¿Dónde está la solicitud?

—No sé escribir, Excelencia —se disculpó Mendel.

—Ya lo sé, idiota, ya sé que no sabes escribir. No te he pedido tu certificado de estudios, sino tu solicitud. ¿Por qué crees que tenemos un escribiente, eh? En el primer piso, despacho número tres, ¿eh? ¿Para qué paga el Estado un escribiente? Para ti, que eres un burro y que no sabes ni escribir. Anda al despacho número tres, donde se escriben las solicitudes. Di que vas de parte mía para que no tengas que esperar y te atiendan en seguida. Luego vuelve a verme. ¡Pero mañana! En lo que a mí respecta, podrás irte mañana por la tarde.

Mendel volvió a hacer una venia. No se atrevió a darle la espalda al funcionario y caminó de espaldas; larguísimo le pareció el trayecto del escritorio a la puerta. Tuvo la impresión de haber andado una hora. Por fin llegó, puso la mano en el pomo, lo hizo girar a la izquierda primero, luego a la derecha, y volvió a hacer otra venia. Se hallaba de nuevo en el pasillo.

En el número tres había un funcionario subalterno, sin charreteras. Era una habitación mal ventilada y baja, con mucha gente agolpada en torno a una mesa y un escribiente que escribía y escribía, sumergiendo la pluma en el tintero con gran impaciencia. Escribía velozmente, pero nunca podía acabar. Cada vez llegaban más clientes. No obstante, se dio tiempo para observar a Mendel.

—Me envía su Excelencia, el señor del número ochenta y cuatro —dijo Mendel.

—¡Acércate! —repuso el escribiente.

Le abrieron paso a Singer.

—¡Un rublo para el sello! —dijo el tipo.

Mendel sacó un rublo de su pañuelo azul, un rublo duro y reluciente. El escribiente no cogió la moneda: esperaba una propina de al menos cincuenta copeks. Pero Singer no advirtió los deseos, por lo demás harto evidentes, del empleado, que empezó a irritarse.

—¿A esto le llamas papeles? —dijo—. ¡Son pingajos que se te deshacen en las manos!

Y, como quien no quiere la cosa, rompió uno de los documentos en dos partes iguales, que luego intentó pegar con goma arábiga. Mendel Singer temblaba.

Como la goma estaba demasiado reseca, el escribiente escupió en el frasquito y le echó aliento. Pero nada. De pronto tuvo una idea, y todos notaron que había tenido una idea repentina. Abrió un cajón, guardó en él los papeles de Mendel Singer y volvió a cerrarlo. Luego arrancó de un bloc una hojita verde, le estampó un sello, se lo dio a Mendel y le dijo:

—¿Sabes una cosa? Ven mañana a las nueve, que estaremos solos y podremos hablar tranquilamente. Tus papeles se quedarán aquí. Mañana los recogerás. Enseña esta hojita al entrar.

Mendel salió. Sameschkin lo esperaba afuera, sentado en una piedra junto a los caballos. El sol ya se ponía, y la noche llegaba.

—Nos iremos mañana —dijo Mendel—, a las nueve tengo que volver.

Buscó una sinagoga donde poder pernoctar. Compró un trozo de pan y dos cebollas y se guardó todo en el bolsillo. Luego paró a un judío y le preguntó por la sinagoga.

—Ven conmigo —le dijo el judío.

Por el camino, Mendel le contó su historia.

—En nuestra sinagoga —dijo su acompañante— podrás conocer a un hombre que te arreglará el problema. Ya ha enviado a América a muchas familias. ¿Conoces a Kapturak?

—¿A Kapturak? ¡Por supuesto! Ya ayudó una vez a mi hijo.

—¡Cliente antiguo! —dijo Kapturak al verlo. Solía pasar las últimas semanas del verano en Dubno, y tenía sus consultas en la sinagoga—. Aquella vez vino a verme tu mujer. Aún me acuerdo de tu hijo. Le va bien, ¿verdad? Kapturak tiene buena mano.

El tipo se mostró dispuesto a ocuparse del asunto. De momento cobraría diez rublos por cabeza. Pero como Mendel no podía darle el adelanto de diez rublos, Kapturak tuvo una idea: le pidió la dirección del joven Singer. En cuatro semanas podrían llegarle la respuesta y el dinero, si el hijo tenía realmente la intención de llevarse a sus padres.

—Dame la hojita verde, la carta de América y confía en mí —dijo Kapturak. Los allí presentes hicieron un gesto de aprobación—. Aún estás a tiempo de volver hoy día a casa. Dentro de unos días pasaré yo a veros. ¡Confía en Kapturak!

Y algunos de los presentes insistieron:

—¡Ten confianza en Kapturak!

—Ha sido una suerte —dijo Mendel— encontraros justamente aquí.

Todos estrecharon su mano y le desearon buen viaje. Singer volvió a la plaza del mercado, donde lo esperaba Sameschkin. El cochero estaba a punto de echarse a dormir en su carro.

—Sólo el demonio es capaz de llegar a un acuerdo con un judío —dijo—. Bueno, partamos en seguida.

Y partieron.

Sameschkin se ató las riendas a una de las manos para dormir un rato. Iba cabeceando de verdad, cuando los caballos se asustaron súbitamente con la sombra de un espantapájaros que un niño travieso había sacado del campo y colocado al borde del camino. Los animales partieron al galope, despavoridos, y el carro parecía elevarse por los aires. «Pronto —pensó Mendel— empezará a batir las alas». También su corazón empezó a galopar precipitadamente, como si quisiera salírsele del pecho y perderse en la lejanía.

De pronto, Sameschkin lanzó una maldición. El coche se deslizó a un foso, mientras que los caballos aún llegaban a apoyar las patas delanteras en el borde del camino.

Sameschkin yacía sobre Mendel Singer. Se levantaron. La lanza del carro estaba desecha, se había aflojado una rueda, y a la otra le faltaban dos radios. Tendrían que pasar la noche allí. A la mañana siguiente ya se vería.

—Así empieza tu viaje a América —dijo Sameschkin—. ¿A qué vais vosotros por todas partes del mundo? El diablo os envía de un sitio a otro. Nosotros nos quedamos en el lugar donde nacemos, y sólo cuando hay guerra nos vamos al Japón.

Mendel Singer guardó silencio. Estaba sentado al borde de la carretera, junto a Sameschkin. Por primera vez en su vida se encontró sentado en el suelo, en plena noche, junto a un campesino. Miró hacia arriba, vio el cielo y las estrellas. Y pensó que ocultaban a Dios. «El Señor creó todo eso en siete días, y cuando un judío quiere ir a América tarda años».

—¿Ves que bonito es el país? —dijo Sameschkin—. Dentro de poco vendrá la cosecha. Es un buen año, y como no se tuerza, en otoño me compraré otro caballo. ¿Has recibido noticias de tu hijo Jonás? Sabe mucho de caballos. Es un hombre muy distinto a ti. Y tu mujer, ¿ya te ha engañado alguna vez?

—Todo es posible —contestó Mendel.

Todo le pareció de pronto fácil, comprensible. La noche lo liberó de todos sus prejuicios. Se reclinó incluso contra Sameschkin como si fuese un hermano.

—Todo es posible —repitió—; las mujeres no valen nada.

De repente empezó a sollozar, a llorar en medio de la noche, junto a Sameschkin.

El campesino se apretó los ojos con los puños, pues sintió que él también iba a llorar.

Después pasó su brazo sobre los huesudos hombros de Mendel y dijo en voz baja:

—¡Duerme, querido judío, duerme!

El cochero permaneció largo rato despierto. Mendel Singer dormía y roncaba. Las ranas croaron hasta el amanecer.

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