Job

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Segunda parte » Capítulo 10

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HACÍA varios siglos que uno de los antepasados de Mendel Singer había emigrado, probablemente de España, y se había instalado en Volhinia. Tuvo un destino más feliz y normal, aunque menos conocido que el de su descendiente; por eso no sabemos si necesito muchos o pocos años para aclimatarse en el país extranjero. Pero de Mendel Singer sí sabemos que al cabo de unos cuantos meses se sentía en Nueva York como en su propia casa.

Pues sí, ya era casi un americano. Sabía que old chap quería decir padre, y old fool, madre, o viceversa. Conocía ya a unos cuantos comerciantes del Bowery que tenían relaciones con su hijo. Conocía la Essex Street, en la cual vivía, y la Houston Street, donde quedaba la tienda de su hijo, de su hijo Sam. Sabía que Sam era un american boy; que la gente educada tenía que decir goodbye, how do you do y please; que un comerciante de la Grand Street podía hacerse respetar y a veces vivir en el River, aquel River con el que Schemarjah también soñaba. Le habían dicho que América era el God’s own country, el país de Dios, como en otros tiempos lo fue Palestina, y que Nueva York era the wonder city, la ciudad de los milagros, como la antigua Jerusalén. La oración se llamaba service, lo mismo que la beneficencia. El hijito de Sam, nacido una semana después de la llegada del abuelo, se llamaba nada menos que Mac Lincoln, y al cabo de pocos años —el tiempo vuela en América— ya era todo un college boy. La nuera trataba a su hijo de my dear boy. Ella aún se llamaba Vega, curiosamente. Era rubia, dulce y tenía un par de ojos azules que, a juicio de Mendel, revelaban más bondad que inteligencia.

¡Qué importaba! Las mujeres no necesitaban inteligencia. Que Dios las proteja y amén. Entre las doce y las dos se tomaba el lunch, y entre las seis y las ocho, el dinner. Mendel hacía caso omiso de estos horarios. Seguía comiendo a las tres de la tarde, y a las diez de la noche, como en su casa, aunque tal vez en su casa fuese de día cuando en Nueva York se sentaba a cenar, o quizás viceversa. ¡Quién podía saberlo! All right quería decir de acuerdo, y en lugar de «sí» se decía yes. Si uno quería desearle a alguien algo bueno, no le deseaba felicidad ni salud, sino prosperity. Sam pensaba alquilar pronto un nuevo piso en el River, con un parlour. Ya tenía un gramófono. Miriam se lo pedía a veces a su cuñada y lo llevaba a casa en brazos, por la calle, como a un niño enfermo. En el gramófono se podían oír valses, pero también Kol-Nidre. Sam se lavaba dos veces al día y llamaba a su traje de noche dress. Deborah ya había ido diez veces al cine y tres al teatro. Tenía un vestido de seda azul oscuro, regalo de Sam. También llevaba al cuello una gruesa cadena de oro, como una de esas concubinas de las que hablan las Sagradas Escrituras. Miriam trabajaba como vendedora en la tienda de Sam. Regresaba a casa pasada la medianoche, y salía a las siete de la mañana. Decía: «Buenas noches, padre» o «buenos días, padre». A veces, Mendel podía entender, por las conversaciones que fluían a sus oídos como una corriente de agua a los pies de un anciano, que Mac acompañaba a Miriam a pasear y al baile, y que iban a bañarse y a hacer gimnasia juntos. Mendel Singer sabía que Mac no era judío, como tampoco eran judíos los cosacos. Dios lo ayudaría: cuestión de tener paciencia. Deborah y Miriam vivían en buena armonía; la paz reinaba en la casa. A veces, madre e hija se quedaban cuchicheando después de medianoche, y Mendel fingía dormir. Podía hacerlo con facilidad porque él dormía en la cocina y la madre en la alcoba, con su hija. Tampoco en América se vivía en palacios. Vivir en un primer piso era una suerte. En un segundo, tercero o cuarto, tampoco estaba mal. La escalera era sucia, tortuosa y muy oscura. Hasta de día se necesitaban cerillas para poder ver claro. Olía a humedad y a gatos. Cada tarde había que poner veneno para ratas y vidrio molido en todos los rincones. Deborah fregaba el suelo todas las semanas, pero nunca lo dejaba con aquel color azafrán del de su casa ¿A qué se debería? ¿Estaría demasiado débil? ¿O sería demasiado perezosa? ¿Habría envejecido? Todas las tablas crujían cuando Mendel caminaba por la habitación; era imposible adivinar donde escondía su esposa el dinero. Sam les daba diez dólares cada semana. Pero Deborah se enfadaba. Era mujer y a veces se le metía el diablo en el cuerpo. Su nuera, Vega, era muy tranquila y sencilla; pero Deborah decía que se daba muchos lujos. Siempre que Mendel la oía quejarse, le decía:

—Cállate, Deborah, y vive contenta de tus hijos. ¿No eres aún lo suficientemente vieja como para callarte? ¿Te apena no poder echarme en cara que no gano mucho, y te atormenta no poder reñir conmigo? Schemarjah nos ha traído aquí para que nos hagamos viejos y muramos a su lado, y su mujer nos da el trato honroso que ambos merecemos. ¿Qué más quieres, Deborah?

Ella no sabía a ciencia cierta lo que le faltaba. Quizás había esperado encontrar en América un mundo absolutamente nuevo, en el que fuera posible olvidarse del pasado y de Menuchim. Pero aquella América no era un mundo nuevo. Ahí había más judíos que en Kluczysk; era un Kluczysk en mayor escala. ¿Para qué todo ese recorrido a través del océano, si un corto viaje en el carro de Sameschkin bastaba para llegar a Kluczysk? Las ventanas daban a un patio oscuro en el que merodeaban niños, gatos y ratones. A las tres de la tarde, incluso en primavera, era preciso encender la lámpara de petróleo. No tenían luz eléctrica ni un gramófono propio. En Rusia al menos Deborah tenía aire y luz suficiente. También era verdad que iba de vez en cuando al cine con su nuera y que en dos oportunidades había tomado el metro. Miriam era toda una señorita distinguida, con sombrero y medias de seda. Se había vuelto muy juiciosa y ganaba dinero. Mac se ocupaba mucho de ella, y era preferible a los cosacos. Era el mejor amigo de Schemarjah. No entendían una sola palabra de cuanto decía, pero ya se acostumbrarían. Él solo era más hábil que diez judíos juntos, y tenía la ventaja de no exigir dote alguna. En suma, América era otro mundo. Un Mac americano no era un Mac ruso. Aquí tampoco le alcanzaba a Deborah el dinero que recibía. La vida aumentaba visiblemente, pero tampoco podía prescindir del dinero. Bajo una tabla del suelo había escondido ya dieciocho dólares y medio. Las zanahorias eran cada vez más pequeñas; los huevos salían hueros; las patatas se helaban; la sopa era aguada e insípida; las carpas eran magras; los pollos, pequeños; los patos, flacos; las ocas, duras, y las gallinas, descarnadas.

No, no sabía lo que le faltaba. Echaba de menos a Menuchim. A menudo, tanto en sueños como de día, cuando iba de compras, en el cine o en sus labores, lo oía exclamar: «¡Mamá!, ¡mamá!». La única palabra que sabía; ya la habría olvidado seguramente. Oía cómo llamaban otros niños a sus madres y veía que ellas acudían siempre. Ninguna madre abandonaba voluntariamente a su hijo. No debieron haberse ido a América. Pero siempre podían volver.

—Mendel —decía a veces—, ¿no crees que debiéramos volver para ver a Menuchim?

—¿Y el dinero para el viaje y para vivir? ¿Crees que Schemarjah puede darnos tanto? Es un buen hijo, pero no un Vanderbilt. Quizá éste sea nuestro destino. Quedémonos. Veremos a Menuchim aquí, cuando esté sano.

Pero la idea del viaje perseguía a Mendel Singer y no lo abandonaba nunca. Un día, en el despacho de su hijo (estaba sentado tras la puerta de cristales y vio llegar a unos clientes, a los cuales bendijo en su interior), dijo a Schemarjah:

—Seguimos sin tener noticias de Menuchim. En su última carta, Billes no nos decía una sola palabra de él. ¿No crees que deberíamos ir a verlo?

Y como Schemarjah, alias Sam, era todo un american boy, le contestó:

—Padre, no me parece práctico. Si fuera posible traer aquí a Menuchim, seguro que lo curarían. La medicina está más adelantada en América que en el resto del mundo; acabo de leerlo en el periódico. Se curan cientos de enfermedades con inyecciones, con simples inyecciones. Pero no siendo posible traerlo aquí ¿a qué gastar tanto dinero? No quiero decir que sea algo imposible. Pero justamente ahora estamos preparando un negocio importante con Mac, y como andamos justos de dinero, más vale ni hablar del asunto. Espera unas cuantas semanas. Confidencialmente te diré que Mac y yo estamos especulando con terrenos. Compramos una casa vieja en Delancy Street, y ya la hemos mandado derribar. Te aseguro que un derribo sale casi tan caro como una construcción, pero no podemos quejarnos. El negocio va bien. ¡Cuando pienso que empezamos con seguros! Subiendo y bajando escaleras. Y ahora hemos montado este negocio, este almacén, puede decirse. Ahora vienen a verme a mí los agentes de seguros. Cuando los veo, pienso para mí: «Conozco el negocio», y los echo a todos a la calle. ¡A todos!

Mendel Singer no comprendía bien porque Sam echaba fuera a los agentes de seguros, ni por qué se alegraba tanto de ello. Sam lo adivinó y le dijo:

—¿Quieres tomar un breakfast conmigo, padre?

Fingió haber olvidado que su padre comía únicamente en casa. Le gustaba acentuar la distancia que lo separaba de las costumbres de su patria. De pronto se dio un golpe en la frente, como solía hacer Mac, y exclamó:

—¡Es verdad, lo había olvidado! ¿Pero al menos podrás comerte un plátano?

Y mandó a traer un plátano para su padre.

—Por lo que a Miriam se refiere —continuó mientras comía—, ha aprendido muchísimo. Es la girl más guapa de la tienda. Si estuviera en otra casa ya sería maniquí desde hace tiempo; pero yo no quiero que mi hermana luzca en su cuerpo los vestidos que han de ponerse otras. Y Mac tampoco.

Esperó a ver si su padre quería decirle algo sobre Mac, pero Mendel Singer calló. No era desconfiado, y apenas había oído la última frase. Admiraba mucho a sus hijos, especialmente a Schemarjah. Era inteligente, pensaba con rapidez y hablaba fluidamente el inglés. Por su manera de apretar los timbres o de reñir a los botones se veía que era un boss.

Fue a la sección camisería a ver a su hija.

—Buenos días, padre —le dijo ella en voz alta, en medio de los clientes.

La verdad era que lo respetaba mucho más que en Rusia. Probablemente no lo quería, pero tampoco estaba escrito: «¡Querrás a tu padre y a tu madre!», sino: «¡Honrarás a tu padre y a tu madre!». Mendel la saludó y salió. Se dirigió a su casa. Estaba contento. Caminaba lentamente por el centro de la calle, saludaba a los vecinos y disfrutaba viendo a los niños. Aún llevaba su gorra de reps de seda negra, la levita bastante larga y las botas altas. Pero los faldones de su levita ya no golpeaban recia y acompasadamente las cañas de sus botas de cuero. Porque Mendel Singer había aprendido justamente en América, donde todo el mundo tiene prisa, a caminar despacio.

Y así se iba aproximando a la vejez, de la oración de la mañana a la de la noche, del desayuno a la cena, del despertar al sueño. Por la tarde, a la hora en que en Rusia llegaban a verlo sus alumnos, se recostaba en el sofá, dormía una hora y soñaba con Menuchim. Luego leía un poco el periódico y se iba a la tienda de la familia Skovronnek, donde se vendían gramófonos, discos, cuadernos de música y textos de canciones, y donde además se tocaba y se cantaba. Allí se reunían todos los viejos del barrio para hablar de política y contarse anécdotas de su patria. A veces, cuando se hacía tarde, pasaban a la habitación de Skovronnek y rezaban velozmente la oración de la noche.

Cuando Mendel emprendía el camino de vuelta, que a veces alargaba un poco, se imaginaba que en su casa lo esperaba una carta. En ella le dirían claramente que Menuchim se había curado por completo y que a Jonás lo habían licenciado del ejército por una enfermedad insignificante, y quería venirse a América. Sabía Mendel que esa carta no había llegado todavía, pero en cierto modo intentaba darle una oportunidad para hacerlo. El corazón le latía más de prisa cuando llamaba a su puerta; pero nada más verle la cara a Deborah, sabía que la carta no había llegado; sería una noche más, igual a las anteriores.

Un día en que dio un breve rodeo para ir a su casa, vio en una esquina a un chiquillo que, de lejos, le pareció conocido. Estaba el muchachito apoyado en una puerta, llorando. Mendel oyó el suave gimoteo desde el otro lado de la calle, y el sonido le resultó familiar. Se detuvo, decidido a acercársele para consolarlo, y echó a andar. De pronto, el gimoteo se hizo más fuerte. Mendel volvió a detenerse en medio de la calle. Entre las sombras del anochecer y del portal, el chiquillo pareció adquirir de repente la silueta y el porte de Menuchim. Sí; así había gimoteado muchas veces el pobre Menuchim en Zuchnow, en el umbral de su vieja casa. Mendel dio unos cuantos pasos hacia la puerta. Pero el niño desapareció en el oscuro portal de la casa.

Mendel siguió andando hacia la suya lentamente. No fue Deborah la que le abrió la puerta, sino Sam. Mendel permaneció un momento en el umbral. Aunque llegaba preparado para recibir una alegre sorpresa, tuvo miedo de que hubiera ocurrido una desgracia. Sí; se hallaba tan acostumbrado a las desgracias que la menor cosa lo asustaba. «¿Qué sorpresa agradable —pensó— puede llegarle a un hombre como yo? Todo lo repentino es malo; lo bueno llega siempre lentamente».

La voz de Schemarjah lo tranquilizó en seguida.

—¡Entra! —dijo Sam tirando a su padre de la manga hacia la habitación.

Deborah había encendido dos lámparas. Su nuera Vega, Miriam y Mac estaban sentados alrededor de la mesa. Toda la casa le pareció distinta a Mendel. Las dos lámparas —eran iguales— parecían mellizas, y más se alumbraban mutuamente que a la habitación. Daban la impresión de sonreírse, cosa que a Mendel lo alegró.

—Siéntate, padre —dijo Sam.

Y Mendel, que nada tenía de curioso, temió que le contaran una de aquellas historias americanas que hacían las delicias de todos menos las suyas. «¿Qué habrá ocurrido? —se preguntó—. Quizá me hayan regalado un gramófono, o hayan arreglado una boda».

Se sentó ceremoniosamente. Todos guardaron silencio. De pronto dijo Sam —y fue como si se encendiese una tercera lámpara—:

—¡Padre, hemos ganado quince mil dólares de golpe!

Mendel se levantó y les dio la mano a todos. Luego se acercó a Mac y le dijo:

—Se lo agradezco sinceramente.

Sam tradujo sus palabras al inglés y Mac también se levantó y abrazó a Mendel. Después empezó a hablar y no paró en toda la tarde. Deborah hizo cálculos para saber a cuántos rublos ascendía aquella cifra, y no lograba adivinarlo. Vega pensó en un nuevo apartamento con muebles nuevos, y sobre todo con un piano para que su hijo tomara clases. Mendel pensó en un viaje a Rusia. Miriam oía sólo a Mac, y se esforzaba por comprenderlo al máximo. Al no lograrlo, supuso que Mac hablaba en un lenguaje demasiado culto para ella. Sam reflexionaba sobre si debía invertir o no todo el dinero en su tienda. Solo Mac pensaba poco, no se preocupaba, ni hacía proyectos. Decía lo primero que se le ocurría.

Al día siguiente fueron todos juntos a Atlantic City.

—¡Qué hermosa naturaleza! —dijo Deborah.

Mendel sólo vio el agua. Recordó aquella terrible noche que pasara con Sameschkin en la cuneta de la carretera, y aún creyó oír el canto de los grillos y el croar de las ranas.

—En nuestro país —dijo— la tierra es tan ancha como el agua en América.

En realidad hubiera preferido no decirlo.

—¿Habéis oído lo que dice vuestro padre? —observó Deborah—. Se está haciendo viejo.

«Sí, sí —pensó Mendel—, estoy envejeciendo».

Al llegar a casa encontraron una voluminosa carta que el cartero había dejado ante la puerta al no poderla pasar por debajo.

—Ya veréis —dijo Mendel— como esta carta trae buenas noticias. La felicidad sigue llegando. Un golpe de suerte suele traer otro. ¡Alabado sea Dios! ¡Y que siempre nos ayude!

Era una carta de la familia Billes y, en efecto, traía buenas noticias. Traía la noticia de que Menuchim había empezado a hablar.

«El doctor Soltysiuk lo vio —decía la familia Billes— y no podía creerlo. Menuchim será enviado a San Petersburgo, porque los grandes doctores quieren estudiar el caso. Un día, era jueves, que él estaba solo en casa cayó de la chimenea un leño encendido que acabó quemando todo el suelo. (También habrá que blanquear las paredes, lo que costará un dineral). Menuchim corrió a la calle, pues ya puede correr muy bien, y gritó: “¡Incendio!” Y desde entonces ha aprendido unas cuantas palabras.

»¡Lástima que esto ocurriera una semana después de la partida de Jonás! Porque Jonás estuvo aquí de vacaciones. Es un gran soldado, y no sabía que vosotros os habíais ido a América. También os escribe algo en la otra página».

Mendel volvió la página y leyó:

«¡Querido padre, querida madre, querido hermano y querida hermana! ¡De modo que estabais ya en América! La noticia me ha caído como un rayo, pero la culpa es mía, pues solo os escribí una vez. De todos modos no importa, pues me va muy bien. Todos son buenos conmigo y yo soy bueno con todos. Sobre todo soy bueno con los caballos. Ya sé montar como el mejor de los cosacos, y al galope puedo levantar con los dientes un pañuelo desde el suelo. Estas cosas me gustan y la vida militar también. Me quedaré incluso cuando termine el servicio. Te dan de comer, las órdenes te llegan desde arriba, y no se necesita pensar. No sé cómo escribiros para que me comprendáis bien. Tal vez no podáis comprenderlo. La cuadra es caliente y me gustan mucho los caballos. Cuando algunos de vosotros venga a Rusia, que venga a visitarme. El capitán me ha dicho que si sigo siendo un buen soldado, podré presentar una instancia al zar, quiero decir a Su Majestad, para que perdonen a mi hermano Schemarjah por haber desertado, Me daría una alegría enorme ver a Schemarjah una vez más en este mundo, pues los dos crecimos juntos.

»Sameschkin os envía recuerdos. Le va muy bien. Aquí se dice que va a estallar una guerra. En caso de que así fuera, debéis estar preparados para recibir la noticia de mi muerte como yo estoy preparado para morir, pues soy un soldado. Abrazo a todos para siempre. Pero no estéis tristes, porque tal vez salga con vida. Vuestro hijo: Jonás».

Mendel se quitó las gafas. Vio que Deborah lloraba, y por primera vez desde hacía un año, cogió las manos de su mujer y dijo solemnemente:

—Ahora, Deborah, el Señor nos ha ayudado. Coge tu pañuelo, baja y tráenos una botella de Met.

Y, sentados a la mesa, bebieron el Met en los vasos de té, mirándose el uno al otro y pensando lo mismo.

—El rabino tenía razón —dijo Deborah.

El recuerdo le dictó claramente las palabras que habían dormido en su conciencia durante mucho tiempo: «¡El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte!».

—Nunca me había dicho eso —dijo Mendel.

—Lo había olvidado.

—Hubiéramos podido ir a Kluczysk con Jonás; pero Jonás quiere más a los caballos que a nosotros.

—Aún es joven —lo consoló Deborah—; tal vez sea bueno que quiera a los caballos.

Y como no podía desperdiciar una ocasión de ser siquiera un poquitín maligna, añadió:

—Su amor por los caballos no le viene de ti.

—No —dijo Mendel, y sonrió pacíficamente.

Empezó a pensar en un viaje a su patria. Quizá dentro de poco podría trasladar a Menuchim a América. Encendió una vela, apagó la lámpara y dijo:

—Acuéstate, Deborah. Cuando Miriam llegue a casa le enseñaré esta carta. Yo no me acostaré.

Sacó del baúl su viejo libro de oraciones, tan familiar a sus manos, abrió de golpe la página en la que comenzaban los salmos y se puso a cantarlos uno a uno. Había sentido la gracia y estaba feliz. También sobre él había extendido Dios su mano bondadosa. Cantó varios salmos de alabanza. La llama de la vela se agitaba en el aire que el cuerpo de Mendel producía al balancearse. Con los pies fue marcando el ritmo de los diferentes salmos. Su corazón rebosaba de júbilo, y su cuerpo tenía que bailar.

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