Jennie

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[De una entrevista con Lea Archibald.]

Bueno, pues en poco tiempo Jennie y Sandy se hicieron uña y carne. Sandy tenía dominada a Jennie. La obligaba a hacer de todo. Jennie lo seguía a todas partes, besando la tierra que pisaba. A veces iba encima de sus hombros, cogida a sus orejas. ¡Qué cara de tonta se le ponía al verlo todo desde arriba! Siempre que Sandy se iba al colegio, Jennie se enfadaba. Trepaba a su casa del árbol para ver cómo se iba Sandy con sus libros por el camino del arroyo. Se la veía tan apenada, meciéndose con los brazos cruzados… Luego, durante el día, volvía a subir varias veces para ver si volvía, hasta que tarde o temprano aparecía Sandy, y Jennie daba un grito, bajaba al suelo como un rayo y se le echaba encima. Más tarde, cuando ya no era tan pequeña, llegó a tirarle al suelo por la emoción. Su cara era una maravilla de expresividad. Se podía leer como la de una persona.

Era tan cariñosa, tan amorosa, Jennie… De todas sus cualidades, ninguna destacaba tanto como esa. Siempre la tenías entre los pies, pidiendo abrazos o besos. ¡O cosquillas! ¡Se moría por las cosquillas! ¡Madre mía! Para ella eran más importantes que la comida, lo cual es mucho decir. Necesitaba más afecto que cualquier niño que haya conocido yo.

Lo que es a Hugo, literalmente le adoraba. Hugo era tan dulce, tan bueno… [Larga pausa.] Perdone. Cuando volvía del trabajo, Jennie se abrazaba a él y empezaba a darle besos, entre risas y gritos, con aquel ruido suyo: «uuuu uuuu». En cuanto reconocía el sonido del coche en la entrada, empezaba a dar golpes en el suelo con los pies y las manos, o a girar como loca. ¡Madre mía, la de cosas que llegó a tirar! Todos los jarrones de la casa, la porcelana Sung de mi abuela, los marfiles del tío Nat… Una vez quiso comerse la cabeza olmeca de jade, y al ver que no tenía el sabor esperado la rompió de rabia. ¡Válgame Dios! ¡Siempre dando vueltas! A veces te agotaba. Se pasaba el día siguiéndome y lloriqueando para que le hiciera cosquillas o le diera un abrazo.

Sandy nunca había tenido un hermano pequeño para darle órdenes. Sarah era demasiado pequeña. ¡Y de mayor no aceptaba órdenes de nadie, de nadie! Por eso Sandy se puso tan contento al llegar Jennie. Se volvió un niño mucho más seguro de sí mismo. Cada tarde jugaban en el jardín trasero. Yo los veía por la ventana de la cocina. ¡Cuántas horas me habré pasado mirándolos! No te cansabas nunca. Sandy hacía jugar a Jennie a un juego que llamaba «invasores del espacio». El marciano era Jennie. Válgame Dios… Jennie, como se imaginará, no entendía nada, pero acababa arreglándoselas. Siempre me acordaré de cuando los veía jugar a aquel juego. Lástima que en aquella época Hugo aún no tuviera su cámara. ¿Ha visto las películas que hizo de Jennie? Pues tiene que verlas. No se las pierda.

¿Invasores del espacio? Se lo había inventado Sandy. Jennie era un invasor de Alpha Centauri, y Sandy el astronauta que salvaba la Tierra. Sandy tenía una pistola láser tipo Perdidos en el espacio, de alguna caja de cereales. Hacía que Jennie se quedara en el césped mientras él se metía entre los arbustos. Jennie se quedaba como pasmada, aunque a veces intentaba seguir a Sandy a los arbustos, y él, que era muy impaciente, la sermoneaba: «¡No, no! ¡Tú quédate! ¡Espera a que salga!». Entonces a Jennie se le ponía una cara de pena… No le gustaba nada que la riñesen.

Después Sandy salía de las tuyas disparando la pistola y gritando: «¡Muérete, extraterrestre!». [Risas.] Normalmente Jennie no se moría como le pedían. Empezaba a saltar y a gritar, a la vez que intentaba quitarle la pistola a Sandy. Llegaron a armar unas trifulcas por aquella pistola… De vez en cuando Sandy perdía la paciencia. ¡Jennie no seguía las reglas! Bueno, la verdad es que nunca las siguió en nada de lo que hacía.

Vaya, que Sandy tenía que enseñarle a morirse. Válgame Dios… Se apretaba el pecho, se dejaba caer con un alarido espantoso y empezaba a retorcerse por el césped. ¡Jennie siempre se asustaba tanto…! Luego Sandy pegaba un grito escalofriante que te helaba la sangre en las venas, temblaba un poco y se quedaba quieto.

¡Pobre Jennie! Se agachaba al lado de Sandy, le tocaba y se apartaba. Después hacía una mueca horrible de miedo y se escondía debajo de los arbustos. Cuando tenía miedo ponía una cara horrenda, francamente grotesca, enseñando todos los dientes y las encías rosa, en una mueca diabólica. Yo la oía gemir debajo de los arbustos. ¡Pobre, se le partía el corazoncito de pensar que Sandy se hubiera muerto!

Entonces Sandy se ponía de pie con un salto y decía.

—¡Ajá, te engañé!

Y Jennie se abrazaba a él, intentando darle un beso. Era tan dulce, tan cariñosa… Se preocupaba siempre tanto…

¡Madre mía! Espero que no se esté llevando una falsa impresión de Sandy. Recuerdo que entonces yo pensaba: pero ¿no sabe que está hablando con un chimpancé? Me parecía absurdo, pero el caso es que desde el principio Sandy hablaba con Jennie como con una hermana pequeña, o mejor dicho un hermano pequeño. Lo más curioso de todo es que Jennie parecía entenderle.

¡Menuda sorpresa me llevé una tarde! Fue cuando Jennie aprendió a morirse. Sandy salió de los arbustos como un rayo, disparando aquella birria de pistola… y Jennie dio una voltereta, sufrió unas cuantas convulsiones en el suelo, pegó un grito y dejó de moverse. ¡Imagínese! Nunca llegó a quedarse quieta mucho tiempo, pero sí que podía hacerse la muerta unos segundos. Después se levantaba y se subía a la espalda de Sandy, mientras él, gritando «¡Muérete, extraterrestre!», o algo así, empezaba a dar vueltas disparando la pistola. Jennie se cogía fuerte y también gritaba. Otra cosa que decía Sandy era: «¡Ayudadme, que me ha cogido! ¡Se me está comiendo!».

¡Qué pena no haber podido filmarlos cuando jugaban! Era lo más divertido que se pueda imaginar. Los dos corriendo, Jennie como una bala negra lanzada por las tuyas y el seto, y Sandy pisando sus talones… Jugaban a lo mismo cada tarde.

En el colegio, Sandy no destacaba por su popularidad. Era muy inteligente, pero poco maduro para su edad. Por eso no tenía muchos amigos. ¡Ah, pero el día en que los otros niños del barrio se enteraron de que tenía un chimpancé en el patio…! ¡Caray! Entonces sí que se hizo el más popular, de la noche a la mañana.

Jennie solo llevaba tres días en casa. Sandy llegó por el camino del riachuelo con todo un grupo de niños. ¡Debía de ser la mitad de su clase! Al verlos venir desde la casa del árbol, Jennie se emocionó tanto, y se puso tan nerviosa, que no cabía dentro de sí. A aquella edad era muy tímida. Cuando los niños entraron por el hueco del seto del fondo, gritó y se escondió entre los arbustos.

Sandy empezó a llamarla por la casa del árbol y por todas partes, pero nada, que no aparecía. Los niños ya empezaban a reírse. Uno dijo: «¡Venga ya, si aquí no hay mono!».

En ese tema Sandy era muy quisquilloso. Igual que Hugo. Jennie no era un «mono», sino un gran simio. ¡Los monos eran inferiores! [Risas.] Y empezaron a pelearse. Justo cuando yo estaba a punto de salir para mandar a su casa a aquellos malcriados, vi a Jennie caminando arrimada a los arbustos. Llevaba en la mano aquel sombrero destrozado. Daba un asco… Por suerte aquel verano lo perdió en el bosque.

Bueno, pues Sandy empezó a llamar otra vez a Jennie, pero los niños del demonio se pusieron a tomarle el pelo. «¡Mono, mono! ¡Ven, mono!», decían todo el rato. ¡Pobre Sandy! Se le empezaba a transparentar el pánico en la voz. O Jennie aparecía pronto, o se lo recordarían toda la vida. Pero vi que Jennie se disponía a intervenir.

¡Válgame Dios! ¡Salió de los arbustos emitiendo un chillido más estridente que una sierra eléctrica! Era un sonido tan penetrante que no podía hacerlo nadie más, ni siquiera un fenómeno de feria. Jennie tenía todo el pelo erizado, y la boca muy abierta y rosa. Se les echó encima agitando aquella pesadilla de sombrero.

¡Santo Dios! Debería haberlo visto. ¡Los niños estaban aterrorizados! Se volvieron todos a la vez y salieron corriendo por el mismo agujero. (¡Pobre, lo que sufrió aquel seto!). No veían el momento de huir de aquella boca rosa tan horrenda, y de aquel ruido espeluznante. Una niña se puso histérica y empezó a gritar algo de que la mordería. Por un segundo casi tuve ganas de que Jennie lo hiciera. La mayoría de los niños eran unos mimados de campeonato, con unos padres horrorosos. No me extraña que dejaran el colegio a medias para tirarse a las drogas y quemar la bandera. Los niños pueden ser tan crueles…

La mayoría volvieron. Y entonces… ¡entonces se armó la de san Quintín! Empezaron a correr por el jardín, Jennie dando alaridos y los niños gritando. Me sorprende que la señora Wardell no llamara a la policía.

Al día siguiente los niños volvieron con un carro rojo muy grande y pasearon a Jennie por el barrio. La gente de Kibbencook que aún no sabía que hubiera un chimpancé entre sus habitantes se enteró aquel día. Jennie iba de pie, cogida a los lados, balanceándose con el sombrero en la cabeza. No sé por qué, pero me recordó aquel cuadro tan tonto de George Washington cruzando el Delaware. ¡Y qué ruido hacía! Subieron por Benvenue Street, bajaron por Dover y vuelta a empezar. Yo los tenía localizados en todo momento por los aullidos de Jennie. Parece mentira que se la oyera de tan lejos. Hugo siempre decía que Jennie tenía una voz tan potente porque los chimpancés tienen que comunicarse en la selva. Me lo creo. Se la oía igual desde más de un kilómetro que desde tres metros.

Otro día los niños vinieron con bicicletas. ¡Vaya por Dios! Jennie estaba entusiasmada con montar. Daba saltos todo el rato, e intentó quitarle la bicicleta a un niño. Después algún tonto la montó en la suya, y claro, se cayó. De repente teníamos a Jennie gritando y dando porrazos en la puerta. ¡Pobre, se había pelado la rodilla! Abrí yo y se echó en mis brazos, igual que los niños cuando se hacen daño y quieren que les consueles. Le lavé la herida y le puse una tirita. Ella se la quitó enseguida, como siempre, y empezó a mirar fascinada por debajo. No sé qué esperaba encontrar, pero el caso es que nunca conseguimos ponerle una tirita.

Cuando conté lo de la bicicleta a Hugo, fue cuando tuvo la idea de comprarle a Jennie un triciclo.

¡El triciclo! Madre mía… De todos los recuerdos que tengo, el que más destaca es el de aquella cosita peluda paseándose en triciclo. Después de tantos años todavía me acuerdo. No soy una persona sentimental, pero no he tenido ánimos para tirarlo. Está en el granero de Maine. Es que tenemos una casa de veraneo. Hace poco me encontré el triciclo por casualidad, tan oxidado que no se puede usar. Se le ha caído toda la pintura roja. Era tan triste… ¡Me dio tanta pena que me puse a llorar! ¿A que parece mentira?

La idea de comprarle el triciclo fue de Hugo. Quería hacerlo bien. Según él, comprar un triciclo era un momento muy importante en la vida de un niño. Estaba tan orgulloso… Igual que un padre. Pobre Hugo, tenía tanto cariño a Jennie… No llegó a superarlo. Total, que un fin de semana precioso de otoño, de esos en que el aire prácticamente canta, nos fuimos todos a Kibbencook Cycle. No se me olvidará aquel día en toda mi vida.

Era la única tienda de bicicletas del pueblo, justo al lado del puente del tren. Cerró hace tiempo, claro. Ahora hay una de esas tiendas de pasta tan ridículas que venden espaguetis hechos a mano a diez dólares el kilo. Al lado, donde estaba la tintorería, han puesto una tienda de galletas de lujo, y al otro lado, en lo que antes era la tienda de telas, una especie de bazar elegante de artículos para el hogar donde venden cafeteras de las de doscientos dólares. ¿Se imagina? Bueno, no, ahora ya no lo llaman café, ahora lo llaman espresso. Que Dios nos coja confesados.

Kibbencook Cycle tenía dos escaparates enormes con el nombre en pintura dorada. Detrás había una hilera de bicicletas que daba gusto verlas, estilizadas, con las ruedas muy gordas y los bordes cromados. Las bicicletas de niña eran azules, y las de niño muy rojas, como manzanas caramelizadas. Las bicicletas de entonces eran como los Cadillac: grandes, brillantes y un poco ridículas.

Bueno, el caso es que la tienda la llevaban Sam Hoyt y su hijo. ¡Ah, el bueno de Hoyt! Era un hombre seco y poco hablador, con la cara tersa como Buda. Nunca abría la boca. Si le preguntabas algo, se iba a buscarlo. Ni una palabra. Ahora bien, le aseguro que con la registradora era un hacha. ¡Y que no le pidieran devolver el dinero, al muy rácano! Su mujer se fue con el representante de la Fuller Brush.

Hoyt hijo era gordo, hablaba por los codos y siempre tropezaba con las bicicletas o los palos de hockey. No me acuerdo de su nombre de pila. Se alistó en Vietnam. ¡Qué orgulloso estaba su padre! Hasta que le hizo saltar por los aires alguna bomba trampa, cuando se llevaba recuerdos de un pueblo vietnamita. Nos dio una pena, el pobre señor Hoyt… Sin embargo no dijo ni palabra. Lo único que hizo fue vender la tienda y desaparecer. Todos nos preguntábamos adónde se había ido.

El primero en entrar fue Sandy, arrastrando a Jennie de la mano, y antes de que los Hoyt tuvieran tiempo de reaccionar dijo.

—¡Venimos a comprar un triciclo para Jennie, mi hermana pequeña!

Y la empujó hacia dentro. ¡Madre mía! Lo de la hermana fue una sorpresa, por decirlo suavemente. Más tarde le preguntamos por qué lo había dicho, y contestó que le había parecido que sonaría muy tonto decir que queríamos comprar un triciclo para nuestro chimpancé. De hecho podía pasar perfectamente por su hermana. Tampoco se diferenciaban tanto. Habíamos empezado a vestir a Jennie con pantalones cortos y camiseta. Reconozco que empezaba a tener todo el aspecto de una persona en pequeño. Tenías que esforzarte para verla como un animal. De verdad.

Sandy estaba orgullosísimo. Le había enseñado a Jennie a dar la mano, y Jennie empezó a repartir apretones. Sam Hoyt no cambió ni un momento de cara. Le dio la mano a Jennie como si fuera lo más normal del mundo. A fin de cuentas, una venta es una venta.

Hugo y yo no abríamos la boca. La estrella era Sandy.

Hoyt hijo, el gordo, estaba estupefacto. No se lo podía creer.

—¿Qué? ¿Tu hermana? —balbuceó, salpicándolo todo de saliva. Tanto él como su padre tenían un acento horrible de North Shore; de Danvers, creo.

Sandy no perdió comba.

—Sí, mi hermana —dijo—. ¿Pasa algo?

Perdone, es que era tan cómico… [Se seca los ojos.] Sandy tenía una actitud vital tan… creativa… ¡Su hermana! Madre mía.

El caso es que Hoyt hijo dijo: «Aaaah…», como si de repente quedara todo claro.

Entonces Sandy le explicó claramente que su hermana quería un triciclo. El pobre Hoyt estaba muy nervioso. Nos acompañó hasta una hilera de triciclos, esforzándose todo el rato por no mirar a Jennie. Debió de pensar que tenía una deformidad gravísima. Sandy le dijo que Jennie quería una bicicleta roja, no azul. Hoyt tocó una con el dedo, haciéndola rodar un poco. Entonces Jennie soltó un aullido, un aullido de chimpancé de los de manual. Hoyt hijo dio un respingo, como si le hubieran dado una bofetada. Miraba nerviosamente a todas partes, menos a Jennie. Al final la miró y dijo.

—¡Venga ya! ¡Esto no es ningún niño!

[Risas.] ¡Válgame Dios! Nos quedamos todos callados del susto. Sandy se volvió hacia Hoyt con toda la dignidad de que era capaz y le dijo.

—¡Cállate, gordinflón! ¡Sí que lo es!

Por Dios, por Dios, por Dios… Hoyt se deshizo enseguida en disculpas, el pobre. Desde entonces no sé qué pensaría que era Jennie. Sam Hoyt se limitaba a mirar desde detrás de la caja, dispuesto a registrar la venta como si no pasara nada fuera de lo normal.

Vaya, que sacamos el triciclo rojo para que lo probase Jennie, y Sandy la levantó y la puso en el sillín.

Seguro que se acuerda de que la última experiencia de Jennie sobre una bicicleta no había sido precisamente agradable. Era un chimpancé con una memoria prodigiosa. Abrió su boca rosada y le salió un alarido que estuvo a punto de reventar el cristal reforzado de los escaparates de la tienda. ¡Pobre Hoyt! Sudaba de nerviosismo. Jennie se calló cuando Sandy la bajó del triciclo. ¡Menos mal! Después se agachó para mirarse la rodilla. Fue tan conmovedor… ¡Tenía miedo de haberse hecho otro arañazo!

Sandy se subió al triciclo y pedaleó por la tienda diciendo: «¡Mira, Jennie! Es divertido, ¿no?». Jennie se puso a saltar, como siempre que se entusiasmaba, y tendió los brazos hacia el triciclo. Siempre quería hacer lo mismo que Sandy. Él se lo dio y la dejó subir. Hubo un momento tenso de silencio. Hoyt hijo seguía mirando como si se le fueran a salir los ojos de las órbitas. Resulta que Jennie tenía pulgares oponibles en los pies, como todos los chimpancés. En realidad eran manos, no pies. ¿Cómo se llama? Prensiles. Tenía los pies prensiles. O sea, que en vez de apoyar los pies en los pedales los cogía. Empujó con una pierna. El triciclo avanzó un poco. Entonces empujó más fuerte, y lo movió un par de metros.

¡Caray, cómo se puso de contenta al notar que se movía!

Se levantó en el sillín y emitió un gran aullido de victoria. Después empezó a pedalear como una posesa. Tenía mucha más destreza con los pies que un niño. El triciclo salió disparado por la tienda. Jennie sabía pedalear, pero no conducir. Sandy intentó coger el manillar. ¡Dios mío! Jennie chocó de frente con toda una hilera de bicicletas, que se cayeron armando mucho ruido. Hugo sacó la cartera, y antes de que se multiplicaran los destrozos dijo que nos la quedábamos.

Pero Jennie tenía ganas de volver a montar. Cogió el manillar y quiso quitarle el triciclo a Sandy. Empezaron a forcejear, y Jennie se puso a chillar de frustración. ¡Qué ruidos hacía cuando se enfadaba! Sandy no se dejaba. Yo también empecé a gritarle a Jennie, pero claro, no servía de nada. Jennie se aferraba con todas sus fuerzas al triciclo. Nunca me hacía caso. Yo solo era su madre. El único al que obedecía era Hugo, y no siempre.

Intentamos apartarla del triciclo a la fuerza, pero ella apretó todavía más las manos. Cuando cogía algo, podía hacerlo con cuatro manos, y no había forma de quitárselo. ¡Qué fuerza tenía en los dedos! En suma, que Hugo lo solucionó levantándola con el triciclo. Se los llevó a la camioneta y los metió en el asiento de detrás. Era como un amasijo de cromo brillante y brazos peludos.

Al llegar a casa, Hugo sacó a Jennie con triciclo y todo y la dejó en el césped. Nos apartamos para ver qué pasaba. Al ver que estábamos bastante lejos, Jennie se desenredó del triciclo y volvió a montar. Como en el césped no rodaba, le dio un par de golpes. Y al ver que seguía sin funcionar… ¡Cómo se enfadó! Las rabietas de Jennie iban acompañadas de unos gritos que eran dignos de oírse, hasta que se quedaba sin aliento y empezaba a atragantarse y a ahogarse de rabia. Yo al principio me asustaba de verdad, pero después de un par de veces ya se me escapaba la risa. Era como los niños que aguantan la respiración hasta quedarse azules. Los chimpancés son igual de tontos y absurdos que los seres humanos. ¡Menos mal que no somos la única especie ridícula del mundo!

Bueno, pues al final consiguió que rodase por el camino de entrada, y Sandy le enseño a usar el manillar. Después Sandy sacó su bicicleta y se fueron los dos hacia el oeste.

Pues así es como Jennie adquirió su famoso triciclo.

[Del diario del reverendo Hendricks Palliser.]

25 de octubre de 1965

Un viento frío del nordeste se ha llevado las últimas hojas del abedul. Ver revolotear la última a la luz gris de la mañana me ha hecho pensar en Dios. A mediodía se han juntado más las nubes y ha empezado a caer una lluvia triste, a la vez que descendía sobre el riachuelo la típica niebla de esta época. El jardín trasero, con sus macizos desprovistos de flores, el cerezo ennegrecido por la lluvia y desnudo, el césped mojado, deslucido y marrón… Todo me ha recordado el gran sistema de la vida y la muerte. He abierto la ventana del estudio para respirar. Era un aire frío, pero henchido de vida latente, y con un olor maravilloso, un verdadero regalo de Dios. Curiosamente, también me ha recordado las mañanas silenciosas de Bélgica, antes del amanecer, cuando los campos desprendían vaho y era todo tan hermoso justo antes del ruido de la artillería.

He pensado que somos como la última hoja del otoño, el césped deslucido y el árbol dormido: parte del mismo plan invisible, un magno plan que nos resulta tan incomprensible como el ciclo de las estaciones para la hoja seca que cae. Quizá la hoja también sufra oscuramente cuando se hielan sus células, y mueren tras teñirse de gloriosos colores; y sin embargo la hoja sabe tan poco como nosotros sobre el origen de su sufrimiento en el momento de consumir sus últimos fuegos. Del mismo modo, los seres humanos sufrimos por la gloria de Dios, y no sabemos de dónde procede el sufrimiento, ni por qué.

Es una imagen de gran fuerza. Un día la usaré para un sermón.

He seguido trabajando en el sermón del domingo hasta la hora de comer, esbozando la idea principal. Lo he titulado «Predestinación y Postum»[1]. La idea que estoy desarrollando es cómo integrar el lado místico del cristianismo protestante con la vida cotidiana. Mi iglesia adolece de un exceso de prosaísmo. Nos falta sentido de lo místico, de lo incognoscible, de lo inefable. Los domingos, cuando me acerco al púlpito y veo a mis feligreses tan decorosamente sentados en los bancos, tan bien vestidos, tan seguros y expectantes, me embarga una sensación de pánico. No he hecho lo que me proponía. ¿Qué les he dado en cuarenta años? ¿Solo un sentimiento de complacencia?

No me satisface el título. ¿«Predestinación y arroz con leche»? Los dos pecan de prosaísmo. Siento decirlo, pero no tengo una gran facilidad con las palabras.

Todo ello me lleva a algo extraordinario que ha acaecido en el día de hoy. Ya hace unos días que Sandy, el niño de enfrente, pasa a las tres en bicicleta, seguido de cerca por la mona en un triciclo. El profesor debe de estar amaestrándola para algún número. Suelen ir hacia el arroyo, y de ahí al parque.

Hoy, al pasar frente a mi casa, donde la calle empieza a hacer bajada, la pobre mona ha perdido el control de su triciclo y se ha subido al césped hasta terminar hecha un ovillo en el suelo. Al oírla proferir el más lastimero de los sonidos posibles, he corrido en su ayuda y me he agachado junto a ella sin saber muy bien qué hacer. ¡Pobre, cómo me tendía los brazos! ¡Y me ha dejado cogerla! Se me ha abrazado de una forma de lo más enternecedora. Estaba profundamente angustiada.

Les he invitado a entrar en casa sin pensármelo dos veces, para tomarse unas galletas con leche que les hicieran pasar el mal rato. Cuando he puesto un poco de mercromina en la rodilla del animal, se ha quejado en voz alta y R. ha bajado de su siesta. «¿Qué son estos aullidos?», ha dicho; etcétera, etcétera. La siguiente escena no ha sido del todo feliz, pero al menos la presencia del hijo de los Archibald ha sido un atenuante. De todos modos, es un animalito tan encantador que la propia R. se ha ablandado, hasta el extremo de ir a la cocina en busca de galletas y leche.

Jennie y Sandy se han sentado a la mesa de desayunar. El chimpancé lo miraba todo con unos ojos brillantes, alegres y llenos de curiosidad, y con las manos cruzadas encima del mantel. Cuando ha visto llegar las galletas, ha cogido una con toda la corrección exigible, por el lado correcto (es decir, más cercano) de la bandeja, y ha empezado a propinarle mordisquitos pudorosos mientras Sandy hurgaba entre las demás, buscando las tres o cuatro más grandes, y se las metía una tras otra en la boca.

Era un contraste gracioso, que no ha pasado desapercibido a R. De hecho se ha quedado sin habla. Jennie se ha bebido la leche haciendo un ruido no muy agradable de succión. Al apartar el vaso tenía blanco el hocico, pero ha tenido la educación de limpiarse la boca con la servilleta, y todo ha acabado bien. Sandy se ha limpiado la suya con la mano, no sin antes pasársela (todo hay que decirlo) por la nariz.

Jennie llevaba el sombrero. R. me ha hecho pasar un mal rato al comentar lo curioso que era el sombrero del simio, pero no había nada que temer. Estaba muy cambiado, en un estado penoso y poco higiénico. Por otro lado, Jennie no se lo ha quitado al sentarse a la mesa. Sus modales no están aún del todo pulidos. Me apresuro a añadir que el profesor y su esposa harían bien en empezar por Sandy, cuya falta de refinamiento pone los pelos de punta.

He cometido un grave error al referirme a Jennie como una mona. Sandy me ha informado sin tardanza de que se trata de un gran simio, de que los monos abarcan primates muy inferiores, y de que hablar en tales términos de Jennie era tan insultante como erróneo. Por otro lado, parece que Jennie se quedará con la familia.

La he observado mientras comía. Todavía guardaba en la memoria mis consideraciones anteriores sobre el animal. Al verla tan despierta e inteligente, me he preguntado de nuevo si sería capaz de entender el amor de Dios, y el amor de Jesucristo; como lo entienden los niños, a través de sentimientos, imágenes e historias, no del raciocinio.

Después de acabarse la galleta y la leche, Jennie se ha incorporado en la silla y me ha mirado satisfecha. En su mirada había algo, como un destello de… ¿Curiosidad? ¿Esperanza? Era la misma y misteriosa conciencia de sí mismos que veo en los ojos de los niños cuando empiezan a entender el mundo. Esa curiosidad es el primer paso hacia Dios. ¡Y entonces el chimpancé ha puesto una mano sobre la mía! Parecía que me diera las gracias por ayudarla. Ha sido un contacto breve y cálido, lleno de afecto, a la vez que me miraba con aquellos ojos, como si quisiera preguntarme algo. Era un gesto de amabilidad que salvaba el abismo entre hombre y animal, un gesto que borraba millones de años de evolución. Porque la presión de sus dedos no me hablaba a través del intelecto, sino del corazón. Ha sido un gesto universal de amor, y en su electricidad he sabido que Jennie posee un alma. Mi pregunta ya tiene su respuesta.

Sandy ha cogido a Jennie de la mano, y se han levantado para irse. Yo, rápidamente, les he pedido que se quedaran un poco más mientras iba a mi estudio, sin ser muy consciente de lo que hacía, pero sí de que quería darle algo a Jennie. En el estudio he encontrado un crucifijo mexicano con una cadenita, regalo de Henry Cruikshank tras el funeral de su querida esposa. Es una cruz preciosa, de hierro batido, muy grabada y adornada.

Cuando he entrado en el vestíbulo, Jennie me ha mirado. Yo me he arrodillado frente a ella, poniéndole las manos en la espalda, y le he dicho: «Tengo un regalo para ti». No sé si habrá entendido las palabras, pero el caso es que ha tendido enseguida la mano. Le he dado el crucifijo… ¡y ella se lo ha puesto inmediatamente en la boca! Entonces se lo he quitado suavemente y se lo he puesto en el cuello. Ella lo ha cogido para mirarlo, husmearlo, probarlo con la lengua y darle varias vueltas. ¡Qué fascinación! Yo la observaba muy atento, pensando que se lo intentaría tragar. Al final Jennie lo ha soltado, y ella y Sandy se han ido.

Más tarde he encontrado una imagen preciosa del Niño Jesús que le regalaré la próxima vez que venga.

He tomado una decisión muy especial, de la que se burlaría mucha gente. Estoy resuelto a ver qué puedo hacer para ayudar a este animal a experimentar el amor de Dios. Ahora mismo, mientras escribo, veo mentalmente sus ojos negros y despiertos y pienso irremediablemente que el chimpancé tiene un cerebro capaz de entender el amor de Dios. El amor, en efecto, es una emoción presente en todo el reino animal, y en combinación con cierto grado de intelecto puede crecer desde el amor instintivo entre bestias a otro más elevado, el amor a lo inefable.

N. B.: Jennie ha estado tan encantadora, que desde su visita han cesado las quejas constantes de R. en torno al animal. Veremos. El gran don que me ha dado R. es obligarme a aprender paciencia y bondad, dos cualidades que todo lo pueden. Paciencia y bondad.

[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]

Cuando Jennie llevaba dos meses con nosotros, empezó a hacer frío. Ya no podía dormir en su casita del árbol. Tendría que instalarse dentro de la casa. Naturalmente, surgió la pregunta de dónde pasaría la noche.

Por primera vez, este problema nos hizo ver todo lo que implicaba vivir con un simio. Con Jennie en la casa del árbol, forzando un poco las cosas aún podíamos considerarla un animal doméstico, pero dentro de casa quedó en evidencia que no se consideraba a sí misma como tal, ni admitiría esa idea en los demás.

Al principio probamos a ponerla en la cocina, en una cama para perros muy cómoda, pero la idea en sí ya era ofensiva. El suelo era donde dormían los despreciados perros. La primera noche en que intentamos acostarla ahí, se levantó al poco tiempo y empezó a aporrear y arañar la puerta de Sandy entre aullidos. Sandy no se tomó nada bien aquel ataque a sus dominios.

—¡Sal, que es mi habitación! —exclamó—. ¡Ve a buscar la tuya, tonta!

Entonces Jennie vino a nuestra puerta y empezó a dar golpes con sus puñitos.

Tratamos de ponerla en una de las habitaciones donde no dormía nadie, pero no aguantaba que la dejaran sola y con la puerta cerrada. En cuanto nos íbamos a la cama, se levantaba, salía y empezaba a aporrear las puertas. Intentamos cerrar con llave, pero derivó en tal rabieta que parecía que se fueran a caer los cimientos.

Entonces decidimos ponerla en nuestra habitación. Amontonamos unas mantas en un rincón y tratamos de engatusarla para que se durmiese, pero ella se negó en redondo. En cuanto Lea y yo estuvimos en la cama, Jennie empezó a dar saltos por la habitación, riéndose y haciendo ruido con los labios.

—¡Jennie! —la regañé la primera noche—. ¡No seas mala! ¡Para!

Nada, que no dejaba de saltar. Era como un vendaval.

—¡Que pares, Jennie! ¡Mala, más que mala!

Se encogió lloriqueando en un rincón. Yo debí de quedarme dormido, porque mi siguiente recuerdo es que me estiraban la manta.

—Es el chimpancé del demonio —dijo mi mujer.

En efecto, Jennie estaba en una esquina de la cama, con los pies muy plantados en el suelo, estirando con todas sus fuerzas. Estaba decidida a pasar la noche en nuestra cama.

—¡Jennie! —berreé—. ¡No!

Se hizo un ovillo en el suelo y empezó a lamentarse como un alma en pena, con la cabeza entre las manos.

—¡Jennie, haz el favor de no seguir gritando! —vociferé.

Ella gritó aún más fuerte, mientras se balanceaba.

—Hugo, ya sabes que gritando solo consigues que haga aún más ruido —dijo Lea.

La levanté del suelo, la dejé al otro lado de la puerta y cerré con llave. Ella redobló sus esfuerzos, dando golpes, resoplando y sacudiendo el pomo. Al levantarme vi sus dedos crispados por debajo de la puerta, mientras daba puñetazos desde el otro lado, agitadísima.

—Me da igual lo que hagas —oí decir a Lea en la cama, con voz ahogada—. La cuestión es que se calle.

Abrí la puerta para castigar a Jennie, pero ella entró disparada y se metió como una loca debajo de las mantas.

—¡Eh! —dijo mi pobre mujer, ya despierta del todo y sin poder aguantarse la risa—. ¡Hugo, que hay un simio en nuestra cama de matrimonio!

Lo encontraba graciosísimo. Era imposible enfadarse con Jennie.

Jennie se movía por debajo de las mantas, riéndose y haciendo ruido con los dientes.

—Si la dejamos dormir en nuestra cama —dijo Lea—, aunque solo sea una vez, ya no habrá quien la saque.

Debería haberle hecho caso, pero después de cuatro noches peleándome con Jennie, me faltaban fuerzas para otra noche de tira y afloja.

—Tranquila —dije—. La cuestión es que se quede en un lado sin hacer ruido. En primavera volveremos a dejarla fuera.

—Que no te pase nada —dijo Lea.

Tratamos de dormir. Jennie empezó a dar patadas y vueltas hasta que Lea y yo nos vimos relegados al borde de la cama, mientras ella se adueñaba del centro. De vez en cuando una mano peluda comprobaba que no nos hubiésemos ido. Llegó un momento en el que Lea ya no pudo más. Se levantó con un grito de rabia y le quitó la manta a Jennie, que se levantó aullando, ilusionada por el nuevo y fantástico juego que creía a punto de empezar. Lea trató de regañarla, pero el chimpancé montó uno de sus números de peonza giratoria, enroscándose en las sábanas. Lea la sujetó, y entre ella y yo la depositamos en el rincón, sobre un montón de mantas. Jennie, intuyendo que la cosa iba en serio, se durmió sin nuevos altercados.

Desde aquel día pasó tres o cuatro noches en el rincón, enredada en las mantas, y en vista de que no roncaba, ni la oíamos rechistar, llegamos a la conclusión de que todo estaba arreglado; pero una noche yo me puse cariñoso, y de repente, sin previo aviso, me vi encima a Jennie, que me gritaba y me pegaba con claras muestras de angustia. Al tratar de apartarla me dio un mordisco en el brazo; no un mordisco grave, sino un simple y rápido pellizco, pero me sorprendió. Que supiéramos, era la primera vez que mordía a un ser humano.

Cuando se lo conté a Harold Epstein, me preguntó si conocía las investigaciones de Jane Goodall sobre los chimpancés en Tanganika. La doctora Goodall había observado algo muy interesante: que los chimpancés pequeños se enfadan muchísimo cuando algún macho monta a su madre, y a menudo tratan de obstaculizar e impedir la cópula. A Harold le interesó profundamente la reacción de Jennie. Le parecía la demostración de que aquel tipo de conducta tenía que estar genéticamente programado.

Fue el punto final de las noches de Jennie en nuestro dormitorio. Desde entonces la obligamos a dormir en el de invitados. Fue un proceso largo y penoso, con muchas noches en vela oyendo el eco en sordina de los gritos de Jennie a través de los tabiques. Se sentía pésimamente tratada. No volvió a ocupar su casa del árbol, salvo durante el día. El dormitorio de invitados pasó a ser su habitación para siempre.

Con el tiempo nos dimos cuenta de que tenía un sentido muy marcado de la justicia. Creía sinceramente que era humana, con derecho a todos los incentivos que ello comportaba. No estaba dispuesta a aceptar ninguna diferencia de trato respecto a nuestros hijos. Si percibía alguna (como por ejemplo que le diéramos una chocolatina a Sandy y no a ella) se lo tomaba como una gran injusticia. Su sentido de la equidad estaba casi tan desarrollado como entre los hermanos humanos, que, como sabe cualquier padre, no dudan en protestar contra cualquier indicio de favoritismo.

Poco después de la llegada de Jennie, Harold me preguntó si se había visto alguna vez en un espejo. Harold se interesaba científicamente por Jennie, y me interrogaba a fondo sobre su comportamiento. En este caso reflexioné hasta darme cuenta de que la respuesta era negativa. Se ha escrito mucho sobre el concepto del «yo» entre los chimpancés. Los tests cognitivos con chimpancés y espejos han demostrado más allá de cualquier duda que lo tienen.

Aquella noche, Jennie se vio por primera vez en un espejo. Todos sentíamos curiosidad por su reacción, porque teníamos claro que Jennie se consideraba humana, y que probablemente nunca se hubiera dado cuenta de que su aspecto se diferenciaba en algo del nuestro. Desmonté el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario de Lea y lo puse en lo alto de la escalera. Luego llamamos a Jennie.

Subió brincando, con toda la tranquilidad del mundo, pero al llegar arriba, y ver su imagen en el espejo, paró en seco. Se le erizó todo el pelo, e hizo una exhibición de andares chulescos, patadas en el suelo y miradas fijas y agresivas. Como la imagen no emprendía la huida prevista, Jennie se enfadó y corrió a su encuentro. Naturalmente, su doble exhibió la misma intrepidez y se arrojó en sentido contrario, lo cual dio un susto de muerte a Jennie, que frenó, derrapando, y retrocedió con muecas y gritos de miedo. Después dio media vuelta y bajó corriendo por la escalera. De tener cola, habría estado entre sus piernas.

Al llegar al piso de abajo se calmó y volvió a subir despacio. Nuevamente tuvo la desagradable experiencia de encontrarse con aquella cosa negra y peluda que la miraba fijamente en el espejo. Se quedó paralizada. De repente le cambió la expresión. Pero ¿qué pasaba ahí? ¡Aquel bicho tan feo llevaba un sombrero igual que el suyo! Poco a poco se le empezó a alisar el pelo, al caer en la cuenta de que la imagen del espejo era ella. Se quitó el sombrero, lo examinó y volvió a ponérselo. A continuación se acercó al espejo y pasó sus manos por la superficie. Por último, sencillamente, se fue.

Desde entonces no le interesaron nada los espejos. Hacía como si no existiesen. Aún faltaba mucho tiempo para que otros experimentos demostrasen lo compleja que era la imagen del «yo» de Jennie.

A finales de diciembre cayó la primera nevada de la temporada. Nevó mucho. Teníamos curiosidad por la reacción de Jennie. Empezó por la tarde. Con el frío, Jennie pasaba gran parte del día en la biblioteca, donde podía aporrear un viejo piano vertical, esperar sentada junto a la ventana el regreso de Sandy del colegio o calentarse frente a la chimenea. La biblioteca no daba mucho margen para travesuras, porque tanto los libros como los objetos rompibles estaban detrás de puertas transparentes. Al final Lea trajo una caja grande y la llenó con todas las muñecas y juguetes de Jennie.

El día al que me refiero, Jennie estaba sentada donde siempre, cerca de la ventana, esperando a Sandy. Empezaron a caer algunos copos sueltos de un cielo muy gris. Cuando empezó a nevar con más fuerza, Jennie se levantó y pegó la cara al cristal, que se empañó. Dibujó varias veces con el dedo un círculo bastante grande para su ojo, mientras quedaba fascinada por la nieve. Al cabo de un rato, fue al armario ropero donde guardábamos su chaqueta y sus botas y empezó a golpearlo con sus pequeños puños. Era la señal de que quería salir.

Lea y yo la vestimos. Cuando salimos los tres, ya caía una auténtica nevada. Jennie miró el cielo, y le sorprendió tanto como le molestó recibir copos fríos en la cara. Empezó a sacudir la cabeza y a frotarse la cara, mientras daba manotazos a los copos que giraban a su alrededor. Cada vez estaba más entusiasmada. Daba vueltas con los brazos abiertos, y sus gritos de alegría resonaban por todo el vecindario.

El día siguiente fue despejado y frío. Sandy se llevó a Jennie en trineo. Mientras se dejaba arrastrar frente a la casa, por la calle nevada, Jennie no se cansaba de comer nieve. Si se le metía en las botas, se llevaba el pie a la boca y se la comía escrupulosamente. No tardaron en aparecer más niños con trineos y otros artefactos. Se fueron al campo de golf, donde estaba una de sus cuestas favoritas para ir en trineo, y los gritos de alegría de Jennie llegaron durante horas a nuestros oídos desde el campo de golf nevado. Desde aquel día fueron muchas las veces en que Jennie se fue a jugar con el trineo en compañía de Sandy y los demás niños del barrio.

La biblioteca era su salón de invierno. Le encantaba asar manzanas en la chimenea. Al final aprendió a envolverlas en papel de aluminio, tirarlas al fuego y recogerlas con el atizador cuando ya estaban hechas. Después se ponía en cuclillas junto a las manzanas y se quedaba mirando cómo se enfriaban, entre gruñidos de deleite y entrechocar de dientes. Más de una vez, en un arranque de impaciencia, intentaba coger una que aún estaba demasiado caliente, y se quemaba. Entonces chillaba de contrariedad y pateaba la reja de la chimenea.

Cuando no estaba en la biblioteca, pasaba casi todo el tiempo en el cuarto de la tele, mirándola con Sandy. Curiosamente le atraían los westerns; le encantaba el ruido de las pistolas y de los caballos al galope, pero lo que más le gustaba eran los anuncios de comida. Siempre que aparecía en pantalla la imagen de algo comestible, empezaba a emitir su «aullido de hambre» y a abalanzarse sobre la pantalla del televisor para tocarla, en un esfuerzo por mirar lo más cerca posible. Parecía que siempre albergara la esperanza, contra todo pronóstico, de que de pronto se cayera de la pantalla algún bocado suculento y aterrizara en sus manos. Había un anuncio que en aquella época saturaba las ondas más que ningún otro. Salía una nevera abriéndose a los sones de una orquesta en pleno, a la vez que se derramaba una gran cantidad de frutas, como de una cornucopia. No faltaba ninguna de las frutas preferidas de Jennie: manzanas, uvas, plátanos, melocotones y naranjas. Siempre que ponían el anuncio, Jennie estallaba en gritos de felicidad. Nada más oír la música ya se ponía a ulular y jadear, o llegaba corriendo desde la habitación contigua. El efecto del anuncio sobre Jennie era electrizante. A menudo se iba directamente a la nevera en el momento mismo en que acababa, y empezaba a dar golpes en la puerta. Jennie confirmó mis sospechas de que los anuncios de la tele se dirigen principalmente a personas con el coeficiente intelectual de un póngido.

[De una entrevista con Lea Archibald.]

Jennie cambió nuestra vida de la noche a la mañana. Quien crea que tener un hijo es un gran cambio, que tenga un chimpancé. Jennie tenía muchos trucos en la manga. A la hora de cenar, se ponía debajo de la mesa y nos deshacía los cordones. ¡Menos mal que no aprendió a hacer nudos, porque nos habría atado entre nosotros! También hacía un ruido muy vulgar, como una pedorreta. ¡Dios mío! Hugo intentó explicarme que era un sonido natural que hacían en la selva, pero resulta que sé que se lo enseñó él. En secreto. Hugo era un pícaro de tomo y lomo. ¿Y los labios de Jennie? ¡Madre mía! Siempre que había invitados, Hugo hacía una demostración: ponía un caramelo delante de la boca de Jennie y ella alargaba los labios en esa dirección. Entonces él movía el caramelo hacia los lados, y el extremo de los labios de Jennie se desplazaba de un lado al otro de la boca. ¡Era para troncharse de risa!

Jennie imitaba absolutamente todo lo que hacíamos. Por la mañana, cuando Hugo acababa de leer el periódico, ella lo cogía de la mesa y lo ponía en el suelo. Era tan mona… Reproducía todos los gestos de leer el periódico: abrirlo, mirarlo fijamente, girar las páginas… Hacía castañetear los dientes, y de vez en cuando se paraba a husmear alguna foto. El periódico empezaba a desmontarse casi enseguida. Primero se salía una página, o a Jennie se le caía la parte superior en la cabeza. Entonces se enfadaba y le daba manotazos. ¡Válgame Dios! Pero solo servía para empeorar las cosas. En un momento dado lo sacudía de rabia, y todas las hojas salían volando. Resumiendo, que acababa sentada en un montón de papeles arrugados, chillando de rabia.

No se cansaba de observar cómo me maquillaba. Era fascinación pura y dura. Si me giraba un segundo, empezaba a llover polvo blanco. ¡Qué cara más horrenda se le ponía! Parecía el monstruo de la laguna negra, con sus ojitos negros parpadeando en medio de una cara blanca que daba escalofríos. ¡Madre mía! Otra cosa que hacía era arrastrar por todas partes el maletín de Hugo, con aires de importancia. Si Hugo se dejaba abierto el candado, Jennie metía las zarpas… ¡y venga a volar papeles! Otras veces lo echaba todo afuera y se hacía un nido con los papeles; pero bueno, bien merecido que se lo tenía Hugo, todo el día arriba y abajo con el maletín… Los fines de semana, si nos íbamos a Maine, al bajar por la escalera me encontraba el maletín en la puerta. Hugo siempre decía lo mismo, que tenía pendientes tres o cuatro cosas, pero después se pasaba todo el fin de semana trabajando, y solo le veíamos para cenar. ¡Cómo odiaba yo aquel maletín infame! Otra vez. Ya he vuelto a desviarme del tema.

[De una entrevista con Harold Epstein.]

Simia quam similis, turpissima bestia, nobis! Apúntelo. Debería ser el lema de nuestro libro: «¡Cuánto se nos parece el simio, la más vil de las bestias!». Cicerón, creo… Bueno, el caso es que era cierto. Jennie mostraba las mejores y las peores cualidades del hombre. Verla era una revelación. No se lo podría explicar. Me hacía cuestionar las pretensiones de nuestra especie de tener un estatus especial.

Durante el primer año y medio, Hugo traía a Jennie al trabajo varios días a la semana. El museo tiene unos pasillos muy largos y rectos. Jennie aprendió a montar en bicicleta, y corría por los pasillos hablando y chillando, hecha un peligro ambulante. Siempre asustaba a los científicos visitantes. [Risas.]

Mientras Hugo trabajaba, Jennie daba su paseo. Se paraba en las puertas de los despachos y llamaba. Pero no unos golpes de cortesía, ¿eh? ¡Qué va! Daba unos mamporros y unas patadas que parecía que fueran a saltar las bisagras. Era muy rebelde, como aquella niña mala de los libros infantiles, Eloise. Si entraba en tu despacho, como Pedro por su casa, más te valía cerrar las escotillas, porque seguro que rompía cualquier cosa suelta, o se la comía, o te la robaba.

Se preguntará por qué lo tolerábamos. La respuesta es muy fácil: todos la adoraban. Bueno, no, lo retiro. Había una persona que no aguantaba a Jennie: Will, el ascensorista, un escocés viejo y amargado. Para su desgracia, Jennie descubrió la utilidad del ascensor, pero era como si se pensara que apretar mucho el botón de llamada acortaba el tiempo de espera. Me acuerdo de que te encontrabas a Jennie apretando el botón, y justo después llegaba por la caja la voz de Will (espero poder hacer justicia a su acento): «¡Que sí, que sí, que ya voy! ¡Para ya, mono del demonio!». [Risas.]

Venía mucho a mi despacho. Éramos muy amigos. Primero se oía el traqueteo del triciclo, y después unos golpes que hacían temblar el despacho. Nada más entrar, Jennie tendía las dos manos, exigiendo su abrazo. Una vez satisfecha esta necesidad tan perentoria, empezaba a manosear papeles, coger cosas y metérselas en la boca, subirse a las mesas y sillas y hacer amagos esporádicos hacia mi pipa. ¡Estaba decidida a quitármela! Pero yo era demasiado veloz para el demonio peludo. Le tenía reservada una pila de números viejos de Natural History. Jennie los hojeaba pasando los dedos por las fotos, como si comprobase su bidimensionalidad. Muy interesante. Tenía la costumbre de arrancar páginas. Le gustaban las fotos de animales, mientras que las de personas no le interesaban en absoluto.

En un número había un artículo sobre chimpancés. Se lo enseñé como una especie de experimento, y tuvo una reacción interesantísima. Al ver la primera foto se quedó muy quieta. Entonces ya conocía su propio aspecto, porque se había visto en el espejo.

Escrutó las fotos girando las páginas en los dos sentidos, y acercando la revista a la nariz. Después se tocó la cara. Parecía que quisiera ver si las fotos eran un reflejo de ella. También hizo un ruido grave, un «uuu uuu uuu» que solo hacía cuando tenía mucha curiosidad. Se pasó media hora o más examinando las fotos antes de pasar a otra cosa, y le aseguro que para Jennie media hora era mucho.

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