Jennie

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[Extractos del diario del reverendo Hendricks Palliser.]

12 de febrero de 1968

La semana pasada, con algo de retraso, compré un libro sobre el Lenguaje Americano de Signos para Sordos. Es un manual con muchas e instructivas imágenes. Ha sido realmente una gran suerte que Jennie haya empezado a aprender ASL, y que ahora pueda comunicarse con los demás. He estado pensando en la serie fortuita de acontecimientos que han desembocado en esta situación, y es imposible atribuirlo a una simple coincidencia. Un nuevo recordatorio de que las coincidencias no existen.

He practicado los signos durante toda la semana, y cuando Jennie ha venido a nuestra casa la he saludado con un gran ¡Hola! (en lenguaje de signos, claro). Jennie me ha contestado con otro signo, pero lamento decir que no lo he entendido. Es posible que se rascara. Su manera de formar los signos es bastante imprecisa, hasta el punto de que a veces dudo que sean signos. Nos hemos sentado para empezar la clase de la mañana.

He sacado un libro sobre la vida de Jesús que era mi favorito durante la infancia. Está muy gastado, pero las imágenes conservan todo su colorido. Jennie lo ha mirado atentamente, gruñendo y señalando mucho. Al llegar a la imagen del Niño Jesús en el pesebre, rodeado por los animales, se ha parado y ha hecho algunos signos (al menos eso creo), mirándome a la cara con una expresión esperanzada e interrogante. Como no encontraba ningún signo de Jesús en el manual, he hecho el de bebé, y Jennie lo ha repetido enseguida. ¡Qué animal tan inteligente! Al llegar al Sermón de la Montaña, he creado un signo para Jesús que me ha parecido bastante ingenioso: la mano detrás de la cabeza, dibujando el halo con un movimiento circular. Jennie no lo ha entendido. Entonces he señalado la imagen, he hecho el signo y la he vuelto a señalar. A continuación he ayudado a Jennie a formar el signo con su mano. Al cabo de una hora casi sabía hacerlo. Se ponía la mano sobre la cabeza y se la frotaba con fuerza. En cambio, no parece que lo relacione con la imagen de Jesús. Quizá estas cosas necesiten su tiempo.

Gracias a la influencia de Jennie, R. está radiante. Se me parte el corazón al verlas caminar de la mano por la sala, pensando en las ganas que tenía R. de tener un hijo; y en que, de no ser por mí, tal vez pudiera haberlo tenido. R. nos ha traído galletas y leche. Hemos mirado el libro despacio. Jennie se ha puesto nerviosa, y al final se ha levantado para dar un paseo por la casa, cogiendo objetos. R. se ha enfadado y le ha dado un golpe en la mano. Entonces Jennie se ha encogido en el suelo, con las manos sobre la cabeza, y se ha puesto a chillar. Ha sido una escena bastante turbadora. He llevado a Jennie a casa de los Archibald. Después R. estaba muy arrepentida, y ha llorado un poco. Un hijo le habría cambiado tanto la vida…

19 de febrero de 1968

Ahora Jennie hace el signo de Jesús. ¡No cabe la menor duda de que relaciona la imagen y el signo! Hemos estado mirando el libro de imágenes, y al llegar al Sermón de la Montaña se ha frotado la coronilla a la vez que señalaba la imagen. Creo que tendremos que dejar lo de frotarse la cabeza como signo de Jesús. El halo parece por encima de su comprensión. Me he esforzado por inculcarle una serie de conceptos, simples, claro está, como el de Dios como un hombre que vive en el cielo. Por supuesto que no soy de los que creen que Dios sea un hombre barbudo sentado en un trono entre las nubes, pero es un concepto adecuado para niños, y para gente con escasas facultades intelectuales. Como signo de Dios, he adoptado el de los cristianos evangelistas, es decir, el dedo índice señalando hacia arriba. La verdad es que es sorprendente que los libros sobre el ASL no referencien palabras religiosas. Quizá sea otra triste señal de la creciente secularización de nuestra sociedad. ¡Como si los sordos no necesitasen hablar de Dios, o conocerlo!

Mi planteamiento es el siguiente: todo lo bueno viene de Dios. Por lo tanto, siempre que Jennie recibe algo que le gusta mucho, como cosquillas o galletas con leche, hago el signo de Dios y señalo hacia arriba. También le he estado «explicando» quién es Dios, mediante otros signos como persona, bueno, bonito y amor. Ignoro si conoce alguno de estos signos, excepto amor, que usa en su sentido terrenal, de «afecto». ¿Es capaz de entender un «amor» más elevado? El tiempo lo dirá.

15 de marzo de 1968

Avanzamos despacio. Jennie se distrae con frecuencia, y ha empezado a burlarse de R. Se porta como un ángel hasta que R. entra en la habitación. Entonces se levanta y empieza a tocar cosas, sabiendo perfectamente cuánto lo aborrece R. Hoy R. le ha gritado, y Jennie, con toda la frialdad del mundo, ha soltado la figurita que tenía en la mano. Por suerte ha rebotado en la alfombra sin romperse. Después ha hecho el signo de perdón de una manera que solo puedo calificar de insolente. Suerte que R. no entiende el Lenguaje Americano de Signos. Desde hace un tiempo, Jennie usa mucho otro signo de apariencia más bien vulgar, que al consultarlo he identificado como «¡Bah!». ¡Habrase visto! ¡Enseñar algo así a un animal! Me ha parecido a la vez escandaloso y divertido. En lo de poner a prueba a los adultos, Jennie se parece mucho a los niños. Intuyo que R. tiene ganas de querer a Jennie, y de que Jennie la quiera a ella, pero me temo que le falta mano izquierda. Es demasiado nerviosa e irascible, con excesivo apego a los objetos materiales. Jennie es muy sensible, y tiene un ramalazo travieso. No es una buena combinación.

Ha sido un día realmente duro. Jennie ha arrancado páginas de La vida de Cristo y ha intentado comerse una. No dejaba de hacer el signo de Dios indiscriminadamente, para todo, y no ha habido forma de hacerla desistir. Olía a blasfemia, a tomar el nombre de Dios en vano.

Nadie me había prometido que sería fácil. Muchos de mis feligreses más devotos llegaron a Dios por el camino de la adversidad, la duda y el desprecio.

[De una entrevista con Harold Epstein.]

Seguro que la señora Archibald ya le ha contado todo sobre la doctora Pamela C. Prentiss. La señora Archibald es una mujer decidida, capaz e inteligente, de una enorme lucidez, y de un mal genio que tumba de espaldas. En casi todos los matrimonios hay alguien que domina, y en el de los Archibald era ella. Eso no quiere decir que Hugo fuera débil. Creo que ya me entiende.

En muchos sentidos, la doctora Prentiss era como la señora Archibald; tal vez más intelectual, pero no más inteligente. Más a la defensiva. Atrincherada en su ciencia, y poco al corriente de lo demás. Como suele ocurrir cuando se encuentran dos mujeres fuertes, chocaron. Me gustaría que no se tomara al pie de la letra lo que le dijo la señora Archibald. ¿Me entiende?

En todo caso, se tenían respeto, que es lo que permitió que el proyecto siguiera adelante. Tanto Hugo como Lea estaban entusiasmados con el progreso de Jennie. Lea, como buena madre, reconocía la importancia de la doctora Prentiss en la vida de Jennie. Por su parte, la doctora Prentiss quizá no viera con buenos ojos la relación entre Lea y Jennie, pero la reconocía como madre a todos los efectos, y a una madre no se le cuestiona lo que ha hecho.

La doctora Prentiss se tomaba a sí misma muy en serio. ¡Ah! Es que así compensaba ser guapa. Se supone que las rubias guapas son tontas, y ella estaba… digamos que un poco demasiado ansiosa por corregir el error. El jeep, la ropa vieja, el no maquillarse… todo para compensar. Era una época en que las mujeres estaban discriminadas en el ámbito científico. De eso no cabe duda. Por eso la doctora Prentiss estaba un poco a la defensiva.

La auténtica causa del conflicto con la señora Archibald no tiene nada de misterioso. Seguro que las feministas se me tirarán a la yugular, pero la doctora Prentiss, como la mayoría de las mujeres, tenía un instinto maternal muy fuerte, y lo encauzó hacia Jennie. Todo en el subconsciente, por supuesto. El resultado fue un conflicto subconsciente con Lea por el amor y la atención de Jennie. Dos madres y una hija. No quiero decir que fueran dos neuróticas sin disciplina, sino todo lo contrario; dentro de lo que cabe, manejaron la relación bastante bien. Yo no creo que el conflicto afectase a Jennie. Claro que yo no las veía cuando estaban juntas…

Hablemos un poco de ciencia. ¿Lo aguantará? ¿Solo un poquito? Si lo encuentra demasiado aburrido, siempre puede cortarlo… Mire, joven, le guste o no voy a hacerle entender las cuestiones científicas en juego.

De vez en cuando la doctora Prentiss venía a mi despacho para comentarme sus descubrimientos. Teníamos un arreglo informal. A ella, como psicolingüista, le faltaba el sentido del contexto humano de los experimentos, y yo, como antropólogo cultural, podía dárselo.

Mi impresión era que los resultados que estábamos viendo tenían repercusiones de gran alcance. Los chimpancés de la colonia no aprendían ni remotamente a la velocidad de Jennie. La doctora Prentiss dedujo que la adquisición del lenguaje entre los chimpancés dependía de su grado de socialización humana. Sabemos que la adquisición del lenguaje en los niños también depende de su grado de socialización. El vínculo entre la cultura y el lenguaje humanos es tan estrecho, tan complejo, que (siempre según Pam) incluso un animal precisa cierto grado de socialización humana para aprender el lenguaje. ¡Asombroso! Por muy mimados que estén, los chimpancés bien adaptados no pueden dar la talla frente a un ejemplar criado en una familia. Es la conclusión a la que llegó ella.

Bueno, pues yo detecté un fallo en su hipótesis. ¿Y si Jennie era un genio? La doctora Prentiss vio inmediatamente el quid de la cuestión. La fluidez de Jennie con los signos podía no ser fruto de la socialización humana; quizá fuera más lista que los chimpancés del Barnum, y punto.

La solución se me ocurrió bastante deprisa. ¿Por qué no diseñábamos un test de inteligencia para chimpancés? Estuvimos de acuerdo en que era una idea brillante.

No sospechábamos adonde nos llevaría, ni lo inaudito de los resultados que surgirían.

Diseñamos una serie de tests que no dependían del lenguaje. El objetivo era neutralizar la ventaja de Jennie sobre los chimpancés del Barnum. Creamos diversos «problemas» y se los hicimos resolver a los chimpancés. Los pormenores son complicados, pero describiré unos cuantos. Piense que lo que nos dejó tan pasmados fueron los resultados de esos «problemas» cognitivos, hasta el punto de que la doctora Prentiss amplió enormemente el proyecto Jennie. Fueron aquellos tests de inteligencia (al menos a mi entender) lo que acabó borrando la línea divisoria entre lo humano y lo animal.

Los problemas iban desde lo simple hasta lo muy difícil. Los más sencillos eran mecánicos, y los más complejos, cognitivos. Los problemas solo requerían un mínimo de capacidad de comunicarse por signos, perfectamente al alcance de los chimpancés de la colonia. La doctora Prentiss y yo recibimos una gran ayuda de un etólogo del museo, Alfred R. Jones, y de un psicólogo de Tufts, Murray Sonnenblick.

Voy a describirle algunos de los tests, y sus resultados. Las conclusiones eran alucinantes. Veo que ya se está durmiendo. Un poco de paciencia, que prometo no decepcionarle. No tiene nada de aburrido.

A Jennie le hicimos los tests en el museo, en un almacén vacío del sótano, que pintamos con colores vivos para convertirlo en sala de juegos. En una puerta pusimos un espejo de una sola dirección que permitía ver desde el pasillo. No es que fuera muy cómodo observar desde un pasillo sucio del sótano, con el ruido de los tubos de la calefacción, pero bastaba.

Los primeros tests consistían en resolver problemas mecánicos. Muchos estaban adaptados de los utilizados por los primeros investigadores sobre chimpancés.

El primer test se llamaba «el del plátano en el tubo». La idea original era de Yerkes. Atornillamos un tubo al suelo, abierto por ambos lados, y pusimos un plátano en medio, donde no se pudiera coger. La única manera de sacarlo era con un palo, metiéndolo por el tubo y empujando el plátano en dirección opuesta para expulsarlo por la otra punta. Ligeramente antiintuitivo.

Hicimos entrar a Jennie y nos fuimos. En un rincón había un palo largo. Jennie curioseó por todas partes, y no tardó mucho en mirar por el tubo y ver el plátano. ¡Cómo se enfadó! Chillaba, señalando, y hacía los signos de ¡Plátano, Jennie comer plátano! ¡Dar plátano! En vista de que no pasaba nada, intentó cogerlo. Dio porrazos al tubo. Dio volteretas y chilló. Pateó el suelo con pies y manos. La dejamos salir al cabo de una hora. Tardó tres sesiones de una hora en resolver el problema.

De repente, mientras miraba el tubo por entre las piernas, dejó de balbucear, se incorporó y fue directamente a coger el palo del rincón. En ese mismo instante nos dimos cuenta de que había solucionado el problema. Efectivamente: se acercó al tubo sin rodeos, empujó el plátano y se lo comió haciendo mucho ruido con los labios. Fue algo extraordinario. Literalmente, vimos cómo se le ocurría la idea de usar el palo.

Nuestro psicólogo, el doctor Sonnenblick, nos aconsejó someter a Jennie a un test de una habilidad llamada «transferencia intermodal». No es más que la capacidad de reconocer por el tacto algo que vemos con los ojos, y viceversa. Según Sonnenblick, se suponía que era una habilidad exclusivamente humana.

¡Ajá! Pues no. Vendamos a Jennie y le hicimos palpar una pelota. Después le enseñamos fotos de cinco objetos, y ella eligió enseguida la pelota. También le enseñamos una foto de una taza, le hicimos palpar cinco objetos con los ojos vendados y volvió a elegir la taza. Los otros chimpancés de la colonia Barnum también sabían hacerlo. ¡Ja! ¡Debería haber visto la cara de Sonnenblick!

No le detallaré todos los experimentos que se hicieron. Los tests de inteligencia demostraron que Jennie era más lista que los chimpancés de la colonia, pero no con una diferencia abrumadora. Por lo tanto, sí era cierto que el haber sido criada como ser humano tenía algo que ver con su adquisición del lenguaje. ¡Muy, pero que muy interesante!

No fue lo único que descubrimos. La cuestión del coeficiente intelectual de los chimpancés se volvió secundaria respecto a lo que averiguamos a partir de los tests en sí, y de lo que se estaba descubriendo sobre los chimpancés en libertad. Ya le digo que la línea divisoria entre hombre y simio se ha borrado. Muchos de los rasgos fundamentales que creíamos que distinguían a los humanos de los animales han sufrido la misma suerte que la Tierra plana. Vamos a ver… Ahora le leeré una cosa. [Nota del editor: En este momento el doctor Epstein sacó un libro de la estantería y lo hojeó.]

¡Ajá! Diógenes. Es esto. «Como Platón había definido al hombre como un animal de dos patas y sin plumas, Diógenes desplumó un gallo, lo llevó a la Academia y dijo: “He aquí el hombre de Platón”. Con respecto a lo cual se añadió lo siguiente a la definición: “Con las uñas anchas y planas”». [Risas.]

Piense que hace mucho tiempo que intentamos definir al hombre. Quiero decir en contraposición a los animales. Es algo que nos obsesiona. Ya entonces era una práctica ridícula, como puso en evidencia Diógenes, y sigue siéndolo. Pero no podemos evitarlo. ¿Verdad que no?

Hace muchos años decían: los seres humanos son los únicos con la habilidad de fabricar y usar herramientas. Pues no. Jane Goodall observó a chimpancés salvajes que fabricaban y usaban herramientas. Entonces dijeron que lo que nos hacía humanos era el lenguaje. Pues tampoco. Desde finales de los años cincuenta ha habido chimpancés que han aprendido ASL y otros lenguajes simbólicos.

¿Qué dijeron entonces? Que los seres humanos son los únicos con imaginación y creatividad. Ya le he contado lo de Jennie y la muñeca. Nosotros hicimos otros tests que revelaron una imaginación y una creatividad extraordinarias en los chimpancés.

Después dijeron que los seres humanos somos los únicos capaces de entender y manipular símbolos. ¿Cierto? No, falso. En decenas de tests, Jennie y los chimpancés de la colonia demostraron un gran conocimiento de los símbolos y las imágenes. Recuerdo que Jennie pegó la oreja a un dibujo de una concha, para oír el mar. Pudimos demostrar que reconocía algunas letras, e incluso dos o tres palabras. Sí, palabras enteras. Los chimpancés Barnum usaban discos de colores para conseguir comida y juguetes.

¡Ajá!, dijeron, pero seguro que los chimpancés no tienen la conciencia de sí mismos que poseen los seres humanos. Falso otra vez. Bastaba con poner a Jennie delante de un espejo y decirle por señas ¿Quién? para que ella contestase: ¡Yo Jennie! Si se le ocurre otro test que evalúe mejor la conciencia de uno mismo, dígamelo.

Bueno, dijeron, pero solo los seres humanos tienen la facultad de abstraer y generalizar. ¿Cierto? Lo siento, amigo mío. Tanto Jennie como los chimpancés de la colonia manifestaron la capacidad de clasificar manzanas, naranjas y plátanos dentro del concepto de fruta. Jennie sabía clasificar los platos, las tazas y las cucharas en la categoría de vajilla, muchos tipos de insecto como bichos, etcétera. Usaba el signo de abrir para indicar la apertura de puertas, latas de comida, grifos y la boca. Reflexione un poco. De por sí, eso ya requiere un alto nivel de razonamiento simbólico, generalización y clasificación simbólica.

¡Ajá! ¿Y las mentiras? ¿Qué pasa con todas esas características humanas negativas que se supone que no tienen los animales? La mentira, el engaño, el robo, la crueldad, el asesinato… Pues que los chimpancés también las tienen. Goodall observó asesinatos a sangre fría, maldad y canibalismo entre sus chimpancés. ¡Y mentiras! Jennie sabía mentir igual de bien que cualquier ser humano. Lo demostramos con una serie de tests fascinantes.

La doctora Prentiss metió un plátano en una de tres cajas cerradas. Jennie lo veía todo. Después entró en la sala un voluntario «egoísta» y le preguntó a Jennie: ¿Dónde plátano?

La primera vez, Jennie señaló la caja correcta. Entonces el ayudante «egoísta» la abrió y se comió el plátano en las propias nances de Jennie, sin darle ni un trozo. ¡Jennie estaba indignada! ¡Qué perfidia!

Repetimos el experimento, pero esta vez, cuando el «egoísta» le preguntó dónde estaba el plátano… ¡Jennie mintió! ¡Señaló una caja vacía! ¿Se le había olvidado? Hicimos que el ayudante «egoísta» dejara la llave dentro de la caja vacía y se fuera. Entonces Jennie cogió la llave, abrió la caja del plátano y se lo comió.

¡Imagínese! Todavía me da escalofríos.

En cambio, cuando repetimos el experimento con un ayudante «amable», una persona que compartía el plátano, Jennie siempre decía la verdad. Transcurridas semanas, y hasta meses, aún se acordaba de qué voluntarios eran «egoístas» y cuáles compartían con ella la fruta. Con los primeros mentía, y con los últimos decía la verdad.

Le diré otra cosa que no salió en los informes. Era demasiado subjetivo, el tipo de dato que puede poner a los etólogos en pie de guerra. Cuando Jennie mentía, apartaba la vista de la persona a quien mentía. Era increíble. Más humano, imposible. Al mentir, sus ojos se movían hacia un lado de pura culpabilidad.

Llevamos este experimento fascinante un paso más allá. ¿Se daba cuenta Jennie de cuándo le mentían? Esta vez hicimos que el ayudante «egoísta» escondiera un plátano en una de dos cajas, sin que pudiera verlo Jennie. Después le dimos a ella la llave y la dejábamos entrar. Dentro estaba el ayudante «egoísta», que mentía a Jennie (en ASL) diciéndole que el plátano estaba en tal caja. ¿Jennie se lo creía? Ni hablar. Iba directa a la otra caja y la abría. En cambio, si era el ayudante «amable» quien le decía dónde estaba el plátano, ella se lo creía.

Le aseguro que se me ponía la piel de gallina viendo a Jennie en acción. Tenía una sensación abrumadora de vínculo con ella. Sentía en la sangre nuestra relación.

Tenga un poco de paciencia y déjeme contar unos cuantos experimentos más. Después podrá volver a la historia.

Hicimos uno con los chimpancés de la colonia que consistía en darles discos de colores. Los rojos representaban comida, y los azules, juguetes. Les enseñamos a intercambiar los discos con los ayudantes para recibir una cosa u otra, y en poco tiempo, cuando un chimpancé quería algo, iba a buscar un disco y se lo daba a algún miembro del personal.

En otra ocasión, cogimos a dos chimpancés y los metimos cada uno en una sala, con una trampilla pequeña entre las dos. Un chimpancé había comido bien. Lo pusimos en una sala donde solo había un montón de manzanas y un disco que representaba comida. El otro chimpancé pasaba hambre, y lo pusimos en una sala con un montón de juguetes y un disco que representaba comida. ¿Me sigue?

Lo que pasó fue extraordinario. Al ver los juguetes de la sala de al lado, el chimpancé saciado dio el disco de juguete al chimpancé hambriento, y el chimpancé hambriento le dio juguetes. A continuación, el chimpancé hambriento intercambió su disco de comida por las manzanas.

¡Piense un poco! Es mucho más que comunicación simbólica. Los dos chimpancés crearon espontáneamente una economía primitiva.

Desde el final del proyecto Jennie, se han hecho experimentos con resultados aún más sorprendentes. ¿Conoce al chimpancé Washoe, que aprendió ASL? Pues hace poco adoptó un bebé y empezó espontáneamente a enseñarle ASL. Sin intervención humana. Es decir, que entre los chimpancés incluso la transmisión de conocimientos puede cruzar las fronteras generacionales.

Ya que hemos hablado de conciencia del yo, déjeme acabar con otro experimento, que para mí fue el más alucinante de todos. Mezclamos fotos de animales y de personas, incluyendo una foto de Jennie. Después pusimos el montón delante de ella y le pedimos que separara los animales de las personas. Ella fue ordenando cuidadosamente las fotos.

Solo cometió un error: ponerse a ella misma en el montón humano.

Le dijimos que se había equivocado, y le pedimos que lo repitiera. Se colocó otra vez con los humanos. Entonces yo le dije que había vuelto a equivocarse, cogí su foto y la puse en el montón de los animales.

Le dije por señas: Jennie tú ser animal.

¿Sabe qué pasó? Que Jennie se puso a aullar y reírse, e hizo una voltereta. Menudo chiste, ¿eh?

Insistimos en que volviera a ordenar las fotos. Esta vez empezó a molestarse, pero siguió incluyéndose en el montón humano. Yo la corregí otra vez. Saqué su foto del montón humano y la puse con los animales.

Esta vez no le hizo tanta gracia. Cogió las fotos y las tiró al suelo.

Y aún hay más. Incorporamos fotos de otros chimpancés. Jennie empezó a ordenarlas, siempre con la suya en el montón humano y las de los animales en el otro, pero al llegar a otro chimpancé se quedó mirándolo. Al cabo de un buen rato la tiró alegremente al suelo y siguió ordenando. ¡Parece que su decisión fue «no clasificable»! ¡Imagínese! Cada vez que encontraba la foto de un chimpancé, se limitaba a tirarla.

Ya ve que Jennie tenía un problema de identidad clarísimo, incluso entonces. Le juro que no entiendo que no lo viéramos. Bueno, sí que lo veíamos, pero no nos lo tomamos en serio.

Resultaba… entrañable que Jennie se considerase humana.

El hombre, amigo mío, no es un ser gloriosamente aislado, la guinda de la evolución. No se sitúa orgullosamente a un lado de una gran línea divisoria, con todo el reino animal en el otro. ¡Qué va! La diferencia entre nosotros y los simios solo es de grado. Cuando se contempla la inmensidad de la evolución, la gran magnificencia y variedad de la vida, desde el paramecio hasta el escarabajo pelotero, y desde este hasta el hombre, entre el chimpancé y nosotros no hay casi nada. Casi nada. Debemos superar la idea de que el hombre es un producto especial de la creación.

Le contaré una experiencia muy rara. Estaba comiendo en la cantina de conservadores, y empezó a crecer dentro de mí una sensación muy fuerte, una especie de jamais vu. Miré a toda la gente que hablaba y que comía, y de repente me pareció que eran simios; simios que parloteaban, masticaban, se paseaban y gesticulaban. Grandes simios grotescos y sin pelo, con cómicos mechones coronando su cabeza. Y con trozos de tela muy extraños, de colores rituales. Éramos una gran congregación de simios, como los que se juntan en la selva al pie de un árbol cuyos frutos han caído al suelo. Le aseguro que el ruido era igual que el de la jaula de los monos, un parloteo fuerte y sin sentido. Y de repente me pareció todo tan cómico, ridículo y trivial… tan raro, y tan absolutamente desprovisto de importancia… que no pude aguantarme, y en un momento de pánico salí del comedor.

Pruébelo alguna vez, en un aeropuerto o un restaurante. Cierre los ojos y escuche, pensando en los monos del zoo. Después abra los ojos y observe a la gente mientras ingiere la comida, mueve los labios, hace girar sus articulaciones, manipula pequeños objetos con sus dedos, gesticula con sus extremidades y contorsiona el rostro en expresiones diversas. Y a continuación escuche las erupciones glóticas con que expresa la risa…

[De los diarios del reverendo Hendricks Palliser.]

2 de junio de 1968

Esta mañana R. tenía que hacerse unas pruebas en el hospital. Han sido unos días de mucha incertidumbre y sufrimiento. La compadezco con toda mi alma. Existe la posibilidad, aunque remota, de un cáncer. Debemos empezar a rezar juntos otra vez, como al principio de nuestro matrimonio. Que Dios se apiade de ambos. Tiene miedo a la muerte.

Más tarde, cuando ya estábamos en casa, he mirado el jardín por la ventana de mi estudio y he visto que se movía el césped. Ha salido un topo a la luz del sol y ha mirado a su alrededor, antes de regresar a su morada subterránea. Yo he salido y he empezado a dar gritos y patadas en el suelo para ahuyentarlo. Temía por su vida. Si R. ve su rastro, avisará a los que cuidan el césped. Probablemente esté criando una familia bajo tierra.

No he sido muy diligente con mi diario. Ayer era el día de Jennie. Otra tarde dura. Ella, tan dulce y amorosa, también puede ser tan egoísta como el resto de nosotros. Todos sus pensamientos giran en torno a sí misma, sus necesidades, sus juguetes y su comida. Claro que los niños de su edad son de un egocentrismo muy considerable.

Le había comprado un libro para colorear con escenas de la Biblia, e intentaba explicarle la bondad y dulzura de nuestro Salvador con los niños pequeños. A Jennie le entusiasma colorear, aunque su técnica tienda a la abstracción. Garabateaba con gran ímpetu, ignorando el dibujo. Le di una hoja de papel en blanco, que ella decoró con muchísimo entusiasmo. ¡A decir verdad, sus esfuerzos son tan respetables como los de los artistas que se hacen llamar «modernos», y que rocían los cuadros de pintura para venderlos por miles de dólares! Creo que organizaré una exposición de obras de Jennie en la iglesia. Posee un impulso creativo incontenible. De todos modos, cuando tiene lápices en la mano es necesario vigilarla con cien ojos, porque de lo contrario ensucia la mesa y las paredes.

12 de julio de 1968

Hoy, Jennie y yo hemos conseguido algo muy importante. Ahora que domino más los signos, nos hemos inventado una especie de catequismo para enseñarle conceptos religiosos. Cada vez que Jennie da una respuesta correcta, yo le doy una galleta. Se ha embarcado en el juego con el mayor entusiasmo. He empezado a poner por escrito nuestras conversaciones. Pienso: ¿en qué otro lugar del universo hay un animal aprendiendo sobre Dios? Y he decidido conservarlo para la posteridad.

Nuestra conversación de hoy se ha desarrollado de la siguiente manera.

Yo: Jennie, ¿qué Dios?

Jennie: Arriba.

Yo: ¿Arriba dónde?

Jennie: Arriba arriba.

Yo: ¿Quién Dios?

Jennie: Dios Dios Dios.

Yo: ¿Quién Dios?

Jennie: Arriba.

Yo: No, ¿quién Dios?

Jennie: Amor.

Yo: ¡Bien! [Y le he dado la galleta.]

Jennie: Dios amor Dios amor Dios amor.

Yo: ¿Quién Jesús?

Jennie: Jesús Jesús.

Yo: No, Jennie, ¿quién Jesús?

Jennie: Jennie galleta.

Yo: ¿Quién Jesús?

Jennie: Cosquillas Jennie.

Yo: ¿Quién Jesús?

Jennie: Jesús cosquillas Jennie.

Yo: Jesús hijo de Dios.

Jennie: Jesús.

Yo: ¿Quién hijo de Dios?

Jennie: Jesús galleta cosquillas.

Yo: ¿Quién Jesús?

Jennie: Hijo de Dios hijo de Dios.

Verla hacer los signos de Hijo de Dios ha sido demasiado para mí. El poder de Dios es tan abrumador que he percibido su presencia como una gran luz que rodeaba nuestra pequeña sala de estudios. ¿Es posible que yo haya llevado a Dios a la mente de un chimpancé? Ahí estaba: Hijo de Dios. Jesús, el único Hijo de Dios. Ha sido su respuesta a la pregunta «¿Quién es Jesús?». ¿Qué más podía pedir?

Ha sido un momento trascendente.

1 de septiembre de 1968

Estoy decidido a pedirle a Jennie un compromiso cristiano. Le pediré que tome a Jesús en su corazón como su salvador. La cuestión es cómo orientarla hacia este paso. No digo que sea posible, pero ¿quién habría sospechado que llegaríamos tan lejos? ¿Quién podía pensar que Jennie entendería que Jesús es el Hijo de Dios?

He resuelto conseguirlo mediante una serie de preguntas que abarquen todos los pasos hacia un compromiso cristiano: reconocer nuestra naturaleza pecadora, reconocer a Jesús como el Hijo de Dios con el poder de perdonar nuestros pecados, y tomar a Jesús en nuestros corazones, pidiendo su perdón. Por lo tanto, procederé del siguiente modo.

¿Jennie querer Jesús? ¿Jennie saber que Jennie mala? ¿Jesús querer Jennie? ¿Jesús quitar malo de Jennie? Le pediré que repita estas cosas, o como mínimo que haga el signo de sí. La comprensión empieza por la repetición. Queda pendiente el tema del bautismo. Ya me imagino lo que pensaría el obispo. Cada cosa a su tiempo. No soy de los que se aferran ciegamente a la necesidad del bautismo como requisito previo para la salvación. Estudiaré bien los signos.

La quimioterapia de R. está yendo mejor de lo esperado. Aun así, ha perdido todo el pelo. Rezamos juntos por primera vez desde los principios de nuestro matrimonio, y estoy más lleno que nunca de amor hacia ella. Se la ve tan deshecha e indefensa… Pero el amor de Dios le dará fuerza, y nos la dará a los dos.

[De una entrevista con Lea Archibald.]

Vamos a ver… En algún momento de 1968 me llamaron del programa de Ed Sullivan. No sé de dónde sacaron nuestro nombre. Se lo debió de dar la doctora Prentiss, que era una arribista, siempre empeñada en medrar. El caso es que llamó una mujer. No me acuerdo de cómo se llamaba.

Me preguntó con toda la amabilidad del mundo si era la señora Archibald la que tenía un chimpancé tan adorable.

¡Eso, eso, adorable! Contesté que sí.

Quería saber si a Jennie y a mí nos gustaría salir por la tele. Lo dijo como si salir por la tele fuera la apoteosis de la vida de cualquier persona.

Le dije que no, gracias.

Se quedó muy callada, como si no se lo creyera. ¡Vaya por Dios! Luego dijo que era para el programa de Ed Sullivan.

Ya, le contesté, pero es que no me interesa salir en el programa de Ed Sullivan.

Entonces cambió de tono, desenmascarando la típica voz encallecida de los neoyorquinos. Francamente, la gente de la tele es espantosa. Dijo que estaba dispuesta a ofrecer unos honorarios generosos. Quería venir de Nueva York a conocer a aquel «maravilloso» chimpancé.

Bueno, ¿por qué no? Vino una noche. Quería que saliéramos en el programa Hugo, la «adiestradora» del chimpancé y yo. ¡Cómo me gustaría que hubiera estado presente la doctora Prentiss, para oírse describir como «adiestradora»! Hablamos un poco. Era una idea bastante inofensiva, y la suma que ofrecían no estaba nada mal. Hugo (que ya sabe que heredó dinero a carretadas de su padre) regateó mucho, y cuando ya había conseguido subir bastante el precio le dijo que lo donase directamente a la sociedad protectora de animales. ¡Qué cara puso ella! Por otro lado, no saldría ninguna «adiestradora» —¡pobre doctora Prentiss, qué pena!—; solo Jennie y nosotros dos.

Cogimos el tren a Nueva York. A Jennie no la dejaban ir en avión, pero descubrimos que no hacía falta ningún permiso especial para subirla al tren. Nos pusieron en el hotel Americana, que entonces se acababa de inaugurar; una de esas cajas de cristal enormes y feas de Nueva York. El primer día fuimos a comprar ropa nueva para Jennie. En todas partes se formaban multitudes que se quedaban con la boca abierta. Jennie era el centro de atención, y disfrutaba como loca. ¡Hasta paró el tráfico en la Quinta Avenida! Hugo se lo pasaba en grande observando las reacciones. Antropólogo hasta la médula. De todos modos, la mayoría de la gente casi no se giraba. Por algo estábamos en Nueva York.

Jennie se estaba portando tan bien que decidimos arriesgarnos a ir a Bloomingdale’s. Cuando quisimos coger el ascensor, hubo una mujer que se puso a gritar y acabamos subiendo por la escalera mecánica. Fuimos a la sección de ropa infantil, y me peleé con una dependienta. Tenía un miedo atroz de que Jennie se hiciera caca en el probador, o infectara la ropa con alguna enfermedad.

Le enseñé un conjunto a Jennie, y le pregunté por señas: ¿Gustar Jennie?

Le digo una cosa: nunca le haga esa pregunta a un chimpancé. ¡Lo quería todo! Los únicos signos que hacía eran ¡Dar, dar, dar!

Después de un rato mirando, la dependienta nos preguntó qué hacíamos.

Hugo contestó que estábamos decidiendo qué ropa era mejor para la aparición de Jennie en el programa de Ed Sullivan. Lo dijo con un brillo en la mirada, como se imaginará.

¡Caramba con la dependienta, cómo se puso! ¡Hay que ver! ¡El programa de Ed Sullivan! Corrió en busca de sus compañeras, que llegaron en tromba, y en poco tiempo nos vimos rodeados de gente. En todas partes era igual. Jennie se hacía famosa enseguida.

El vestido que compramos era una cucada: una blusa a cuadros rojos y blancos, con un lazo azul muy grande, pantalones azules y unos zapatos planos en marrón y blanco. Tenían que ser muy grandes para que cupieran aquellos pies tan largos, que en realidad eran manos. Jennie se puso a presumir delante de sus admiradores, soltando gritos y gruñidos, con una sonrisa de oreja a oreja. Podía ser tan fanfarrona…

Por la noche nos llevaron al estudio en coche, y nos dieron una sala exclusivamente para nosotros. Se llamaba Sala Verde. Habíamos traído unos cuantos juguetes. Mientras Jennie jugaba, nos fuimos poniendo nerviosos. Ninguno de los dos decía nada, pero yo sabía que nos imaginábamos todo tipo de horrores. Podía pasar de todo. Es que el programa de Ed Sullivan era en directo.

Nos acompañaron al plató. En persona, Ed Sullivan era igual de encorvado y cadavérico que por la tele. No me acuerdo mucho de qué dijo. La verdad es que me gustaría tener una cinta del programa. Sería cuestión de escribir a la NBC. ¿O era la ABC?

Ed Sullivan empezó diciendo algo así como: «Esta noche tenemos a Jennie, una chimpancé que habla por señas. Jennie, saluda a nuestros espectadores».

Yo le dije por señas: Decir hola. Jennie saludó: ¡Hola hola hola! Hugo contó cómo había encontrado a Jennie, atendiendo el parto en plena selva. Yo hablé de criar a un chimpancé como a una hija. Ed Sullivan quería saber qué pensaban el resto de nuestros hijos. Le expliqué que Sandy hablaba por señas con Jennie. Luego Sullivan hizo unas cuantas preguntas a Jennie, algunos chistes malos y ya está.

Bueno, no del todo. Jennie nos pegó un buen susto. En medio de la sesión hizo varias veces el signo de sucio. Ed Sullivan preguntó: «¿Ahora qué dice?», y tuvimos que inventarnos algo. Creo que dijimos que pedía un plátano. ¡Seguro que hubo espectadores que sabían ASL que se tiraron por el suelo de risa! De hecho no sabíamos si estaba a punto de hacerlo o solo buscaba una reacción, pero al final no hubo problemas. Es posible que mintiera. Es que a menudo hacía el signo de sucio como travesura, o para no seguir haciendo algo que no le gustaba. ¡Sabía el miedo que teníamos los seres humanos de sus funciones corporales!

El programa de Ed Sullivan fue el principio de la carrera social de Jennie. Como para los Beatles. Exagero, claro, pero desde entonces todo el mundo quería conocerla. Nuestro teléfono sonaba noche y día. El Boston Globe publicó un artículo sobre ella. ¿Lo ha visto? A partir de ahí Jennie se convirtió en una celebridad, y nosotros nos subimos al carro. Hugo fue invitado a ingresar en el club Somerset, que ya sabe que es uno de los clubes más antiguos de Boston, lleno de apellidos ilustres. Una editorial muy conocida de Nueva York le mandó un telegrama para pedirle un libro. Llegaban invitaciones en papel de carta de Shreve, Crump & Low, de parte de gente y organizaciones que no nos sonaban de nada. También nos invitaron al baile anual de la Botolphstown Society, invitación que francamente a mí me ofendió recibir. Era una organización muy antisemita, por no decir racista. Querían que lleváramos a Jennie. ¡Qué organización más horrorosa! ¿Se imagina la forma de pensar de aquella gente? ¡No dejaban entrar a negros ni a judíos, pero se morían de ganas de que fuera un chimpancé! Debería haberles dado las gracias, comentando que a Jennie le apetecía mucho ir porque era justo después de su bar mitzvah, y preguntando si podía traer a su tío negro. No contesté, ni entonces ni cuando mandaron otro aviso. Más tarde me enteré de que algún viejo loro de Cambridge se lo tomó fatal. ¡Nos vetaron para siempre! [Risas.]

El momento cumbre de la trayectoria social de Jennie fue la cena del Museo de Bellas Artes en el Ritz-Carlton. ¡Madre mía! Era el centenario del museo, o algo así, y organizaron un baile de gala. Fue la invitación más buscada de la temporada social. Es que Boston es de un provincianismo… De no ser por Jennie, los últimos a quienes habrían invitado éramos Hugo y yo. Aparte de la invitación por correo, llamó una señora muy ceremoniosa para asegurarse de que entendiéramos que incluía a Jennie. ¡Vaya! Tuve la clara impresión de que si no llevábamos a Jennie probablemente tendríamos que quedarnos en casa.

Fue la única invitación que decidimos aceptar. Sonaba tan divertido… A Jennie le compramos un vestido rojo muy bonito, de raso, con miriñaque, las mangas abullonadas y el cuello drapeado. Le quedaba elegantísimo. También le pusimos un pañal. Después del susto con Ed Sullivan, no queríamos arriesgarnos. Ni muertos.

La noche de la cena con baile, Hugo se puso el esmoquin de brocado de seda que se compró en Hong Kong, y yo un vestido azul claro. No quería hacerle sombra a Jennie.

Cuando llegamos al Ritz, que tenía todas las luces encendidas, nos encontramos una orquesta de cuerda, y una hilera larguísima de limusinas. Había lacayos, o como se llamen, abriendo las puertas, y un montón de gente de un chic exagerado que bajaba de los coches y subía por una alfombra roja. Era demasiado. También había una horda de fotógrafos que hacían fotos al otro lado de las cuerdas de terciopelo.

Cuando llegamos en nuestra furgoneta Chrysler del 56, los fotógrafos ni siquiera se giraron. ¿Cómo podía ser digno de fotografiar alguien llegado en un coche tan viejo? Bajamos, y al principio no pasó nada, pero después… Luego, cuando se dieron cuenta de que la figura bajita del vestido rojo era un chimpancé, se volvieron completamente locos. Se nos echaron encima derribando las cuerdas, y nos vimos rodeados por un mar de gente sudorosa que nos metía las cámaras en las narices gruñendo. Yo no veía nada por culpa de los flashes. Oía gritar a Hugo, y veía a los guardias de seguridad repartiendo empujones.

Jennie se asustó y empezó a chillar. Intenté cogerla en brazos, pero estábamos tan apretados que lo único que pude hacer fue no soltar su mano. Ella tenía tanto miedo que mordió a un par de fotógrafos. Natural. Bueno, quizá fueran tres, y no se lo reprocho. Yo habría hecho lo mismo. Mientras tanto, seguían los gritos y los empujones. Los fotógrafos mordidos berreaban «¡Socorro!» e intentaban irse, mientras otros trataban de acercarse. Era… No, es que no puedo describirlo. Una locura, una auténtica locura.

Al final los guardias de seguridad abrieron un camino, y nos escapamos. Yo oí las expresiones más soeces de un fotógrafo a mis espaldas; amenazas de denunciarme, o alguna otra chorrada por el estilo. Lo tenía merecido, por imbécil.

Una vez dentro, Jennie se portó como un ángel. Estaba todo el mundo: el gobernador Volpe, Bobby y Teddy Kennedy, el senador Brooks… ¡Y cuántos artistas! A mí siempre me ha gustado el arte moderno. Me da igual lo que digan. Estaban Jackson Pollock, Andy Warhol, Kenneth Noland, Rothko, Lichtenstein, Jasper Johns… Menuda reunión.

Jennie fue literalmente la reina de la fiesta. La gente apartaba al gobernador o daba un codazo a Kennedy solo para darle la mano. [Risas.] Me acuerdo de que Bobby Kennedy la levantó diciendo: «Hola, guapa», y que yo dije: «A mi hija no la toque». Se rio tanto que parecía que fuera a reventar.

Andy Warhol se paseaba con un gran letrero en la camisa: «Artista famoso». Me imagino que le parecería gracioso. ¡Vaya por Dios! Jennie odiaba a los pretenciosos. Se le acercó directamente y le arrancó el letrero. Todo el mundo se tronchó de risa. A mí nunca me ha gustado su obra. Solo tuvo una idea en toda su vida.

¿Qué? Ah, sí, la fiesta… Debo decir que Jennie fue un dechado de buenos modales. Comió un poco de cada plato, y eso que eran muy especiados, nada de su gusto. No tiró nada comestible al suelo. Incluso mantuvo una conversación. Tuvimos que hacer de traductores, claro. A nuestra izquierda estaba el presidente de alguna empresa, que se volvió hacia Jennie y le preguntó si le gustaba la cena.

Hugo, que era el encargado de la traducción, preguntó por señas: ¿Comida gustar Jennie? Jennie contestó enseguida: ¡Comida puaj!

¿Quiere que le haga otra demostración? Madre mía. Bueno, lo intentaré. El caso es que Jennie causó sensación. A ver si me acuerdo…

Alguien preguntó si le gustaba la compañía, y Hugo volvió a traducir: ¿Gente gustar Jennie? Hugo tenía una gracia especial para hacer los signos; despacio, y a la vez con precisión y elegancia. Como un director de orquesta. ¡Qué distinguido estaba con su traje! Siempre me acordaré de aquella noche. Madre mía…

En fin, que Jennie contestó haciendo los signos de Jennie gustar Jennie, que provocaron nuevas risotadas. La verdad es que ahora que lo pienso casi no me lo creo. Qué chimpancé más listo… No sé cómo supo qué decir.

Le encantaba ser el centro de atención. Naturalmente, empezó a hacer signos de Abrazo Jennie, abrazo Jennie. Hugo volvió a traducirlo, y la abrazó efusivamente. Estaban todos encantados.

Después Jennie quiso un plátano. Repetía el signo todo el rato. Alguien preguntó qué decía, y en cuanto Hugo lo tradujo se levantó todo el mundo a la vez para llamar a un camarero y pedir un plátano. Jennie podría haber sido una princesa. Como nadie encontraba ningún plátano, se armó la de san Quintín y a un camarero le dejaron de vuelta y media. Al final apareció un plátano. Creo que mandaron a alguien a la frutería.

Jennie estaba más en forma que nunca. Compartíamos mesa con Jackson Pollock (sabe, ¿no?, el que pintaba con churretes). Creo que el pobre había bebido demasiado, y preguntó a Jennie: «¿Te gusto?». Jennie contestó: Tú tonto. ¡Madre mía! ¡A Jennie no se le preguntaban esas cosas! Nuestra punta de la mesa temblaba por las carcajadas. Nos miraba todo el mundo. Se les notaban las ganas de estar sentados a nuestra mesa. Hugo se lo pasaba en grande.

Preguntó por señas a Jennie: ¿Quién tonto?, y ella contestó enseguida: ¡Tú tonto! Entonces Hugo le preguntó: ¿Él tonto?, señalando a Pollock. Era más pillo… Empezó a decirle a Pollock que Jennie y él tenían algo en común en su forma de pintar. Da la casualidad de que a mí me gusta la obra de Pollock, pero Hugo era un poco anticuado en sus gustos artísticos. Anda, ya me estoy apartando otra vez del tema… El caso es que Jennie se excitó y empezó a hacer signos de ¡Tontos, tontos, todos tontos!, a la vez que brincaba en la silla. Fue muy divertido. Aquella noche Jennie estuvo encantadora, tal como era.

Durante el postre, se acercó Bobby Kennedy y se puso en cuclillas al lado de la silla de Jennie. Nunca me olvidaré de su conversación. Quería saber si Jennie se estaba divirtiendo. Se lo tradujo Hugo.

Jennie contestó enseguida: ¡Jennie divertido, Jennie divertido! Y luego le dijo al senador Kennedy: Perseguir cosquillas.

Hugo le dijo que Jennie quería perseguirle y hacerle cosquillas. El senador Kennedy se rio y dijo: «A mi mujer no le gustaría».

Así que Hugo tuvo que decirle a Jennie: Esposa dice no.

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