Jennie

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[De una entrevista con Lea Archibald.]

1974. Madre mía… Nunca me olvidaré de ese año. Fue tan difícil… Y tan duro para el pobre Hugo… Era un hombre muy sensible. Como Sandy. Se parecían mucho.

También fue el año en que una mañana, al levantarme, me encontré dormido al reverendo Palliser en nuestro seto. El pobre ya chocheaba bastante. Empezó a venir a casa y a dar golpes en la puerta diciendo que quería jugar con Jennie. Igual que un niño pequeño. La confundía con una hermana con la que había crecido. También hablaba constantemente con su mujer muerta, como si la tuviera al lado. Pedía perdón sin parar, vaya a saber por qué infracción, diciendo: «Sí, cariño, no, cariño, lo siento, cariño». Cosas por el estilo. Daba un poco de miedo. Iba por el barrio metiéndose en las casas, y como la buena gente de Kibbencook no podía aguantarlo, acabaron ingresándole en la residencia.

Fue verdaderamente muy triste. El reverendo era todo un encanto. Su casa la compró una gente horrible, que le añadió una parte moderna horripilante, de cristal y cromo. Algún arquitecto de Nueva York con pretensiones. Fue una barbaridad. Las obras hacían mucho ruido. Encima cortaron aquel abedul tan bonito, que debía de tener más de cien años. Hoy en día a la gente no le importa en absoluto el tiempo que tardan en crecer los árboles.

Jennie lo miraba todo con una angustia tremenda. Siempre se asomaba a su ventana con el pelo medio erizado, gimiendo. Lo que más la disgustó fue cuando se instalaron en la casa los nuevos dueños. Creo que si no la hubiéramos atado tan corto habría ido a liarla.

Jennie echaba de menos al reverendo Palliser. De hecho, después de que se lo llevaran pasó algo muy raro. De vez en cuando Jennie hacía estos signos, señalando el otro lado de la calle: ¿Ir ahí? ¿Ir ahí?, o Dios, o Jesús. Eran signos que se había inventado Palliser cuando intentaba convertir a Jennie al cristianismo. Madre mía… Un día Jennie no paraba de hacer signos de ¿Ir ahí? Jesús, Dios, con una cara de pena…

Me acuerdo de que intenté explicarle qué había pasado. Le dije por señas: Hendricks irse. A Jennie no le gustó. Puso mala cara y se abrazó a sí misma. Yo volví a hacer los mismos signos: Hendricks irse.

Entonces pasó una cosa insólita. De repente Jennie gritó. Casi me mata del susto. Se le había puesto el pelo de punta como nunca lo había visto yo. Después hizo estos signos: ¿Hendricks muerto?

Me quedé de piedra. Nunca la había visto usar la palabra «muerto». Me pareció extraordinario que lo entendiera. Me refiero a que entendiera el concepto de la muerte. Increíble, de verdad. Aunque le digo que el grito hablaba por sí mismo.

Yo le contesté: No, Hendricks irse.

Ella siguió diciendo: ¿Dónde Hendricks? ¿Dónde, dónde? Y yo le contestaba: En el pueblo. De repente ella empezó a hacer señas de: ¡Ir a ver a Hendricks! ¡Ir! ¡Ir!

Yo no podía meter a un chimpancé rebelde en una residencia para la tercera edad. Le dije que no.

Se disgustó muchísimo. Le dio un berrinche, y no tuve más remedio que encerrarla en su cuarto. Madre mía… Cuando pienso en todas las rabietas que tenía en aquella época…

Cada día por una u otra razón. Yo ya me veía con una crisis nerviosa. No sé si puede imaginárselo. Como no tiene hijos… Cada minuto del día.

Ni por esas dejó el tema de Palliser. Cuando íbamos al pueblo, decía: ¡Hendricks! ¡Ir Hendricks!, y si no le hacíamos caso le daba un ataque. Yo no me había dado cuenta de lo apegada que estaba a aquel hombre. Nunca le olvidó.

A esa edad montaba un drama por cualquier cosa, como que no le dejáramos coger el teléfono cuando sonaba, o que le dijéramos que no se sentara en tal o cual silla, o lo que fuera. Las veces en que sí cogía el teléfono, gritaba por el auricular y daba golpes en la mesa como si fuera un martillo, o lo pisaba. Madre mía… A veces era tan violenta… Sobre todo con la gente que no sabía que tuviéramos en casa un chimpancé. ¡Lo que pensarían!

Cada vez teníamos que atarla más. No la dejábamos salir si no era con correa. Tuvimos que reforzar su cuarto, y encerrarla cada vez más a menudo. Yo lo llevaba fatal, pero era la única manera. La única. Jennie no hacía caso a nadie, menos de vez en cuando a Hugo, que estaba todo el día fuera. ¿Qué podía hacer yo? Dígamelo usted. ¿Qué hacía yo, pobre de mí? Estaba sola en una casa grande, con Sarah.

Ese era otro tema. Jennie hacía la vida imposible a Sarah. Con lo que le gustaban a ella la paz, la tranquilidad y el orden… Mantenían las distancias, pero a ella le estaba afectando mucho todo el entorno. A mí también.

Jennie daba golpes en los barrotes de las ventanas de su cuarto, y hacía un ruido espantoso. Lo rompía todo. Cuando estaba en celo se hacía caca por todo el dormitorio, y pipí por todas partes. Tenía que limpiarlo todo yo. ¿Ya le he contado nuestros problemas para que no se fueran las mujeres de la limpieza? Pues ya hacía años que nos habíamos resignado.

¿Qué podía hacer yo? Cuidar a Jennie era un trabajo a tiempo completo. No me quedaba ni un minuto para Sarah. Ella ya había cumplido diez años. Siempre tenía planes, miles de cosas que hacer, y a mí me daba la sensación de estar perdiéndome toda aquella parte de su vida. Encima empezaba a temer por su seguridad. Jennie era tan grande, tan movida, y tan impulsiva… Con ella, Sarah seguía siendo igual de intrépida que siempre, pero Jennie tenía una fuerza tan descomunal…

Y Sandy. Ya no le veíamos. Tenía una especie de novia que se llamaba Sammie. Uf… Madre mía. Era… era guapa. No se podía decir gran cosa más. Morena y menudita. No se lavaba, y tenía un pelo que parecía un nido de ratas. Era su estilo. Se pasaban el día juntos, marginando a la pobre Jennie. Siempre que Sammie venía, Jennie se ponía nerviosa y se disgustaba. Me acuerdo de que una vez vino Sandy con Sammie, y después de que se fueran Jennie subió al cuarto de Sandy y le abrió el colchón en canal. Me… me imagino que habían hecho algo en la cama. Madre mía… ¿A que es horrible acordarse de esas cosas? Primero esparció el relleno por todo el cuarto, y después se hizo pipí en la cama. Me horroriza el simple hecho de pensarlo. Solo de hablar con usted me vuelven recuerdos tan horribles…

Al final, Hugo y yo hablamos. Nunca se me olvidará. Estábamos los dos preocupadísimos. Hugo casi no podía hablar. Decidimos que Jennie se había vuelto peligrosa, peligrosa de verdad. Le dije a Hugo que teníamos que encontrar otra manera. Hablamos mucho, mucho. Hugo se emperraba en negarlo. Quería tanto a la chimpancé… Al final tuve que decirle que eligiera: el chimpancé o yo. Meteré a Sarah en el coche, me la llevaré y la criaré donde pueda tener una infancia razonable. Es que en el fondo la cuestión era Sarah. Al final se reducía a eso: o Jennie o Sarah.

Al final, Hugo aceptó la gravedad de la situación, pero faltaba encontrar el remedio. ¿Contratar a alguien? ¿A quién? Con lo fuerte y testaruda que era Jennie… Nadie podía manejarla mejor que nosotros, y ni Hugo ni yo éramos capaces de controlarla. Si contratábamos a alguien, lo más probable era que Jennie le mordiese. No podíamos arriesgarnos, pero tampoco podíamos encerrarla todo el día en su cuarto. ¿Mandarla al zoo? Eso era inconcebible. Ver a Jennie encerrada en una jaula, con la gente embobada…

Al final, Hugo me prometió que hablaría con Harold y la doctora Prentiss. Vinieron una tarde, creo que en 1974. En primavera.

Al ver a la doctora Prentiss, Jennie se puso como loca. Estaba tan contenta… Una sonrisa enorme, rosa, y unas carcajadas… Me conmovió. Mire, lo que también me conmovió fue que la doctora Prentiss lloró un poco. No la creía capaz. Era una joven tremendamente equivocada, pero tenía sus sentimientos. Se dieron besos y abrazos. No querían soltarse. Después nos sentamos a tomar café en la sala de estar.

La doctora Prentiss se ofreció a llevársela enseguida. Quería quedarse con Jennie. La primera vez que se lo oí decir, me impactó mucho. Me enfadé, y estuve a punto de echarla de casa, pero ella empezó a explicarse, y lo hizo sonar tan bonito…

Explicó que era la directora de un centro de rehabilitación de chimpancés en Florida, una isla donde dejaban sueltos a los chimpancés. Estaba justo en la costa del Golfo, cerca de Sarasota. Era un sitio donde los chimpancés de laboratorio podían volver a la vida salvaje. De hecho les enseñaban a conseguir comida por sí solos, cazar y hacerse nidos.

Como comprenderá, el objetivo no era convertirlos otra vez en animales salvajes y autosuficientes, sino simplemente que vivieran felices y en plenitud. Muchos de los chimpancés de laboratorio eran como Jennie, y se habían vuelto demasiado difíciles de manejar. La doctora Prentiss dijo que habían servido bien a la ciencia y a la humanidad, y que se merecían ser cuidados. Algunos habían sufrido muchísimo en los laboratorios médicos, y los seres humanos les debían una compensación. Sonaba tan humano… Teníamos una responsabilidad con aquellos animales. En otros tiempos los habrían sacrificado, o los habrían encerrado en una jaula. La doctora explicó que los chimpancés de la colonia Barnum ya estaban en la isla, muy contentos. No había jaulas ni vallas, porque la isla era una jaula natural, lo más parecida posible a su entorno africano natural.

Habló un buen rato. Dijo que Jennie se merecía convertirse finalmente en una chimpancé hecha y derecha. Ya llevaba mucho tiempo siendo humana, y el resultado no había sido bueno. No entendía qué se esperaba de ella. Biológicamente, no tenía lo necesario. Etcétera, etcétera. Podía vivir en la isla, aparearse, formar una familia y ser por fin lo que la naturaleza quería que fuera. Todo iría de maravilla. Sonaba muy plausible.

La verdad es que no supe qué decir. Hugo también se quedó callado. Harold, que estaba de acuerdo con la doctora Prentiss, nos aconsejó pensarlo. Dijo que ya hacía tiempo que se lo veía venir, y que había reflexionado mucho sobre el tema. Sería lo mejor. Dijo que era como dar un niño en adopción. ¿Seríamos capaces? ¿Podíamos anteponer los intereses de Jennie a todo lo demás? ¿Podíamos dejarle cumplir su destino biológico? ¿Podíamos dejar que se fuera?

Ahora que estoy aquí sentada, hablando con usted, me pregunto: ¿Por qué les hice caso? ¿Cómo pude pensar en algún momento que sabían más que una madre? ¡Malditos sean! Científicos inmundos, inmundos, inmundos…

[De una entrevista con Alexander («Sandy») Archibald.]

¿A que es una gozada este fuego? Tenga, su café. Quizá empiece a entender lo que digo. Sencillez. Para estar a gusto no hace falta una casa de trescientos metros cuadrados.

Si me pasa la lámpara de queroseno, tendremos un poco de luz. No creo que tarden más de una hora las judías. ¿Oye cómo empieza a levantarse el viento? Esta noche habrá ventisca, lo que llaman los navajos un yasyítsoh. He estado estudiando navajo. Es un idioma de una dificultad increíble; puede que el más difícil del mundo, al menos para un angloparlante. Mucho más difícil que el ASL, eso seguro.

¿Qué estábamos diciendo? Escuche el viento, cómo gime y sacude el tubo de la chimenea. Es curioso, pero ¿verdad que da una sensación de seguridad? Es lo que pasa, que aquí te sientes seguro. Donde vive usted: eso sí que es peligroso de la hostia. Hasta que vine aquí, yo nunca me había sentido seguro.

Bueno, ¿qué más? ¿Hermit Island? Pues claro que me acuerdo. Cuando yo tenía quince o dieciséis años, mi padre compró un barco y lo usábamos para acampar en Hermit Island. En la isla había una choza vieja donde pasábamos la noche, con una chimenea grande. A Jennie le encantaba aquella isla. Podía correr libremente y hacer lo que quisiera. Creo que solo fue libre de verdad en la isla.

Un año pasamos cuatro o cinco días en la isla, pescando a diario y cenando lo que pescábamos. Una noche de cielo despejado dormimos al aire libre. Creo que contamos treinta estrellas fugaces muy seguidas, corriendo por el cielo. Era a principios de agosto. Primero Jennie no entendía qué veíamos, pero al poco tiempo empezó a contar las estrellas fugaces a la vez que nosotros. Cuando pasaba una, decía: «¡Eeeeh!». Algunas, las más grandes, cruzaban medio firmamento.

El agua era fosforescente. Nadábamos de noche por la cala, y al movernos por el agua saltaban chispas de fosforescencia a nuestro alrededor. Era precioso. Jennie nunca nadaba. Le daba pánico el agua, y se enfadaba si nadábamos nosotros. Empezaba a vagar por la playa, refunfuñando y gimiendo, mientras hacía signos de: ¡Venir! ¡Venir abrazar a Jennie! ¡Socorro! ¡Sucio sucio!, y todo lo que se le ocurría para hacemos volver a la playa. Estaba segura de que nos moriríamos. Nos quería tanto, que a veces daba un poco de miedo.

Una vez, limpiando la chimenea de la choza del ermitaño, encontré una piedra suelta en el fondo. Debajo había una caja llena de cosas. Creo que eran sus únicas pertenencias. Había fotos, una carta, un dólar de plata y… déjeme que piense… un trozo de turquesa. El ermitaño había desaparecido sin dejar ningún rastro.

La carta daba un miedo… ¿Legible? ¡Y tan legible! Y elocuente. Lo que se había borrado eran las fotos. ¡Ah, es que ha leído el libro de mi padre! Pues siento decirle que lo de que la carta era ilegible lo dijo por conveniencia. Se leía perfectamente.

Tal como se lo digo. El tío ese, John Tundish, escribió la historia de su vida: lo que le pasó cuando estaba en el Pacífico, la razón de que se hubiera hecho ermitaño… Era como una carta de despedida, con la diferencia de que no iba dirigida al mundo, sino a Dios.

Lástima que no me acuerde mejor de la carta. Tundish quería saber por qué Dios había creado a tanta gente; demasiada gente, y toda ella cruel, irreflexiva y mezquina. Concretamente se quejaba de una serie de personas, siempre hablando con Dios. Preguntaba: ¿Por qué creaste a Freddie Hutchins? Con lo mal que me trataba, el muy sinvergüenza… Me robó a la única chica de la que he estado enamorado. Bueno, si no tenías más remedio que crearle, ¿por qué tuviste que destinarle en Hooley Island? ¿Por qué no en Guam? Bueno, ya que tenía que estar en Hooley Island, ¿por qué me dejaste conocer a Tina? ¿No podías dejarme en paz? Así, si no me hubieras hecho conocerla, nunca la habría echado de menos. ¿Y el coronel Gault? ¿Por qué creaste a ese canalla? Bueno, si tenías que crearle, ¿por qué le hiciste tan mala persona? Bueno, si tenía que ser mala persona, ¿por qué no hiciste que fuera soldado raso, y yo coronel? Otra cosa, Dios: ¿Por qué dejaste que mi madre se fugara con Bill Hastings, aquel sinvergüenza que lo único que hacía era beber y decir palabrotas todo el día? ¿Y yo, que en mi vida he pronunciado tu nombre en vano? ¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué no has hecho nada por mí? ¿Qué Dios es ese, que trata de esta manera a los que le aman? Encima el mundo es una porquería. Si no lo hiciste tú, ¿quién lo hizo?

Vaya, que era un pobre ignorante de Franklin’s Pond Harbor, Maine, que no entendía nada del mundo. Estaba perdidísimo.

Todo era muy raro. Al final de la carta decía que iba para allá, para arriba; que sí, que iba, y que quería respuestas. Imagínese. Tardamos un poquito en entender qué narices decía. ¡Buf! Fue cuando nos dimos cuenta de que no era una simple carta, sino una nota de suicidio. Tundish la había escrito allá mismo, la había puesto debajo de la chimenea y se había metido en el mar.

Mi padre leyó la carta en voz alta. Al terminar le fallaba la voz, y vi que le temblaban las manos. Le temblaban de verdad. Dejó la carta, con una cara… Me pegó un susto de muerte. Nunca le había visto tan impresionado. Después se enfurruñó, se metió la carta en el bolsillo de cualquier manera y dijo que se la daría a la sociedad de historia de la zona. Yo creo que debió de tirarla. Ya no se habló de ella nunca más.

En su libro, mi padre esquivó el tema (como tantos otros) diciendo que la carta era ilegible. Él era así. Su manera de enfrentarse a todo lo desagradable o difícil era hacer como si no existiese; refugiarse en el trabajo, o fingir que no había pasado nada.

Mire, voy a decirle algo: en el libro de mi padre faltan muchas cosas. Muchísimas. Y le diré algo más: que en el suyo también faltarán muchas cosas. Usted la verdad sobre Jennie no puede entenderla ni contarla, como no pudo el de Esquive. No se ofenda, ¿eh? Ni siquiera si se lo contáramos todo. Cosa que no haremos. La pura verdad nunca la dice nadie.

¡Caray, qué viento! ¡Escuche!

[De una entrevista con la doctora Pamela Prentiss.]

No vi a Jennie ni una vez entre el final del proyecto, en verano de 1973, y la primavera de 1974. Casi un año. Sin un entorno estructurado, se volvió muy difícil. También estaba entrando en la madurez sexual. Lógicamente, los Archibald quisieron quitársela de encima y me preguntaron si podía llevármela al centro de rehabilitación de la isla Tahachee. Era un centro que había fundado yo para rehabilitar a chimpancés de laboratorio. También tenía la función de criar chimpancés en Estados Unidos. Piense que la posibilidad de que se extingan en estado salvaje no es tan remota. Si en África sigue todo igual, será inevitable.

Yo ya me lo veía venir. Me lo esperaba. Nunca ha habido ninguna familia que se haya quedado un chimpancé criado en casa después de la madurez sexual. Mi intención, llegado el momento, era poner a Jennie en la colonia Barnum, donde tendría muchísimo espacio para jugar y ser ella misma mientras se acostumbraba a los otros chimpancés.

El centro Tahachee era la segunda mejor opción. No estaba tan trabajado como la colonia Barnum, ni mucho menos, pero era más que aceptable. Me pareció que Jennie estaría a gusto, mucho mejor que en el caos de casa de los Archibald. El centro Tahachee recibía una subvención muy generosa de la fundación MacBruce. ¡Menos mal que no dependíamos del dinero del gobierno! Contábamos con el respaldo directo de Simon MacBruce. Es una persona muy celosa de su independencia, que no hizo ni caso a lo de Proxmire. ¡Cómo se enfadó Miller al enterarse de que recibía la subvención de MacBruce!

El centro todavía funciona, dicho sea de paso. Ahora viven cuarenta y dos chimpancés, y muy felices. Hay que darles alimentación suplementaria, pero se han adaptado muy bien a las condiciones semisalvajes de la isla. Ha sido un éxito rotundo.

[De una entrevista con Lea Archibald.]

Después de que se fueran la doctora Prentiss y Harold, recuerdo que Hugo y yo estuvimos hablando. La isla nos recordó cuánto le había gustado a Jennie Hermit Island. Comentamos que había sido un entorno perfecto, y reflexionamos sobre lo que representaba crecer. Llega un momento en que los padres tienen que despegarse de sus hijos. Nosotros teníamos la sensación de que los problemas de Jennie se derivaban de sus esfuerzos por independizarse. La pega es que, como Jennie no era un ser humano, no se podía «independizar» así como así. No era como Sandy, que podía irse de casa y buscar trabajo y un apartamento. La rebelión de Jennie no tenía futuro.

Hablamos, lloramos y seguimos hablando. Madre mía… A Hugo le angustiaba muchísimo la idea de quedarnos sin Jennie. A mí también, pero no tanto como a él. La decisión de no seguir con ella en casa fue la más difícil de nuestra vida. Lo hablamos con Sandy y Sarah. Sandy se oponía ferozmente a la idea. Se enfadó tanto con nosotros… Fue horrible. Tiró una silla por el ventanal del salón. Madre mía, qué momento más feo… Sarah dijo que le parecía bien lo que decidiéramos.

No aceptamos enseguida la propuesta de la doctora Prentiss. Al principio Hugo buscó otros proyectos de investigación y otros centros de primates. No dejó piedra por levantar. En el país había varios, pero todos tenían a los chimpancés en jaulas. En África estaban montando un proyecto de rehabilitación de primates, pero era sobre todo para chimpancés confiscados a cazadores furtivos, y el entorno era mucho más duro. Allá los chimpancés sí eran animales salvajes. No nos pareció un buen sitio para Jennie, que a fin de cuentas no había visto ningún otro chimpancé en toda su vida. Ni uno solo.

Al final Hugo y yo decidimos aceptar la propuesta de la doctora Prentiss. Me acuerdo de cuando Hugo la llamó por teléfono. Marcó el número, pero tenía un nudo en la garganta que no le permitía hablar. Yo oía la vocecita repelente de la doctora por el auricular, preguntando quién era. Al final Hugo colgó sin decir nada. Es un recuerdo doloroso. ¡Qué lástima que no quedara ahí la cosa! Pero no, volvió a llamarla enseguida y le dijo que aceptábamos la oferta. Lógicamente queríamos ver la isla, cómo estaba montado todo, y hablar con los cuidadores. No los llamaban «vigilantes», porque querían evitar la imagen de un zoo.

Total, que cogimos un avión… Perdone… Estoy un poco emocionada. ¡Dale con la llorona! Cogimos un avión y echamos un vistazo. Perdóneme, por favor. Soy una vieja que ya no sirve de nada. Han pasado diecisiete años, pero aún parece ayer. Me cuesta hablar del tema…

[Nota del editor: En este momento la señora Archibald pidió disculpas, y la entrevista continuó el día siguiente.]

Era precioso. La isla tenía unos dos kilómetros de ancho y tres de largo. Era bastante arenosa, con muchos eucaliptos, pinos y palmitos. Las playas eran de arena, y el agua muy azul.

Sandy no quiso venir. Desapareció varios días. En casa de su novia, que tenía una madre alcohólica, un espanto de mujer. Sammie y su hermana se paseaban prácticamente como animales.

La cuestión es que en la isla vivían unos seis chimpancés, los cuatro de la colonia Barnum y otros dos. Tenían toda la isla para ellos. Entre la isla en sí y los edificios del centro, que estaban en tierra firme, había un bracito de agua, con un embarcadero y una lancha motora. Los edificios estaban repartidos un poco de cualquier manera, pero había un ambiente relajado, con pelícanos posados en los pilares. Daba… buena impresión.

La doctora Prentiss nos presentó a George Gabriel, la persona que lo llevaba todo. Era el típico hombre curtido a la intemperie, moreno, con barba y shorts caquis. Al darte la mano casi te la rompía. A mí no me gustan los hombres que dan la mano así. Son unos inseguros. Para serle sincero, George Gabriel me cayó bastante mal. Lástima haberles hecho caso a los científicos, y no a mi intuición…

Primero Gabriel nos enseñó los edificios, y lo primero que me sorprendió fue ver una hilera de jaulas grandes. Nadie había dicho nada de jaulas.

Gabriel explicó que eran provisionales. Cuando llegaba un nuevo ejemplar, lo enjaulaban y esperaban a que se acostumbrase. No querían meter a un chimpancé desconocido en la isla sin preparación. Antes tenían que conocerlo los demás. Para eso eran las jaulas. Al menos fue lo que dijo Gabriel.

Fíjese en que usó la palabra «ejemplar». ¿Me entiende? ¡Consideraba a los chimpancés como algo anónimo! ¡Como simples animales! ¡Y yo tenía la prueba flagrante en mis narices!

El caso es que entonces a mí y a Hugo nos pareció sensato.

Después George nos llevó a la isla en la lancha motora, y en cuanto se puso el motor en marcha los seis chimpancés de la isla salieron de la vegetación y se acercaron a la verja del embarcadero. Claro, sabían que iban a darles de comer. Nos esperaban en el embarcadero haciendo mucho ruido: gritos, patadas en el suelo… La verdad es que me pregunté cómo encajaría Jennie entre unos simios tan grandes y agresivos. Lo que me tranquilizó fue ver que algunos estaban haciendo signos en ASL, a nosotros y entre ellos. No eran del todo salvajes.

Aún me preocupaba que Jennie nunca hubiera visto otros chimpancés. Era por Prentiss, que quería preservar la «pureza» de la investigación. Una vez sugerí llevar a Jennie a la colonia Barnum, para que viera a los demás chimpancés y jugara con ellos; de paso así se divertía, pero la doctora Prentiss dijo: ¡Uy, no! Que contaminaría la investigación, o alguna tontería por el estilo. George Gabriel estaba convencidísimo de que Jennie encajaría. Decía todo el rato lo mismo: «Imagínese que fuera usted la que ha crecido en la selva, sin haber visto a ningún otro ser humano. A la larga seguro que se adaptaría, ¿no?». ¿Y él cómo narices podía saberlo? Más tarde me enteré de la historia de aquel niño criado por lobos en las montañas de Francia, en el siglo XVIII; el hombre lobo de Aveyron, o algo así. Es una historia verídica. Compruébelo, si quiere. Al final le sacaron del bosque, y tuvieron que encerrarle el resto de su vida en un manicomio. Nunca se adaptó al ser humano. Entonces ¿cómo podía saberlo Gabriel? Era todo una sarta de mentiras.

Cuando desembarcamos, vinieron los chimpancés y nos miraron los bolsillos. Les dimos algunas chucherías. Gabriel sacó un montón de melones y plátanos para que pudiéramos dar una vuelta a pie por la isla sin que nos molestaran.

Había caminitos entre las plantas. ¡Mirando los árboles se veía dónde habían hecho sus nidos! Para mí y para Hugo fue muy emocionante. Por todas partes había rastros de chimpancés, como huellas de manitas humanas.

El lado de la isla que miraba al mar tenía una playa preciosa. Se veía que los chimpancés habían estado escarbando y jugando, igual que niños. No hacían castillos de arena, pero sí agujeros muy grandes sin ninguna utilidad especial, como los que hacen los niños en la playa. No sé por qué, pero aquella playa me hizo pensar si Jennie se adaptaría bien, si les gustaría a los demás chimpancés, y si se quedaría embarazada, tendría hijos y los criaría en la isla. ¡Supongo que pensé lo mismo que piensan todas las madres! Daba un poco de miedo, pero al mismo tiempo era emocionante.

Gabriel nos dijo que el único objetivo de investigación del centro era ver si los chimpancés seguían usando ASL y se lo enseñaban a las crías. Dijo que no era un lugar enfocado a la investigación, aunque de vez en cuando, si alguien quería observar a los chimpancés, le daban permiso. La cuestión era no experimentar ni nada por el estilo, solo observar. Dijo que los chimpancés ya habían servido bastante a la humanidad.

En aquel momento nos pareció todo… tan bien… Una respuesta perfecta a nuestro problema. Era como si Jennie se fuera a la universidad. A Hugo y a mí nos impresionó lo bonito que era todo: el cielo azul, el agua… y la labia de George Gabriel.

Quien no lo veía de la misma manera era Sandy. Cuando volvimos, dijo que a Jennie no le interesaba ni el cielo azul ni una isla bonita, que a ella solo le gustaban las personas. Dijo que íbamos a mandarla a una cárcel. Le parecía horrible y asqueroso que quisiéramos aparearla y que tuviera una familia de chimpancés. Nosotros lo atribuimos a una simple histeria adolescente. Él siempre repetía: «Ya, pero vosotros no la conocéis como yo».

[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]

En abril de 1974 ya estaban hechos todos los preparativos para que Jennie empezara su nueva vida en Florida. La doctora Prentiss sugirió organizar una fiesta sorpresa de despedida, con todos los amigos, profesores y parientes de Jennie. A Lea y a mí nos pareció una idea buenísima, y empezamos a hacer planes para celebrarlo el domingo de Pascua. Estaba previsto que Jennie saliera en avión para Florida el miércoles siguiente.

Habíamos tenido un invierno especialmente gélido, pero ya empezaba a hacer más calor, y organizamos una barbacoa al aire libre, con búsqueda de huevos de Pascua incluida. A Jennie no le gustaba la carne a la brasa, pero le encantaba buscar huevos de Pascua. Además de los huevos, que ella se comía crudos, pensábamos esconder todas sus frutas y verduras favoritas.

Llegado el día, no faltó absolutamente nadie. La doctora Prentiss y Harold Epstein avisaron a todos los voluntarios y ayudantes que habían trabajado con Jennie durante el proyecto. Lea fue a la residencia y logró que viniera el reverendo Palliser con su enfermera. También vino la madre de Lea, y la mía. Debía de haber veinte o treinta personas del museo: conservadores, secretarias y técnicos, algunos ya jubilados, que se habían hecho amigos de Jennie durante los años en que me la llevaba al trabajo. Mandé una invitación general para todos los empleados del museo, de entonces y de antes. Ni siquiera faltó Will, el cascarrabias del ascensorista escocés, conduciendo orgulloso un Lincoln Continental nuevo.

Queríamos que la fiesta fuera una auténtica sorpresa para Jennie. Por la mañana, Harold y yo nos la llevamos en coche al lago Kibbencook, mientras Lea y la doctora Prentiss hacían los preparativos y recibían a los invitados.

Fuimos por la carretera que da la vuelta al lago. Los árboles ya estaban cubiertos de yemas, que formaban una especie de niebla verde en las ramas. Los narcisos de la orilla ya estaban en flor. Hacía calor, y era un día muy agradable. Paramos en el Jardín de los Pirulís, un parque a la orilla del lago donde los árboles estaban recortados en formas caprichosas. El agua estaba muy quieta y fría, reflejando los árboles y el cielo como otro mundo que temblaba en la superficie, un mundo más oscuro y misterioso que el nuestro.

Mientras nos paseábamos cerca de la baranda, se acercó una pareja de cisnes, rompiendo el espejo del agua y convirtiendo los reflejos en una confusión de azules, verdes y negros. Jennie se entusiasmó al ver los cisnes. Les hizo signos de Jugar, pájaro jugar, a la vez que murmuraba y emitía pequeños gritos de interés. Los cisnes no nos hicieron ni caso, y desaparecieron rápidamente por la orilla. Jennie, decepcionada, dijo por señas: Puaj, pájaro malo.

Seguimos caminando con Jennie en medio, cogida de las manos. Estaba muy animada. Se soltó de nosotros para subirse por uno de los árboles. Era un tejo recortado en forma de dos cajas, una encima de la otra. Se sentó en la de arriba gritando de alegría, haciendo chocar los dientes y sacudiendo las ramas como si quisiera proclamar su presencia a todo el mundo. Era como si anunciara: «¡Estoy aquí! ¡Existo!». El eco de su voz llegaba de la otra orilla convertido en algo lejano y triste, como los gritos de un animal perdido.

No sé por qué, pero la alegría tumultuosa de Jennie me desanimó. Caí en la cuenta de que probablemente fuera la última vez que daba un paseo con ella por el lago, y la última primavera que veía Jennie en Nueva Inglaterra. El que también estaba muy callado era Harold. Me consolé pensando que Jennie sería mucho más feliz en Florida, con otros miembros de su especie, que encerrada para siempre en el mundo de los seres humanos.

En un momento dado, me volví hacia el doctor Epstein y le dije.

—Harold, ¿tú crees que hacemos bien?

Él siempre había apoyado tanto la decisión, que me esperaba (y deseaba) una respuesta tranquilizadora. Sin embargo, miró el lago en silencio.

—Mira, Hugo —dijo—, la verdad es que no lo sé. —Contempló los montes Kibbencook, azules al fondo del lago, como si buscara una respuesta, y añadió en voz baja—: Lo único que sé es que echaré de menos a esta chimpancé.

Hicimos callados el trayecto de vuelta.

Todo estaba planeado hasta el último detalle. Los invitados llegarían a mediodía, y nosotros media hora después.

En cuanto llegamos al camino de casa, Jennie se entusiasmó al ver tantos coches a ambos lados de la calle, una hilera reluciente que llegaba hasta la esquina. Toqué la bocina para avisar de que llegábamos. Después Harold y yo acompañamos a Jennie al jardín de atrás, donde todo el mundo se había puesto en fila para saludarla. Sesenta personas. A la vuelta de la esquina, cuando Jennie vio a la gente, se quedó de piedra, mirando. Entonces todos gritaron a coro: «¡Felices Pascuas, Jennie!», y empezaron a aplaudir.

Se llevó una impresión tan grande que ni siquiera se movía. Después vio al reverendo Palliser, dio un grito de alegría y corrió hacia él. Iba en silla de ruedas. La enfermera de la residencia no parecía tenerlas todas consigo. Jennie saltó al regazo del reverendo y le dio un beso, mientras él lloraba y le rodaban las lágrimas por la cara llena de arrugas. Sabía quién era, vagamente, y le acariciaba la cabeza diciendo todo el rato.

—Muy bien, bonita. Muy bien.

Los demás se acercaron. Yo nunca había visto a Jennie tan contenta. Abrazaba y daba besos a todas las personas que reconocía, a pesar de que a muchas llevaba uno o dos años sin verlas.

En un momento dado, Will tronó con su acento escocés:

—¡Mono maleducado, que aún no me has dado la mano, joder!

Jennie corrió a recibir otro abrazo. Al final le pudo la emoción y se sentó cruzada de piernas en el suelo, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras todos se juntaban a su alrededor y aplaudían.

La doctora Prentiss hizo de maestra de ceremonias. Todas las chucherías estaban escondidas por el jardín. Manzanas, naranjas, racimos de uvas, plátanos, huevos, papayas, ñames y remolachas hervidos, piñas, trozos de caña de azúcar… todos los alimentos favoritos de Jennie.

La doctora Prentiss puso a Jennie en el suelo y le dijo por señas.

¿Jennie ir a buscar huevos de Pascua?

¡Buscar, buscar!, dijo Jennie como loca, y salió disparada hacia el manzano silvestre, perseguida de cerca por todos.

Encontró enseguida un plátano. Después empezó a descubrir nuevos tesoros entre las raíces retorcidas, y a cada descubrimiento gritaba y se ponía la fruta bajo el brazo. Tardó poco en llevar encima tanta fruta que casi no podía caminar. A cada paso que daba, se le caían varias al suelo. Entonces se paraba a recogerlas, y se le caían otras.

Daba risa verlo. Al final, como iba tan cargada que ya no podía moverse, se sentó y chilló de frustración.

La doctora Prentiss le dijo dulcemente por signos.

Yo aguantar comida para Jennie. Jennie darme comida. Yo dar comida a Jennie más tarde.

Tras debatirse mucho tiempo entre aceptar o no la oferta, Jennie soltó el cargamento de fruta que llevaba debajo del brazo y prosiguió su búsqueda. Cada nuevo cargamento aumentaba la montaña de fruta. Todos lo pasaron en grande siguiendo a Jennie y dándole pistas sobre dónde estaban escondidas las cosas.

Terminada la búsqueda, se sentó ante la montaña de golosinas y empezó a comer, embutiéndose las frutas en la boca, con el zumo chorreando por la barbilla. En el caso de frutas como las naranjas, a menudo escupía la pulpa, costumbre de la que habíamos intentado disuadirla. En poco tiempo quedó rodeada de bolas de fruta masticada, pero era el día de Jennie, y estábamos decididos a no regañarla.

Mientras se hacía la barbacoa, Jennie jugó a perseguir y hacer cosquillas con varias personas, hasta que en poco tiempo ya habían participado todos los invitados en la persecución. Yo traje mi cámara y la filmé pasándoselo como nunca.

Al final de la fiesta puse a todo el mundo en fila para despedirse y mandar besos, mientras Jennie también se despedía con la mano. Cada vez que alguien se iba, Jennie, que estaba en la puerta, le daba la mano, o un beso y un abrazo. Me sorprendió que se emocionara tanta gente. Muchos lloraban al decirle adiós. Jennie había sido importante en muchas vidas.

Harold, la doctora Prentiss y yo hablábamos desde hacía tiempo sobre la mejor manera de llevar a Jennie a Florida. Descartamos el coche porque se tardaban veinticuatro horas, y acabaríamos todos agotados, incluida Jennie. Ni hablar de un vuelo normal, ya que las normas de las compañías aéreas obligaban a que Jennie viajase en la bodega, dentro de una caja, y no queríamos que llegara traumatizada a su nuevo hogar.

Resolvimos fletar un avión ligero, un Beechcraft de seis asientos, y decidimos muy a nuestro pesar que habría que sedar a Jennie para el viaje. En un avión pequeño, un chimpancé tan movido como ella podía ser peligroso. El vuelo se programó para aquel mismo miércoles. Acompañaríamos a Jennie hasta Florida la doctora Prentiss, Lea y yo, y nos quedaríamos hasta que estuviera bien instalada en su nuevo hogar.

El miércoles por la mañana nos levantamos a las cinco. Jennie estaba de mal humor porque la habían despertado mucho más temprano de lo que solía. Nos llevamos su manta favorita, un cubrecama grueso de cachemira muy mordido y gastado, regalo de bodas de un antiguo compañero de habitación de la universidad. También nos llevamos un talego con su ropa y sus juguetes preferidos.

Teníamos miedo de cómo reaccionaría a los preparativos, pero estaba demasiado dormida y malhumorada para prestarles atención. En cuanto subimos al coche, se envolvió en la manta y se durmió.

Llegamos al aeropuerto de Nobleboro justo cuando el sol rompía la niebla. No había nadie más. La pista estaba cubierta de escarcha, y el cielo era de un ultravioleta sin mancha. El piloto llevó el avión hasta la pista. Cargamos el talego de juguetes de Jennie en la bodega y subimos a bordo. Desde el momento en que vio que subíamos a un avión, Jennie estuvo mucho más atenta. La doctora Prentiss le dijo por señas: ¿Jennie volar? Ella emitió un grito grave y repitió el signo volar.

La sentamos en su asiento y le pusimos el cinturón. La doctora Prentiss sacó una jeringuilla y le puso una inyección de Sernalin, un sedante suave, en el brazo derecho. Jennie siempre se había dejado poner inyecciones sin problemas, y esta vez no fue una excepción. En cuanto se quedó dormida, el piloto encendió motores y despegó, apartándose del sol. Sobrevolamos Kibbencook, nuestra casa, el campo de golf y el riachuelo, con sus eses. El campanario de la iglesia episcopaliana proyectaba una sombra larga y azul en la plaza del pueblo. Después el pueblo desapareció, y volamos zumbando sobre los barrios urbanos de Boston, llenos de embotellamientos. Con lo apacible que se había visto el pueblo… Me pregunté si Jennie volvería a ver alguna vez aquel lugar pequeño y sin importancia del planeta, su mundo.

La doctora Prentiss y yo nos turnamos para estar al lado de Jennie, con otra dosis de sedante preparada por si se despertaba. Lea iba delante. Teníamos miedo de que Jennie pudiera asustarse al ver dónde estaba, pero durmió durante las cinco horas de vuelo.

George Gabriel vino a buscarnos al aeropuerto con su jeep. Jennie se despertó durante el trayecto al centro de Tahachee. Al principio estaba grogui, irritada, y gritó un poco de ansiedad al ver que íbamos en coche. Lea le dijo que no pasaba nada, y le acarició la frente hasta que se calmó.

Habíamos hablado largo y tendido sobre la mejor manera de que Lea y yo ayudáramos a Jennie a hacer la transición a su nueva vida. La doctora Prentiss, el doctor Gabriel y yo coincidíamos en que lo preferible era irnos deprisa, mejor que una larga despedida, pero Lea no estaba de acuerdo. Ella quería quedarse, y que no nos fuéramos hasta haber comprobado que Jennie habría empezado a adaptarse al nuevo entorno. También quería ver cómo reaccionaba en el encuentro con otros chimpancés. Decidimos quedarnos dos días, durante los que estaríamos con Jennie en el centro, jugaríamos con ella y la dejaríamos moverse libremente.

Condujimos por una carretera larga y en mal estado. A partir de un momento se aclararon los palmitos. Cruzamos la verja oxidada del centro y entramos en un césped muy grande, sembrado de edificios. Era una antigua finca, como la de Barnum, y conservaba aires de parque. La casa principal, una hacienda estucada de estilo español, albergaba despachos y viviendas. Las jaulas de los chimpancés estaban en un establo largo, todas con su salida exterior. Las casitas del portero y del jardinero habían sido reconvertidas en bungalows para investigadores visitantes. Nosotros nos alojamos en uno de ellos, con Jennie.

La primera parte de la adaptación de Jennie, la más crítica, sería su encuentro con otros chimpancés. Nuestra intención era presentarle a un ejemplar pequeño que se llamaba Fred, antiguo integrante de la colonia Barnum. Fred era muy dulce, el macho de menor rango en toda la jerarquía. Cuando Jennie hubiera aprendido a fiarse de Fred, le presentarían a los otros. Una vez que el doctor Gabriel considerase que no habría conflictos, la dejarían suelta para empezar una nueva vida.

No podíamos evitar meter a Jennie en una jaula en el momento de nuestra partida, ya que todos éramos conscientes de que lo pasaría fatal al ver que nos íbamos. En toda su vida nunca se había separado a la vez de todos los miembros de la familia. Lo que no sabíamos era cuánto tardaría en calmarse. De momento Fred viviría en la jaula de al lado. Esperábamos que se hicieran amigos rápidamente.

La primera noche la pasamos con Jennie en el bungalow. Estaba muy despierta, animada y un poco temerosa. Nunca le había pasado nada igual, y no sabía muy bien cómo interpretarlo. Por la noche estuvo inquieta. Hacia medianoche entró en nuestro dormitorio y se metió debajo de la manta, entre los dos. Desayunamos con ella en el pabellón principal, y dimos un paseo por la finca. A mediodía llegó el momento de que conociera por primera vez a un chimpancé vivo.

Fred estaba en una jaula, para no correr peligro en caso de que Jennie le tomara antipatía. Llevamos a Jennie por la parte trasera del complejo, donde las jaulas tenían salida al exterior. La llevábamos cogida de las manos, una Lea y la otra yo. Fue así como dimos la vuelta a la esquina, y como vio a Fred.

Se paró de golpe, y se le pusieron tiesos de repente todos los pelos del cuerpo. Fred le echó un vistazo y siguió chupando una piel de plátano sin gran interés.

La que sí estaba interesada era Jennie. Oí salir del fondo de su garganta un sonido gutural desconocido. Casi era un gruñido, como los que hacen los gatos machos enfadados. Después retrocedió despacio, se situó detrás de las rodillas de Lea y se agachó, aferrándose las piernas, en un esfuerzo por pasar lo más desapercibida posible.

Nos sentamos a unos diez metros de la jaula. Creo que a Jennie le daba pánico Fred, porque siguió escondiéndose detrás de nosotros. A veces sacaba la cabeza para mirar furtivamente. Intentamos cepillarla (solía tranquilizarse), pero ella se nos quitó de encima. Tampoco quiso el plátano que le ofrecimos. Lo único que hacía era mirar fijamente a Fred, y gruñir.

Yo señalé a Fred y dije por señas: ¿Qué es?

Después de mirarle mucho tiempo, Jennie hizo unos signos lentos y torpes: Bicho negro, bicho negro. Durante las casi tres horas que permanecimos sentados en el mismo sitio, no observamos ningún cambio visible en su actitud. Había recibido un gran impacto en su psique.

Después de ver a Fred, el comportamiento de Jennie sufrió un cambio radical. Siempre que entrábamos en el complejo, estaba silenciosa y atenta. Si intentábamos jugar con ella por el césped, nos apartaba y se sentaba mirando a su alrededor, como si tuviera miedo de que Fred apareciera de repente detrás de las palmeras. El graznido de un pájaro, o el susurro del viento, la hacían levantarse y mirar a todas partes con el pelo erizado, mientras emitía un ladrido suave: «Rraaaa». Perdió completamente el apetito.

El doctor Gabriel nos aseguró que la reacción de Jennie no tenía nada de anómalo. Dijo que la primera vez que se ven dos chimpancés recelan el uno del otro incluso si están acostumbrados a vivir con otros miembros de su especie. Según él, lo principal era dar tiempo a la relación, y no forzar las cosas. Sería Jennie quien estableciera el ritmo, y cuando estuviera preparada para entablar relaciones amistosas con Fred, lo haría. Cuando nos fuéramos, el doctor Gabriel pondría a Jennie en una jaula al lado de Fred y les concedería una o dos semanas para que se acostumbrasen el uno al otro.

Lea no veía muy claro lo de enjaular a Jennie, pero el doctor Gabriel le explicó que no había otra posibilidad. La jaula era enorme, casi tan grande como una casa pequeña, con instalaciones tanto exteriores como interiores. Jennie tendría sus juguetes, y buena comida en abundancia. El doctor Gabriel y el resto del equipo la visitarían y jugarían con ella a diario. Con Fred en la jaula de al lado, los dos chimpancés podrían tener un contacto continuo sin peligro. El doctor Gabriel preveía una adaptación rápida.

La última noche que pasamos en el bungalow, Jennie prácticamente no durmió. Se puso en cuclillas al pie de la cama y se dedicó a chuparse los dedos mientras miraba a su alrededor. De vez en cuando se mecía. No cabe duda de que presentía un gran cambio en su vida. A nosotros nos tenía muy abatidos la idea de separarnos de Jennie, y la verdad es que pasamos una noche muy triste. Recuerdo que me dije que solo era un animal, que teníamos dos hijos preciosos, pero fue la primera vez de mi vida en que no había comunicación entre mi intelecto y mi corazón. Me resultaba insoportable la idea de abandonar a Jennie. Me preguntaba (y sigo preguntándomelo) cuál podía ser la base biológica de aquel apego. A fin de cuentas, ni siquiera era de nuestra misma especie. Lea estaba muy callada, pero me di cuenta de que lo pasaba tan mal como yo.

Nos levantamos a las seis, antes del alba, y paseamos con Jennie hasta la orilla. Era un día nublado. Más que amanecer, parecía que saliera una luz gris del agua. A las siete volvimos a llevarnos a Jennie a la jaula de Fred, pero su reacción fue la misma: gruñir, erizarse y esconderse. Hacía todo lo posible por apartarnos de la jaula de Fred: estirarnos del brazo, dar patadas de rabia en el suelo, irse toda hinchada (aunque volvía enseguida corriendo, con una sonrisa de miedo)… No paraba de hacer signos de Sucio, sucio, en un esfuerzo transparente por hacer que nos la lleváramos al lavabo. Después decía por señas: Perseguir Jennie, perseguir cosquillas Jennie, otra manera de intentar apartarnos de la jaula. En vista de que no funcionaba ninguna estratagema, se quedó detrás de Lea, aferrándose a ella con una mano mientras chupaba tristemente hojas secas con la otra.

Desayunamos en la vivienda del doctor Gabriel, con él. Jennie seguía sin querer comer nada. El doctor Gabriel nos dijo que al principio lo mejor sería separar a Jennie y Fred con una jaula vacía, para que la proximidad de Fred no angustiase a Jennie más de la cuenta. Durante el desayuno hablamos de cuál sería la mejor manera de meter a Jennie en la jaula antes de que nos fuéramos. Nuestro vuelo a Boston salía por la tarde. Teníamos que salir a las once y media hacia el aeropuerto.

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