Jennie

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[De una entrevista con la doctora Pamela Prentiss.]

Yo me quedé después de que se fueran los Archibald. Jennie me conocía, y nos pareció que debía haber alguien de su vida anterior para ayudarla a hacer la transición. Encontré tiempo a pesar de que estaba dando muchas clases en Tufts, y llevando varios proyectos de investigación.

Jennie no era como los otros chimpancés del centro. Presentaba unas dificultades enormes. Lo errático y caótico de su educación no la había preparado para su nueva vida, que por su propia naturaleza sería más reglamentada. Ahora todo el mundo va contando que a Jennie la metieron en una «jaula», pero no hay que llevarse a engaño; era una jaula inmensa, con barras, columpios de neumáticos, plataformas para trepar, árboles muertos, un cajón de arena y un laguito. El techo estaba prácticamente a ocho metros. Era mucho mayor que la habitación de Kibbencook, la cual, dicho sea de paso, había sido convertida en poco menos que una cárcel por la señora Archibald. El nuevo espacio de Jennie se acercaba a las dimensiones de una casa pequeña. Tenía un espacio interior de cuarenta metros cuadrados, y una parte exterior de veinte. Las «jaulas» en cuestión eran los recintos para primates más grandes construidos fuera de un zoo, o sea, que basta de que «a Jennie la encerraron en una jaula», ¿eh? Estoy tan harta de oír esa chorrada… Era una jaula mucho más grande y más acogedora que el apartamento de Boston donde viví yo más de diez años. Jennie tenía a su disposición todos sus juguetes, su ropa favorita y su comida favorita. No le faltaba de nada.

Sintió una angustia tremenda a causa de la separación. Gritaba día y noche. Estaba acostumbrada a conseguir lo que quería de los Archibald a base de dramatizar. Además, parece que a los chimpancés les afecta aún más que a las personas separarse de los amigos, y ella llevaba toda la vida con los Archibald. Nunca había estado todo un día lejos de ellos. ¡No me extraña que estuviera tan triste!

Decidimos no sacarla de la jaula hasta que se hubiera tranquilizado, porque lo interpretaría como una «recompensa», y solo serviría para que gritara aún más cuando volviera a estar dentro. No queríamos recompensar el mal comportamiento. Pensábamos empezar a sacarla a partir del momento en que se calmara. ¿Lo entiende? Vaya, que sacarla cada día habría sido reforzar su mal comportamiento. ¿Capta la idea?

Pasaron tres días y seguía sin calmarse. Tenía momentos de silencio, pero empezaba a gritar otra vez en cuanto veía a alguien. También daba golpes en los barrotes. Cuando le daba de comer el doctor Gabriel, Jennie le amenazaba, y muchas veces le tiraba la comida. El doctor Gabriel le caía fatal. Creo que lo asociaba con su cambio de vida, porque está claro que era una antipatía sin ninguna base racional. Como no sea porque Jennie le intimidaba un poco… Solía portarse mal con los que le tenían miedo.

A mí no me amenazaba, pero mi presencia la ponía increíblemente frenética. Era como si me implorase ayuda. ¡Uf, qué duro era oírla! Pero es que lo que tiene que entender es que lo preferible para Jennie era adaptarse lo antes posible a la presencia de otros chimpancés. Escúcheme bien: no la habría beneficiado en nada soltarla cada vez que gritaba. Además, es evidente que de esa manera no habríamos podido meterla otra vez. Cuanto antes se adaptase a los demás chimpancés, antes podríamos dejarla suelta por la isla. Todo lo que hicimos estuvo bien hecho.

Jennie odiaba a los otros chimpancés. Nos sorprendió muchísimo. Entre dos chimpancés que no se conocen, el miedo y la agresividad son normales, pero yo nunca había visto nada igual. De verdad, los odiaba. Aunque tarde o temprano se le habría pasado. No sé de ningún chimpancé que no haya acabado adaptándose a su propia especie.

Y luego va el periodista aquel y me critica por no haber llamado a los Archibald… La señora Archibald le contó muchas mentiras, pero era importante para la adaptación de Jennie. Tenía que romper del todo con su vida anterior. Cualquier contacto con los Archibald habría sido una catástrofe. Ya vio lo que pasó después. Teníamos toda la razón. Por supuesto que una vez que se hubiera acostumbrado a su nueva vida, no habríamos puesto ningún reparo en que los Archibald vinieran a visitarla.

Tampoco podríamos haberla dejado suelta por la isla así como así. Un día intentó matar a otro chimpancé. En vista de que rechazaba a Fred, lo intentamos con Sallie, una hembra joven y muy dócil. La pusimos en la jaula de al lado.

Al principio Jennie siguió gritando, pero al cabo de un rato oímos que paraba. En el edificio había un espejo de un solo sentido, y dio la casualidad de que el doctor Gabriel estaba mirando cuando vio aquel horror. Jennie se había calmado. Estaba en los barrotes que la separaban de Sallie. Naturalmente, Sallie se había llevado un susto enorme al verla, y estaba en la otra punta de la jaula, pero Jennie se puso muy amistosa. Metió los brazos entre los barrotes y esperó, haciéndole de vez en cuando los signos de Jugar, jugar a Sallie, la cual, dicho sea de paso, no sabía ASL. Los engañó a los dos, al doctor Gabriel y a Sallie. El doctor Gabriel ya se estaba entusiasmando con la idea de que Jennie estaba a punto de dar el paso decisivo. Sallie se acercó despacio, hasta quedar al alcance de Jennie. De repente Jennie la cogió e intentó literalmente matarla. Sallie consiguió escapar, pero tenía un esguince en un brazo, y un mordisco profundo en una mano.

Fue horrible, horrible. Ese tipo de cosas eran nuestro pan de cada día.

Cuando yo estaba cerca, Jennie se ponía tan nerviosa que no podía comunicarme con ella. Estaba demasiado ocupada con sus gritos. Yo entraba en su jaula varias veces al día, y me armaba de paciencia para intentar establecer una conversación. Le decía por señas una y otra vez: Jennie, sé buena, por favor, o Silencio, Jennie, o Si Jennie jugar con Fred, Jennie dar paseo. También intenté explicarle, de manera tosca, que ella era un chimpancé, no un ser humano, que Fred también era un chimpancé, y que Fred quería ser su amigo. Era como hablar con una pared.

El tercer día conseguí una reacción por parte de Jennie. Después de media hora haciendo signos, mientras ella gritaba, al final dijo con mucho énfasis: ¡Malo, malo!

Yo contesté enseguida: ¿Malo qué?

Ella dijo: Pam mala, mala.

¿Por qué Pam mala?, pregunté yo.

Pam mala, morder, enfadada.

Y empezó otra vez a gritar y dar golpes.

¡Cuántas esperanzas se me abrieron! El diálogo es el primer paso hacia el entendimiento. Intenté alentarla haciendo signos de ¿Por qué Pam mala?, y de Si Jennie tranquila, Jennie dar paseo. Intenté decirle de todas las formas posibles que si se calmaba la dejaríamos salir a pasear.

Como si nada. Fue tan decepcionante… Jennie volvía a las andadas. Se puso tan histérica que no podía concentrarse en mis signos. Estaba tan rabiosa que era como si para ella ya no existiera el resto del mundo.

George y yo tuvimos muchos debates, hasta que le convencí de que dejáramos salir a Jennie durante unas horas, para ver qué pasaba. Creo que fue el quinto o el sexto día. Déjeme echar un vistazo a mis apuntes… No, fue el séptimo.

Total, que entré en la jaula de Jennie y le puse una correa. De repente se quedó muy quieta, alimentando mis esperanzas. Hubo un momento en que pensé que saldría bien. Salimos del edificio cogidas de la mano. Jennie se puso inmediatamente en cabeza, arrastrándome. Después de patearnos todos los caminos del recinto hasta el embarcadero, y de entrar y salir de todos los edificios, acabamos en el bungalow donde se habían alojado los Archibald. Yo la dejaba ir por donde quisiera. Lo registraba todo muy decidida. No le interesaba jugar, ni hablar por signos. Estoy convencida de que buscaba a los Archibald.

Entonces pasó algo terrible. Al llegar al bungalow de los Archibald y ver que no estaban, Jennie se llevó una gran decepción. Buscó debajo de la cama, en el lavabo, en el armario, detrás de las puertas… Yo ya veía que estaba decepcionada, pero seguía tranquila y en silencio. Se la veía tan… tan deprimida…

Lo siguiente me tomó por sorpresa.

Cuando salimos del bungalow, el doctor Gabriel estaba caminando por el césped. Jennie le vio a través de los arbustos. Entonces soltó un ladrido de agresión y se lanzó a por él, arrancándome la correa. Corría hacia el doctor Gabriel en un estado completo de piloerección. Al cruzar los arbustos, arrancó una rama y la arrastró y la sacudió a la vez que se acercaba a toda prisa al doctor Gabriel.

Le llamé, pero él ya había visto a Jennie. El doctor Gabriel conocía bien a los chimpancés. Supo enseguida que Jennie se disponía a atacarle.

Se volvió hacia ella. Nunca hay que huir de un chimpancé. Jennie siguió corriendo y solo se desvió en el último segundo, dándole un golpe en las dos espinillas con la rama. Le hizo un corte en una pierna y varios morados de consideración.

Después corrió hasta el eucalipto y se subió sin soltar la rama. Cuando ya no podíamos alcanzarla, se sentó en una rama y empezó a ladrarnos y gritarnos. Yo le dije por señas. ¡Baja, Jennie!, pero ella siguió alborotando y me tiró la rama.

Entonces le dije: ¡Jennie mala, baja ahora mismo!

Al final se tranquilizó bastante para contestar. Primero hizo el signo de Puaj, y después: Mala, mala, enfadada, puaj, junto a todas las palabrotas y los gestos obscenos que sabía. Fue una cadena de emisiones muy notable, yo diría que una de las más complejas de toda su vida. Mala puaj mierda mala enfadada morder sucio sucio mierda. Perdón por las palabrotas. Había aprendido de Sandy a enseñar el dedo a la gente.

El doctor Gabriel se enfadó. Es comprensible, porque fue un ataque no provocado. Se puso al pie del árbol, gritando a Jennie hasta que yo le dije que su presencia quizá no la animase a bajar. Le aconsejé que volviera a su despacho, y me hizo caso.

En un momento dado, Jennie empezó a burlarse de mí repitiendo todos los signos que le hacía. Decía imitándome: ¡Jennie mala! ¡Jennie bajar! Primero me enfadé muchísimo, pero después me di cuenta una vez más de lo sofisticada que era la comprensión de la psicología humana de Jennie. ¡Qué manera de exasperar a la gente!

Vaya, que pasamos dos días malísimos para bajar a Jennie del árbol. Prefería pasar sed y hambre que bajar. Al final… La verdad es que lo pasé fatal, pero al final tuvimos que tranquilizarla con un dardo. La atrajimos con comida a una rama más baja, y amontonamos colchones alrededor de la base del árbol. Entonces el doctor Gabriel le disparó, y ella se cayó. No se hizo daño, como comprenderá.

Solo había una conclusión posible: que mientras Jennie no estuviera preparada para que la soltaran por la isla (es decir, mientras no aprendiera a llevarse bien con otros chimpancés), tendría que quedarse en la jaula. En su espacio.

Al despertarse del tranquilizante, estaba furiosa. Más que nunca. Le entró tal pataleta que se pasó varias horas resoplando y balbuceando, porque ni siquiera podía gritar. Se hizo diarrea encima, y tuvimos que lavarla a manguerazo limpio a través de los barrotes, mientras ella gritaba y corría de un lado para otro. Me dio una pena…

[De una entrevista con Lea Archibald.]

¡Lo que me da más rabia de todo es que nadie nos dijera qué estaba pasando! La doctora Prentiss no llamó ni una vez por teléfono para explicar que a Jennie le estuviera costando adaptarse, ni nada. ¡Y no sería por falta de llamadas, porque llamábamos casi a diario! «Muy bien, todo dentro de las previsiones —decía tan tranquila—. Hay algunos problemas, pero tienen solución». Cosas por el estilo. Todo muy vago y evasivo.

Ni una palabra de que Jennie se pasara las veinticuatro horas del día gritando. O de que hubieran tenido que dispararle un dardo para hacerla bajar de un árbol. ¡Qué va! Iba todo a pedir de boca. Los muy… No quiero dignificarlos con una palabra, pero trataban a Jennie como a una simple delincuente. No sé en qué teoría científica se basaban para tenerla todo el día en una jaula, pero no había que ser científico de Harvard para darse cuenta de que se angustiaría. Encima Prentiss siempre nos pedía que no fuéramos a visitarla porque perturbaría la adaptación.

Cuando Hugo y yo volvimos a Kibbencook, no encontramos a Sandy. No nos había acompañado a Florida. Ya sabe lo poco que le gustaba la idea. Fue el único que se mantuvo fiel a Jennie. Es un chico con un corazón de oro. Resultó que estaba en casa de su novia, Sammie. Sabe, ¿no?, la de la madre alcohólica. Se ve que a la buena mujer le parecía perfecto que su hija de dieciséis años se acostara con un chico bajo su mismo techo. Pobre Sandy, estaba tan dolido, y tan desorientado…

¡Qué vacía estaba la casa a nuestra vuelta! Teníamos el consuelo de Sarah, claro, siempre tan encantadora, pero se respiraba un silencio… Por la mañana era como una tumba. Ni gritos de chimpancé hambriento, ni porrazos en la puerta. Adiós a los aullidos y chillidos de alegría de Jennie. Adiós a las interminables peticiones de una manzana o unas cosquillas. Si encendíamos la chimenea, ya no teníamos a Jennie para asarnos las manzanas. Tampoco estaba para aporrear el piano. Era un silencio inquietante, como… como una presencia indeseada en la casa. Yo me quejaba a Hugo, pero él tenía su despacho y su trabajo, mientras que era yo quien debía soportar a solas el vacío de la casa. Volvía a llevar todo el peso en mis hombros. Desde entonces Hugo se enterraba en el trabajo. Estaba… cambiado.

Al cabo de una semana vino Sandy, pero no nos dirigía la palabra. Pobre, estaba muy disgustado. Yo tenía ganas de cogerle entre mis brazos, y de no movernos durante un buen rato, pero claro, a esa edad era imposible. Durante mucho tiempo se negaba a hablar del tema, hasta que una noche tuvimos una conversación a solas, él y yo.

Él no paraba de decir: «¿Por qué? ¿Por qué lo habéis hecho?».

Yo intenté explicarle lo mejor que pude que no había otra posibilidad. Le conté lo bonita que era la isla, y que si tal y cual, pero él me interrumpió para preguntarme si Jennie estaba en una jaula.

Tuve que reconocer que sí. Entonces aún me creía todas las paparruchas de la doctora Prentiss y George Gabriel. ¡Los defendí! ¡Ante mi propio hijo!

Lo único que quería saber Sandy era el tiempo que debería quedarse Jennie en la jaula.

Volví a explicarle que la dejarían suelta en la isla en cuanto se acostumbrara a estar con otros chimpancés, y que la doctora Prentiss había dicho que tardaría unas dos semanas.

—¿Y si no se adapta a los otros chimpancés? —quiso saber.

Le expliqué que la doctora Prentiss nos había dicho que no existía ningún caso en toda la historia de las investigaciones sobre chimpancés, y que los chimpancés reconocían a los de su propia especie aunque hubieran sido criados por una familia humana y nunca hubieran visto otros chimpancés desde que eran bebés.

Sandy no se lo creyó. Dijo que quizá la diferencia fuera haber visto a otros chimpancés de bebé. ¿Cuándo en la historia de las investigaciones sobre chimpancés se había visto uno que se creyera humano de verdad? ¿Que nunca jamás hubiera visto a otro miembro de su especie? ¿Qué respondía a eso? Fue su pregunta.

Yo no supe qué contestar. Solo tenía esperanza. Era lo único que tenía. Fue mi respuesta.

[De una entrevista con Alexander («Sandy») Archibald.]

Cuando Jennie entró en la pubertad, fue algo espectacular. Si hay alguna diferencia realmente grande entre los chimpancés y los seres humanos, está en la respuesta sexual. Perdone que se lo diga así, pero cuando Jennie estaba en celo era lo más caliente que se haya visto rondando por las calles de Kibbencook. Durante el celo se le hinchaban los órganos sexuales, y se le ponían rosa. Encima se volvía intratable. Toda su respuesta sexual iba dirigida a machos humanos. Daba igual quién entrara en nuestra casa. Si era un hombre, Jennie se le echaba encima. En serio. Se le tiraba al cuello y… soy consciente de que sonará un poco asqueroso, pero le restregaba encima los órganos sexuales a la vez que le daba besos en los labios. Le aseguro que no se podían malinterpretar sus intenciones. Le tocó al cartero, a varios representantes, a una serie de visitas, a colegas de mi padre… No se salvó nadie, ni siquiera hombres por quienes Jennie había demostrado una clara antipatía. Todos menos mi padre y yo.

Eso sí que es interesante: cuando Jennie estaba en celo, se ponía francamente antipática con nosotros. Peor, no quería saber nada de los dos. Si intentábamos darle un abrazo, o tocarla, se ponía a gritar como loca, como si estuvieran a punto de violarla. Hacía lo que fuera para evitarnos. Si ha habido alguna prueba de la base biológica del tabú del incesto, es Jennie. En serio.

Mire lo que le cuento: un día, de broma, le compré a Sammie un número de la revista Playgirl. Jennie estaba por ahí, en celo y de muy mal humor. Cuando entramos en la sala de estar, se levantó y se fue al comedor para sentarse en un rincón. Se hacía signos de Puaj a sí misma. Estaba cabreadísima. Siempre estaba de mal humor durante su «época».

Nosotros empezamos a hojear la revista, riéndonos. Jennie no podía resistirse a la risa, y en poco tiempo la tuvimos en la puerta; aún ponía cara de cabreo, pero empezaba a vencerla la curiosidad.

Al final entró dándose aires, como si no existiéramos, y dio un rodeo por detrás para ver qué tenía tanta gracia. Oímos un gruñido, y apareció una mano peluda que nos quitó la revista. Jennie se escabulló y empezó a mirarla en un rincón. Cuando yo me acerqué, se levantó y me soltó uno de sus ladridos de fiera, con todo el pelo de punta. No pensaba devolver la revista por nada del mundo.

Total, que la observamos. Al hojear las páginas, se encontró una foto de un hombre desnudo. La miró fijamente con los ojos como platos. Luego acercó la mano a la página y empezó a acariciar y rascar con un dedo peludo el pene del hombre. Tanto frotó y rascó, que hizo un agujero en el papel.

Al final llegó al desplegable central y lo abrió en el suelo. Con una mirada… digamos que ávida. Primero rascó un poco el pene, y después (me sabe mal ser tan explícito) se sentó encima del desplegable y empezó a frotarse la vagina con el pene del hombre. Venga a frotar, con los ojos vidriosos. Después se levantó, dio una vueltecita, volvió a sentarse sobre la foto… ¡y se meó! Nada, una meadita, y todo el rato como si no existiéramos. Al final se levantó y se fue, dejando en el suelo la revista, mojada que daba asco. Nos dio una repugnancia…

A mi madre, el comportamiento de Jennie la sacaba de sus casillas. La mortificaba tener un mono que atacaba a cualquier hombre que se presentara en casa. Encima empezó a masturbarse. Mi madre no consiguió quitarle el hábito. ¡Se sentaba en el sofá, y venga a jugar consigo misma! Era peor que tener uno de esos perros que van follando piernas. Total, que mi madre empezó a encerrarla cuando estaba en celo. En esos casos, Jennie no paraba de gritar. ¡Caray! La casa parecía el pabellón C de Fernald, donde los tienen a todos en camisa de fuerza. Yo estaba tan absorto con Sammie y la puta revolución que no me importaba, ni hice nada para ayudarla. O sea, que al final me llevé mi merecido, un recuerdo para el resto de mi vida. Creía que Jennie me había traicionado, pero en realidad la traicioné yo a ella.

¿Que qué recuerdo? Me refiero a mi dedo. Este. [Nota del editor: En este momento, Sandy levantó una mano a la que le faltaba el dedo pequeño a partir de la segunda articulación.] Mi meñique. Por si no se ha fijado, ya no lo tengo. ¿Qué? ¿En serio que no se lo ha contado nadie? Pero bueno, ¿qué periodista es usted? Un día, Jennie me arrancó el meñique de un mordisco. ¡Por favor! ¡Si la echaron por eso! ¡No se habrá pensado que la metieron en la cárcel solo por haberse puesto un poco rebelde! Mi padre y mi madre querían mucho a aquel chimpancé. Para mi padre, separarse de Jennie… era como separarse de una hija. En serio. Yo entonces no me daba del todo cuenta, pero mi padre estaba colgadísimo de aquella chimpancé. En cambio mi madre tenía pavor de que Jennie pudiera hacer daño a Sarah. Porque Sarah era una niña muy atrevida. Quiero decir que no dejaba a Jennie salirse con la suya.

¡Fíjese usted! ¡Si está sentado al borde de la silla! Esto sí que es un notición. No me haga considerarle igual que el imbécil de Esquire, por favor… Mire, hágame un favor y quédese un poco antes de irse corriendo a escribir alguna imbecilidad sobre el tema, como que me afectó tanto psicológicamente que mi hermana chimpancé me arrancase un dedo que me hice ermitaño, o alguna memez por el estilo. Lo digo en serio. Si estoy aquí es por otras razones, que he intentado explicarle. Diga que soy un profeta que clama en el desierto, o un niño rico mimado jugando a indios, ¿vale? Pero no me vaya a escribir alguna estupidez seudopsicológica freudianojungiana sobre el dedo que me falta. Tampoco fue nada del otro mundo. Además, ¿sabe qué? Pues que el meñique izquierdo no hace ninguna falta.

En primer lugar, fue culpa mía quedarme sin dedo. Totalmente mía, aunque todos se la echaran a Jennie.

Es que Sammie y yo éramos inseparables; para los dos era el primer amor, y eso Jennie no podía aceptarlo. La madre de Sammie era una hipocondríaca de campeonato. ¡Qué personaje de mujer, por Dios! El padre de Sammie se había muerto hacía diez años, y su madre se pasaba todo el día en la cama, diciendo que le dolía la cabeza. Siempre con su botella de Cutty Sark. Por razones médicas. Sammie se había instalado en el sótano para huir de su madre. Se arregló una habitación y pintó el suelo de rojo y las paredes de negro. Estaba todo lleno de pósters de M. C. Escher. Una cama grande, de agua, y luz negra. En las estanterías había una colección de pipas de agua. Era una leonera años sesenta tan perfecta que merecía exponerse en el Smithsonian.

El caso es que un día salimos a dar una vuelta en coche con Jennie. Creo que fue a principios de 1974. A Jennie no le gustaba estar con Sammie, pero esta vez prácticamente no le hizo ningún caso. Íbamos sin rumbo fijo, mientras Jennie hacía su numerito de siempre de sacar la cabeza, asustar a los conductores y gritar a los peatones. Siempre era bastante divertido. Al final acabamos en casa de Sammie. Jennie nunca había estado, y en las casas nuevas siempre se ponía nerviosa. Digo nerviosa de verdad. Creo que Sammie quería pasar a buscar la maría, o algo así. Pobre, era una porrera de mucho cuidado…

Cuando entramos, la madre estaba en el piso de arriba, quejándose de algo y pegando berridos a Sammie, que estaba en la planta baja. Jennie se puso aún más nerviosa. Le gustaba ver a la gente de cara. Además, era hipersensible a los estados de ánimo. Total, que la madre venga a gritar desde el piso de arriba, y de repente Sammie soltó algo así como «Que te den, zorra»; lo dijo en voz baja, pero no lo suficiente. Entonces su madre empezó a berrear: «¿Qué has dicho? ¿Qué acabas de decir, putilla? Sube y repite lo que has dicho, putilla».

Es posible que Jennie no entendiera las palabras, pero pilló lo esencial.

Se le puso el pelo todo lo tieso que daba de sí, y se le torció la boca de miedo. Sammie bajó al sótano sin hacer caso a su madre. El problema era que Jennie pillaba todo lo que pasaba a su alrededor, pero que muchas veces no entendía exactamente por dónde iban los tiros. Solo sabía que se respiraba hostilidad en el ambiente. Vaya, que ella también se puso nerviosa, lo que se dice nerviosa de verdad, y hostil. ¿Se entiende algo? Cuando la gente discutía, muchas veces Jennie se ponía agresiva. Era peligroso gritar a alguien en presencia de Jennie.

En el sótano, la oscuridad, los pósters y la luz negra acabaron de crisparla. Yo debería haber hecho algo, por ejemplo meterla en el coche, porque me daba cuenta de que se estaba alterando de verdad.

Sammie se agachó para abrir un cajón. Yo le puse una mano en la espalda; bueno, supongo que sería en el culo. Cariñosamente, ¿no? Y de repente… ¡Jo! Fue todo tan rápido… Oí que Jennie soltaba una especie de ladrido. Al mismo tiempo noté como si se abalanzara, y al girarme me dolió de golpe la mano. Ni siquiera me acuerdo de que Jennie me tocara. Estaba tan oscuro que no se veía gran cosa, aunque sí que vi que de repente tenía la mano cubierta de algo negro y pegajoso. Con la luz negra parecía tinta. Sammie se puso a gritar. Yo subí a la planta baja, abrí el grifo del fregadero y puse la mano debajo del agua para limpiármela. El agua se puso roja enseguida. Al retirar la mano fue cuando vi… bueno, tuve una especie de mareo espantoso y vi que… lo que había pasado, vaya. Que ya no tenía meñique. Y me dije: pues nada, se acabó mi futuro de primer cromorno en la orquesta Boston Pops. [Risas.]

O sea, que ya ve que fue mi culpa. Fue una estupidez llevarnos a Jennie con nosotros, fue una estupidez hacerla entrar en casa de Sammie y fue una estupidez bajar con ella al sótano. Yo ya sabía que se estaba poniendo nerviosa. Sabía que Sammie le caía mal, y que cuando Jennie veía tocarse a dos personas, se incomodaba y podía ponerse agresiva. Fue una estupidez pura y dura.

¿Qué? ¿Que por qué no atacó a Sammie? No lo sé. Es que Sammie tenía algo que le daba… como miedo. No lo sé. Puede que calculara mal por culpa de la oscuridad. De lo que estoy seguro es de que no quería hacerme daño, ni a mí ni a nadie. No era consciente de su propia fuerza.

En ese momento vomité. Sammie lo llevó bastante bien. Su madre estaba en el piso de arriba, gritando hasta desgañitarse que no le estropeáramos la alfombra. Al menos es lo que recuerdo que decía: «¿Qué ha pasado? ¿Y él sangra? ¡Que no se caigan gotas en la alfombra! ¡Sácalo de casa!». Ni siquiera sabía que hubiera un mono dentro. Sammie la mandó otra vez a la mierda, me metió en el coche y se me llevó al hospital.

Lo gracioso del tema es que nos olvidamos totalmente de Jennie. La dejamos encerrada con la madre hipocondríaca. Yo me encontraba muy raro. En el fondo no me daba cuenta de nada. Supongo que era el shock. Sammie estaba tan asustada que conducía de puro milagro.

Así que llegamos al Newton-Wellesley y me ingresaron. El médico quería saber la causa. Insistía mucho en que fuéramos a buscar el dedo. Quería mandar a alguien. Intentamos explicarle que probablemente estuviera en la barriga de un chimpancé, pero creo que se lo tomó como un delirio. Justo entonces dije de repente: «¿Dónde coño está Jennie?».

Sammie se puso blanca. Dijo que aún estaba en su casa, con su madre, y se fue. El doctor insistió: «¡Ve a buscar el dedo!», pero lo que hizo ella fue avisar a la policía. Debo decir que fue bastante cómico.

Al final, con tanto alboroto, la vieja borracha se levantó de la cama y bajó dando tumbos. Me imagino que vería sangre en la alfombra. Al oír ruidos, bajó al sótano. Se ve que Jennie estaba escondida en la cama de Sammie, gimiendo debajo de la manta. Pensando que era alguien, la madre de Sammie empezó a gritar, y como no contestaban retiró la manta de golpe. Madre mía… La pobre borracha pegó un grito y se desmayó.

La policía encontró a Jennie encogida en la cama, llorando. Reanimaron a la madre, que estaba histérica, y en vista de que se negaba a salir de la casa buscaron el dedo por todas partes. Como no lo encontraban, se fueron con Jennie y la llevaron a casa de mis padres. Para cuando llegó la policía, mis padres ya habían salido hacia el hospital, y los agentes se quedaron esperando. Jennie se sentía fatal por lo que había pasado. Estaba tan avergonzada, y tan triste… Cuando llegaron mis padres a casa, se fue sola al cuarto de baño y se encerró. Para castigarse a sí misma. Se quedó dentro todo el día. Ni siquiera comió.

La verdad es que no me acuerdo mucho. Me pusieron unas inyecciones que me daban la sensación de estar flotando como a medio metro de la cama.

Me dejaron bastante bien. Tardé seis meses en no echar de menos el dedo, excepto muy de vez en cuando, que me pica justo en la punta y no me lo puedo rascar. ¡Qué cosa más desagradable, oiga!

Pues eso es lo que pasó. Mis padres le echaron la culpa a Jennie y decidieron sacarla de casa. Final de la historia.

Superé bastante deprisa la pérdida del dedo. No estaba enfadado para nada con Jennie. La culpa era mía. La que flipó fue mi madre, que empezó a encerrarla casi todo el día en su cuarto, y puso barrotes y mosquiteras en las ventanas y la puerta. Era como una cárcel. Jennie se lo tomó así, como una cárcel; siempre que la encerraban, daba golpes, gritaba y armaba la de san Quintín. Mi madre y yo tuvimos unas peleas tremendas al respecto. Nos pasábamos el día discutiendo. Sarah, tan suya como siempre, iba por ahí arrugando la nariz. La verdad es que era buena chica, pero con Jennie le pasaba algo raro. Mi padre hizo lo de siempre, desaparecer. ¿Ha intentado hablar con Sarah? Ya lo sabía yo. Me imaginaba que no querría hablar con usted. Pues más vale que no le dé más vueltas, porque es terca como una mula. Si dice no, es que no.

Bueno, pues luego vino Prentiss con una especie de propuesta para llevarse a Jennie a Florida. Prentiss y aquel egomaníaco pedante de Epstein. Epstein se creía que tenía respuesta para todo. A mis padres les fue que ni pintado. Me sorprendió, porque mi madre no pensaba como Prentiss. Mis padres fingieron hablar con nosotros para darnos la sensación de que lo decidíamos entre todos, pero ya estaban decididos de antemano. Yo me opuse desde el principio. Sabía perfectamente lo que pasaría. Hice todo lo posible por evitarlo, pero con dieciséis años prácticamente no tenía voz ni voto.

Montaron una fiesta de despedida que me pareció lo más cruel de todo, como darle a un condenado a muerte solomillo y bogavante para la última cena. Jennie no tenía ni idea de que solo faltaran tres días para ir a la cárcel. Fue una fiesta muy forzada. Yo no pensaba ir, pero cambié de idea en el último momento y me presenté hacia el final. Creo que iba un poco pasado de copas. Se habían puesto todos en fila, para hacerse una foto, y yo irrumpí sin contemplaciones. Dije cosas muy fuertes. Les pregunté cómo podían reírse, sonreír y pasárselo bien cuando mandaban a Jennie a un campo de prisioneros. Les llamé hipócritas, hijos de puta… Todo lo que se pueda imaginar. ¿Y sabe qué? Que nadie abrió la boca. Nadie se defendió. Ya lo sabían. En su fuero interno, todos sabían que tenía razón. Se les puso cara de culpables, y a partir de ahí se fueron escabullendo, cada uno a su casa.

El trato era el siguiente. Le parecerá una asquerosidad. Prentiss insistió en que cediéramos la propiedad de Jennie al centro de Tahachee. Joder, como si fuera un esclavo, un bien cualquiera… Pero ¡no, qué va, si era una simple formalidad jurídica! Cuestión de seguros, de responsabilidad… Ah, claro, claro, cómo no, muchas gracias, una simple formalidad… Ya. Y mis padres le siguieron el juego. Firmaron los putos documentos del esclavo, entregando a aquella panda de cabrones la «propiedad» de Jennie. Ellos lo llamaban cortar por lo sano y empezar una nueva vida. ¡Uy, sí, qué bonito!

Mis padres se llevaron a Jennie a Florida en avión, y volvieron al cabo de unos días. Yo no estaba. Para entonces llevaba encima tal cabreo que me fui a vivir con Sammie. Me quedé una semana. Luego volví a casa.

Debo decir que me encontré a mis padres francamente destrozados por la separación. La única contenta era Sarah, que iba por la casa canturreando y saltando con sus putas muñecas. Les montaba tés imaginarios, y no sé qué más. Bueno, tampoco es que se lo reproche. Mi madre lloraba casi cada día. Me sorprendió que se lo tomara tan mal. Hablamos mucho, y creo que fue la primera vez en años que conecté con ella de verdad. Hablamos mucho de los primeros tiempos, cuando Jennie era pequeña; de Jennie y su triciclo, de las primeras palabras de Jennie… La verdad es que mi madre necesitaba muchísimo hablar. Intentó explicarme por qué la habían mandado a Florida. No le era fácil defender una decisión de la que yo veía que dudaba. Creo que se daba cuenta de que había cometido un grave error. Mi padre se retrajo. Siempre había sido bastante distante, pero después de aquello se le veía… lívido. Siempre estaba en el museo. Me daba mucha rabia.

Los partes de Florida eran puro cuento. Todo era «normal». ¿Normal de qué, si Jennie aún estaba en una puta jaula? Para ellos quizá fuera normal estar en una jaula, pero no para Jennie. ¡Qué estupidez!

Después de unas semanas, mi madre empezó a desconfiar. Habían dicho que soltarían a Jennie en la isla en unas dos semanas, pero al cabo de un mes seguía en la jaula. Todo eran evasivas. No querían que recibiera visitas. La doctora Prentiss volvió a Boston, pero tres semanas después ya estaba otra vez en Florida, y nadie explicó por qué.

Mi padre era tonto. Los veía como científicos, y los científicos nunca se equivocan. Tenía fe en aquella gente, Epstein, Prentiss y Gabriel.

Total, que en casa no se hablaba de otro tema, pero nadie actuaba. Nadie hacía nada.

Hasta que al final me dije: Vale ya de chorradas. Todo esto es una puta mierda. Me voy yo mismo a ver qué pasa. Soy su hermano, y a mí no me deja nadie al margen, nadie.

Así que un mes después de que se fuera Jennie, más o menos, metí mis cosas en una sábana, me planté en la Ruta 128 Sur y saqué el dedo.

El viaje fue una pesadilla. Tardé cinco días en llegar a Florida, y llovió casi a diario. El primero que me recogió fue un viejo en un Cadillac dorado, y estaba tan borracho, daba tales bandazos, que tuve que pedirle que frenara y me bajé en pleno diluvio. Luego me cogió un autobús lleno de hippies; sabe, ¿no?, paz y amor, y todo eso, pero se pasaban el día criticándose: que si quién acaparaba toda la droga, que si este o el otro se quedaban con toda la maría… Pasé una noche con ellos en un camping de las afueras de Baltimore. Por la mañana se fueron sin pagar, y tuve que poner yo toda la pasta.

Era una mañana de lluvia. Se paró un negro viejo, con una camioneta. Solo iba a ciento cincuenta kilómetros, pero me invitó a quedarme a dormir en su casa, cerca de Richmond. Se llamaba Dad Paterson. Dad y Muriel Patterson. Nunca me olvidaré. Tenían hijos mayores, que ya no vivían en casa, y creo que estaban un poco solos. Vivían en un piso de una casa de tres plantas que estaba tan torcida que parecía que se fueran a caer los porches. Su mujer me hizo una comida fabulosa. Yo les hablé de Jennie, y se quedaron fascinados. Me preguntaron de todo sobre Jennie y el hecho de crecer con un chimpancé. Yo les enseñé mi dedo, y se quedaron boquiabiertos. Nos bebimos varias botellas de Colt 45.

El día siguiente llovió. El otro también. Al final llegué a Florida y aún llovía. Tardé un día y medio solo para recorrer media Florida. Tahachee estaba en la costa del Golfo, cerca de Sarasota.

La última tarde mejoró el tiempo, y dormí en una reserva natural de la costa, hecho un ovillo en medio de un bosque muy frondoso de palmitos, encima de la arena. El cielo estaba lleno de estrellas. Me desperté justo cuando el sol empezaba a iluminar las copas de los árboles, y los pájaros hacía un ruido increíble, revoloteando y graznando entre las ramas. El azul del cielo era espectacular. Desde donde estaba, tumbado en el suelo, vi deslizarse una serpiente sobre mi cabeza, por una rama, silenciosamente, y me pareció perfecta. Iba a lo suyo, viviendo su vida con pureza. En la vida de aquella serpiente no había mentiras ni cartón piedra. No había complejidad ni agonías morales, sino solo una sencillez bellísima. En aquel momento tuve ganas de ser una serpiente. Tuve ganas de cambiar de vida como de piel, y deslizarme allá arriba, bajo el sol, por una rama. Y entonces pensé: ¿Por qué no? ¿Qué me lo impide? Podría ser así.

Me gustaría poder describirle lo que sentí en aquel momento. Me sentí vivo de repente, por primera vez en varios meses. Fue un gran momento, una epifanía. Me sentí libre.

Solo estaba a unos cuantos kilómetros de Tahachee, y tuve la sensación de que saldría todo bien, al margen de lo que pudiera pasar. No sé por qué, pero fue la sensación que tuve, y me ayudó a superar los días siguientes.

Llegué a Tahachee hacia mediodía y entré en el despacho de George Gabriel. No iba yo muy presentable. Gabriel me miró y exigió saber a qué venía.

Le dije quién era, y que quería ver a Jennie.

Él se limitó a mirarme fijamente. Iba vestido de gran cazador blanco, todo de caqui, con bolsillos en todas partes. Llevaba la barba larga, y tenía la cara quemada por el sol, pero sus ojos eran clarísimos, de un azul nazi. Un farsante de los pies a la cabeza.

Se levantó y me dio la mano.

—Siéntate, siéntate —me dijo—. Vamos a pegar la hebra.

Increíble, ¿verdad? «Pegarla hebra». Se creía tan guay, tan en la onda, que quería «pegar la hebra». No hablar, sino pegar la hebra. Valiente imbécil.

Después hizo el numerito de cruzar las piernas, suspirar y decir que no sabía cómo explicármelo, pero que a Jennie no le convenía verme, y bla bla bla. Tan ponderado él, tan paternal, fingiendo que me tomaba en serio, cuando lo único que quería era librarse de mí… Parecía que hablara con un idiota.

Entonces yo le dije.

—¿Por qué no?

Y él me soltó una explicación larguísima. Querían dejar a Jennie en la isla con otros chimpancés, pero antes tenían que acostumbrarla a estar con su propia especie, lo cual, en el caso de Jennie, era un proceso duro. Y así dale que dale. Jennie estaba muy alterada. Le costaba adaptarse. Sin embargo progresaba, y el hecho de que yo la visitara trastocaría todos los progresos que habían hecho. Afectaría muchísimo a Jennie. Era una idea pésima. La haría retroceder.

Yo escuché pacientemente, pensando: Deja que a este cabrón se le acaben las palabras. Nada ni nadie me apartarían de la jaula.

Total, que le pregunté muy amablemente la razón de que Jennie estuviera en una jaula.

Para eso también tenía una explicación larga y llena de trolas. Jennie era demasiado fuerte para poder controlarla con una correa. Era extremadamente hostil con los demás chimpancés, y había atacado a uno. ¡Si incluso le había atacado a él! Cuando lo dijo, se me escapó una sonrisa. Lástima que no le hubiera matado, al muy cerdo… Dijo que la única manera de ponerla sin peligro cerca de otros chimpancés era dentro de una jaula. Y dale que te pego… En todo caso era provisional. Después viviría contenta mucho tiempo en la isla.

Yo empezaba a cabrearme.

—Oiga —le dije—, que tengo derecho a verla. ¡Ahora mismo!

Él empezó a carraspear y se embarcó en nuevas explicaciones. Quería saber si mis padres estaban al corriente de mi visita. Yo le dije que no le importaba. Entonces dijo que solo los llamaría si se lo pedía yo; que entendía las razones de mi presencia, y patatín y patatán. Aún se hacía el tío guay. Aún me quería tomar el pelo.

Después de eso, saltó al tema del «derecho» que pudiera tener yo de ver a Jennie. Al entregarla al centro, mi familia había renunciado a cualquier «derecho». No es que lo dijera exactamente así, pero se entendía.

Ahí sí que me enfadé. Le dije:

—No estoy hablando de derechos legales. Estoy hablando de derechos morales.

Nada, que a aquel desgraciado no había manera de taparle la boca. Se puso a perorar sobre cuál de los dos derechos era prioritario, el de Jennie a adaptarse a su nueva vida o el mío a verla, con el riesgo de estropearlo todo. Ellos tenían el «deber» de encargarse de que Jennie viviera feliz. Y dale que te pego. Me di cuenta de que iba por mal camino, porque a aquel tío mierda no le ganaba a retórica ni Dios.

Entonces probé otra cosa.

—Si no me deja entrar —le dije—, todo esto quedará patas arriba.

No, si él ya entendía que me enfadara tanto; me comprendía perfectamente, pero valía la pena no precipitarse, para no arrepentimos. ¡Uy, eso nunca! Al final dijo que en aquel momento Jennie estaba muy alterada, y que era un peligro para sí misma y para los demás. Aunque él considerase buena idea dejarme entrar, sería demasiado peligroso. Con los nervios y la frustración, Jennie podía hacerme daño accidentalmente.

—Y una mierda —fue lo único que dije yo.

¿Se imagina? ¡Hablarme a mí de esa manera, a mí, que había crecido con Jennie y la conocía de toda su vida! Me quedé mirándolo. No sabía qué decir.

Él me miró y dijo.

—Si alguien debería saber lo peligroso que puede ser un chimpancé nervioso, eres tú.

Me di cuenta de que me miraba la mano disimuladamente.

Ahí sí que pillé un buen cabreo. ¡Qué hijo de puta! Me levanté y le dije.

—Ya la encuentro solo.

Y salí por la puerta. Él corrió detrás de mí y me cogió del brazo. Hablamos en el césped. Ya había salido el sol. Vi un edificio muy grande, una especie de establo con jaulas de tela metálica en un lado, y me imaginé que era donde tenían a Jennie.

No, si él ya entendía mis sentimientos, y le sabía mal, pero es que no se podía entrar de esa manera. Podía pasar algo.

—Vete a la mierda —me limité a decirle yo—. Que te vayas a la mierda.

Me quité su mano de encima y seguí yendo hacia el establo. Él decía:

—Piensa en Jennie. Por el bien de ella. Piensa en cómo la trastornará. Es muy posible que te ataque, y yo no puedo ser responsable de algo así.

Seguí caminando. Gabriel iba a mi lado, hasta que se rindió y dijo que me dejaría entrar en el edificio, pero no en la jaula. De verdad que era demasiado peligroso. Tenía que prometerle que no me acercaría a la jaula. Se vio obligado a recordarme que yo era un invitado. Etcétera. No abrí la boca. Solo caminaba hacia el edificio.

Ya estábamos en la puerta.

—Déjeme entrar —dije.

Perdió el tiempo con la llave, mientras intentaba arrancarme la promesa de que no me acercaría a la jaula. Yo, ni palabra.

Metió la llave en la puerta, y en cuanto hizo un poco de ruido, Jennie empezó a gritar. Madre de Dios. Yo nunca había oído un grito como ese. Me puso la piel de gallina. Era como… como si la torturasen. Se ahogaba, y daba golpes en los barrotes. Cuando se abrió la puerta, Jennie estaba en el rincón más alejado de la jaula, gritando y dando puñetazos a los barrotes. A ratos se quedaba en silencio, por falta de aliento. Luego se ponía otra vez a gritar con los ojos muy cerrados. A partir de un momento me quedé alucinado, porque empezó a darse golpes en la cabeza con los puños. Madre de Dios. No podía creerlo. Estaba tan exaltada que ni siquiera nos veía. Tenía una serie de calvas, de haberse arrancado el pelo, y ya no tenía el pelaje como antes, negro y brillante, sino marrón y mate. Encima le había salido barrigón. Estaba demacrada y con la barriga salida, una barriga de aspecto muy poco saludable, como los niños que se mueren de hambre en África. Por Dios, si casi no la reconocí… Daba asco lo que le habían hecho.

Me puse tan furioso que casi no me salían las palabras. Le dije a Gabriel que me dejara entrar en la puta jaula.

—Oye, que me lo habías prometido… —dijo él.

Yo no le había prometido ni una puta mierda. Empecé a ir hacia la jaula.

Él empezó a berrear.

—¡Quédate aquí! ¡Que intentará cogerte a través de los barrotes!

Fue cuando me di cuenta de golpe de que aquel Gran Cazador Blanco tan machote y tan sabelotodo tenía miedo de Jennie. ¡Le daba un miedo de muerte! Debería haberle visto.

Jennie ni siquiera nos miraba. Estaba tan furiosa que no creo que supiera dónde estaba. No se dio cuenta de que era yo.

Yo solo dije una cosa:

—Deme las llaves.

Él seguía con su rollo.

—Te hará daño —dijo—. ¡Mírala!

Total, que le cogí, le torcí el brazo en la espalda y le empujé hacia la jaula.

Empezó a pegar gritos de verdad.

—Pero tío, ¡qué haces! ¡Socorro! ¡Seguridad!

Fíjese en mí. Yo no es que sea un tío duro y grandullón. De hecho soy más bien un flojucho. No me he peleado en toda mi vida, pero aquel tío estaba petrificado de miedo. [Risas.] Será que intimidaba bastante con aquel pelo largo, la barba de cualquier manera, y polvo y barro en todo el cuerpo… Sí, debía de parecer un motorista flipado. Gabriel ni siquiera se resistió. Estaba como… fláccido de miedo.

Al vernos cerca, Jennie corrió hacia los barrotes. Aún estaba desquiciada. Tenía tantas ganas de matar al cerdo de Gabriel que se tiró contra la jaula. Sacó los brazos y empezó a gritar enseñando los dientes, sobre todo los colmillos, que brillaban.

—¡No! —dijo Gabriel a grito pelado—. ¡No, que nos matará a los dos! ¡Déjala!

Yo le dije con toda la calma del mundo.

—Si no me da las llaves, le pego a los barrotes.

Y empecé a empujarle. Me parece mentira haberlo hecho. Estaba loco del disgusto.

Él no se aguantaba de pie por el miedo.

—¡En el bolsillo lateral! —berreó—. ¡Están en el bolsillo lateral!

Estaban, sí, todo un manojo; una para cada jaula del puto centro.

—¿Cuál? —grité.

—¡La número seis! ¡La número seis! —chillaba él, más muerto que vivo.

Le solté. Retrocedió, pero sin irse. Se quedó cerca de la puerta, sudando.

Entonces dijo:

—Espero que esta vez te arranque toda la mano, gilipollas.

Tenía la cara roja. Parecía a punto de llorar.

Metí la llave en la cerradura. La puerta se abrió hacia dentro. Entré. Jennie, en plena furia, me entrevió y se me echó encima con los pelos de punta, enseñando los dientes. Le salía de la boca un rugido de rabia. Iba directa hacia mí, dispuesta a matar.

—¡Jennie, que soy yo! —le dije.

Se paró de golpe y me miró por primera vez. Por primera vez. Después vino corriendo y se lanzó en mis brazos.

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