Jennie

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[De una entrevista con la doctora Pamela Prentiss.]

Al enterarme del horrible incidente con Sandy, cogí un vuelo a Florida. El doctor Archibald y su mujer iban en el mismo avión. Por teléfono, la señora Archibald me había dicho cosas indescriptibles, que no le podría repetir. Nunca se lo perdonaré.

Sandy había amenazado al doctor Gabriel, y había entrado a la fuerza en la jaula de Jennie. Pasó exactamente lo que yo había predicho. Hubo que sedar a Jennie para seguridad de todos. Después Sandy se puso violento, empezó a insultar a todo el mundo y el doctor Gabriel tuvo que avisar a la policía. No presentó ninguna denuncia, dicho sea en su honor.

Por insistencia del doctor Gabriel, no se llevaron a Sandy a la cárcel del condado, sino al hospital. Deberían haberle metido en la cárcel. Lo que hizo fue un delito. El incidente pasó por la mañana, y yo llegué a media tarde. Fui a ver al doctor Gabriel a su despacho. Estaba muy afectado. Era… déjeme echar un vistazo… el 17 de mayo de 1974. Al doctor Gabriel le preocupaba lo que pudiera pasar cuando llegaran los Archibald.

Habíamos firmado un pacto sobre quién se cuidaba y se responsabilizaba de Jennie. A efectos jurídicos, Jennie era nuestra en propiedad; técnicamente, claro. Sandy había entrado sin permiso en Tahachee. A mí me parecía que el doctor Gabriel había actuado correctamente. Era justo lo que les habíamos advertido mil veces. Les habíamos descrito exactamente qué pasaría si Jennie tenía contacto con la familia Archibald. Teníamos toda la razón. La culpa era exclusivamente de ellos, y sin embargo nos la echaron a nosotros.

Lo que se dijo en aquella revista, que nos negábamos a ceder a Jennie, era pura mentira, una calumnia. Si tuviera dinero, los habría llevado yo a los tribunales. Nunca nos pidió nadie que devolviéramos a Jennie.

El caso es que no hubo heridos. Jennie estaba sedada, durmiendo plácidamente en su jaula. A Sandy tampoco le había pasado nada. Le dije al doctor Gabriel que en el fondo habíamos tenido suerte. Él sacudió la cabeza y dijo que no paraba de dar vueltas a la cuestión de en qué momento se le habían ido las cosas de las manos.

Por la noche llamaron los Archibald desde el hospital. Yo hablé con el doctor Archibald, que estaba tranquilo y sereno. Se disculpó por lo ocurrido. Dijo que les gustaría venir por la mañana al centro para hablar sobre la situación. Insinuó que quizá viniera solo. Esperé que así fuera, porque era evidente que en aquel momento la señora Archibald estaba mentalmente desequilibrada. Acepté, y quedamos a las diez.

La mañana siguiente… La mañana siguiente… ¿Se ha leído el artículo de Esquire? Pues olvídese de todo lo que decían, porque no hay ni una palabra de verdad. Yo escribí una réplica, pero no me la publicaron.

¿Sabe qué le digo? Que me preocupa usted. La verdad es que no sé qué busca. Solo le advierto de que no pienso volver a ser el chivo expiatorio de lo que pasó con Jennie. Si hubo algún culpable, fue Sandy. Lo hizo él. Nosotros les habíamos dicho mil veces qué pasaría si iban a ver a Jennie.

¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, que habíamos quedado a las diez de la mañana. Pues… No, perdone, pero ahora que lo pienso prefiero… acabar. Exacto, acabar la entrevista. Ya he dicho todo lo que quería decir. No me malinterprete. No tengo nada que esconder. Simplemente he dicho todo lo que tenía que decir. En esta cinta ya debe de haber diez horas con mi voz, y ni siquiera se ha leído todos los artículos que le facilité. No se crea que se lo daré todo mascado. El resto de la historia, que se lo cuente otro. Pídale a Harold que le dé los detalles que faltan. Es Harold quien quiere que salga este libro de las narices. Y apague de una vez la puñetera grabadora. Lo digo en serio. Ahora mismo.

[De una entrevista telefónica con Joseph Finney,

antiguo cuidador del Centro de Rehabilitación

de Primates de Tahachee, junio de 1993.]

Sí, sí que me acuerdo de la chimpancé. Caray… ¿Que está escribiendo un libro? ¿Y eso se lo pagan? ¿A cuánto? Una vez me enteré de que había salido un artículo en una revista. Yo era el único que estaba ahí, pero nadie me preguntó nada. No me llamaron. Nunca le he contado a nadie mi versión. Me entiende, ¿no? Si es que… En Tahachee no soltaban ni un duro, y a los dos años de trabajar para ellos me dejaron colgado. De ese trabajo no saqué ni un céntimo. Y eso que los chimpancés eran peligrosos de la leche, sobre todo aquel…

Bueno, ¿qué quiere saber?

Me llamo Joseph Finney, y era cuidador en el Centro de Rehabilitación de Primates de Tahachee. ¿Voy bien por ahí? Nos llamaban así, cuidadores. Era el nombre de mi cargo.

Vivo en… Vale, vale, sin dirección. A aquella chimpancé no sé cuándo la trajeron. Tampoco me acuerdo de cómo se llamaba. Nos costó una barbaridad meterla en la jaula. Mire, yo había trabajado de limpiapiscinas en Boca Grande, pero el jefe era un cuentista. Timaba a los clientes. Como la mayoría, solo venía unos meses al año, les facturaba todo tipo de trabajos de verano que no se hacían. Al final le pillaron, y yo me quedé sin trabajo.

Vi un anuncio para cuidar animales; se valoraba la experiencia, y pensé: pues venga. Es que de niño yo vivía en el Bronx, y quitaba la caca de los animales en el zoo, con una pala. [Risas.] Siempre me han gustado los animales. Me gustan los perros, los gatos… De niño tenía una serpiente. Vaya, que me presenté y me contrataron. Sobre todo el turno de noche, de diez a seis. Era antes de casarme. Para los dos turnos de día tenían a mucha gente, pero de noche solo estaba yo. De hecho no tenía que hacer gran cosa: controlar que estuviera todo bien, poner en hora unos cuantos relojes… Solo había chimpancés, y de noche casi siempre dormían, o sea que era bastante tranquilo. Cuando trajeron a aquella chimpancé, llevaba más o menos un año trabajando.

Mire, yo no soy de los que se escaquean en el trabajo, ni de los que beben. Siempre rindo al máximo, aunque sea en una mierda de trabajo como aquel. Eso siempre me lo han reconocido. Si me quedé en el paro fue por una cuestión de presupuesto, o algo por el estilo. Primero cobré el paro, y después entré a trabajar en Marine Magic, por Long Boat Key.

Cuando trajeron a aquella chimpancé, la metieron en una de las jaulas. Estaba loca de remate. No es que los otros no te mordieran a la mínima de cambio, pero es que aquella lo que quería era matarte. Como te acercaras a su jaula, sacaba las manos intentaba arrancarte un brazo. En serio, oiga. Yo no tenía que darles de comer; lo hacía el turno de día, pero a veces vi que le echaban la comida de lejos, como quien dice. Es que siempre estaba al acecho, esperando para matarte. Caray…

Gritaba todo el rato, sobre todo si venía alguien. Yo en mis rondas tenía que poner en hora el reloj del establo, que era donde tenían las jaulas. Intentaba entrar sin hacer ruido ni encender la luz, pero había que girar una llavecita en el reloj, y en cuanto ella oía el clic, siempre empezaba a gritar como una posesa. Y a sacudir la jaula. De repente oías ¡pum, pum!, y era ella dando puñetazos a algo. Caray… Me daba un miedo que saliera y me hiciera picadillo… Porque una vez salió, ¿eh? Y se estuvo dos días en un árbol, a grito pelado. Qué animal más loco… No sé para qué lo querían, ni qué le pasaba. Se les debía de haber traumatizado en algún experimento.

¿Gabriel? Bueno, era bastante borde. Yo casi nunca le veía. No me conocía, ni se esforzaba en conocerme. Hay trabajos donde el jefe sí que hace un esfuerzo, pero él no. Bueno, en realidad no era mi jefe. Mi jefe era un tal Oscar, buen tío, que casi nunca estaba. Ya le digo que el único que trabajaba en el turno de noche era yo. También venía mucho otra científica, una rubia que estaba como un tren. No muy simpática.

A ver, a ver… Creo que hacía dos o tres semanas que tenían el chimpancé. Puede que un mes. Total, que llego a trabajar a las diez y me encuentro un buen berenjenal. Se ve que había entrado alguien a la fuerza en la jaula del chimpancé, un chaval. No sé cómo lo hizo. En todo caso se necesitaban agallas. Cuando llegué ya no estaba, y habían dejado inconsciente al chimpancé. Dormía en la jaula. Todo controlado. Bueno, pues salgo de ronda, como siempre. Luego, hacia las tres, me voy hacia el establo y oigo gritar al chimpancé. No tenía nada de raro. Pero al entrar oí otro ruido, como de algo cayéndose. Entonces encendí la luz y me vi al chimpancé tropezando por el suelo de la jaula. Tenía convulsiones. Pensé que era por las drogas, de haber estado inconsciente y despertarse, ¿no? Pero entonces vi sangre. Había un rastro de sangre: era del chimpancé, que se arrastraba por la jaula dejando un rastro. Después empezó a salirle una especie de ronquido.

La verdad es que me quedé flipando, pero no pensaba entrar. Ni muerto. Total, que fui a la casa y desperté a Gabriel. La científica también tenía un apartamento. Gabriel vino corriendo, mientras ella llamaba al veterinario.

—¿Quién ha sido? —va y me dice el tío—. ¿Lo ha hecho usted?

¡Como si yo pudiera haber entrado a matar al chimpancé!

—Tranquilo, ¿eh? —dije yo—. Me lo he encontrado así.

Pero él erre que erre.

—Ha dejado entrar a alguien. ¿A que ha dejado entrar al chico? Mire lo que ha hecho, el muy hijo de puta… Me las va a pagar.

Y varias cosas por el estilo. Yo me estaba cabreando en serio. No tengo por qué aguantar según qué cosas. Se lo dije. Ahí no había entrado nadie. Lo habría visto, y yo no había visto a nadie. Pero nada, que no se lo creía.

Gabriel estaba fuera de quicio. Mientras tanto, el chimpancé parecía que roncase, y de repente empezó a arrastrarse por la jaula. Hacia la puerta. Al llegar levantó una mano y cogió el tirador. Luego se derrumbó y volvieron a darle convulsiones. Gabriel me dijo que me quedara mientras él avisaba a los polis. Mientras yo esperaba, el chimpancé soltó una especie de tos y se quedó muy quieto. Se murió, vaya.

Lo de después fue rarísimo. Llegó la científica, entró en la jaula, cogió al chimpancé muerto y empezó a gritar como una loca, manchándose de sangre. Y a darle besos. En serio. ¡Todo eso en bata! Después se miró las manos, llenas de sangre, y se empezó a dar bofetadas en la cara, y golpes. ¡Qué barbaridad! Yo no estaba seguro de ver bien. Le juro por Dios que nunca he visto nada igual. Se lo juro por Dios.

Después vinieron todos y se llevaron al chimpancé. Los polis querían hablar conmigo. Me hicieron un montón de preguntas: que quién lo había hecho, que quién estaba cerca, que si me había dormido, que si me había emborrachado… Anda, que… Me cabreé mucho, y se lo dije. Soy un tío responsable, aunque el trabajo sea una mierda. No tengo por qué aguantar cualquier cosa.

El día siguiente ya estaba todo limpio, como si no hubiera pasado nada. Una semana después me hicieron otra tanda de preguntas, pero ya fue otra cosa. Estaban mucho más amables. Es que tenían miedo de que me fuera. ¡A ver cómo encontraban a otro que trabajara de noche por tres cincuenta la hora! Era lo que me pagaban, la hora a tres cincuenta. Querían saber qué había visto. Pero ¡si ya os he dicho que no vi nada ni a nadie!, contesté. Lo dije y lo vuelvo a repetir. Total, ¿por qué iba yo a mentir? Y ahí quedó la cosa. Más tarde me dijeron que había sido un accidente, que el chimpancé se había dado un golpe en la cabeza al caerse.

Pues eso, que después de otro año trabajando para ellos me echaron por culpa de un recorte, o no sé qué. Fue cuando encontré trabajo en Marine Magic.

[De una entrevista con Lea Archibald.]

No hay mucho más que contar. Fin de la historia. Puede apagar la grabadora, que ya toca. Jennie estaba muerta. Se acabó. Legalmente los dueños eran ellos. Jennie era de su propiedad, así que pocas demandas podíamos poner. ¿A quién nos quejábamos? Habían matado a nuestra hija, y no podíamos hacer nada. Nada. De todos modos, muerta estaba.

Su cadáver estaba en una mesa de acero inoxidable del hospital veterinario, diseccionado. Le habían abierto toda la cara y el cráneo. Solo lo vi yo. No, creo que más tarde también lo vio Sandy. A Hugo y a Sarah los dejé al margen. La verdad es que tampoco impresionaba tanto, oiga, porque no era ella. Por primera vez me pareció un animal. Ya no quedaba vida. Parecía un perro grande y negro atropellado por un coche. Si existe algo parecido al alma, se había ido hacía tiempo.

El mismo día le dieron el alta del hospital a Sandy. El psiquiatra dijo que estaba muy afectado, pero con buena salud mental. George Gabriel no quiso presentar ninguna demanda. Seguro que tenía miedo de un escándalo. Mandamos incinerar el cuerpo de Jennie y nos llevamos a Boston las cenizas.

Sandy ya estaba resignado. La noticia de la muerte de Jennie no le sentó tan mal como esperábamos. La aceptó con un fatalismo que… pues que al principio nos dio un poco de miedo. Casi parecía que ya se hubiera despedido de ella. Supongo que sí.

[De una entrevista con Harold Epstein.]

¿Por dónde iba? Ya conoce la historia. Encontraron a Jennie en el suelo de la jaula, inconsciente. Mientras el doctor Gabriel le administraba los primeros auxilios, la doctora Prentiss llamó a Roger Kuntz, el veterinario al que recurrían en el centro. El doctor Gabriel también era veterinario, pero Kuntz tenía más experiencia en traumatismos. Llegó a los diez minutos e intentó una reanimación cardiopulmonar, pero a aquella alturas ya se veía que Jennie no estaba simplemente inconsciente, sino muerta.

Sí, ya sé que Esquire informó de que a Jennie podían haberla matado. Hablemos de eso. Semejante ridiculez tiene su origen en que la doctora Prentiss, muy afectada, formuló sin pensárselo una serie de acusaciones contra Sandy. A Jennie la habían encontrado tirada en la jaula, con fractura de cráneo, y al principio Pam no vio cómo podía haber ocurrido. Pidió al doctor Kuntz que fotografiara el cadáver y se lo llevara para hacerle la autopsia. Una vez formulada, la acusación adquirió vida propia. Era sensacional. Un periodista de sangre caliente, un machote como el de Esquire… vaya, que no se podía resistir.

El doctor Kuntz desmintió enseguida que pudiera tratarse de una muerte no accidental. Y eso que examinaron a fondo la posibilidad de algo raro, ¿eh? Todo a instancias de la doctora Prentiss, pero los resultados estaban más claros que el agua. La puerta del edificio estaba cerrada con llave. La jaula también. No había señales de que nadie hubiera forzado nada. El vigilante nocturno no se había dormido, ni había cometido ninguna negligencia. Todos los relojes estaban en hora, y parece que era una persona especialmente de fiar.

En cuanto a Sandy, era indudable que había pasado toda la noche en el hospital. Al final, cuando volvió la calma, comprendimos que había sido un accidente, un accidente insólito.

Parece que ocurrió lo siguiente: en algún momento de la noche Jennie sufrió una caída, sin duda en un momento en que el sedante aún le nublaba la cabeza. Normalmente los chimpancés pueden caerse de cinco o diez metros desde un árbol sin hacerse daño. No obstante, cabe señalar que Goodall observó caídas mortales desde árboles entre los chimpancés. Jennie se cayó de un punto alto, y tuvo la mala suerte de darse con la cabeza en algún objeto duro y romo. Creemos que pudo tratarse del borde del abrevadero de cemento. Una fractura craneal grave, seguida por un edema cerebral, puso fin a su vida de manera rápida y clemente, sin dolor.

Una semana después, al regresar a Boston, la doctora Prentiss vino a mi despacho, y era otra. Su amor a aquel chimpancé era tan fuerte como el de cualquier madre por su hija. La tragedia cambió su vida. ¿Sabe qué le digo? Que desde entonces no ha vuelto a ser la misma. No lo publique, pero ha recibido tratamiento antidepresivo. Por eso me indigna tanto oír que la acusan, solo porque a simple vista no es la persona más cálida y socialmente diestra del mundo. Espero que usted no sea de los que tiran piedras. Le pediría que tuviera un poco de compasión. También espero que trate bien a Sandy. Era un niño muy bueno, encantador, y se quedó destrozado con todo este asunto. Ahora mismo, en Arizona, lo está pasando fatal. Yo creo que se culpa a sí mismo. Y creo que la muerte de Hugo tuvo algo que ver con todo esto. Como científico, ya no levantó cabeza. Perdió toda la perspectiva. Fue como si renunciara a la vida. No es que insinúe algún tipo de suicidio, en absoluto, pero normalmente nadie se muere de una simple operación de cálculo biliar. Era una operación de rutina. Lo que sucede es que no se despertó de la anestesia.

Mire, en este caso somos todos buena gente: yo, la doctora Prentiss, Lea, Sandy, y por supuesto Hugo. Hugo era un hombre maravilloso. Somos personas bondadosas. Está claro que somos humanos, pero no tenemos nada de científicos malvados. Entonces ¿dónde nos equivocamos? La verdad es que no sé la respuesta. De verdad que no.

[De una entrevista con Lea Archibald.]

Decidimos enterrar las cenizas de Jennie en Hermit Island. Era el lugar más feliz de su vida, el único donde podía ser ella misma. Las pusimos en un jarrón de arcilla hecho por Sandy de niño, un trasto grande, verde, con rayas amarillas. ¡Qué orgulloso estaba Sandy el día que lo trajo a casa! Desde entonces lo teníamos en el alféizar de la cocina, y era prácticamente lo único que no había conseguido romper Jennie. Era indestructible.

Fuimos a Hermit Island dos semanas después. Era a finales de mayo, pero aún hacía frío y viento. Hugo sacó la barca del cobertizo y reparó el motor (que sin saber por qué se había roto durante el invierno). La echamos a navegar el sábado por la mañana, en Franklin’s Pond Harbor. Como anunciaban mal tiempo, nos envolvimos en jerséis e impermeables. El motor hacía un ruido bastante raro. Yo, pensando en voz alta, cometí el error de decir que tal vez fuera un poco peligroso, y a Sandy casi le dio un ataque. Total, que lo subimos todo al barco y zarpamos.

Hacía tanto frío que aún olía a invierno. Durante el trayecto se puso a lloviznar, y en Hermit Cove el agua estaba negra. Justo cuando llegamos, empezó a sonar la sirena de Monhegan, con esas notas largas que se estiraban hasta Muscongus Bay. Desde entonces las relaciono con el entierro de Jennie en Hermit Island. Un sonido grave y triste, como algún animal solitario y perdido de las profundidades.

Caminamos por la isla, mojándonos los pies con la hierba húmeda. Sandy esparció puñados de cenizas en varios sitios, incluidas las rocas y la base de una pícea a la que a Jennie le gustaba subir.

El jarrón, y las cenizas que quedaban, los enterramos en el agujero del fondo de la chimenea donde Sandy había encontrado la carta secreta. Pusimos la piedra en su sitio, encendimos fuego y preparamos té. Hablamos de Jennie, y brindamos por ella. También lloramos un poco, pero intentamos que fuera un momento alegre. Curiosamente, fue una liberación. ¿Qué tipo de vida habría tenido Jennie de seguir viviendo, sin adaptarse a los otros chimpancés? De hecho nunca los habría aceptado. Ahora estoy convencida. Pues eso, ¿qué vida habría tenido? ¿Estar encerrada en una jaula? ¿Acabar en un zoo? Con los años, he acabado teniendo la sensación de que su muerte quizá fuera una bendición encubierta. Era demasiado… demasiado libre para el mundo de los hombres. Aunque supuestamente exista un parentesco tan estrecho entre los chimpancés y los seres humanos, no deja de haber un abismo, y muy grande. Nosotros estuvimos a punto de cruzarlo, pero al final no pudo ser.

En fin, que nos acurrucamos junto al fuego. El techo tenía más goteras que nunca. Sandy dijo unas palabras, y nos fuimos. ¿Cuánto hace? ¿Diecisiete años? Desde entonces no hemos vuelto a Hermit Island. Con tantas tormentas de invierno, dudo que quede mucho de la choza. El tejado ya estaba en las últimas. No es que evitáramos la isla, pero al final nunca nos decidíamos. Siempre hablábamos de volver. Ahora que Hugo ya no está, supongo que nunca volveré. El barco está vendido, Sandy en Arizona, Sarah en Nueva York y yo me he convertido en una vieja inútil.

Mire, yo no es que sea muy religiosa, pero a veces, cuando rompen las olas en la playa, me parece que oigo aullar y reír a Jennie desde muy lejos. Majaderías, evidentemente; imaginaciones mías, pero siempre doy un respingo. De verdad que sí. Por otro lado, vaya usted a saber… Quizá sí esté en algún sitio de este universo nuestro tan grande… El día que me muera, puede que Jennie me esté esperando con los brazos abiertos y un gran halo alrededor de la cabeza. No estaría mal, ¿eh?

[De una entrevista con Alexander («Sandy») Archibald.]

Esta noche ha nevado. ¿Ha oído soplar el viento toda la noche? Cuando sopla de esta manera, chupa todo el calor de aquí dentro. Por la salida de humos. Hoy daremos otro paseo a caballo. El desierto nevado es lo más bonito del mundo. Dentro de unos minutos estará listo el café. ¿Tortillas y judías para desayunar? Mejor, porque es lo único que tengo. A menos que se haya traído bagels y salmón ahumado de Zabars… [Risas.]

Nos hemos levantado tarde. Normalmente ya estoy de pie antes del alba. Abra la puerta, a ver qué ha pasado. ¡Aaaah! ¡Mire la nieve! Llega hasta las montañas, como una manta blanca. Una manta de perdón. La nieve cura la tierra. Los navajos creen que la trae un ser vivo que se llama Hak’az asdzáá, o Mujer Fría. La adoran porque sin nieve se quemaría la tierra, y se secarían los manantiales.

Eche algo más de carbón en el fuego. Vamos a calentar un poco este tugurio.

¿Qué estábamos diciendo? ¡Anda, si ya vuelve a tener la grabadora en marcha! Perdone por lo de anoche. Aún tengo que superar algunas cosas. En fin…

Bueno, pues en el hospital me dijeron que Jennie se había muerto, y no me sorprendió en absoluto. Ya lo sabía. Por la mañana, al despertarme en la reserva natural, ya supe que vería a Jennie por última vez. Verla en aquella jaula ya era una especie de muerte.

A usted le explicarán que fue un accidente. Es lo que decidieron entre todos. Se cayó y se dio un golpe en la cabeza. Ya. Eso es porque les daba miedo la verdad. Bueno, ellos se lo creen, pero yo sé que es mentira. No se cayó. Vi el informe de la autopsia. Vi su cadáver. Pero lo importante es que la conocía. ¡Vaya si conocía a Jennie! Y sé perfectamente qué pasó aquella noche. La primera vez que entré en el edificio, ya vi lo que se hacía dentro de la jaula, golpeándose la cabeza con los puños lo más fuerte que podía. Vi que se había arrancado el pelo en varios sitios. La vi lanzarse contra los barrotes. Vi que había llegado al final del camino. La mañana siguiente, al despertarme en el hospital, tenía unos morados enormes en un lado del cuerpo. Primero no sabía de qué eran, pero después lo entendí: de cuando Jennie se me había cogido con todas sus fuerzas. Así de desesperada estaba. Hasta ese punto me quería.

La herida no fue a causa de ninguna caída. ¡Venga ya! Había dos fracturas paralelas en el cráneo. Lo que ocurrió es que se despertó en la oscuridad, sola y en silencio, y vio que seguía en la jaula. Vio que ni siquiera yo, su amigo y protector, podía salvarla. Ya no estaba. Se me habían llevado dando patadas y gritos. Debió de darle un susto de cojones ver que me arrastraban de aquella manera. Me consideraba un dios, y al verme arrastrado por Gabriel y sus hombres entendió que se había terminado todo. Yo era su última esperanza. Al ver aquello, se dio cuenta de que era el final. Por eso se tiró a toda velocidad y de cabeza contra los barrotes de su jaula. Se partió el cráneo. Se lo destrozó. Deliberadamente. Se mató. Quería morirse, y se mató. O vivía libre, o se moría. No había término medio.

Jennie era capaz de entender el significado de la muerte.

Se lo enseñó el loco de Palliser, el viejo párroco. ¡Pobre hombre! Se creía que le estaba dando lecciones de cristianismo, pero lo único que hizo fue meterle en el cuerpo un miedo atroz a la muerte. Lo hablamos Jennie y yo; hablamos de la muerte, como de su gato muerto. ¡Caramba con el gato! ¡Se acordó toda su vida! No entendía qué narices era la muerte, cómo podía desaparecer alguien por las buenas. Para ella era un misterio todo el concepto. Lo que le daba miedo era que pudiera pasar. Más tarde, cuando se murió la mujer de Palliser, me acuerdo de que Jennie volvió de la casa de enfrente y no paraba de seguirme, preguntando mil veces: ¿Sandy muerto? Decía muerto, pero lo que quería decir es: «¿Te vas a morir?». Total, que iba por todas partes haciendo signos de ¿Sandy muerto? ¿Sandy muerto? Me seguía gimiendo y arrastrándose, porque le daba miedo perderme de vista. Le daba el mismo miedo la muerte que a cualquier ser humano. Pero no tenía miedo por sí misma, sino por mí. Piénselo.

El carcamal de Epstein se cree que lo sabe todo. Siempre dice que nadie hizo nada malo, que fue un accidente imprevisible. Pues solo le diré una cosa: que alguna culpa podría decirse que hubo. Para empezar, mi padre nunca debería haber coleccionado primates muertos. Entonces no habrían matado a la madre de Jennie, y probablemente Jennie aún estuviera viva. Así de simple. Fue el punto de partida. Esa manera de ver el mundo, intentando disociar la ciencia de todo lo demás, tiene un grave error de fondo.

Mire, mi padre era científico. No veía la dimensión humana de lo que hacía al meter a Jennie en nuestra familia. No era un experimento con un animal, sino un experimento en el que estábamos implicados todos, su mujer y sus hijos. Un experimento muy peligroso.

Aparte de Jennie, quien salió peor parado fue papá. Cambió. ¿Sabe lo de la operación, la que le mató? Pues cuando le anestesiaron tenía algo muy dentro del cerebro, algo que simplemente no quería despertarse otra vez. Por eso no se despertó.

A mí me parece muy irónico. Gracias a todos los experimentos, casi consiguieron borrar la distinción entre hombre y animal. Lo único que no investigaron fue la capacidad de Jennie de entender la muerte. El conocimiento del bien y del mal. ¿A que es irónico que en su última acción, el suicidio, Jennie eliminase esta última distinción?

La enterramos en Hermit Island. Oficié yo la ceremonia. Elegí un fragmento de Adiós a las armas. De adolescente era uno de mis libros favoritos, y me aprendí el párrafo de memoria. Es un libro sobre la muerte. Como lo será el de usted. Ahora Hemingway no me emociona tanto como antes, pero sigue gustándome el fragmento. A mi madre no le gustó nada; dijo que no era un panegírico muy alegre, pero acabé leyéndolo de todas formas. Dice así: «Si la gente trae tanto valor al mundo que el mundo, para someterla, tiene que matarla, la mata, como es natural. El mundo somete a todos. Después, hay muchos que son fuertes en los sitios rotos, pero a quienes no quieren someterse, los mata. Mata imparcialmente a los muy buenos, los muy dulces y los muy valientes».

Jennie era así: buena, dulce, y sobre todo valiente. [En este momento, Sandy empezó a llorar calladamente.] O era un ser humano libre, o no sería nada. Sin transigir. Digo ser humano porque es lo que era, y lo digo con total seriedad. Jennie nunca habría aceptado ser un animal y vivir en una jaula, o como pareja de otro mono en una islita miserable. Su muerte fue noble y bella. Además, me enseñó una lección: que no dejaré que el mundo me someta. Aquí, el mundo no puede tocarme. Cuando me vaya de aquí, habré aprendido a llevar mi libertad dentro del corazón. Una libertad como la de Jennie. Lo salvaje. Si eres libre de verdad, salvaje de verdad, el mundo no puede matarte. No puede someterte. Ni siquiera puede tocarte. Cuando eres libre, eres invencible.

Después de la lectura de Hemingway, escribí con tiza el epitafio de Jennie en la repisa de la chimenea.

JENNIE ARCHIBALD, 1965 - 1974

MUY BUENA, MUY DULCE, MUY VALIENTE

[Escenas de una película muda de ocho milímetros filmada por el doctor Hugo Arhibald el día de Pascua de 1974.]

Jennie corre por el césped. Lleva un peto, zapatos de cordones y una blusa blanca. Se sube al manzano silvestre. En el recodo de una rama encuentra un plátano, la agita riendo sobre su cabeza y grita de alegría. La película salta a una escena de Jennie amontonando muchas frutas, mientras alguien fuera de campo le da más. Se sienta al lado de la montaña, pela un plátano y se lo mete en la boca. Después chupa la piel y la tira afuera de campo. A continuación se vuelve, sonríe a la cámara y dice por señas: ¡Yo Jennie! ¡Yo Jennie!

En la siguiente escena, Jennie corre hacia el reverendo Palliser, que va en silla de ruedas. Se le sube a las rodillas y empieza a darle besos en los labios. Palliser se ríe y llora a la vez, mientras da palmadas como un niño. Tiene a su lado a una mujer desconocida, que parece su enfermera, con una sonrisa nerviosa y las manos entrelazadas. De repente Jennie ve las lágrimas del reverendo y empieza a tocarlas y enjugarlas con los dedos, con cara de preocupación.

Otra escena. Vemos a Jennie de espaldas. Está en cuclillas sobre el césped, comiéndose algo. Se gira hacia la cámara, da media vuelta y corre a robar una costilla a la brasa del plato de papel que hay sobre las rodillas de alguien. Se escapa con la boca abierta y la costilla, riéndose. Después la tira por encima del seto. Vuelve corriendo hacia la cámara, haciendo signos de ¡Perseguir cosquillas Jennie! La cámara sigue a Jennie mientras corre por el césped, perseguida por varias personas. La pilla Pam Prentiss. Jennie se tira por el suelo, mientras le hacen cosquillas varias personas a la vez. La cámara se zarandea. Vemos a Jennie riéndose, apartando a la gente con los pies. Después se pone en pie de un salto y empieza a dar vueltas, la boca abierta y rosada, las orejas de soplillo. Salta, da volteretas y se aparta corriendo de la cámara con varias personas persiguiéndola.

Otra escena. La cámara está desenfocada, lo cual da un toque onírico a la escena. Al principio es difícil ver qué pasa. Jennie se está despidiendo con la mano. No para de moverla. Después salta y vuelve a agitar las dos manos. De repente la imagen se enfoca, y vuelve a desenfocarse. Jennie se tumba de espaldas en el suelo y dice adiós con los pies. Da una voltereta, sonríe enseñando los dientes y se tapa los ojos con las manos. La cámara se desplaza hacia un grupo borroso de gente que se despide con las manos. Se despiden todos. Adiós, Jennie. Se despiden todos. Despedíos todos de Jennie. Despedíos mirando la cámara. Adiós, Jennie. Adiós. Adiós.

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