Janet

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Capítulo SEIS

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adame Malisorf cumplió su promesa. Al día siguiente, cuando Sanford me llevó a casa desde el colegio, había un chico aguardando en el estudio con ella. No sé por qué, pero yo esperaba que el alumno que ella pensaba traer a las clases fuese una chica. La visión de un muchacho en mallas me cogió tan de sorpresa que me quedé boquiabierta, mirándolo como una idiota. Tendría como mínimo quince o dieciséis años, y medía por lo menos quince centímetros más que yo. Su cabello era negro como el azabache y sus ojos, del mismo color, brillaban como ónices. Tenía la tez oscura, pero sus labios eran tan rojos que parecía que los llevaba pintados.

No parecía haber ni un gramo de grasa en todo su cuerpo. Tenía unos hombros musculosos y unas piernas aún más musculosas. Las mallas se le ceñían como una segunda piel, de manera que no dejaba gran cosa para mi imaginación. El sexo era un tema de conversación frecuente entre las chicas mayores del orfanato, y yo no podía evitar la tentación de escucharlas cuando hablaban de sus experiencias. Por lo que ellas me habían explicado y lo que yo les había oído contar, pensaba que sabía todo lo que se suponía que debía saber a mi edad, pese a no tener una hermana mayor ni una madre que me hubiera explicado de dónde vienen los niños. Sin embargo, nunca había estado en la misma habitación con un chico mayor que pareciera tan... tan desnudo. No pude evitar sonrojarme. Me di cuenta inmediatamente de que mi turbación le molestó, así que aparté la mirada.

—Éste es Dimitri Rocmalowitz —me dijo madame Malisorf—. Es uno de mis mejores alumnos y a menudo enseña nociones básicas a los principiantes. Por supuesto, aún le queda mucho por aprender, pero es un bailarín dotado de gran talento y de una técnica excelente. Cuando él te diga que hagas algo, debes tratarlo con el mismo respeto y consideración con que me tratarías a mí. ¿Comprendido, Janet?

—Sí, madame —repuse con escepticismo. Dimitri parecía demasiado joven para ser un bailarín tan extraordinario. Resultaría raro recibir instrucciones de él.

—Observar a alguien con el dominio técnico de Dimitri te ayudará a comprender lo que se espera de ti —prosiguió—. A partir de hoy, quiero que utilices estos calentadores al comienzo de la clase —añadió al tiempo que me tendía un par de calientapiernas de lana gruesa de color morado.

En cuanto me los puse, nos acercamos a la barra y advertí que Celine se había situado en un rincón del estudio, desde el que nos observaba sentada en su silla de ruedas con las manos cruzadas sobre el regazo.

Dimitri en seguida empezó a realizar un ejercicio de calentamiento y por un momento no pude hacer otra cosa que mirarlo. No parecía cohibido o nervioso por estar bailando delante de nosotras. Era como si estuviera en su propio mundo. Sus piernas se movían, ligeras y veloces, mientras mantenía el cuerpo erguido en una línea perfectamente vertical.

—Comienza —me dijo madame Malisorf, y me acerqué hasta la barra, a apenas un metro de distancia de donde estaba Dimitri—. No, no sujetes la barra tan fuerte —me dijo ella—. Fíjate en que Dimitri sólo la usa para mantener el equilibrio.

Traté de relajarme y empezamos a hacer una serie de ejercicios que incluían los

pliés, tendus y

glissés, todo lo que ella me había enseñado el día anterior. Después pasamos a los

fondus y, luego, a los

ronds de jambe à terre. Primero, madame Malisorf explicaba qué quería. Entonces Dimitri me lo mostraba, siempre con una mirada de orgullo en el semblante, como si bailara para un público compuesto por miles de espectadores. A continuación, comenzaba a intentarlo yo, y normalmente madame Malisorf me interrumpía casi al instante: «¡No, no, no! Dimitri, otra vez. Míralo bien, Janet. Fíjate cómo mantiene erguidos la espalda y el cuello.»

Me obligaba a repetir cada ejercicio una y otra vez hasta que lo realizaba a su satisfacción y estaba al borde de las lágrimas. Sólo entonces me permitía pasar al siguiente, aunque siempre añadía la coletilla de: «Tendremos que trabajarlo más.» No había nada que no tuviera que trabajar más, al parecer eternamente, pensaba yo al oírla.

Cuando volvimos a practicar la posición girada, el dolor que sentí en las caderas al hacer el movimiento rotatorio casi me hizo soltar un alarido. Estaba segura de que mi rostro reflejaba todos los dolores que me atenazaban. Aun así, madame Malisorf no parecía apiadarse de mí. Cada vez que pensaba que tendría un pequeño descanso para al menos poder recuperar el aliento, ella pasaba a un ejercicio nuevo, le decía a Dimitri que me enseñara cómo se hacía y yo intentaba imitar sus movimientos.

La clase duró más que la del día anterior. Yo sudaba tanto que notaba el maillot y los leotardos mojados, pegados a la piel. Finalmente, madame Malisorf nos concedió un breve descanso y yo me dejé caer al suelo, exhausta.

Madame Malisorf fue a hablar con Celine, y Dimitri por fin se dignó mirarme por primera vez desde que estábamos en el estudio.

—¿Por qué quieres ser bailarina de ballet? —me preguntó inmediatamente, con un tono tan cortante que me hizo sentir culpable.

—Mi madre cree que debo serlo —repuse a la defensiva.

—¿Ésa es tu razón? —preguntó, esbozando una sonrisa desdeñosa. Se secó la cara con su toalla y entonces me la arrojó, empapada—. Estás chorreando —dijo con brusquedad.

Encontré un trocito seco y me limpié la cara y la nuca.

—Creo que me gustará —afirmé con cautela. De nuevo, él sonrió con desdén.

—El ballet exige una dedicación completa y absoluta, una entrega total de cuerpo, alma y mente. Se convierte en tu religión. Una profesora como madame Malisorf es tu sacerdotisa mayor, tu diosa; sus palabras son sagradas. Tienes que pensar y caminar como una bailarina, comer y respirar el ballet. No hay nada que sea ni la mitad de importante. Entonces, y sólo entonces,

a lo mejor tienes alguna posibilidad de llegar a ser una verdadera bailarina.

—Yo no espero llegar a ser una bailarina famosa —dije, y me pregunté por qué ese chico me hacía ponerme a la defensiva, sobre todo cuando ni siquiera estaba segura de querer ser bailarina.

Él volvió los ojos rápidamente hacia madame Malisorf y Celine, y después me miró.

—Jamás se te ocurra decir algo tan contraproducente y propio de débiles como eso delante de madame Malisorf. Si te oye, se dará media vuelta y saldrá de esta habitación para siempre —me advirtió.

Mi corazón, que ya me latía alocadamente por el esfuerzo de los ejercicios, se detuvo y entonces comenzó a palpitar con aún más fuerza. Celine se quedaría anonadada. Me odiaría, pensé.

—Madame Malisorf te dirá qué serás y qué no serás —continuó Dimitri, y sacudió la cabeza—. No eres más que otra niñita rica y mimada con unos padres que creen que su hija es especial —comentó con desprecio.

—Eso no es verdad —repliqué, a punto de echarme a llorar.

—¿Ah, no? ¿Cuántas crías de tu edad tienen un estudio como éste en su propia casa y una profesora que cuesta miles de dólares a la semana?

—¿Miles de dólares? —repetí, tragando saliva.

—Pues claro, idiota. ¿Es que no sabes quién es? —Gimió—. Esto no va a durar mucho. Lo presiento —afirmó al tiempo que movía la cabeza de arriba abajo con aire de enterado.

—Sí que durará. Haré lo que tenga que hacer y lo haré bien —le espeté.

No quería decirle que pensaba que mi vida dependía de ello; que la mayor ilusión de la mujer que había decidido ser mi madre y quererme era que yo triunfase como bailarina, y que yo dedicaría todas mis fuerzas y energías para hacerla feliz.

—Mi madre iba a ser una bailarina famosa, pero tuvo un accidente de coche terrible. Por eso tenemos este estudio. No lo hicieron sólo por mí.

Dimitri sonrió con desdén.

—No deberías mirar por encima del hombro a alguien que acaba de empezar a aprender ballet simplemente porque tú seas un buen bailarín —agregué.

Él volvió a sonreír.

—¿Cómo podría hacer otra cosa que no fuese mirarte por encima del hombro? ¿Cuánto mides, metro cuarenta?

Esta vez las lágrimas se me saltaron. Le di la espalda y me sequé los ojos rápidamente.

—¿De verdad tienes casi trece años? —me preguntó. Su voz adquirió un tono más suave y pensé que quizá se arrepentía de haber herido mis sentimientos.

Estaba a punto de responderle cuando madame Malisorf volvió y me dijo que me quitara los calentadores. Había llegado el momento de situamos en el centro del estudio para repetir todos los ejercicios que habíamos hecho, pero esta vez sin utilizar la barra como punto de apoyo. No pude evitar estar cansada y equivocarme. Me daba cuenta de que parecía muy torpe y desgarbada. Cada vez que madame Malisorf me corregía, Dimitri sacudía la cabeza y esbozaba una sonrisa desdeñosa. Entonces, como si quisiera mostrar su desdén, realizaba a la perfección cada paso que ella le decía, luciéndose, y sus giros se tornaban tan rápidos que parecía un remolino borroso. A veces enlazaba un giro con un salto que parecía desafiar la ley de la gravedad y luego volvía a posar los pies en el suelo silenciosamente. Cada vez que él me mostraba lo que debía hacer, madame Malisorf exclamaba: «¡Eso es! Eso es lo que quiero. Fíjate en él, obsérvalo. Algún día deberás ser tan buena como él.»

El rostro de Dimitri rebosaba de orgullo arrogante mientras sacaba el pecho ante mí como un gallito.

Me entraron ganas de decir que preferiría mirar un pez muerto flotando en nuestro lago antes que mirarlo a él, pero contuve el aliento, me refrené y volví a intentarlo. Finalmente, gracias a Dios, la clase acabó. Celine aplaudió y se acercó en la silla de ruedas al centro del estudio.

—Bravo, bravo. Qué comienzo tan hermoso. Gracias, madame Malisorf. Gracias. Y tú, Dimitri, haces que sienta deseos de levantarme de esta silla, olvidarme de mis piernas inválidas y bailar en tus brazos.

Él se inclinó ante ella.

—Madame Malisorf me ha dicho que bailaba usted de maravilla y que su accidente fue una verdadera tragedia para el ballet, señora Delorice.

—Sí —musitó Celine con suavidad, mientras aquella mirada ausente y perdida asomaba de nuevo a sus ojos. Entonces se volvió hacia mí sonriendo—. Pero mi hija hará lo que yo ya no puedo hacer. ¿No te parece?

—Tal vez —dijo él, con aquella sonrisa torcida en sus labios—. Si aprende a entregarse por completo, a dedicar todos sus esfuerzos y a obedecer.

—Lo hará —prometió Celine, y me pregunté si simplemente bastaría con una orden suya para que yo me convirtiera en una bailarina tan fácilmente como ella había logrado que un día nuboso y sombrío se transformara en uno soleado y precioso.

Procuré no parecer tan cansada y dolorida como realmente me sentía, pero Dimitri no se dejó engañar y me sonrió con crueldad. Cuando entré en mi dormitorio, me arrojé sobre la cama y di rienda suelta a mis lágrimas.

Nunca llegaré a ser la bailarina que Celine sueña que seré, me dije. Quizá nunca sería la hija que ella deseaba que fuese, pero prefería morir en el intento antes que decepcionarla.

Una vez más, durante la cena toda la conversación giró en torno a la clase de danza y mis progresos. Celine habló tanto que apenas probó bocado y casi no tomaba aliento entre una frase y la siguiente. Sanford intentó charlar de otras cosas, pero ella se negaba a cambiar de tema. Él le sonrió y después, a mí, con expresión divertida. Más tarde, aprovechó un momento en que estábamos solos y me dijo que hacía mucho tiempo que no veía a Celine tan animada y alegre.

—Gracias por hacerla tan feliz, Janet. Eres una bendición maravillosa para nuestra familia. Te doy las gracias por ser tal como eres —dijo.

Esbozó una sonrisa sincera y no pude evitar pensar que era mucho más agradable que la sonrisa tensa y forzada que normalmente tenía cuando Celine estaba presente. Ella nos alcanzó mientras recorríamos el pasillo y se percató de la sonrisa radiante de Sanford.

—¿A qué viene esa sonrisa bobalicona, Sanford? ¿De qué estabais hablando? —De repente sus ojos se entornaron y se volvieron oscuros y fríos—. Janet, ve a tu habitación. Necesitas descansar. Está claro que vas a necesitar toda la ayuda que puedas para estar a la altura de Dimitri.

Sin poder desprenderme de la sensación de que Celine me había regañado, subí con paso cansino y apesadumbrada a mi cuarto para caer rendida en la cama.

 

 

Las primeras dos semanas de mi nueva vida transcurrieron con tanta rapidez que me parecieron apenas unas horas. El tiempo se me pasaba volando porque tenía ocupados todos y cada uno de los momentos del día. A diferencia de cuando estaba en el orfanato, no disponía de largas horas vacías para divertirme y soñar despierta. Ahora tenía que dedicarme al trabajo escolar, asistir a las clases de danza, recuperarme de ellas, y volver a empezar al día siguiente. Me acostaba temprano y seguía a rajatabla la estricta dieta alimenticia de bailarina que Celine había diseñado. Aunque pensaba que todavía era pronto para poder apreciar cambios significativos, tenía la sensación de que mis piernas se habían fortalecido y de que mis pequeños músculos estaban más duros. Hasta pensaba que ya hacía lo que Dimitri había afirmado que debía hacer: caminar y moverme como una bailarina, incluso cuando no estaba en el estudio.

Dado que todo mi tiempo fuera del horario escolar lo dedicaba a las clases de danza, me resultaba muy difícil hacer nuevos amigos, y Celine no me permitió apuntarme a ningún equipo o club del colegio.

—Sólo nos faltaría que te lesionaras ahora —me dijo.

Incluso intentó que dejara de asistir a las clases de gimnasia, pero en la escuela se opusieron y, además, Sanford le aseguró que no afectarían a mis clases de danza.

—Claro que les afectarán —espetó Celine—. No quiero que malgaste sus energías en una bobada como la gimnasia.

—No es una bobada, cariño —trató de explicarle él, pero Celine no quiso escucharlo. No había logrado salirse con la suya, y eso no le gustaba nada.

—No hagas más de lo estrictamente necesario —me aconsejó ella—, y siempre que puedas, haz lo que solía hacer yo: di que te encuentras mal porque tienes la menstruación.

—Pero aún no me ha venido la menstruación —le recordé.

—¿Y qué más da? ¿Quién va a saberlo? Mentir —dijo al ver la expresión de mi cara— está bien si se miente por un motivo justificado. Yo nunca te castigaré por hacer algo que redunde en provecho de la danza, Janet. Nunca, hagas lo que hagas —me aseguró, con los ojos tan brillantes y abiertos que sentí miedo. Me pregunté adonde irían los pensamientos de Celine cuando aquella mirada asomaba a su semblante.

Al igual que la mayoría de niñas y niños de mi edad que estaban en el orfanato, yo solía fantasear con las personas que serían mis padres. Tenía la cabeza llena de sueños maravillosos en los que hacíamos un montón de cosas divertidas, como ir de excursión al campo, jugar juntos en el parque, y me veía a mí misma cogida de la mano de mi padre mientras cruzábamos las puertas de Disneylandia. Me imaginaba grandes y bonitas fiestas de cumpleaños, y hasta soñaba con tener hermanas y hermanos pequeños.

¡Qué vacía y diferente me parecía la casa en la que ahora vivía comparada con la casa de mis sueños! Sí, yo tenía muchas cosas caras y una habitación más grande de lo que jamás había visto, había un lago y unos jardines preciosos, pero no tenía el calor de una familia, ni disfrutaba de las excursiones, diversiones y juegos que había imaginado. Sanford quería pasar tiempo conmigo, quería enseñarme la fábrica de la que tan orgulloso se sentía, pero Celine siempre acababa esgrimiendo una u otra razón para que yo no fuese. Finalmente pareció darse cuenta de lo tontas que sonaban sus excusas, y transigió. Así que un sábado me fui con Sanford a la fábrica y vi las instalaciones y los artículos que allí se hacían. Conocí a algunos de sus empleados y ejecutivos. Me sorprendió lo a gusto que se le veía y la ilusión con la que me enseñaba todo, y también lo triste que me sentí cuando llegó la hora de volver a casa y dejar de estar a solas los dos. Creo que Sanford sintió lo mismo que yo, pues durante el trayecto en coche no hablamos y, por primera vez en todo el día, los ánimos de ambos se tomaron sombríos.

Cuando llegamos a casa y empecé a contarle a Celine cómo nos había ido el día, torció el gesto, como si le doliera algo.

—Necesitamos la fábrica para poder permitimos llevar una vida llena de comodidades —me dijo ella—. Pero lo que

no necesitamos en absoluto es reconocer su existencia. Y desde luego no permitimos que ocupe ni un ápice de nuestro tiempo ni de nuestros pensamientos.

—Pero algunas de las cosas que se hacen en la fábrica son preciosas, ¿no crees? —le pregunté.

—Supongo que sí, aunque son un tanto pedestres —repuso.

No entendí qué quería decir con eso, pero advertí que a Sanford le disgustó. Celine no se animó ni pareció contenta hasta que él le dijo que había comprado entradas para la representación de

Los cuatro temperamentos, por la compañía de ballet del Metropolitan.

—¡Ahora! —exclamó ella—. Ahora verás tu primer ballet de verdad y comprenderás qué es lo que quiero que tú hagas y llegues a ser.

Celine hizo que Sanford nos llevara a comprarme un vestido apropiado para la ocasión. Elegí uno largo de tafetán de color azul marino, y Celine incluso le hizo a Sanford comprarme unos pendientes de zafiro y una cadenilla a juego con otro zafiro en forma de lágrima.

—Ir a ver una representación de ballet es algo muy especial —me explicó—. Todo el mundo se viste con sus mejores galas. Ya lo verás.

Luego me llevó a una peluquería donde me recogieron el pelo en un moño y me enseñaron a maquillarme. Cuando contemplé mi imagen en el espejo, me quedé asombrada de lo mayor que parecía.

—Quiero que llames la atención, que se fijen en ti, que seas alguien a quien todos miren y piensen: «Ahí va una futura estrella que llegará muy lejos, una princesita.»

Debo admitir que acabé dejándome llevar y sumergiéndome por completo en el mundo de Celine. Me permití soñar sus mismos sueños, pensar en mí misma como una celebridad, con mi nombre iluminado por los focos, y cuando finalmente vi el teatro y a toda aquella gente rica y elegante del público, yo también rebosaba de entusiasmo. Cuando llegó el momento de levantarse el telón, los latidos del corazón se me aceleraron. Comenzó el ballet. Observé a mi nueva madre sentada junto a mí en su silla de ruedas, vi la felicidad y el brillo radiante de sus ojos, y me sentí como si estuviera dando saltos y surcando el aire con ella. Durante el primer acto, extendió la mano en la oscuridad, buscando la mía.

Cuando me volví hacia ella, me susurró:

—Algún día, Janet, Sanford y yo vendremos aquí para verte a ti sobre el escenario. Algún día —susurró, perdida en su sueño.

Y yo me atreví a creer que su sueño podía hacerse realidad.

 

 

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