Janet

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Capítulo SIETE

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unque apenas oía hablar de ellos, no podía dejar de preguntarme cuándo conocería a mis abuelos, los padres de Celine. Nunca la veía ni la oía charlar con ellos por teléfono, y ni ella ni Sanford mencionaban que habían hablado con ellos recientemente o que lo hicieran con regularidad. Durante la semana, Sanford y yo solíamos desayunar sin Celine porque ella tardaba mucho más en levantarse y en vestirse. Sabía que Sanford me hablaría de mis nuevos abuelos si yo le preguntaba, pero me costaba reunir el valor necesario. Al final decidí que me adaptaría a la rutina diaria y esperaría a que Celine sacase otra vez el tema de sus padres, y entonces le pediría conocerlos.

Conforme pasaban los días, parecía ir progresando en mis clases de danza y, aunque era incapaz de imaginar que Dimitri jamás llegara a gustarme, no podía evitar sentirme halagada cuando me hacía algún cumplido por mi técnica. Madame Malisorf no llegó al extremo de afirmar que yo fuese una alumna especial, pero sí comentó que tenía un nivel por encima de la media, lo que bastó para poner contenta a Celine y acrecentar aún más su confianza en mí.

—Creo —dijo Celine una noche mientras cenábamos— que ha llegado el momento de que mi madre vea a Janet. Ella ha hecho grandes progresos. Le diré que venga a verla durante una de las clases de danza.

Sanford asintió en silencio, pero percibí algo extraño en sus ojos, una mirada de preocupación que no había visto hasta entonces. Claro está, no pude por menos de preguntarme por qué no había conocido aún a los padres de Celine. Sabía que no vivían muy lejos. ¿Por qué no íbamos nunca a visitarlos? Me reprendí a mí misma por no haber tenido el valor de preguntarle antes a Sanford, pues a juzgar por su expresión, era obvio que no le caían muy bien.

—¿Tu hermano no volvía mañana de vacaciones? —inquirió Sanford. Su semblante seguía igual de crispado, y me pregunté, intrigada, qué sería lo que le disgustaba de la familia de Celine.

—No lo recuerdo. Además, ¿qué quieres decir con eso de que

vuelve de vacaciones? ¿Cuándo no está de vacaciones Daniel? —dijo Celine, y dejó escapar una risita aguda.

No se habló más de la familia de Celine, pero dos días después, mientras cenábamos, sonó el timbre de la puerta y Mildred salió presurosa de la cocina y fue a ver quién era. Transcurridos unos instantes, oí una risotada.

—¡Mildred, sigues aquí! ¡Estupendo! —dijo una voz estentórea desde el vestíbulo.

—Daniel —gimió Celine, sacudiendo la cabeza.

Al cabo de un momento, el hermano menor de Celine irrumpió en el comedor. Tenía el pelo castaño y lo llevaba largo, alborotado y revuelto como si se hubiera pasado los dedos por la melena durante horas. Daniel medía cerca de metro ochenta de estatura, era de complexión atlética y sus ojos de color avellana destacaban en un rostro de facciones mucho más cinceladas que las de Celine. Vi que su nariz y su boca se parecían a las de ella, pero sus labios se curvaban en una sonrisa maliciosa que con el tiempo descubriría que era característica en él. Llevaba una cazadora de cuero negra, vaqueros desgastados, botas negras y unos guantes de piel del mismo color.

—¡Celine, Sanford! —exclamó—. ¿Cómo estáis? —Empezó a quitarse los guantes—. Veo que llego a tiempo para cenar. Qué suerte. Estoy muerto de hambre.

Se sentó en la silla situada frente a mí y cogió una rebanada de pan antes de que nadie pudiera responder.

—Hola, Daniel —repuso secamente Celine—. Te presento a Janet.

Él me guiñó un ojo.

—Ya me he enterado de que por fin sois padres. Me lo ha dicho mamá. —Entonces me escrutó con la mirada—. ¿Cómo te tratan estos dos? ¿Sanford y tú ya habéis negociado la paga semanal? Será mejor que dejes que yo te represente. Vaya, asado de ternera —dijo al tiempo que se servía unas lonchas de carne—. Mildred es una cocinera bastante buena —afirmó, y se metió un trozo de carne en la boca.

Era como si una ráfaga de viento salvaje y fortísima hubiese entrado de repente en la casa. Sanford estaba tan atónito por la inesperada aparición de Daniel que se había quedado con la mano en el aire, sujetando el tenedor lleno de guisantes.

—Hola, Daniel —dijo Sanford, y su mirada se suavizó—. Veo que por fin has conseguido esa moto que amenazabas con comprarte.

—Y que lo digas —contestó Daniel—. Creo recordar que hace tiempo tú también querías comprarte una.

—No lo decía realmente en serio —repuso Sanford, mirando fugazmente a Celine.

—¿Y tú? —me preguntó Daniel—. ¿Te apetece venir a dar una vuelta después de cenar?

—Claro que no le apetece —intervino Celine rápidamente—. ¿Crees que yo la dejaría correr semejante peligro?

Daniel se rió y continuó comiendo. Yo aún estaba demasiado sorprendida y anonadada para poder hablar. Él volvió a guiñarme el ojo.

—Seguro que te gustaría que te diera una vuelta —me dijo, y me miró tan fijamente que parecía capaz de ver dentro de mi alma. ¡Me pregunté si mi alma llevaría una cazadora de motorista!

—¡Basta ya, Daniel! —le ordenó Celine.

Él volvió a reírse y sacudió la cabeza en un ademán de darse por vencido.

—¿Dónde has estado esta vez? —le preguntó Sanford. Aunque pronunció las palabras en un tono de voz crítico, vi una mirada de envidia en sus ojos mientras esperaba a que Daniel le contara sus aventuras.

—En el Cabo. Te habría encantado, Sanford. Atravesamos Connecticut por la carretera de la costa y fuimos conduciendo junto al mar. No veas, con el viento soplándonos en la cara y ese olor a aire salado, me entraron ganas de seguir conduciendo la moto eternamente. Y de no volver nunca.

—Y, sin embargo, has vuelto. No me atrevo a preguntar

quiénes ibais —dijo Celine, arrugando la nariz.

—¿No te atreves? Qué curioso, mamá tampoco se ha atrevido.

—Me lo imagino —musitó Sanford, con una leve sonrisa.

—La verdad, Sanford, es que era una jovencita muy guapa en apuros cuando me la encontré, le compré ropa, la invité a comer y le compré una moto —le dijo Daniel entre bocado y bocado.

—¿Le has comprado una motocicleta a una desconocida? —preguntó Celine al tiempo que hacía una mueca.

—En realidad, después de unos días ya no era tan desconocida —contestó Daniel, y volvió a guiñarme el ojo—. Bueno, cuéntamelo todo de ti, Janet. ¿Cuántos años tienes?

—Cumpliré trece dentro de unas semanas —le dije, vacilante. Daniel era como un vendaval, y cuando empezó a hacerme preguntas me puse nerviosa.

—¿Tan mayor? En ese caso también tendrás que negociar la pensión de jubilación. Ahora en serio, ¿te tratan bien aquí? Porque si no lo hacen, tengo amigos influyentes y puedo encargarme de que las cosas te vayan bien en un abrir y cerrar de ojos. Están obligados a acatar las normas de la Convención de Ginebra en lo referente a prisioneros.

—Pero... pero yo no soy una prisionera —repliqué al instante, mirando a Sanford y luego a Celine, en busca de ayuda.

—¿Quieres hacer el favor de parar de una vez? Vas a asustarla con tus tonterías —le increpó Celine. Tras un breve silencio, le preguntó—: ¿Qué tal están mamá y papá?

—Muy bien —repuso él. Entonces se dirigió a mí—. Nuestros padres están convirtiéndose lentamente en unas estatuas. Se quedan sentados como si fuesen de granito y sólo respiran aire filtrado.

—¡Daniel! —le reprendió Celine.

—Están estupendamente, estupendamente. Claro que sólo los he visto unos minutos cuando mamá ya ha empezado a hablarme de lo que tú ya sabes —afirmó, señalándome con un ademán de barbilla.

—Basta —intervino Sanford con acritud.

—Ella debería saber lo que le espera, con qué clase de familia va a tener que vérselas, ¿no crees? —contestó Daniel.

—Por favor —le rogó Celine.

Daniel encogió los hombros.

—De acuerdo, seré cortés. De verdad. Dime, ¿qué te parece vivir aquí, Janet?

—Me encanta —respondí.

—¿Te han matriculado en ese colegio para pijos?

—Peabody no es para pijos. Es un colegio especial con muchas ventajas —le rectificó Celine.

—¿Te han contado que yo también iba allí pero que me pidieron amablemente que me buscara otro centro para continuar mis estudios?

Negué con la cabeza.

—Mi hermano —explicó Celine— es lo que se suele llamar un niñato malcriado. No importaba cuánto dinero estaban dispuestos a gastarse mis padres en él, ni lo que estuvieran dispuestos a hacer, él siempre conseguía estropearlo —afirmó, fulminándolo con la mirada.

—La verdad es que les he salido rana —comentó él, encogiéndose de hombros otra vez—. Mildred —dijo al verla entrar—, te has superado a ti misma con el asado de ternera. Está tan sabroso como los labios de una virgen —añadió, relamiéndose ruidosamente sus propios labios. Mildred se sonrojó.

—¡Daniel! —exclamó Celine.

—Sólo intentaba ser elogioso —dijo— y agradecido. —Entonces se inclinó hacia mí y susurró—: Mi hermana siempre se queja de que no soy agradecido.

Miré a Sanford, que dejó los cubiertos de plata sobre la mesa con una brusquedad desacostumbrada en él.

—¿Cómo van las cosas por la imprenta, Daniel? —le preguntó Sanford.

Daniel se enderezó en la silla y se limpió la boca con la servilleta.

—Bueno, cuando me fui de vacaciones habíamos descendido un cinco por ciento con respecto a las mismas fechas del año pasado, lo cual elevó la tensión arterial de mi padre un cinco por ciento. Pero cuando he pasado por la imprenta hoy a última hora para recoger mi correspondencia, me ha dicho que nos han dado la cuenta del club de golf Glenn, y gracias a eso hemos recuperado nuestra posición inicial, así que su tensión arterial ha mejorado. Estoy convencido de que el corazón de mi padre está conectado con el índice Dow Jones. Si sufre una caída, a él le da un patatús —dijo, haciendo un ademán como si se rebanara el cuello.

—Puedes burlarte de él todo lo que quieras, Daniel, pero papá ha creado un negocio próspero para ti y gracias a él hemos tenido una vida desahogada y llena de comodidades —le reprendió Celine.

—Sí, supongo que sí. Sólo estaba divirtiéndome —me confesó—. Algo que mi cuñado, aquí presente, no hace a menudo porque trabaja demasiado. Mucho trabajo y nada de diversión, Sanford —afirmó en tono de advertencia. Entonces se quedó mirándome y me dijo—: Bueno, me han dicho que recibes clases de danza.

—Sí —repuse en voz baja.

—Y va muy bien —añadió Celine.

—Me alegro. —Se reclinó contra el respaldo del asiento—. Debo decir, querida hermana, que tú y el señor Cristalitos habéis elegido a una pequeña joya. Estoy impresionado, Sanford.

—Le tenemos mucho cariño a Janet y esperamos que ella se esté encariñando con nosotros —contestó Sanford, y me alegré de verlo sonreír.

—¿Y es así? —me preguntó Daniel, con un destello pícaro en los ojos.

—Sí —me apresuré a responder.

Él se echó a reír.

—¿Estáis seguros de que no puedo llevarla a dar una vueltecita en la moto?

—Absolutamente segura —replicó Celine—. Si quieres ir por ahí y ser un temerario, no puedo impedírtelo, pero no permitiré que hagas temeridades con mi hija —le dijo—. Ahora no —añadió—, ahora que va camino de convertirse en alguien muy especial.

—¿De verdad? —musitó Daniel, observándome con atención. Sonrió—. Pues yo diría que ya es alguien especial. Y que lo era incluso antes de venir aquí —agregó, deslumbrándome con su sonrisa.

No podía evitar que Daniel me cayera simpático, pese a que la expresión de Celine y sus palabras cortantes dejaban bien claro su desagrado.

Tras la cena, Daniel y Sanford se fueron a charlar al despacho, y Celine y yo nos fuimos a la sala de estar, donde ella se disculpó por el comportamiento de su hermano.

—Tu tío tiene buen corazón en el fondo, lo que pasa es que se siente un poco perdido ahora. Estamos haciendo cuanto podemos para ayudarlo —me dijo—. Resulta difícil. Su problema es que no tiene ninguna meta, ningún objetivo. Y eso es precisamente lo más importante en la vida, Janet, tener un objetivo y determinación. Él no desea nada lo suficiente como para sacrificarse y sufrir un poco con tal de conseguirlo. Es demasiado egoísta e indulgente —afirmó. Celine contempló su propio retrato, colgado sobre la repisa de la chimenea, y exhaló un suspiro—. Procedemos del mismo hogar, tenemos los mismos padres, pero a veces... a veces, mi hermano me parece un extraño.

—¿Él también quiso dedicarse a la danza alguna vez? —le pregunté.

—¿Daniel? —dijo riéndose—. Daniel es un patoso de marca mayor y, además, sería incapaz de mantener la atención el tiempo suficiente para aprender un solo ejercicio. Pero —añadió, suspirando de nuevo— es mi hermano... Tengo que quererle. —Entonces me miró a los ojos, y agregó—: Y tú eres mi esperanza. A ti siempre te querré.

 

 

El hecho de saber que Celine siempre tenía los ojos puestos en mí y que yo era su esperanza me hacía esforzarme más, pero también hacía que me sintiera peor si no lograba contentar a madame Malisorf o no progresaba tan rápidamente como se esperaba de mí. Al día siguiente de la inesperada visita de mi tío Daniel, Celine tenía cita con el médico y le fue imposible asistir a mi clase de danza porque se le hizo tarde. El que ella no estuviera ahí sentada, observándome desde un rincón, hizo que me sintiera un poco más cómoda, y hasta Dimitri pareció mostrarse más simpático conmigo. Hacia el final de la clase, madame Malisorf me comunicó que al día siguiente me iniciaría en la danza de puntillas.

—No entiendo por qué lo ha decidido —comentó Dimitri después de que ella se marchara a dar otra clase. Él ya era lo bastante mayor para poder conducir y tenía su propio coche—. Es la profesora de baile más exigente de toda esta zona y suele ser muy reacia a que sus alumnos comiencen el trabajo de puntas. Desde luego, nunca se decide a hacerlo tan pronto como en tu caso. —Se quedó pensativo un momento—. Seguramente lo hará para complacer a tu madre. Tus pies ni siquiera están completamente desarrollados todavía.

—Sí que lo están —repliqué, mirándomelos para ver si él tenía razón.

Dimitri se secó la cara con la toalla y clavó la mirada en mí.

—Siempre me ha gustado ver cómo las chicas jóvenes van desarrollándose —dijo de pronto.

Me miraba de un modo que hacía que me sintiera muy cohibida. El maillot y las mallas me quedaban tan ceñidos como a él y, por primera vez, experimenté una sensación de pudor y vergüenza por lo mucho que mostraban.

—¿Se te están desarrollando los pechos o eso sólo es un poquito de grasa infantil? —dijo, haciendo ademán de tocármelos con el dedo. Di un respingo y retrocedí de un brinco.

—¿Sabes?, he oído que hay un grupo de danza vanguardista que bailan desnudos. ¿Quieres probar? —me preguntó. Después de lo que acababa de hacer, yo no tenía la menor idea de si me estaba tomando el pelo o no.

—¿Desnudos? —repetí. No podía imaginarme tal cosa.

—Se supone que te permite mayor libertad expresiva. La verdad es que a lo mejor pruebo un día de estos —afirmó—. Bueno, ¿qué?

—¿Qué de qué?

—No has contestado a mi pregunta. ¿Pechos o grasa infantil?

—Eso es algo muy personal —murmuré.

—No deberías avergonzarte de tu cuerpo —dijo él.

—No me avergüenzo.

—¿Yo parezco avergonzado del mío? ¿Te estoy escondiendo algo? Eso es, mírame —dijo, colocándose frente a mí. Sonrió—. Recuerdo cómo te quedaste mirándome el primer día.

Empecé a sacudir la cabeza.

—No lo niegues. La sinceridad es la característica más importante para un bailarín. Tu sinceridad queda reflejada y se revelará en tu forma de bailar. Madame Malisorf siempre lo dice. ¿Pechos o grasa infantil? —insistió, acercándose más.

Sonrió, y el labio superior se le curvó hacia arriba en una mueca desdeñosa que ya me resultaba familiar.

—Yo podría hacer que quedaras muy mal en la clase de mañana, ¿sabes? Madame te haría dejar el trabajo de puntillas en cuestión de segundos. No creo que eso le hiciera ninguna gracia a tu madre, ¿verdad que no?

Las lágrimas asomaron a mis ojos.

—¿Qué quieres de mí? —exclamé.

—Deja que lo decida por mí mismo —musitó, y extendió la mano para tocarme el pecho. Estaba demasiado asustada para impedírselo—. Aún no estoy seguro. Te lo diré cuando lo sepa —añadió.

Entonces hice ademán de dar media vuelta y alejarme, pero él me agarró del maillot por el hombro y empezó a bajármelo antes de que pudiera apartarme.

—Para —le supliqué.

—¿Te da vergüenza? —preguntó, casi en un gruñido.

—No, pero por favor, no lo hagas —le regué.

—Si no me dejas verlos, te arruinaré tu primera clase de puntas —amenazó.

Se me hizo un nudo en la garganta. Tragué saliva y me quedé paralizada, con el corazón palpitándome alocadamente mientras él seguía bajándome el maillot hasta que pudo ver mi pecho. Me miró de hito en hito, sin moverse. Entonces, muy lentamente, con los ojos entornados y extrañamente oscuros, me tocó. Retrocedí de un brinco, como si sus dedos me hubieran producido una descarga eléctrica.

—Pechos —concluyó—. Ya está. ¿Tan difícil ha sido? —preguntó y, acto seguido, hizo una

pirouette completa seguida de un salto y, en cuanto sus pies se posaron con suavidad en el suelo, se encaminó hacia la puerta del estudio y me dejó ahí, con las lágrimas resbalándome por las mejillas y el corazón acelerado.

Me subí el maillot y salí del estudio. Me quedé entre las sombras del pasillo hasta que le oí marcharse.

—¿Te pasa algo? —me preguntó Mildred al verme acurrucada en un rincón.

—No —le dije—. Sólo estaba descansando.

Ladeó la cabeza, desconcertada.

Crucé el vestíbulo a toda prisa, deseosa de alejarme de sus ojos inquisitivos, subí la escalera y me refugié en mi cuarto, cerrando rápidamente la puerta tras de mí. Aún estaba turbada y asustada por la experiencia que acababa de tener en el estudio. De hecho, las piernas me temblaban. Lo que más me asustaba era la sensación de estar atrapada, de impotencia. Dimitri podría haberme desnudado y yo habría tenido miedo de impedírselo. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué se aprovechaba así de mí? ¿Por qué no grité pidiendo ayuda? Al menos Mildred habría acudido a ayudarme.

Me enjugué las lágrimas y me miré en el espejo. Nadie me había tratado nunca de otro modo que no fuese como a una niña. Ningún chico había pensado sexualmente en mí hasta entonces, al menos que yo supiera. Pero ahora me estaban creciendo los pechos. No tardaría mucho en convertirme en una mujer. Me había sentido aterrada cuando Dimitri me había tocado, pero también experimenté una sensación desconocida y extraña. No estaba segura de si tenía más miedo de él o de lo que había sentido en mi interior.

Qué afortunadas eran otras chicas, aquellas que tenían una madre o hermanas con las que poder hablar en una situación como ésa, pensé. Si le contaba a Celine lo sucedido, eso podría repercutir negativamente en mis clases de danza. Madame Malisorf incluso podría dejamos plantadas y, entonces, ¿qué sería de mí?

¿Cómo mantendría en secreto lo ocurrido? ¿Cómo me sentiría al encontrarme cara a cara con Dimitri al día siguiente? Bastante nerviosa estaría ya por tener que comenzar el trabajo de puntillas. No pude dejar de preguntarme si ésa sería la primera de muchas experiencias que tendría que soportar con tal de complacer a Celine.

Ese temor, tanto como los demás, me hizo sentir miedo de lo que me depararía el día de mañana.

 

 

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