Janet

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Capítulo DIEZ

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adame Malisorf se negó a añadir otra sesión semanal a mis clases de ballet. Celine y ella tuvieron la conversación tres días después... era la primera clase tras la actuación.

—No —dijo madame Malisorf—. En parte fue culpa mía por haberla forzado a llevar un ritmo demasiado acelerado. Nunca debí acceder a iniciarla tan pronto en el trabajo de puntillas. Tendría que haber hecho caso de mi propia intuición. Janet tiene que encontrar su propio nivel, sus propias aptitudes. El talento es como el agua: si retiras los obstáculos, se elevará por sí mismo al máximo nivel posible.

—Eso no es verdad, madame Malisorf —afirmó Celine—. Nosotras debemos marcarle sus metas. Debemos establecer sus aptitudes. Ella no se esforzará si no la presionamos. Carece de la disciplina interna necesaria.

Madame Malisorf se me quedó mirando mientras yo hacía ejercicios de calentamiento junto a Dimitri, que aún no había dicho nada sobre mi actuación.

—Debes tener cuidado. Podrías hacer que pierda interés e ilusión por la belleza y el arte, Celine. Si a un atleta se le somete a un entrenamiento excesivo, él o ella empiezan a sufrir un retroceso, a perder vigor, destreza.

—Correremos ese riesgo. Duplique sus horas de entrenamiento. El dinero no es problema —insistió Celine.

—El dinero nunca, ha sido ni será un factor importante para mí —replicó con acritud madame Malisorf al tiempo que enderezaba los hombros y erguía la cabeza con orgullo.

Celine pareció encogerse en la silla de ruedas.

—Lo sé, madame. Lo que he querido decir es que...

—Si voy a seguir siendo la profesora de la niña, deberé ser yo quien mande, Celine. Y seré yo quien determine la frecuencia de las clases.

Más no es siempre

mejor. Lo que es mejor es obtener más calidad de la que ya se tiene. Si opinas lo contrario...

—No, no, tiene usted razón —se apresuró a decir Celine—. Por supuesto, tiene razón, madame Malisorf. Lo que pasa es que me sentí tan decepcionada el otro día... y sé que usted también.

—No, en absoluto —repuso.

Celine alzó la cabeza. Incluso yo no pude evitar interrumpir los ejercicios un instante para mirarla.

—¿Ah, no? —preguntó Celine con escepticismo.

—No. Me alegró ver que la chiquilla se levantó en cuanto cayó al suelo y que intentó continuar.

Eso es tener coraje y determinación. Eso sale de aquí —dijo llevándose la mano al corazón.

—Sí —musitó Celine, observándome—. Claro, vuelve a tener razón, madame. Me siento agradecida por el hecho de que contemos con usted.

—Pues entonces no perdamos el tiempo del que sí disponemos, Celine. —Tras dar por concluida la conversación con un ademán desdeñoso de mano, madame Malisorf se acercó a Dimitri y a mí, y comenzó la clase.

Fue una clase estupenda. Incluso yo tuve la sensación de haber trabajado mejor que de costumbre. El único comentario que hizo madame Malisorf acerca de la representación fue para referirse al trabajo de puntillas. Después hizo que Dimitri me guiase en una serie de ejercicios y, cuando acabamos, me felicitó.

Sin embargo, nada de esto parecía mitigar las preocupaciones de Celine. Permaneció en su silla de ruedas con aire taciturno hasta que la clase finalizó, y cuando Dimitri y madame Malisorf se hubieron marchado, se acercó hasta mí para decirme que madame Malisorf estaba equivocada.

—Lo que pasa es que ella no quiere renunciar a su tiempo libre —se quejó Celine, malhumorada—. En el ballet,

más si es mejor. Si no estás obsesionada con el ballet, no alcanzarás el éxito. Se tiene que convertir en una exigencia para tu cuerpo y para tu alma. Yo te daré clase los fines de semana —añadió—. Empezaremos este sábado.

—Pero este sábado es mi cumpleaños y Sanford me dijo que organizaríamos una fiesta. Ya he invitado a algunos de mis compañeros de clase —gemí.

—Vaya, conque

Sanford está planeando una fiesta para ti, ¿eh? —La mirada de sus ojos me dejó helada—. Bueno, la fiesta no durará todo el día, ¿verdad? Practicaremos por la mañana y podrás disfrutar de tu fiestecita por la tarde, ya que quieres tenerlo todo —espetó, y acto seguido giró la silla de ruedas y se alejó.

Celine se comportaba de un modo distinto conmigo desde el día de la representación. Se impacientaba más, me hablaba con mayor acritud, me observaba con expresión más crítica. Pasaba más tiempo a solas, en ocasiones simplemente se quedaba sentada ante la ventana, con la mirada perdida. Y cada vez que yo mencionaba a Sanford, ella entornaba los ojos y me miraba como si tratara de ver en mi interior, de averiguar qué pensaba y sentía. Una vez incluso la encontré medio oculta en un rincón, envuelta en sombras. Contemplaba fijamente su propio retrato en el que iba vestida con su traje de bailarina.

Cuando le comenté a Sanford que estaba preocupada por ella, él me respondió que debía darle tiempo. Me guardé mucho de decirle que creía que Celine estaba molesta por el tiempo que él y yo pasábamos juntos, pues temía que entonces me rehuyera con tal de no disgustarla.

—Tiene sus altibajos —me explicó—. Todo ha ido sucediendo tan de prisa últimamente que necesita tiempo para adaptarse.

Sanford y yo fuimos a dar uno de nuestros paseos por la finca, hasta el lago. Las ocasiones especiales como aquélla, cuando pasaba un rato con un padre que me quería y se preocupaba por mí, hacían que valiera la pena todas las horas de suplicio que pasaba en el estudio.

—Ya he organizado tu fiesta de cumpleaños —me dijo cuando llegamos a la orilla del lago—. Prepararemos una barbacoa con perritos calientes y hamburguesas, y bistecs para los mayores.

—¿Quién vendrá? —pregunté, esperando que mencionara a mis nuevos abuelos.

—Algunas personas de la fábrica a las que has conocido; la señora Williams, de Peabody; y madame Malisorf, por supuesto. Ah, sí —añadió a toda prisa, leyéndome el pensamiento— los padres de Celine pasarán un rato, y Daniel también. ¿A cuántos compañeros has invitado tú?

—A diez —repuse.

—Estupendo. Hemos planeado una bonita fiesta de cumpleaños. Recuerda que no quiero que nadie utilice el bote de remos sin que haya un adulto presente, ¿de acuerdo?

Asentí con la cabeza. Sería el acontecimiento más emocionante de mi vida, más emocionante aún que la representación de ballet. Jamás había disfrutado de una verdadera fiesta de cumpleaños. La única vez que había tenido un pastel de cumpleaños, había sido para mí y para otros dos niños del orfanato. Tener que compartirlo le quitó su encanto especial. Los cumpleaños no son especiales si no tienes una familia con quien celebrarlo, sin una madre que recuerde cosas de cuando eras más pequeña y sin un padre que te dé ese beso especial y diga: «Mi niñita se está haciendo mayor. Dentro de poco tendrá ojos para alguien más aparte de para mí.» ¡Por fin iba a tener una verdadera fiesta de cumpleaños que sería única y exclusivamente para mí, y encima iba a ser una fiesta por todo lo alto!

Le conté a Sanford que Celine quería que practicara ejercicios de danza la mañana de mi cumpleaños, y al escucharme sus ojos se entrecerraron con expresión preocupada. Más tarde, durante la cena, Sanford sacó el tema y Celine me fulminó con una mirada que daba a entender que yo la había traicionado.

—¿Así que ha ido a contártelo lloriqueando? —bramó ella—. ¿Se puede saber por qué te has convertido de pronto en su caballero andante?

—No te pongas así, Celine. Simplemente me lo ha comentado cuando le explicaba los planes que había hecho para su fiesta de cumpleaños. Yo había pensado que podíamos decorar juntos la sala de estar por la mañana y...

—¿En serio, Sanford? ¿Qué esperas que haga yo? ¿Subirme a una escalera y colgar globos? —preguntó ella en tono despectivo.

—No, claro que no. Sólo había pensado que...

Me di cuenta de que Sanford estaba amilanándose.

—No hay vacaciones, ni días libres, ni tiempo para que te olvides de cuál es tu destino, Janet —afirmó Celine, dirigiéndose a mí.

—Lo sé. No estaba quejándome —le dije. No quería que pensara que era una desagradecida.

Me observó fríamente un momento, con una mirada dura y llena de decepción. Tuve que bajar la vista hacia mi plato.

—Ya sé que eres una chica joven, pero como bailarina estás entrando en un mundo que requiere que te hagas adulta más rápidamente, Janet —me dijo—. Eso te hará más fuerte para todo en la vida. Te lo prometo.

Levanté la mirada y ella me sonrió.

—Has avanzado tanto en tan poco tiempo... No hace mucho que no eras más que una chiquilla anónima en ese orfanato. Ahora tienes un apellido y talento. Vas a ser alguien. No me falles, no me abandones —musitó en un tono de súplica que me sorprendió.

—Oh, no lo haré, madre —le aseguré. ¿Cómo podía temer que

yo la abandonase a

ella?

—Estupendo. Entonces está decidido. Trabajaremos por la mañana y después podrás disfrutar de tu fiesta. Mildred decorará la sala de estar —le dijo a Sanford.

—Me haría ilusión ayudar —afirmó Sanford.

—Sí, ya me lo imagino —repuso Celine, y advertí que lo escrutaba con la mirada, igual que solía hacer conmigo, como si intentara ver en su interior.

 

 

Celine resultó ser una profesora más exigente que la propia madame Malisorf. La mañana de mi cumpleaños, me aguardaba con impaciencia en el estudio. Yo iba hacia allí cuando Mildred me dijo que me llamaban por teléfono. Una de mis compañeras de colegio, Betty Lowe, telefoneó para charlar de la fiesta y de los cinco chicos a los que yo había invitado. Me comentó que todo el mundo sabía que yo le gustaba mucho a Josh Brown. La conversación duró más de lo que pensé y cuando entré en el estudio, cinco minutos tarde, Celine estaba enfadada.

—¿Qué te he dicho sobre el tiempo y su importancia cuando se trata de practicar, Janet? Pensaba que lo habías comprendido —espetó en cuanto pisé el estudio.

—Lo siento.

Antes de que pudiera explicarle nada, me ordenó que empezase a hacer ejercicios en la barra. Intentaba concentrarme, pero no lo lograba. No podía evitar pensar en mi fiesta de cumpleaños, en que todos los invitados se pondrían guapos para asistir a ella, en la música y en la comida. Estaba segura de que gracias a la fiesta, los chicos y chicas a los que había invitado acabarían aceptándome en su grupo. No creía que tuviera que hacer nada más para impresionar a Josh, pero, por si acaso, decidí ponerme mi vestido más bonito.

Todos esos pensamientos pasaban por mi cabeza mientras realizaba los ejercicios de ballet. Celine se acercó en la silla de ruedas hasta situarse a apenas unos centímetros de mí, y empezó a criticar mi técnica y mi ritmo.

—No llevas el compás —me dijo—. No, no tan rápido. Escucha la música. ¡Has acabado el salto con demasiada brusquedad! No debes moverte como un elefante, sino flotar como una mariposa. Relaja las rodillas. No. ¡Basta! —gritó, y se cubrió el rostro con las manos.

—Lo siento —murmuré cuando ella se quedó en silencio—. Lo estoy intentando.

—No lo estás intentando. Tienes la cabeza en otra parte. Ojalá no se le hubiera ocurrido a Sanford organizarte esa dichosa fiesta de cumpleaños —masculló. Su boca, habitualmente bonita, estaba crispada y los ojos le chispeaban con tal furia interior que aparté la mirada—. Está bien —dijo finalmente—. Ya recuperaremos el tiempo en otro momento. Ve a prepararte para tu fiesta. Sé darme cuenta de cuándo estoy luchando por una causa perdida. Créeme, sé darme cuenta cuando lo hago —añadió con amargura.

Volví a disculparme, pero en cuanto salí del estudio y estuve fuera de la vista de Celine, eché a correr por el pasillo, subí la escalera y me precipité en mi dormitorio. Quería probar a hacerme un nuevo peinado y aún no había decidido qué vestido me pondría. También había decidido pintarme las uñas. Cuando llegaron los primeros invitados aún estaba arreglándome y Sanford tuvo que venir a decirme que ya era hora de que bajara a saludar a la gente.

Los regalos me aguardaban como si fuesen obsequios apilados bajo el árbol de Navidad. Mildred había colgado globos con cintas largas de diferentes colores del techo. Las ventanas y las paredes estaban decoradas con adornos festivos, y la cantidad de comida era tan impresionante que oí a la señora Williams preguntarse en voz alta qué harían Sanford y Celine cuando llegase el momento de celebrar una boda.

¿Una boda?, dije para mis adentros. ¿Acaso me convertiría en una bailarina famosa y me casaría con un bailarín también célebre? ¿O acabaría casándome con un hombre de negocios adinerado como Sanford? ¿Iría a la universidad y conocería a algún joven apuesto? Era como si mi vida allí fuese la llave para abrir un baúl repleto de tesoros y de fantasías, ¡pero de fantasías que podían convertirse en realidad!

Mis abuelos fueron los últimos en llegar. Oí a Celine preguntarles por Daniel y vi que su madre torcía el gesto.

—Vete a saber dónde se habrá metido —refunfuñó—. Por eso hemos llegado tarde. Se suponía que él iba a traernos.

—Feliz cumpleaños —me dijo mi abuelo al ver que me había acercado. Él fue quien me dio mi regalo.

—Sí, feliz cumpleaños —apostilló mi abuela con sequedad. Apenas se dignó mirarme un instante antes de enfrascarse en una conversación con otros invitados.

Mi abuelo se puso a charlar con Sanford, y yo volví con mis amigos. Bailamos, bebimos refrescos de frutas y comimos. Josh pasó la mayor parte del tiempo junto a mí, aunque de repente Billy Ross también me invitó a bailar.

Después corté el enorme pastel de cumpleaños. Tuve que soplar para apagar las velas y entonces todos me cantaron

Cumpleaños feliz. Mejor dicho: todos menos mi abuela, que se limitó a observarme fijamente con expresión hosca y malhumorada. Mientras nos comíamos el pastel empecé a abrir los regalos, entre exclamaciones de admiración por parte de todos al ver las prendas de ropa preciosas, el secador de pelo y las joyas. Mis abuelos me habían comprado unos guantes de piel que resultaron ser por lo menos dos tallas demasiado grandes.

Me supo mal ver que la fiesta llegaba a su fin. Josh se quedó más tiempo que los demás y me recordó que había prometido enseñarle el lago. Tras decirle a Sanford dónde íbamos, salimos de la casa. Hacía un poco de fresco y estaba nublado. Llevaba puesta la chaqueta de piel que me habían regalado Sanford y Celine.

—Esta casa es fabulosa —comentó Josh—. Es el doble de grande que la mía. Y todo este terreno... Aquí podría tener mi propio campo de béisbol —agregó—. Tienes suerte.

—Tengo suerte —dije yo. Nos detuvimos al llegar a la cima de la colina y contemplamos el lago.

—Me alegro de que te hayas matriculado en nuestro colegio —afirmó Josh—. Si no lo hubieras hecho, lo más seguro es que no te habría conocido.

—No, no me habrías conocido —dije, pensando en el lugar de dónde yo venía. Estuve casi tentada de contarle la verdad. Josh era encantador, pero me daba miedo de que en cuanto oyese la palabra

huérfana se echaría atrás y fingiría no haberme conocido.

—¿Podemos subir al bote de remos? —me preguntó al ver la barca amarrada junto a la orilla.

—Mi padre no quiere que me suba sin que esté con algún adulto. Es que no sé nadar —confesé.

—¿En serio? ¿Cómo es que no sabes?

Me encogí de hombros.

—Pues porque nunca he aprendido.

Entornó los ojos y, al hacerlo, sus cejas casi se tocaron entre sí. Entonces sonrió.

—Puede que yo sea quien te enseñe a nadar este verano.

—Eso me encantaría.

—Aún no te he dado un beso para felicitarte por tu cumpleaños —afirmó.

Me quedé inmóvil y Josh se inclinó lentamente hacia mí. Cerré los ojos y allí, en la cima de la colina detrás de mi nuevo hogar, me besaron por primera vez en los labios. El beso no duró mucho. Incluso me sobresalté un poco cuando nuestros labios se rozaron, pero me pareció el beso más maravilloso del mundo, mejor que cualquiera de los que había visto en la televisión o en el cine. La agradable y cálida sensación que experimenté revoloteó unos instantes en mi corazón y después se zambulló en el pozo de mis recuerdos, donde permanecería para siempre.

—¡Janet!

Ambos nos giramos y vimos a Sanford haciéndonos señas para que volviéramos.

—El padre de Josh ha venido a buscarlo.

—Ya vamos —grité, y echamos a andar hacia la casa. Josh me cogió de la mano. Ninguno de los dos hablamos. Nos soltamos antes de dar la vuelta a la casa para ir a saludar a su padre, que me deseó un feliz cumpleaños.

—Nos veremos en el colegio —me dijo Josh.

Me entraron ganas de darle un beso de despedida, pero parecía azorado y subió a toda prisa en el coche de su padre. Al cabo de un momento, me decía adiós con la mano, y mi fiesta había terminado. Me sentí igual que en las contadísimas ocasiones que teníamos un postre especial y riquísimo en el orfanato... Cuando ya me quedaba poco para acabarlo, siempre quería saborear lentamente los últimos trocitos para alargar al máximo el placer.

Entré en la casa. Mildred estaba ocupada recogiéndolo todo y limpiando, pero no parecía molesta por el trabajo adicional, y cuando me ofrecí a ayudarla se echó a reír y me dijo que no me preocupara. Me disponía a subir a mi habitación para quitarme el vestido de fiesta cuando de repente oí unas voces en el comedor. Mis abuelos aún estaban ahí, tomando café y charlando con Celine.

Me sentía nerviosa por interrumpirlos, así que titubeé cerca de la puerta. Justo antes de que me decidiera a entrar para intentar conocerles un poco más, oí a mi abuela decir:

—Ella siempre será una extraña para mí, Celine. No es de nuestra sangre, y la sangre es lo más importante en una familia.

—Eso es ridículo, madre, y además, a mí no me preocupa la familia. Yo no quiero tener simplemente una hija. Cualquiera puede tener una hija. Yo quiero una bailarina —repuso Celine.

El alma se me cayó a los pies al escuchar sus palabras. ¿Qué quería decir con eso?

—Motivo de más para poner en duda lo que estás haciendo, Celine. Vi a la niña en la representación de danza. ¿Qué demonios te hizo pensar que ella tiene algo especial?

—Lo tiene —afirmó Celine.

—Pues si lo tiene, lo guarda muy oculto —replicó—. ¿Dónde está, por cierto? Lo menos que podría hacer es mostrar un poco de respeto. Yo me he tomado la molestia de venir aquí.

Decidí que ése era el momento oportuno para hacer acto de presencia y entré.

—Hola —dije con voz temblorosa y un nudo en el estómago a causa de las palabras de Celine—. Gracias por vuestro regalo, abuela y abuelo.

Mi abuelo me saludó con un ademán de cabeza y me sonrió. Mi abuela frunció los labios en un mohín de disgusto.

—Tenemos que irnos —dijo—. Tu hermano es una preocupación constante para mí —añadió mirando a Celine—. Tengo miedo de que el día menos pensado le dé por casarse con una de esas fulanas y traiga la deshonra a toda la familia —agregó mientras se ponía en pie.

—La culpa la tienes tú —le recriminó Celine—. Lo has malcriado.

—Yo no lo he malcriado. Tu padre lo ha malcriado —replicó.

—Ya sentará la cabeza —intervino Sanford—. Simplemente le ha dado por irse de picos pardos y correrse juergas ahora que es joven.

—¿Ah, sí? —dijo mi abuela—. ¿Y cuándo crees que dejará de darle por ahí?

Sanford se rió y luego los acompañó hasta la puerta. Mi abuelo me dio una palmadita en la cabeza al salir y murmuró algo así como: «Muchas felicidades.»

Yo me quedé con Celine, que cavilaba en su silla de ruedas con expresión hosca.

—Gracias por la fiesta —le dije. Alzó la mirada como si acabara de darse cuenta de que yo seguía en la habitación.

—¿Dónde estabas?

—He ido a dar un paseo con Josh para enseñarle el lago —contesté.

Giró la silla de ruedas para rodear la mesa y se acercó hasta mí.

—Debes tener mucho cuidado con los chicos —me advirtió.

Sonreí. Acababa de cumplir trece años.

—Ya sé lo que estás pensando. Piensas que tienes tiempo de sobra para preocuparte de los amoríos, pero créeme: no lo tienes. Tú no. Eres especial. No quiero que se te ablande el cerebro con tonterías de enamoramientos. Todo eso distrae la atención y ya has visto esta mañana lo que ocurre cuando estás distraída.

Se aproximó más, hasta quedar frente a mí, y nos miramos a los ojos.

—El sexo te absorbe las energías creativas, Janet. Puede llegar a consumirte —me explicó—. Cuando yo bailaba y estaba alcanzando la cúspide de mi carrera, me abstuve de mantener relaciones sexuales con Sanford. Durante mucho tiempo, incluso dormíamos en habitaciones separadas —agregó.

No dije nada y no me moví. Creo que ni siquiera parpadeé.

—Muchos chicos me iban detrás, sobre todo cuando tenía tu edad —prosiguió Celine—, pero no me quedaba tiempo que perder en enamoramientos de adolescente. Tú tampoco lo tendrás, así que no des alas a ninguno. —Dicho lo cual, giró la silla de ruedas para salir de la habitación, pero se detuvo y añadió—: Mañana intentaremos recuperar el día de hoy.

Me dejó ahí, mirando cómo se alejaba. ¿Recuperar el día de hoy? Por el modo en que lo había dicho, daba la sensación de que mi cumpleaños y mi fiesta fuesen un contratiempo molesto.

Tenía una abuela que en realidad no quería una nieta, y una madre que sólo me quería para que fuese la bailarina que ella no podía ser.

No, Josh, puede que yo no tenga tanta suerte como te imaginas, pensé.

Afuera, el cielo se oscureció. Comenzó a llover y las gotas que golpeaban contra los cristales parecían lágrimas del cielo.

 

 

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