Janet

Janet


Capítulo UNO

Página 5 de 17

C

a

p

í

t

u

l

o

U

N

O

 

-¡J

anet! —oí exclamar con voz sibilante a la señora McGuire, y abrí los ojos al instante. Su rostro tenía una expresión furiosa, con la boca crispada, los ojos grises muy abiertos y destellantes como ascuas—. ¡Ponte derecha! —me ordenó entre dientes. Entonces se obligó a sonreír y se volvió hacia la pareja que esperaba detrás de ella—. Pasen por aquí, señor y señora Delorice —dijo en un tono de voz mucho más agradable.

Respiré hondo y contuve el aliento mientras el corazón de repente empezaba a latirme con tanta fuerza que parecía a punto de estallarme en el pecho. La señora McGuire se puso detrás de mí para que los Delorice pudieran verme bien. El señor Delorice era alto y delgado, con el pelo oscuro y los ojos soñolientos. La señora Delorice iba en silla de ruedas y era muy guapa. Tenía un rostro de hermosas facciones tan pequeñas como las mías, pero perfectamente proporcionadas. El cabello, del color de una puesta de sol rojiza, le caía en suaves ondas sobre los hombros. Pese a ir en silla de ruedas no había en ella nada enfermizo ni débil. Su tez era tersa y nacarada, y sus labios, rojos como las fresas. Llevaba un vestido de color amarillo intenso, mi color favorito, y un collar de perlas diminutas. Su aspecto era como el de todas las demás posibles madres adoptivas que yo había conocido, excepción hecha de la silla de ruedas y del calzado que llevaba en sus pequeños pies. Aunque jamás había visto unas zapatillas de ballet, pensé que eran así. Si iba en silla de ruedas, ¿por qué llevaba zapatillas de ballet?, me pregunté.

El señor Delorice acercó a su esposa hasta situarla justo delante de mí. Yo estaba demasiado fascinada para moverme, y mucho menos para hablar. ¿Por qué querría una mujer en silla de ruedas adoptar a una niña de mi edad?

—Señor y señora Delorice, les presento a Janet Taylor. Janet, éstos son el señor y la señora Delorice.

—Hola —dije, aunque obviamente no lo bastante fuerte para complacer a la señora McGuire. Me indicó con un gesto imperioso que me pusiera en pie, y me levanté de la silla como un resorte.

—Por favor, querida, llámanos Sanford y Celine —me dijo la hermosa mujer.

Extendió la mano y yo se la estreché con suavidad, sorprendida ante la fuerza con la que sus dedos se cerraban en torno a los míos. Nos quedamos mirándonos la una a la otra durante un momento. Entonces alcé la vista hacia Sanford Delorice.

Él me observaba fijamente abriendo un poco más los ojos, por lo que advertí que eran una mezcla de marrón y verde. Llevaba el pelo muy corto, lo que confería a su delgado rostro un aspecto aún más alargado y estrecho. Vestía una americana gris oscuro de estilo informal, sin corbata, y pantalones azul marino. Llevaba desabrochados los dos botones superiores de la camisa blanca. Supuse que la llevaría así para que el cuello no le apretara su abultada nuez.

—Es perfecta, Sanford, absolutamente perfecta, ¿verdad? —musitó Celine, contemplándome.

—Sí, sí que lo es, cariño —repuso Sanford. Seguía con sus largos dedos aferrados a las manillas de la silla de ruedas, como si estuviese pegado o temiera soltarse.

—¿Ha recibido alguna formación relacionada con las artes? —preguntó Celine a la señora McGuire. No se dignó mirarla al preguntarle. Mantenía los ojos clavados en mí. Escrutaba mi rostro, y aunque su penetrante mirada empezaba a ponerme nerviosa, no me atrevía a apartar los ojos de ella.

—¿Las artes? —repitió la señora McGuire.

—Sí. Canto, danza... ¿ballet, quizá? —preguntó.

—Oh, no, señora Delorice. Los niños de aquí no tienen la suerte de ser tan afortunados —respondió la señora McGuire.

Celine volvió a mirarme. Sus ojos parecieron tomarse más pequeños al entrecerrarse y clavarse en mí con aún más intensidad.

—Pues Janet sí tendrá esa suerte. Ella sí será tan afortunada —vaticinó con certeza. Y esbozó una leve sonrisa—. ¿Te gustaría venir a vivir con Sanford y conmigo, Janet? Tendrás tu propia habitación, que será muy espaciosa y cómoda. Estudiarás en un colegio privado. Te compraremos un vestuario nuevo completo, incluidos zapatos nuevos. Dispondrás de una zona de estudio separada en tu dormitorio para hacer los deberes y también tendrás tu propio cuarto de baño. Estoy segura de que te encantará nuestra casa. Vivimos en las afueras de Albany y tenemos unos jardines tan grandes o incluso más que los de aquí.

—Eso suena estupendo —comentó la señora McGuire, como si fuese a ella a quien le estuvieran ofreciendo irse a un nuevo hogar.

Pero a la señora Delorice no parecía interesarle en absoluto lo que ella dijera. Se limitó a mirarme fijamente y a aguardar mi respuesta.

—¿Janet? —me apremió la señora McGuire cuando hubo transcurrido un largo silencio.

¿Cómo podía rechazar semejante ofrecimiento? Y, sin embargo, al alzar los ojos y dirigir una mirada a Sanford y después a Celine, no pude evitar sentir un aleteo de inquietud en el corazón. Aparté de mi mente los rostros sombríos, miré un instante a la señora McGuire y entonces asentí con la cabeza.

—Me gustaría mucho —afirmé, esperando que se me diera tan bien como a ella fingir una sonrisa.

—Estupendo —dijo Celine. Giró la silla de ruedas hacia la señora McGuire—. ¿Cuándo podrá marcharse Janet?

—Bueno, piense que hay que hacer bastante papeleo. No obstante, teniendo en cuenta todo lo que ya sabemos sobre usted y su marido, sus excelentes referencias y el informe de la asistenta social, supongo que...

—¿Podemos llevárnosla hoy mismo? —la interrumpió Celine con impaciencia.

El corazón me dio un vuelco. ¿Hoy mismo? ¿Tan rápido?

Por una vez, la señora McGuire no sabía qué decir.

—Supongo que sería posible —repuso al fin.

—Bien. Sanford, ¿por qué no te quedas con la señora McGuire y ultimas los trámites burocráticos que hagan falta? Mientras tanto, Janet y yo saldremos afuera y empezaremos a conocemos un poco más —dijo ella.

Se suponía que aquello era una sugerencia, pero a mí me pareció más bien una orden. Miré al señor Delorice y noté que la mandíbula se le había tensado de crispación, al igual que sus dedos, aferrados a las manillas de la silla de ruedas.

—Pero algunos documentos requieren la firma de los dos —arguyó la señora McGuire.

—Sanford tiene poderes para firmar por mí —replicó Celine—. Janet, ¿puedes empujar mi silla? En realidad no peso tanto como parece —añadió con una sonrisa.

Miré a la señora McGuire. Ella asintió en silencio y Sanford se hizo a un lado para que yo pudiera coger las manillas.

—¿Adónde te parece que vayamos, Janet? —me preguntó Celine.

—Pues podríamos salir al jardín —contesté con voz vacilante. La señora McGuire hizo otro gesto afirmativo.

—Estupendo. No tardes más de lo necesario, Sanford —dijo ella mientras yo comenzaba a empujar la silla de ruedas hacia la puerta. Me adelanté, la abrí y salimos.

Avanzaba por el pasillo, abrumada y asombrada de mí misma y de todo lo que estaba sucediendo. No sólo iba a tener unos padres, sino que había encontrado a una madre que quería que yo la cuidara casi tanto como yo quería que ella me cuidara a mí. Qué comienzo tan extraño y maravilloso, pensé mientras conducía a mi nueva madre hacia el soleado día que nos aguardaba.

—¿Ha sido duro para ti vivir aquí, Janet? —me preguntó Celine cuando salimos al aire libre. Íbamos por el sendero que conducía al jardín.

—No, señora —repuse, procurando no distraerme por los chicos que miraban hacia nosotras.

—Oh, por favor, Janet, no me llames señora —dijo volviéndose hacia mí al tiempo que ponía su mano sobre la mía. Noté su calidez—. Podrías llamarme «madre». No hace falta que esperemos a conocemos más para eso. De ahora en adelante, llámame madre —me rogó.

—Vale —respondí. A esas alturas ya me daba cuenta de que a la señora Delorice no le gustaba que le llevaran la contraria.

—Hablas tan suavemente, cielo. Supongo que te has sentido muy insignificante, pero a partir de ahora no te sentirás así. Vas a ser famosa, Janet. Serás espectacular —afirmó con tanta vehemencia que contuve el aliento al oírla.

—¿Yo?

—Sí, tú, Janet. Ven aquí delante y siéntate —me dijo cuando llegamos al primer banco del camino. Cruzó las manos sobre el regazo y esperó a que me sentara. Entonces sonrió—. Flotas, Janet. ¿Te has dado cuenta? Te deslizas como si caminaras sobre una nube de aire. Eso es instintivo. La gracilidad es algo con lo que se nace o no se nace, Janet. No se puede aprender. Nadie puede enseñarte a tenerla. Hubo un tiempo —musitó mientras sus ojos verdes se oscurecían— en que yo tenía gracilidad. Yo también me deslizaba. Pero —dijo rápidamente, adoptando de nuevo una expresión y un tono de voz más alegres y desenfadados— hablemos primero de ti. Te he estado observando.

—¿Cuándo? —quise saber, recordando lo que me había contado la señora McGuire.

—Pues en distintas ocasiones, a lo largo de poco más de dos semanas. Sanford y yo vinimos en diferentes momentos del día. Normalmente nos quedábamos sentados en el coche y os mirábamos a ti y a tus pobres hermanos y hermanas mientras jugabais. Incluso te he visto una vez en el colegio —admitió.

Me quedé boquiabierta de tan sorprendida. ¿Me habían seguido hasta el colegio? Ella se echó a reír.

—En cuanto te vi supe que tenías que ser mía. No me cupo la menor duda de que tú eras la indicada, Janet. Me recuerdas tanto a mí misma cuando tenía tu edad...

—¿Ah, sí?

—Sí, y cuando Sanford y yo volvimos a casa, no dejaba de pensar en ti y de soñar contigo. Incluso te imaginaba caminando con gracia al bajar por nuestra escalera y recorrer la casa. Hasta podía oír la música —musitó, con una mirada ausente en sus ojos.

—¿Qué música? —pregunté, empezando a sospechar que la señora Delorice era algo más que simplemente mandona.

—La música con la que bailarás, Janet —contestó, inclinándose hacia mí para cogerme la mano—. Oh, hay tantas cosas que contarte y tanto que hacer... Estoy impaciente por empezar. Por eso he querido que Sanford resuelva cuanto antes todas esas tonterías burocráticas de papeleo y nos lleve a las dos a casa. A casa —repitió, y su sonrisa se tomó aún más dulce—. Supongo que esa palabra te resultará extraña, ¿verdad? Nunca has tenido un hogar. Lo sé todo de ti —añadió.

—¿Qué sabes? —le pregunté. Tal vez ella supiera algo de mis verdaderos padres.

—Sé que te quedaste huérfana al poco de nacer. Sé que algunas parejas muy bobas vinieron aquí buscando un niño o una niña para adoptar y que no se fijaron en ti. Ellos se lo perdieron y yo he salido ganando —agregó con una risa breve y estridente.

—¿A qué te referías cuando has dicho eso de la música con la que bailaré? —pregunté.

Ella me soltó la mano y se recostó contra el respaldo de la silla de ruedas. Por un momento pensé que no iba a contestarme. Se quedó con la mirada perdida, contemplando el bosque. Un gorrión se detuvo cerca de nosotras y nos estudió con curiosidad.

—Después de elegirte, te observé, te sometí a una prueba imaginaria —me explicó—.

Estudié tus andares, tus gestos y tu postura corporal. Quería ver si reunías las cualidades necesarias para ser entrenada a fin de convertirte en la gran bailarina que yo iba a ser, la bailarina que ya nunca podré soñar siquiera con ser. Y estoy convencida de que sí las reúnes, no me cabe la menor duda. ¿Eso te gustaría? ¿Te gustaría ser una bailarina famosa, Janet?

—¿Una bailarina famosa? Nunca se me había ocurrido —repuse con sinceridad—. La verdad es que me gusta bailar. También me gusta la música —añadí.

—Claro que sí —repuso ella—. Alguien con tu gracia natural y tu sentido del ritmo tiene que amar forzosamente la música, y la danza te encantará, ya lo verás. Te encantará el poder que te hace sentir. Te sentirás... —Cerró los ojos y respiró hondo. Cuando volvió a abrirlos, advertí que brillaban con un destello extraño e inquietante—. Sentirás que puedes volar como un pájaro. Cuando se es una buena bailarina, y tú lo serás, una se pierde en la música, Janet. Te transportará, igual que me ocurrió a mí tantas, tantísimas veces antes de quedar inválida.

—¿Qué te pasó? —me atreví a preguntarle.

Era obvio que le emocionaba hablar de danza, pero la mirada inquietante de sus ojos me ponía nerviosa, y quería distraerla para que dejara de observarme tan fijamente. La sonrisa dulce y ensoñadora desapareció del rostro de la señora Delorice. Entonces volvió la cabeza y miró hacia el edificio antes de contestarme.

—Tuve un accidente automovilístico muy grave. Una noche, Sanford perdió el control de nuestro coche cuando volvíamos de una fiesta. Él había bebido un poco más de la cuenta, aunque nunca lo reconocerá. Dijo que le habían deslumbrado los faros de un camión. Nuestro coche se salió de la carretera y se estampó contra un árbol. Él llevaba el cinturón de seguridad, pero yo había olvidado abrochármelo. La puerta de mi lado se abrió y yo salí despedida del coche. Sufrí graves daños en la columna vertebral. Estuve a punto de morir.

—Lo siento —me apresuré a decir.

Una sombra de dureza le oscureció el ceño y el semblante se le demudó.

—Yo ya he superado lo de sentirlo. Me pasé años sintiéndolo, pero compadecerse de una misma no ayuda en nada, Janet. Nunca caigas en la autocompasión, o te volverás incapaz de ayudarte a ti misma. ¡Ay! —exclamó animadamente y con aquel destello reluciendo de nuevo en sus ojos—. Tengo tantas cosas que contarte, que enseñarte... Será maravilloso para las dos. ¿Tú también estás contenta?

—Sí —respondí. Era cierto, pero todo estaba sucediendo tan de prisa que no podía evitar sentirme nerviosa y un poco asustada.

Ella volvió a mirar hacia el edificio.

—¿Dónde se habrá metido Sanford? Nunca he visto a un hombre que pierda tanto tiempo como él. Pero cuando lo conozcas mejor, llegarás a admirarlo por su compasión y sensibilidad —me aseguró—. Ahora no hay nada que él no esté dispuesto a hacer por mí, y... —añadió con una gran sonrisa— ahora tampoco hay nada que no esté dispuesto a hacer por ti. Piénsalo, Janet, piénsalo —insistió—: por primera vez en tu vida, tendrás a dos personas cariñosas que se preocuparán más por ti que por ellas mismas. Oh, sí, es la pura verdad, mi querida y preciosa Janet. Mírame, fíjate en mí. ¿Por qué habría de seguir preocupándome por mí misma? Estoy aprisionada de por vida en este cuerpo de inválida, y en cuanto a Sanford... Sanford vive para hacerme feliz. Así que ya ves —dijo, y dejó escapar aquella risita estridente—, si mi felicidad depende de tu felicidad, Sanford se desvivirá por ti tanto como yo. Serás feliz, Janet —afirmó en un tono de voz tan tajante que me asustó. Era casi como si me estuviera ordenando que fuese feliz—. Eso te lo prometo —añadió.

Sanford salió del edificio.

—Ya era hora —murmuró ella—. Vamos, Janet, querida. Comencemos tu nueva vida. Podríamos considerar el día de hoy como la fecha de tu verdadero nacimiento. ¿De acuerdo? Es más, a partir de ahora éste será el día de tu cumpleaños. ¿Por qué no? ¿Qué te parece? Me gusta la idea. ¿Y a ti? —preguntó, y volvió a emitir aquella risilla—. ¡Hoy es tu cumpleaños! ¡Sanford!

Lo llamó antes de que yo pudiera responderle. De hecho, no sabía qué decir. Mi cumpleaños nunca había sido algo especial para mí. Sanford echó a andar hacia nosotras.

—Hoy es un día más extraordinario de lo que imaginábamos. Es el cumpleaños de Janet —le dijo ella.

—¿Lo es? —preguntó él, desconcertado—. Pero yo pensaba que...

—Sí, hoy es su cumpleaños —repuso ella con acritud, pronunciando las palabras como si se las arrojase.

Sanford asintió. Ella extendió la mano hacia mí.

—Vámonos ya —me dijo—. Vayamos a casa a celebrarlo.

Cuando vi la expresión sombría de Sanford y recordé el destello enloquecido que había asomado a los ojos de la señora Delorice, me pregunté dónde me había metido.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page