Janet

Janet


Capítulo DOS

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ese a los años que había vivido en el orfanato, no había nadie de quien me diera pena despedirme. Mis adioses fueron rápidos. Quienes durante tanto tiempo se habían burlado de mí se limitaron a mirarme fijamente con envidia. Nadie tenía gran cosa que decir. Sólo Margaret se me acercó mientras yo recogía mis pertenencias, y me susurró:

—¿Qué clase de madre es una madre en silla de ruedas?

—Una que desea quererme —repliqué, y la dejé mordisqueándose la cara interior de la mejilla.

Celine ya estaba en el coche, aguardando. Sanford me ayudó a llevar mis pertenencias y después me abrió la portezuela, como si fuese mi chófer. Tenían un coche negro con pinta de ser carísimo, con asientos de cuero tan suaves como el algodón. Me dije que el coche era tan grande como una limusina. El interior olía a rosas frescas.

—Fíjate en ella, Sanford —comentó Celine—. No le da ni pizca de pena marcharse de este lugar. ¿Verdad que no, querida?

—No... —La siguiente palabra me pareció tan difícil de pronunciar, tan extraña, que se me trababa la lengua—. Madre.

—¿La has oído, Sanford? ¿Has oído cómo me ha llamado?

—Sí, cariño. —Él se volvió a mirarme y sonrió por primera vez desde que lo conocía—. Bienvenida a nuestra familia, Janet.

—Gracias —contesté, pero supe que había hablado en voz demasiado baja para que me hubieran oído.

—Hemos tenido una agradable charla en el jardín mientras tú te encargabas del papeleo, Sanford.

—¿Ah, sí?

—Janet me ha dicho que le encanta bailar —afirmó Celine.

—¿De verdad? —Sanford parecía sorprendido.

Yo le había dicho que me gustaba bailar, pero no había bailado lo suficiente como para poder decir que me encantara, sobre todo tratándose del tipo de baile al que ella se refería. Celine se volvió hacia mí.

—Yo era más jovencita que tú cuando comencé a entrenarme, Janet. Mi madre me apoyó mucho, quizá porque su madre (mi abuela Annie) fue una primera bailarina. A mi madre se le partió el corazón casi tanto como a mí cuando tuve que abandonar la danza. —Se había girado para mirarme y advertí que en sus ojos brillaba de nuevo aquel destello extraño. Aspiró profundamente antes de proseguir—. Tanto mi padre como mi madre aún viven. Residen en Westchester, en la misma casa donde mi hermano Daniel y yo nos criamos —me explicó.

El corazón empezó a latirme con más fuerza. Una cosa era soñar con tener un padre y una madre, y otra bien distinta imaginar que sería tan afortunada como para, además, tener una familia entera, con abuelos, tíos y tías. A lo mejor también habría algún primo, quizá una chica de mi edad, de la que podría acabar siendo su mejor amiga.

—Por desgracia, los padres de Sanford murieron —continuó Celine, mirando fijamente a éste—. Su hermana, Marlene, vive en Denver, pero apenas nos vemos. Yo no le caigo bien.

—Celine, por favor —protestó él, con voz débil.

—Sí, Sanford tiene razón. Nada de cosas desagradables, nunca más. No hay necesidad de que sepas ninguna de las cosas desagradables que tuve que soportar. Bastantes has tenido ya en tu corta y desdichada vida —afirmó—. Ah, tampoco tendrás que preocuparte por el dinero. Somos ricos.

—No deberías hacer ese tipo de comentarios, Celine —le reprendió suavemente Sanford. Me di cuenta al instante de que se arrepentía de haber hablado.

—¿Por qué no? ¿Por qué no debo enorgullecerme? Sanford posee y dirige una fábrica de cristal. Nuestra empresa no es tan grande como Corning, pero les hacemos la competencia, ¿verdad, Sanford? —se jactó.

—Sí, cariño. —Él giró la cabeza para mirarme—. Cuando ya te hayas instalado, te enseñaré la fábrica.

—Puedes enseñársela, pero no creas que va a pasar mucho tiempo allí, Sanford. Estará demasiado ocupada con los estudios y con sus clases de danza —le aseguró Celine.

Sentí un escalofrío, como si una gota helada se deslizara por mi espalda.

—¿Y si no puedo ser bailarina? —pregunté. ¿Me enviarán de vuelta al orfanato?, pensé.

—¿«No puedo ser»? No seas tonta, Janet. Ya te lo he dicho: tienes gracilidad. Tú ya bailas. Bailas cuando caminas, por la manera que tienes de moverte, de mirar a la gente, de sentarte. Sé reconocer ese don en los demás porque yo misma lo tuve. No fracasarás —me aseguró en tono confiado—. No te dejaré fracasar. Yo seré tu cojín, tu paracaídas. No sufrirás la clase de desilusiones que yo sufrí —me prometió.

Sintiéndome aún más intranquila, me rodeé a mí misma con ambos brazos. Cuando era más pequeña, solía imaginar que mis brazos eran los de mi madre, que me abrazaba. Cerraba los ojos y me imaginaba el aroma de su pelo, la suavidad de su piel, la calidez de sus labios al besarme en la frente. ¿Podría Celine abrazarme así alguna vez? ¿O el hecho de que estuviera confinada a una silla de ruedas lo haría demasiado difícil?

Miré por la ventanilla el paisaje que fluía a nuestro paso. Era como si el mundo entero se hubiese transformado en líquido y se deslizara ante nosotros en un río de árboles, de casas, de praderas e incluso de personas. Apenas nadie se fijaba en nosotros, aunque yo me sentía muy especial. Todos deberían estar vitoreándonos a nuestro paso, me dije, ya no soy huérfana.

—Parece que va a llover —observó Sanford, señalando con la barbilla en dirección a una densa capa de nubarrones que avanzaba hacia nosotros desde el horizonte.

—De eso nada —dijo Celine—. Hoy quiero que el sol brille todo el día.

Sanford sonrió y noté cómo la tensión se desvanecía en él.

—Veré qué puedo hacer —afirmó.

A juzgar por la forma en que la miraba y lo pendiente que estaba de ella, no me cupo la menor duda de que si estuviera en su mano, Sanford modificaría el tiempo y el mundo con tal de complacerla. Aquí hay amor, pensé, alguna clase de amor. Sólo esperaba que fuese del bueno.

 

 

Cuando finalmente divisé la casa a lo lejos, pensé que había aterrizado en un cuento de hadas. Nadie vive realmente en una casa así, me dije mientras el coche recorría el largo camino de acceso circular bordeado de setos perfectamente recortados. Situados a intervalos regulares había faroles de color gris marengo, con relucientes fanales de bronce. Celine no había exagerado: su jardín era mucho más extenso que el del orfanato. Había grandes arces rojos cuajados de hojas que parecían rubíes oscuros y un par de enormes sauces llorones, cuyas ramas colgantes tocaban el suelo formando una cueva de sombras. Alcancé a distinguir el contorno de dos bancos y una pequeña fuente entre la oscuridad. Las ardillas brincaban alrededor de la fuente y sobre los bancos, subían a los árboles y correteaban por el césped con una energía nerviosa, dicharachera. Vi un conejo asomarse entre los árboles, mirar hacia nosotros y luego alejarse a saltitos en dirección a la hierba más alta.

Me giré para mirar la casa, un edificio alto de dos plantas rodeado por un porche. Dos petirrojos se paseaban por los cuatro escalones de madera de la parte delantera. A un lado había una rampa para la silla de ruedas de Celine, y vi un gorrión posado tan quieto sobre ella que parecía un pájaro disecado.

Todo era tan mágico... como si una varita mágica le hubiese hecho cobrar vida.

—Hogar, dulce hogar —dijo Celine—. Hicimos muchos arreglos para modernizar la casa cuando la compramos. Es victoriana —me explicó. No sabía qué significaba eso, pero por la manera en que lo dijo comprendí que era algo de categoría.

La casa parecía recién pintada, de un blanco deslumbrante e inmaculado. La doble puerta principal tenía sendas vidrieras de espejo en la mitad superior de ambas hojas, y todos los ventanales de las dos plantas de la casa tenían vaporosas cortinas blancas. Sólo las ventanas del desván estaban a oscuras, cubiertas con lo que parecían unos cortinajes grises corridos.

—Tu habitación está orientada al este, así que te despertarás con la luz del sol por las mañanas —me explicó Celine.

A la derecha, justo detrás de la casa, estaba el garaje, pero Sanford detuvo el coche delante de la entrada y se bajó rápidamente. Abrió el maletero, sacó la silla de ruedas y después le abrió la puerta a Celine.

—Coge sus cosas —ordenó Celine en cuanto estuvo sentada en la silla.

—¿No quieres que primero te lleve adentro?

—No. Te he pedido que cojas sus cosas —replicó ella con firmeza—. ¿Dónde se habrá metido Mildred? —refunfuñó en voz baja.

Bajé del coche y me quedé mirando la casa, mi nuevo hogar. El deseo de Celine se había cumplido en parte. Los nubarrones se habían disipado y los rayos del sol hacían relucir las ventanas, pero antes de que subiéramos hasta la puerta principal, el cielo volvió a encapotarse y las nubes reaparecieron, bañándolo todo en sombras. Celine se estremeció y se ciñó el chal que Sanford le había puesto sobre los hombros.

—¿Qué te parece? —me preguntó con expectación.

—Es preciosa —contesté.

A decir verdad, cualquier casa con una familia en su interior me habría parecido preciosa, aunque fuese la mitad de pequeña y de lujosa que aquélla. Tras las puertas cerradas y las cortinas corridas, las familias cenaban juntas o veían la televisión. Los hermanos y las hermanas jugaban y se hacían rabiar, pero compartían sus secretos y se contaban sus sueños. Había hombros en los que apoyarse, labios que te besaban para ahuyentar las lágrimas, voces cálidas que traían calor a los pequeños corazones fríos y atemorizados. Había padres que tenían brazos fuertes para sostenerte, que olían a aire fresco y a loción para después del afeitado; y madres guapas y cariñosas, envueltas en fragancias florales, en aromas perfumados que al aspirarlos avivaban tu imaginación y te hacían soñar con llegar a ser tan hermosa y bonita como ellas.

Sí, era una casa preciosa. Todos los hogares eran casas preciosas.

—Date prisa, por favor, Sanford —dijo Celine mientras ella misma se acercaba a la rampa en la silla de ruedas.

Él sacó mis dos maletas y una de las bolsas más pequeñas. Hice ademán de empujar la silla de ruedas, pero Celine volvió la cabeza antes de que lo hiciera. Era como si tuviese ojos en la nuca.

—No, Janet. No quiero que hagas ningún esfuerzo. No podemos arriesgarnos a que te hagas un esguince.

Me detuve en seco, desconcertada. ¿Hacerme un esguince? No tenía la menor idea de qué quería decir con eso.

—No te preocupes, puedo yo solo —me dijo Sanford, al tiempo que se las apañaba de algún modo para empujar la silla de ruedas por la rampa sin que se le cayeran las maletas que llevaba bajo el brazo. Subí tras él. Al llegar al porche, dejó las maletas en el suelo y se apresuró a abrir la puerta.

—¿Dónde estará esa idiota? —bramó ella.

Yo no tenía ni idea de a quién se refería. ¿Viviría alguien más en su preciosa casa?

—No pasa nada —dijo él, introduciendo la llave en la cerradura.

Celine se volvió hacia mí y me sonrió.

—Ahora sí puedes empujar la silla, cielo —me dijo, y obedecí a toda prisa.

Sanford abrió la puerta y entramos en la casa. El vestíbulo era amplio, con espejos a ambos lados. A la derecha había un perchero y una mesita sobre la que vi varios folletos. Al mirarlos más de cerca advertí que eran programas de una representación de danza. La fotografía de Celine estaba en una de las portadas. En la parte superior, impreso en grandes letras rojas, rezaba:

La bella durmiente.

—Primero quiero que veas el estudio —dijo Celine al percatarse de lo que había llamado mi atención—. Sanford, súbele las cosas a su dormitorio y mira a ver si encuentras a Mildred. Volvemos dentro de unos minutos.

Vi que había un ascensor en forma de silla instalado en paralelo a la escalera, y arriba, en la planta superior, otra silla de ruedas. Celine se adentró en la casa y yo la seguí lentamente, fijándome en todo. De las paredes colgaban hermosos cuadros, todos ellos de bailarinas de ballet, una de las cuales se parecía mucho a Celine.

—Esta es la sala de estar —dijo señalando hacia una habitación a la izquierda.

Apenas me dio tiempo a mirarla porque ella siguió avanzando rápidamente por el pasillo. Vi un elegante sofá de color rosa y blanco ribeteado con un volante en la base, un sillón rojo, la chimenea de piedra y la repisa, sobre la que colgaba un retrato inmenso de Celine vestida de bailarina.

—Ya hemos llegado —afirmó deteniéndose ante una puerta.

Me puse a su lado y miré la habitación. Era amplia, con el suelo de parquet reluciente, y estaba vacía. Todas las paredes de la estancia tenían espejos de cuerpo entero y en uno de los lados había una barra larga de madera.

—Éste es mi estudio y de ahora en adelante será tuyo —declaró—. Hice derribar un tabique para unir dos habitaciones. No se puede reparar en gastos cuando se trata de arte.

—¿Mi estudio? —pregunté.

—Claro, Janet. Tendrás la mejor profesora de ballet: madame Malisorf, que ha formado a algunas bailarinas rusas muy famosas, y en su juventud ella misma fue una bailarina de gran talento. Fue mi profesora y mentora.

De nuevo vi aquella extraña mirada ausente en sus ojos.

—Pero yo no tengo ni idea de ballet —argüí con voz temblorosa. Tenía miedo de que me llevase de vuelta al orfanato en cuanto se diera cuenta de lo torpe que yo era.

—Eso no es ningún problema. Al contrario, es mejor así. Prefiero que no tengas ni idea —repuso cogiéndome la mano.

—¿Ah, sí?

—Desde luego. Llegas pura, intacta, a la danza. Eres una bailarina inocente, no estás contaminada por los vicios de ninguna profesora mediocre. Madame Malisorf se alegrará —me aseguró—. Le encanta trabajar con talentos puros.

—Pero yo no tengo ningún talento —objeté.

—Claro que lo tienes.

—Me parece que ni siquiera he visto un ballet en la televisión —confesé.

Ella rompió a reír y me alegró advertir que su cara recuperaba su expresión normal.

—No, ya me imaginaba que nunca habrías visto ninguno, teniendo en cuenta que has vivido en esos centros con criaturas a las que no se les brinda ninguna oportunidad. No debes tener miedo —dijo con suavidad, apretándome la mano—. El ballet no es tan difícil como te imaginas y tampoco es una extraña modalidad de danza reservada únicamente para los que son muy ricos. Es simplemente otra manera de contar una historia, una manera hermosa de contarla, mediante la danza. El ballet es la base de toda la danza teatral de Occidente. A quienes desean ser bailarines de danza moderna o dedicarse profesionalmente a bailar en el mundo del espectáculo siempre se les aconseja que comiencen estudiando ballet.

—¿De verdad?

—Claro —repuso ella con una sonrisa—. Así que ya ves, estarás haciendo algo que te ayudará en muchos sentidos. Adquirirás una postura maravillosa, más gracilidad, ritmo y belleza. Serás mi primera bailarina, Janet.

Se quedó mirándome con una expresión tan rebosante de esperanza y de amor que sólo pude devolverle la sonrisa. De repente oímos un portazo y a alguien bajar corriendo la escalera. Celine giró la silla de ruedas y yo volví la cabeza y vi a una chica alta y rubia que se acercaba por el pasillo. Iba vestida con uniforme de doncella. Tenía unos grandes ojos marrones, la nariz un poco demasiado larga y la boca un pelín demasiado ancha, con una barbilla pequeña y puntiaguda.

—Lo siento, señora Delorice. No les he oído llegar.

—Seguro que llevabas puestos esos dichosos auriculares otra vez y estabas escuchando esa espantosa música de rock —espetó Celine.

La muchacha se encorvó y empezó a negar con vigorosos movimientos de cabeza.

—Deja de gimotear, Mildred. Te presento a nuestra hija, Janet —dijo Celine en tono cortante, y entonces su voz se suavizó—. Janet, ésta es nuestra doncella, Mildred Stemple.

—Mucho gusto —me saludó Mildred con una leve inclinación. Al sonreír, sus facciones contraídas se distendieron y entonces su rostro me pareció bonito—. Llámeme Milly.

—No hará tal cosa —terció Celine—. Se llama Mildred —me dijo con firmeza.

La sonrisa de Mildred se desvaneció.

—Hola..., Mildred —le dije, deseosa de evitar problemas.

—Estaba asegurándome de que su dormitorio estuviese limpio y preparado, señora Delorice —dijo Mildred, continuando con su explicación de por qué no había acudido a abrirnos la puerta.

—Siempre lo dejas todo para el último momento, Mildred. No sé por qué no te he despedido aún. Cenaremos temprano esta noche. Supongo que ya habrás puesto el pavo a asar en el homo, ¿no?

—Oh, sí, señora Delorice.

—Bien, pues ocúpate de preparar lo demás —le ordenó Celine.

Mildred me dirigió una mirada fugaz, sonrió y se marchó.

—Ésa —afirmó Celine, elevando los ojos al techo— es mi obra de caridad. Bueno, volviendo a lo que te decía: madame Malisorf vendrá a conocerte pasado mañana.

—¿Pasado mañana?

—No queremos desperdiciar el tiempo, querida. En la danza, sobre todo en el ballet, el entrenamiento es muy importante. Ojalá te hubiera descubierto cuando eras varios años más joven. Todo habría sido más fácil, pero no te preocupes. Tienes la edad perfecta. Comenzarás con una serie de ejercicios destinados a fortalecer tus preciosos y pequeños músculos. Siempre hay que hacer muchos estiramientos y calentamientos para prevenir lesiones. Aprenderás a usar la

barre.

—¿Barre?

—Esa barra de ahí se llama

barre —explicó y deletreó la palabra—. Todos los términos de ballet son franceses. El ballet nació en Francia. La barra se utiliza como punto de apoyo durante la primera parte de la clase de ballet. Te proporciona resistencia al apoyarte en ella y ayuda a que se te alargue la columna. —Se rió—. Piensa en ella como si se tratase de tu pareja. Yo le puse un nombre a mi barra. La llamaba Pierre —dijo con una pronunciación francesa perfecta—. Estoy segura de que a ti también se te ocurrirá un nombre apropiado para tu primera pareja.

Contemplé la barra desde el umbral, preguntándome cómo lograría pensar en ella como si se tratase de una persona.

—Ven conmigo, querida. Tenemos muchísimo que hacer. A primera hora de la mañana quiero que vayamos a probarte tus zapatillas de ballet y a comprarte maillots.

—¿Y el colegio? —pregunté. Ella siguió avanzando en la silla de ruedas y se detuvo al llegar al pie de la escalera.

—No te preocupes. Voy a matricularte en un colegio privado. Eso lo podemos hacer más tarde. Lo

primero es lo primero —afirmó. Empezó a colocarse en la silla-ascensor.

¿Cómo que lo primero era lo primero? ¿Acaso mis estudios no iban a ser lo primero?

—Deja que te ayude, cariño —dijo Sanford, al tiempo que bajaba la escalera.

—No hace falta —repuso ella, deslizándose a la otra silla. Pulsó un botón y el ascensor empezó a subir. La observé durante un momento. Estaba radiante y pletórica de alegría mientras se alejaba lentamente escalera arriba.

—Es maravilloso —comentó Sanford, a mi lado—. Ha bastado con tu llegada para que ya se sienta rebosante de energía. Tenerte con nosotros es una verdadera bendición, querida.

Alcé la mirada hacia él, preguntándome qué había hecho yo para traer tanta felicidad a dos personas que apenas unas horas antes eran unos completos desconocidos. No pude evitar temerme que me hubiesen confundido con otra.

 

 

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