Janet

Janet


Capítulo OCHO

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Capítulo OCHO

 

M

e pasé gran parte de esa noche en vela, revolviéndome inquieta durante horas en la cama, y cuando finalmente concilié el sueño tuve tantas pesadillas que me despertaba una y otra vez bañada en un sudor frío. A la mañana siguiente, amanecí con escalofríos y dolor de nuca. Volví a quedarme dormida justo antes de la hora de levantarme para ir al colegio. Me despertó el sonido de unos golpecitos en la puerta. Sanford asomó la cabeza.

—Deberías irte levantando, Janet —me dijo con una sonrisa.

Asentí y empecé a incorporarme, pero entonces sentí una punzada de dolor que me recorrió la espalda de arriba abajo y dejé escapar un gemido. Sanford puso cara de preocupación y entró en el dormitorio.

—¿Qué te ocurre?

—No me encuentro bien —me quejé—. Me duele la nuca y tengo frío —dije, al tiempo que me castañeteaban los dientes.

Me puso la mano sobre la frente y pareció aún más preocupado.

—Me parece que tienes fiebre. Voy a por un termómetro —me dijo, y salió a toda prisa de la habitación. Volvió en menos de un minuto y me colocó el termómetro debajo de la lengua—. Temía que ocurriera esto —murmuró. Anduvo de un lado a otro del dormitorio mientras aguardaba—. Entre los deberes del colegio y las clases de danza, has estado trabajando demasiado. Necesitas más tiempo para descansar. Además, estás creciendo y todo esto te resulta muy nuevo y sin duda te asusta, estoy seguro. Nadie me escucha, pero sé que tengo razón. —Miró el termómetro y asintió con la cabeza—. Treinta y ocho y medio. Tienes fiebre. Quédate ahí, jovencita. Le diré a Mildred que te suba una aspirina. ¿Te duele la garganta?

Negué con un gesto de cabeza.

—No, sólo la nuca y los hombros. Y la parte de atrás de las piernas —añadí, pero la verdad era que siempre me dolían, así que no le di mayor importancia.

Sanford me observó fijamente durante un momento.

—He cambiado de opinión. Aún no te daré ninguna aspirina. Voy a llevarte al médico —decidió—. Tú simplemente ponte algo, lo que sea, y te esperaré abajo —agregó, y salió de la habitación.

Me levanté lentamente, me lavé la cara y me puse una camisa vieja de franela y unos tejanos holgados. Al pasar delante del dormitorio de Sanford y Celine, alcancé a oír las voces apagadas de ambos. Celine parecía muy disgustada.

—¿De qué estás hablando? —la oí decir—. Eso es una sandez. La gente no se pone mala por bailar demasiado.

—No he dicho que ése sea el único motivo. La chiquilla está agotada.

—Tonterías. Es joven. Tiene un caudal inagotable de energía —replicó Celine.

No me sentía con fuerzas para seguir escuchando, así que me encaminé con paso lento hacia la escalera.

Cuando Sanford bajó al vestíbulo, se ofreció a llevarme en brazos hasta el coche, pero no me encontraba tan mal y me sentí como una idiota mientras él me sujetaba del brazo como si fuese una anciana.

—Ya he llamado al doctor Franklin. Es un buen amigo y hemos quedado en que irá a su consulta un poco antes para poder visitarte —me explicó Sanford.

—¿Celine está enfadada conmigo? —pregunté. Ni siquiera había venido a ver cómo me encontraba.

—No, claro que no. Está preocupada, nada más —afirmó, pero apartó la mirada rápidamente.

El doctor me examinó y concluyó que tenía la gripe. No me recetó más que aspirinas y reposo. Al cabo de poco menos de una hora, ya estaba de nuevo en la cama, tomándome una aspirina y bebiendo a sorbos un poco de té.

—Telefonearé desde la fábrica —le dijo Sanford a Mildred—. Tómale la temperatura dentro de unas dos horas, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —repuso ella con una sonrisa.

Me quedé dormida y la verdad es que descansé mucho mejor. Podría haber seguido durmiendo, pero de repente intuí que había alguien en la habitación y abrí los ojos. Vi a Celine junto a la cama, sentada en su silla de ruedas, mirándome fijamente.

—A mí no me parece que estés muy caliente —dijo, apartando la mano de mi frente.

—Ahora me encuentro un poquito mejor —convine, aunque en realidad me seguía doliendo el cuerpo y me sentía cansada.

—Bien. No te preocupes por el colegio. Ya he llamado y te traerán los deberes a casa esta misma tarde. Aprovecha para descansar hasta que llegue la hora de tu clase de danza —me dijo.

—¿Mi clase de danza? Pero a lo mejor debería esperar hasta mañana, madre —argüí débilmente.

—No, ni hablar. Jamás se cancela una clase con madame Malisorf. Sólo ella las cancela. ¿Tienes la menor idea de la cantidad de gente que le va detrás para que les dé clases a sus hijos o hijas? Es un privilegio, un gran logro, que ella te dedique tanta atención, y vas progresando bien. Me dijo que había decidido que comenzaras el trabajo de puntillas. Yo tardé años en poder pasar a la danza de puntas. ¿Lo sabías?

Negué con la cabeza.

—Pues ya lo sabes, así que ya ves que tienes mucho talento.

—Pero me da miedo no hacerlo bien si me encuentro tan mal —gemí.

—Nunca debemos permitir que nuestro cuerpo nos falle, Janet —insistió—. Una bailarina tiene que entregarse por completo. Cuando llega el momento de bailar, hay que hacerlo, no importa lo que ocurra. Yo incluso bailé el día en que murió mi abuela. Estábamos muy unidas. Yo era su ojito derecho y ella tuvo mucho que ver en que mis padres apoyaran mis esfuerzos para convertirme en una bailarina. Me sentía muy triste pero tenía que bailar, y punto, no había vuelta de hoja. Y si yo pude bailar el día de la muerte de mi abuela, tú puedes bailar aunque te duela un poco el cuerpo y tengas unas décimas de fiebre. ¿Verdad, Janet? ¿Verdad que sí? —insistió, al advertir que yo no respondía con la suficiente rapidez.

—Sí —musité. No pude por menos de desear que Sanford estuviera en casa para salvarme.

—Bien. Entonces, arreglado. Descansa hasta que yo venga a avisarte —me dijo, y empezó a salir del dormitorio—. En realidad, has tenido suerte. Podrás descansar todo el día antes de comenzar tu primera clase de puntillas. ¿Te das cuenta? Todo acaba saliendo bien para los que se entregan por completo —afirmó, y se fue.

Celine bailó el día en que murió su abuela, pensé. Yo nunca había tenido una abuela, ni siquiera una madre, pero si las hubiera tenido, las habría querido tanto que habría estado demasiado triste para hacer absolutamente nada el día de su muerte. Yo jamás podría tener ese grado de dedicación y entrega. ¿Acaso era un bicho raro? Mildred vino a tomarme la temperatura y me dijo que había bajado a treinta y siete y medio. Aún me dolía la nuca y apenas había probado bocado en todo el día. Mordisqueé una tostada con mermelada y tomé unas cucharadas de gachas de avena. A cada bocado que daba, el estómago se me revolvía y me di cuenta de que, si intentaba comer más, acabaría vomitando.

Sanford me envió recado de que esperaba que me encontrara mejor y se disculpó por tener que quedarse en la fábrica. Mildred me explicó que él le había dicho que habían surgido problemas y que por eso no podía regresar antes a casa.

Volví a quedarme dormida y me desperté al oír el sonido del ascensor-silla de Celine. Esperé, con los ojos clavados en la puerta. Al cabo de unos momentos, ella entró en mi dormitorio.

—Hora de levantarse, querida —canturreó, como si fuese por la mañana—. Dúchate con agua bien caliente para desentumecer los músculos y ponte el maillot, los leotardos y las zapatillas de punta.

Gemí al incorporarme en la cama, y cuando me puse en pie me sentí un poco grogui, pero procuré disimular para que Celine no se diera cuenta. Sabía que no me quedaba más remedio que bailar para ella.

—Date una ducha rápida —me ordenó.

Notaba las piernas tan agarrotadas... ¿Cómo iba a poder bailar? Incluso me costaba andar. No obstante, me obligué a meterme bajo el chorro de la ducha y permanecí allí un rato, dejando que el agua me resbalara por la nuca y la espalda. La verdad es que hizo que me sintiera un poco mejor.

—Date prisa y baja en seguida —me dijo Celine mientras salía de la habitación—. Quiero que hagas unos ejercicios de calentamiento antes de que llegue madame Malisorf. Dimitri ya está aquí. Él te guiará —añadió, y el corazón me dio un vuelco al pensar en él y en sus ojos repugnantes inspeccionando mi cuerpo.

Ponerme el maillot, los leotardos y las zapatillas me dejó casi agotada, pero lo hice. Cuando bajé la escalera, Mildred salió del salón, donde había estado quitando el polvo y encerando los muebles. Pareció muy sorprendida al verme.

—No deberías estar levantada, Janet. —Me puso el brazo alrededor de los hombros y empezó a llevarme hacia la escalera—. El señor Delorice me ordenó que...

—Mi madre quiere que asista a mi clase de danza —le expliqué.

—¿Ah, sí? Vaya —dijo en un tono de voz que no dejaba lugar a dudas sobre a quién le daba más miedo desobedecer del matrimonio Delorice.

—Janet —me llamó Celine con acritud.

—Ya voy —repuse, apresurándome hasta el estudio.

Dimitri hacía ejercicios de estiramientos en la barra. Como de costumbre, estaba completamente ajeno a todo lo que le rodeaba. Me acerqué, me puse en posición y comencé. Finalmente se dignó mirarme.

—Hoy es tu gran día —me dijo—. Si eres agradable conmigo, te haré quedar bien.

Entonces se echó a reír y se alejó para realizar lo que yo ya había aprendido que eran frappés sobre puntillas de tres cuartos. Dimitri hacía que pareciera tan fácil como caminar, y al ver su expresión petulante supe que estaba exhibiéndose. Su sonrisa arrogante empezaba a sentarme peor que la gripe.

Madame Malisorf llegó poco después y pareció complacida al saber que yo ya había hecho los ejercicios de calentamiento.

—Enséñame los pies —me ordenó, y acto seguido inspeccionó mis zapatillas de punta—. Excelente. Muy bien, Celine —le dijo a mi madre, quien asintió y esbozó una sonrisa—. Ponte en posición.

En ballet, ponerse en posición significa que el cuerpo debe estar correctamente alineado en un eje vertical, con las piernas bien estiradas y rectas, los hombros hacia atrás pero relajados y centrados sobre las caderas, la pelvis derecha, la espalda recta, la cabeza erguida y el peso del cuerpo apoyado por igual en ambos pies. Madame Malisorf me dijo que imaginara que estaba suspendida de un hilo por la parte superior de la cabeza. Comentó que lo hacía bien y que tenía una postura excelente.

—Lo más importante que hay que recordar para el trabajo de puntillas es la coordinación de todo tu cuerpo, cada parte debe adaptarse correctamente y sin esfuerzo aparente a cualquier postura nueva sin que pierdas la posición inicial, Janet —comenzó a explicarme madame Malisorf, y su voz nasal adquirió un tono más altivo de lo habitual.

Dimitri, que estaba a su lado, me mostró cómo debía hacerlo. Parecía una marioneta gigante.

—Hemos trabajado mucho para desarrollar tu fuerza. Quiero que pongas las rodillas completamente rectas, como Dimitri. Creo que la articulación de tu tobillo ya es lo bastante flexible para formar un ángulo recto con el pie que va delante al colocarse en demi-pointe. No curves los dedos de los pies ni los encojas. Dimitri —dijo, y él volvió a mostrarme cómo se hacía.

Mientras realizaba los ejercicios y pasos que ella me ordenaba, me gritaba sin cesar:

—¡Línea! ¡Esa postura! ¡Línea! ¡No, no, no, estás encorvándote! Pero ¿por qué estás tan floja? Repítelo otra vez, otra vez. Dimitri, enséñaselo de nuevo —exclamó, frustrada—. Míralo bien, fíjate en él, obsérvalo —me ordenó. Al final perdió la paciencia, me aferró por los hombros y me volvió hacia Dimitri—. ¡Fíjate en él!

Dimitri se colocó justo delante de mí, a apenas un palmo, y comenzó de nuevo.

—¿Ves lo importante que es la postura?

—Sí, madame.

—Pues entonces ¿cómo es que hoy lo olvidas continuamente?

Miré a Celine. Ella sacudió la cabeza suavemente. No se me permitiría ninguna excusa. Ni siquiera podía argüir que me encontraba mal. Lo intenté otra vez, esforzándome más. Me notaba el cuerpo tan tembloroso que tenía la sensación de que los huesos se me iban a descoyuntar, pero de nuevo procuré disimular el dolor.

Dimitri me hizo una demostración de ronds de jambe en l’air, petite et grande battements, que realizó con aire de superioridad.

La música retumbaba en mis oídos. Me sentía más torpe que nunca y, cada vez que miraba a madame Malisorf, notaba su desagrado y decepción.

—Basta, basta, basta —gritó—. Quizá sea demasiado pronto —masculló, sacudiendo la cabeza.

—No —gemí yo. Los tobillos me dolían tanto que parecían a punto de partirse y tenía agarrotados los dedos de los pies, pero no podía desistir. Mi nueva vida dependía de ello.

Dimitri me miró y entonces se puso a mi lado.

—Probemos otra vez, madame —le dijo, colocando las manos en mis caderas—. Yo la guiaré para ayudarla a hacerlo.

Madame Malisorf accedió a regañadientes, dio una palmada y comenzamos de nuevo. Dimitri me susurraba al oído, indicándome cómo debía moverme y hacia qué lado inclinarme o girar. Entre sus fuertes manos me sentía diferente, mejor y más segura. Él tenía mucha fuerza y había momentos en los que prácticamente me sostenía.

—Mejor —murmuró madame Malisorf—. Sí, eso es. Bien. Mantén la línea recta. Estupendo.

Cuando la clase finalmente terminó, me sentía hecha un guiñapo. Tenía el maillot empapado en sudor.

—Un primer intento adecuado —sentenció madame Malisorf, recalcando la palabra adecuado.

—Mañana lo hará mucho mejor —dijo Celine, acercándose en la silla de ruedas hasta nosotros.

—Mañana quizá no, pero sí dentro de poco —matizó madame Malisorf.

Dimitri estaba casi tan sudoroso como yo.

—Gracias por tu esfuerzo adicional, Dimitri —le dijo ella—. Deberías tomar una ducha caliente en seguida —añadió—. No quiero que mi mejor alumno salga así con el frío que hace y se constipe. ¿Celine?

—No faltaba más. Sube y utiliza mi cuarto de baño, Dimitri. Janet, acompáñalo a mi habitación, por favor.

Madame Malisorf se volvió hacia Celine.

—Dentro de dos semanas ofreceré una exhibición de danza con mis alumnos más nuevos, y quiero que Janet participe.

—Oh, Janet, eso es maravilloso. ¿Has oído lo que ha dicho? Gracias, madame, gracias —dijo Celine—. Será tu primera actuación. Qué maravilla, Janet.

—¿Actuación? —repetí con un hilo de voz—. ¿Quieres decir con público y todo?

—Estarás preparada —declaró madame Malisorf, esbozando una pequeña sonrisa— para hacer lo que se te pida.

—Oh, sí, estará preparada. Sea lo que sea, estará preparada —le aseguró Celine.

Dimitri cogió su bolsa y me siguió fuera del estudio.

—Al principio has estado fatal —me dijo al llegar a la escalera.

—Es que me encontraba mal. Sigo encontrándome mal. Esta mañana tenía fiebre —me quejé.

Él se rió.

—Me alegro de que no se lo hayas dicho a madame. Detesta las excusas —me explicó—. Muéstrame el camino —añadió, señalando con un ademán de barbilla hacia la escalera. Comencé a subir los peldaños—. ¿Sabes?, el trasero se te ha puesto bastante duro y redondeado en el poco tiempo que llevo trabajando contigo.

Estaba demasiado azorada para decir nada y continué subiendo la escalera hasta llegar a la planta de arriba, donde le llevé al cuarto de baño de Celine y Sanford. Tras darle una toalla limpia, me escabullí rápidamente a mi habitación para ducharme y volver a acostarme. Los tobillos me dolían más que ninguna otra parte del cuerpo, y cuando me quité las zapatillas de punta vi que tenía los pies cubiertos de manchas rojas.

Abrí el grifo y me desnudé, pero justo antes de meterme bajo la ducha oí a Dimitri decir:

—Ponte en posición.

Me di la vuelta, pasmada. Ahí estaba, con una toalla en torno a la cintura, mirándome fijamente.

—Ponte en posición —repitió—. ¡Esa postura, esa postura!

—¡Vete de aquí! —exclamé, tratando de taparme cuanto podía.

Él se echó a reír.

—Venga. Ponte en posición. ¿Recuerdas lo que te dije de ese grupo que baila desnudo?

Extendió la mano hacia mí. Me rodeé instintivamente con los brazos, tapándome con ambas manos, pero él era más fuerte que yo y me apartó el brazo del pecho. Entonces, con otro movimiento, dejó caer la toalla que le cubría y se quedó desnudo ante mí. No podía apartar los ojos de él, pese a estar estupefacta y aterrada.

Dimitri se puso de puntillas, me atrajo hacia él, me hizo darme la vuelta y me alzó en el aire. Entonces me bajó y apretó su cuerpo contra el mío.

—Ya está —dijo—. ¿A que ha sido agradable?

Se rió, cogió la toalla del suelo, se la ciñó en torno a la cintura y salió tranquilamente.

Apenas podía respirar. La cabeza me daba vueltas. Lentamente, me agaché y me senté en el suelo, anonadada. Al cabo de un momento creí que iba a vomitar. Me arrastré literalmente hasta la ducha y me metí dentro de la mampara envuelta en vapor.

Salí pocos minutos después, me sequé a toda prisa y me acosté, como había pensado hacer. Acababa de cerrar los ojos cuando oí que se abría la puerta y Dimitri asomó la cabeza.

—Hasta mañana. Ah, por cierto, tal como te he dicho, tienes un trasero precioso y muy duro. Después de todo vas a ser una bailarina —añadió riendo, y se marchó.

No sólo me sentía incapaz de hablar, sino incluso de pensar. Apreté las manos contra el estómago y me giré de costado. Al cabo de un momento me dormí.

Sólo llevaba dormida unas horas cuando me despertaron unas voces. Supe que había dormido un buen rato porque ya había oscurecido. Las voces de Sanford y Celine se oían desde el pasillo. Él no podía creer que ella me hubiera obligado a asistir a la clase de danza.

—Tenía fiebre. El doctor Franklin dijo que tenía la gripe, Celine. ¿Cómo has podido someterla a todo ese esfuerzo físico?

—Tú no lo entiendes —replicó Celine—. Ella tiene que saber lo que son los obstáculos, aprender a vencerlos, desarrollar una fuerza interior. Eso es lo que distingue a una verdadera bailarina de una amateur, a una chiquilla de una mujer. Hoy lo ha hecho tan bien que madame Malisorf quiere que participe en una exhibición de ballet. ¿No has oído lo que acabo de decir? ¡Una exhibición!

—Es demasiado joven, Celine —insistió Sanford.

—¡No, idiota! Es casi demasiado mayor. En cuestión de semanas se ha hecho mayor a pasos agigantados. Tú no tienes la menor idea de nada que no sea cristal y esa estúpida fábrica. Quédate con eso y deja que yo me ocupe de nuestra hija. ¡Tú me arrebataste mi oportunidad, pero no se la arrebatarás a ella! —gritó.

Y entonces se hizo el silencio.

 

 

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