Janet

Janet


Capítulo NUEVE

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Capítulo NUEVE

 

A

pesar de lo que Celine había dicho durante la cena, no llegué a conocer a mis nuevos abuelos hasta el día de la representación organizada por madame Malisorf. Celebraba dos funciones anuales en las que debutaban sus alumnos nuevos y los más veteranos tenían oportunidad de lucirse. Los principiantes como yo debíamos ejecutar diversos ejercicios y pasos. Cada uno de los alumnos más experimentados interpretaba una escena de un ballet famoso. Dimitri bailaría el papel principal de Romeo y Julieta.

Como recibía las clases de danza y practicaba en mi propio estudio, nunca había visto a los otros seis alumnos principiantes. Por consiguiente, ellos desconocían el nivel que yo había alcanzado y yo tampoco tenía la menor idea del suyo. Después de que Sanford, Celine y yo llegáramos al estudio de madame Malisorf, los otros alumnos y yo nos observamos mutuamente mientras realizábamos ejercicios de calentamiento como si fuésemos pistoleros a punto de participar en un tiroteo. Al ver las expresiones expectantes de los padres, abuelos, hermanas y hermanos, intuí que todos esperaban que su hijo, hija, o hermano destacase como el mejor. Sabía que Celine albergaba esa esperanza. Se había pasado todo el trayecto en coche hasta el estudio alardeando de mí.

—Cuando todos sepan que no sólo no recibiste ningún tipo de preparación antes de venir a vivir con nosotros, sino que tampoco habías visto un ballet en tu vida, se quedarán asombrados. Y ya verás cuando se enteren de lo rápidamente que madame Malisorf decidió que empezaras la danza de puntillas —añadió con una risita—. Me imagino la cara que pondrán todos, ¿y tú, Sanford?

—Sigo pensando que ha sido un poco demasiado precipitado para ella —musitó Sanford. Él era el único que se daba cuenta de mis espantosos dolores y calambres, y quien me preguntaba cada noche si quería una bolsa de agua caliente o un masaje. A veces tenía el cuerpo tan dolorido que apenas podía andar al día siguiente—. Creo que madame Malisorf es quien mejor puede juzgar eso, Sanford. Si ella no creyera que Janet está haciéndolo muy bien, no querría que participara en la exhibición —insistió.

Como si no bastara con que ya estuviese hecha un manojo de nervios, las palabras de Celine y sus expectativas desmedidas me hicieron temblar. Los pies empezaron a dolerme aún más, quizá porque estaba tan nerviosa. Los tenía tan hinchados que a duras penas había podido abrocharme los zapatos por la mañana.

Cuando llegamos al estudio de madame Malisorf vimos que ya se había congregado un pequeño grupo de espectadores, compuesto básicamente por familiares de los alumnos, pero también, según dijo Celine, por amantes de la danza, otros profesores e incluso productores de ballet en busca de nuevos talentos.

El estudio tenía un pequeño escenario con un vestuario situado en la parte posterior. Yo ya llevaba puesto el tutú y las zapatillas de ballet, así que estaba lista para comenzar los ejercicios de calentamiento. Acababa de empezar cuando vi a Sanford acercarse hacia mí con Celine en la silla de ruedas, acompañado de un hombre mayor con un bigote canoso y de una señora de su edad, alta y con el pelo teñido de un gris azulado. La mujer iba exageradamente maquillada, pensé, pues se había puesto tanto colorete en las mejillas y llevaba los labios tan repintados que parecía un payaso.

El hombre vestía traje y corbata azul marino. Tenía unos andares briosos y una sonrisa simpática iluminada por unos ojos azules que le hacían parecer casi tan joven como Sanford. El rostro de la mujer estaba tenso y sus ojos grises eran fríos como piedras. Incluso cuando se acercó más, daba la sensación de llevar una máscara.

—Janet, quiero presentarte a mis padres, el señor y la señora Westfall —me dijo Celine.

Ésas eran las dos personas que serían mis abuelos, pensé rápidamente. Antes de que pudiera hablar, el caballero me dijo:

—Hola, querida.

—Hola —respondí en voz tan baja que apenas era un susurro.

Mi nueva abuela bajó la vista hacia mí y me estudió detenidamente de pies a cabeza con una mirada escrutadora, como si estuviera analizándome, pesándome y midiéndome.

—Es muy chiquita. ¿Y dices que tiene casi trece años? —preguntó a Celine.

—Sí, madre, pero se mueve con la gracilidad de una mariposa. Yo no querría que fuese distinta en nada —afirmó Celine con orgullo.

—¿Y si no crece mucho más? —inquirió la señora Westfall, y al clavar la mirada en mí advertí que iba cargada de joyas. Alrededor del cuello llevaba un destellante collar de diamantes, y sus dedos ensortijados brillaban con rubíes y diamantes engastados en oro y platino.

—Claro que crecerá —replicó Sanford en un tono de voz indignado que me sorprendió.

—Lo dudo —murmuró mi nueva abuela—. Bueno, ¿dónde se supone que debemos sentarnos? —preguntó, dándose la vuelta para mirar la sala que ya comenzaba a estar bastante llena.

—Esos asientos de la derecha son los nuestros. —Sanford señaló con un ademán de barbilla hacia unas sillas vacías de la primera fila. Eso pareció agradarle a mi nueva abuela.

—Pues vayamos a sentamos. —Se dirigió hacia los asientos con garbo y la cabeza muy erguida.

—Buena suerte, jovencita —me deseó mi nuevo abuelo.

—Después —dijo Celine, cogiéndome la mano— iremos todos a comer por ahí y a celebrarlo.

—Tú simplemente relájate y hazlo lo mejor que puedas —me aconsejó Sanford, y me dirigió una de sus sonrisas especiales.

—¡Oh, no! —exclamó Celine al girar la silla de ruedas—. Es mi hermano. Quién me iba a decir que vendría.

Daniel recorrió a zancadas el pasillo central, ufano y con una sonrisa de oreja a oreja. Llevaba un sombrero y una camisa típica de vaquero de color amarillo pálido, pantalones tejanos y botas camperas. Todo su atuendo parecía nuevo, pero dado que el resto del público se había vestido como si realmente asistiera a una obra de ballet en el teatro de la ciudad, Daniel llamaba la atención y su aspecto causó un revuelo de murmullos entre los presentes.

—¿Cómo se te ocurre venir vestido así? —le dijo Celine en cuanto se acercó a nosotros.

—¿Qué le pasa a mi ropa? Vale lo suyo —añadió—. Por cierto, buena suerte, chavala —me dijo.

No quedaba ningún asiento libre, así que se colocó junto a la pared, se apoyó en ella y cruzó los brazos.

Poco después de que llegara Daniel, dejé a mi familia y me reuní con los demás participantes que estaban practicando en las barras. Dimitri se detuvo al verme y se acercó.

—Relájate —me dijo—. Estás demasiado agarrotada. Esto no es precisamente el ballet del Metropolitan, ¿sabes? Sólo son un puñado de padres orgullosos a los que se les cae la baba.

—¿Han venido tus padres? —le pregunté.

—Claro que no —repuso él—. Esto es una tontería sin la menor importancia.

—Para mí sí la tiene —reconocí.

Él hizo una mueca desdeñosa. Entonces me dirigió una de sus típicas sonrisas arrogantes y me arrepentí de haberle dicho lo importante que la ocasión era para mí.

—Tú piensa que estoy ahí fuera contigo y seguro que lo harás estupendamente. Es más —dijo, inclinándose hacia mí—, imagina que estoy desnudo.

Enrojecí al instante. Él se echó a reír y volvió con los alumnos más veteranos. Vi que todos me miraban. Dimitri les decía algo en voz baja y ellos esbozaban sonrisitas y se reían. Traté de ignorarlos, de concentrarme en lo que estaba haciendo, pero el corazón no dejaba de latirme a toda prisa y me costaba respirar.

Finalmente, madame Malisorf salió al escenario y se hizo tal silencio que pudo oírse a alguien del público carraspear al fondo de la sala.

—Buenas tardes a todos. Les agradezco que hayan venido a nuestra exhibición bianual. Hoy comenzaremos con una muestra de algunos de los ejercicios básicos, aunque difíciles, de ballet correspondientes a lo que se denomina la parte adage de la clase, que realizarán mis alumnos del curso elemental. Observarán lo bien que éstos mantienen la posición y el equilibrio.

»Me complace poder decirles a ustedes que todos ellos bailan ahora sur les pointes o de puntillas, como solemos decir. Como sin duda sabrán quienes ya han estado aquí en otras ocasiones, la danza de puntas se creó a principios del siglo XIX pero no se extendió ampliamente entre los bailarines de ballet hasta aproximadamente 1830, cuando la bailarina italosueca Marie Taglioni demostró su potencial para la expresividad poética. Tradición, estilo, gracilidad, técnica y calidad de ejecución son los conceptos que enfatizamos en la Escuela Malisorf de ballet. Y, sin más comentarios, les presento a mis alumnos del curso elemental —anunció. Dicho lo cual, hizo una leve inclinación y retrocedió en el escenario al tiempo que le dirigía un gesto con la cabeza al pianista.

Sabíamos lo que debíamos hacer en cuanto comenzase a sonar la música, y todos nos pusimos en posición. La parte más difícil del ejercicio, al menos para mí, era el entrechat, pues hacía muy poco que me lo habían enseñado. El entrechat es un paso de elevación en el que el bailarín salta recto hacia arriba, bate en el aire las piernas y luego posa los pies suavemente en el suelo. Madame Malisorf quería que enlazáramos ese paso con una pirouette antes de detenemos con un movimiento armonioso, seguido de una inclinación, momento en el que se esperaba que recibiéramos una salva de aplausos.

Miré a mis nuevos abuelos y después a Celine, que sonreía levemente. Sanford me hizo un ademán con la cabeza y me dirigió una gran sonrisa. Daniel parecía estar riéndose de todo el mundo. Se apartó de la pared, hizo como si bailara de puntillas y entonces perdió el equilibrio y se dio contra la pared.

La música comenzó a sonar. Mientras bailaba, noté que todos los alumnos principiantes se observaban de soslayo. Recordé lo importante que era concentrarse, sentir la música, adentrarse en un mundo propio, y traté de olvidarlos. El único rostro que alcancé a ver fugazmente fue el de Dimitri. Tenía una expresión tan severamente crítica como madame Malisorf.

Sentía un dolor insoportable en los pies. Era como estar poco menos que en una cámara de tortura, pensé. ¿Por qué madame Malisorf había hecho caso omiso de mi sufrimiento? ¿Realmente era así como se formaba una bailarina, o llevaba razón Dimitri, y ella me estaba forzando el ritmo porque Celine así lo deseaba?

Al poco de comenzar, la chica que bailaba junto a mí empezó a acortar la distancia que nos separaba. Madame Malisorf nunca nos había hecho ensayar a todos juntos. Simplemente se daba por sentado que cada uno ocuparíamos nuestro espacio y haríamos lo que se nos había enseñado. Debería haber prestado más atención a quienes me rodeaban, pues cuando la chica posó los pies en el suelo tras efectuar un giro, su mano derecha topó contra mi tutú.

Eso me desequilibró ligeramente, pero no me di cuenta hasta que acabé de realizar el entrechat y comencé la pirouette. Me incliné demasiado hacia el lado de mi compañera, de manera que cuando ella se dio la vuelta y yo tomé impulso para el giro, chocamos la una contra la otra y ambas perdimos el equilibrio. Yo caí con un torpe golpetazo y acabé sentada con las manos apoyadas en el suelo encerado.

Ella dio un traspié y estuvo a punto de tropezar contra otro bailarín antes de caer de costado.

El público se carcajeó, y las risotadas de Daniel destacaron por encima de las demás. Dimitri hizo un mohín de disgusto. Celine abrió y cerró la boca, y entonces su rostro adoptó una expresión de incredulidad. Sanford pareció entristecerse, pero mi nueva abuela no hacía más que cabecear con desdén. Mi nuevo abuelo simplemente parecía sorprendido.

Madame Malisorf, situada a nuestra derecha tras el escenario, nos hizo un gesto con la mano apremiándonos para que nos levantáramos rápidamente. Obedecí al instante y empecé a repetir los últimos pasos, pero ella sacudió la cabeza y me indicó que simplemente me detuviera y me uniera a los demás, que saludaban al público con una inclinación.

Se oyó una salva de aplausos. Los espectadores parecían haber disfrutado con nuestros fallos. Madame Malisorf volvió a salir al centro del escenario y esperó a que se hiciera silencio.

—Bien —dijo—, por eso nos pasamos la mayor parte de nuestra juventud intentando realizar los ejercicios y pasos más sencillos. El ballet es verdaderamente la danza de los dioses —añadió—. Mis alumnos principiantes —dijo, enfatizando la palabra «principiantes» al tiempo que nos señalaba con un gesto.

De nuevo sonaron los aplausos y todos nos retiramos del escenario. Los alumnos veteranos ocuparon nuestro lugar. Dimitri me fulminó con la mirada.

Me daba la sensación de tener el estómago repleto de grava. La chica que había chocado conmigo se me acercó inmediatamente.

—¡Idiota renacuaja! —bramó. Los demás se pararon a escuchar—. ¿Cómo has podido ser tan patosa? ¿Por qué no te has fijado dónde pisabas?

—Lo he hecho. Has sido tú la que te has acercado demasiado a mí —repliqué.

—Todos lo han visto. ¿De quién ha sido la culpa? —le preguntó a sus amigos.

—De la enana —repuso en tono burlón uno de los muchachos, y todos se echaron a reír.

La chica me lanzó otra mirada furibunda y después se alejó con los demás. Me senté en una silla, con las lágrimas resbalándome por las mejillas y deslizándose por mi barbilla.

—Oye, oye —oí decir a alguien, y al levantar los ojos vi a Sanford acercándose por los bastidores—. No hay ninguna razón para que te pongas así. Lo has hecho estupendamente.

—Lo he hecho fatal —gemí.

—De eso nada. No ha sido culpa tuya.

—Pues todos piensan que sí —repuse, secándome las lágrimas con el dorso de la mano.

—Ven conmigo —dijo—. Vamos a ver el resto de la representación.

Le cogí la mano y fuimos hacia la sala abarrotada de público. Parecía que todo el mundo me miraba y se reía. Caminé cabizbaja y con los ojos clavados en el suelo mientras dábamos la vuelta al escenario y nos acercábamos a la fila de sillas. Había dos asientos vacíos. Mis nuevos abuelos se habían marchado.

Celine no dijo nada. Respiró hondo y miró fijamente el escenario mientras daba comienzo la escena de Romeo y Julieta. Dimitri estuvo tan maravilloso como cuando practicaba en nuestro estudio. Bailaba como si poseyera el escenario y era evidente, incluso para mí, una simple principiante, que él hacía que los demás parecieran mejores de lo que realmente eran. Al concluir la escena, el público aplaudió con más fuerza que antes, entusiasmado. Madame Malisorf anunció que ofrecía una recepción en la sala contigua, donde se servirían canapés y vino para los adultos.

—Vámonos a casa —gruñó Celine.

—Pero Celine... —comenzó a decir Sanford, y comprendí que no quería que me sintiera más incómoda de lo que ya me sentía.

—Por favor —dijo ella—, vámonos a casa.

Él se situó detrás de la silla de ruedas y comenzó a empujarla hacia la salida. Algunas personas se pararon a decirme que habían disfrutado viéndome bailar.

—No te desanimes, pequeña —me dijo un hombre de rostro rubicundo—. Piensa que la danza es como montar a caballo. Simplemente hay que levantarse y volver a intentarlo —me aconsejó. Su esposa lo apartó de nosotros.

Celine le lanzó una desagradable mirada de odio y luego se dirigió hacia la puerta. Toda la prisa para salir era poca para ella. Me pregunté dónde se habría metido Daniel, y lo vi charlando con una de las bailarinas mayores. Me saludó con la mano mientras salíamos, pero me sentía demasiado abochornada para devolverle el saludo. No hablé hasta que subimos al coche.

—Lo siento, madre —musité—. No me di cuenta de que esa chica estaba tan cerca de mí, y ella tampoco.

—Fue culpa de la otra chica —afirmó Sanford para consolarme.

Celine estaba tan callada que pensé que no volvería a dirigirme la palabra, pero al cabo de unos minutos habló.

—No puedes culpar a otro bailarín de nada. Tienes que ser consciente de los demás bailarines. Si él o ella se salen de su posición, tú tienes que compensarlo. Eso es lo que hace que seas la mejor. —Su tono de voz no dejaba lugar a réplica alguna, pero aun así Sanford intentó defenderme.

—Sólo está empezando, Celine —le recordó—. De los errores también se aprende.

—Los errores hay que cometerlos en las clases mientras se practica, no en una representación —espetó ella—. Tendrás que trabajar más duramente.

Se avergonzaba de mí y no se molestaba en ocultarlo.

—¿Más duramente? ¿Cómo va a trabajar más duramente de lo que ya trabaja, Celine? Pero si no hace otra cosa. Ni siquiera ha tenido ocasión de hacer nuevos amigos. También necesita tener una vida. —Sanford no se daba por vencido, lo cual me dejó asombrada porque siempre solía ceder a la más mínima ante Celine.

—La danza es su vida. Ella desea que sea así tanto como yo lo deseo. ¿Verdad que sí, Janet? ¿Verdad?

—Sí, madre —me apresuré a responder.

—¿Lo ves? Hablaré con madame Malisorf. Quizá logre convencerla para que le dé una clase más a la semana.

—¿Cuándo? ¿Durante el fin de semana? No estás siendo razonable, Celine —dijo Sanford.

—Estoy harta de que discutas conmigo, Sanford. Y no consentiré que siempre te pongas de su parte. Eres mi marido, Sanford, y te recuerdo que me debes lealtad. Janet tendrá una clase adicional, no hay más que hablar.

Sanford sacudió la cabeza.

—Sigo opinando que eso quizá sea excesivo, Celine —afirmó Sanford, esta vez en tono suave.

—Deja que madame Malisorf y yo decidamos lo que es excesivo, Sanford.

Él ya no discutió más. Mientras regresábamos a casa me pregunté qué había ocurrido con la idea de salir a comer. ¿Qué había sucedido con mis nuevos abuelos? Me daba miedo preguntar, y tampoco hizo falta, porque Celine me lo dijo.

—Mis padres estaban abochornados y se han ido directamente a su casa —afirmó en tono glacial.

Me pareció que era imposible sentirme más insignificante de lo que me sentía, y deseé hundirme entre el hueco de los asientos y desaparecer. En cuanto llegamos a casa, subí corriendo a mi cuarto y cerré la puerta. Al cabo de un rato, oí que llamaban con suavidad a la puerta.

—Adelante —dije.

Sanford entró y me sonrió. Estaba sentada en la cama. Había vertido todas las lágrimas que había almacenado para las ocasiones tristes. Los ojos me escocían de tanto llorar.

—Oye, no quiero que estés tan desanimada —me dijo Sanford en tono cariñoso—. Tendrás muchas más oportunidades de hacerlo mejor.

—Seguro que cometeré otro error —afirmé—. No soy tan buena como Celine piensa.

—No te subestimes por una sola actuación, Janet. Todo el mundo, incluso las grandes bailarinas, cometen errores. —Me puso la mano en el hombro, y entonces masajeó mi nuca tensa y dolorida.

—Ahora ella me odia —murmuré.

—Qué va —dijo Sanford—. Lo que pasa es que está muy ofuscada. Se relajará y ella también acabará comprendiendo que no es el fin del mundo. Ya lo verás —me prometió. Me echó el pelo hacia atrás—. Eras la bailarina más bonita de todas las que estaban ahí, te lo aseguro. Estoy convencido de que la mayoría del público piensa que fuiste la mejor sobre el escenario —dijo para darme ánimos.

—¿Tú crees?

—Pues claro que sí. Todas las miradas estaban puestas en ti.

—Con lo que ha sido aún peor para mí —musité.

Él se rió.

—Venga, no le des más vueltas. Piensa en cosas alegres. Por cierto, ¿tu cumpleaños no es el próximo sábado?

—Sí, pero Celine quería cambiar la fecha por el día en que me adoptasteis —le recordé.

—Eso no fue más que un deseo caprichoso de Celine. ¿Qué te parece si tú y yo organizamos tu fiesta de cumpleaños? —me preguntó—. Ya sé que no has tenido oportunidad de hacer amigos nuevos, pero a lo mejor podrás hacerlos en tu fiesta. Piensa en algunos chicos y chicas a los que te gustaría invitar. Lo pasaremos fenomenal —me prometió.

—¿Vendrán mis abuelos? —pregunté.

La sonrisa se le heló.

—Imagino que sí —repuso—. Bueno, ahora cámbiate de ropa y baja a cenar.

—¿De verdad que Celine no está enfadada conmigo? —inquirí, esperanzada.

—No. Celine tuvo una desilusión enorme en su vida. Para ella es muy difícil tener alguna más. Eso es todo. Se le pasará y volverá a estar bien. Todos estaremos bien —afirmó.

Sus palabras pretendían ser una promesa, pero sonaron más bien como una plegaria, y durante casi toda mi vida, mis plegarias no habían sido escuchadas.

 

 

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